Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.
El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva
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Aquel agosto que el Generalísimo decidió matar a los curas de hambre
La tarde que el cardenal Pacelli se quedó sin palabras
O el cardenal no sabe tomar notas, o el general miente como una perra
Monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco
El ya embajador español en el Vaticano, en su primer informe
completo a Madrid, asumía como propia la tesis de Pacelli de que la negociación
habría de plantearse, ahora, de forma global, puesto que ambos Estados habían
iniciado relaciones diplomáticas plenas. En la visión de Yanguas, esto
planteaba una serie de necesidades perentorias, puesto que el estatus jurídico
de las relaciones entre la España nacional y el Vaticano no estaba nada claro
y, sobre todo, quedaba colgando el tema del Patronato Real.
Las cosas no eran nada fáciles. Tal y como explicaba el
embajador, y es la madre del cordero de todos los problemas, el Vaticano
consideraba que el Concordato de 1851 estaba muerto, ya no era vigente;
como no lo era el derecho del Patronato
Real, concedido a los reyes de España y a sus descendientes, no a un generalito
con voz de pito. La principal referencia teórico-jurídica a este respecto, por
parte vaticana, había sido fijada por Benedicto XV en una alocución
consistorial de fecha 21 de noviembre de 1921. Aquel discurso se había
pronunciado en un momento en el que estaban muy frescas las creaciones de
nuevos Estados en Europa, notablemente los resultantes del desmembramiento del
Imperio Austro-Húngaro. Reflexionaba el Papa en aquel caso en que la creación
de esos nuevos Estados y gobiernos abría un hiato en la Historia de los pactos
con la Iglesia, puesto que aquellas contrapartes “se han renovado de tal modo
que lo que ahora son no puede considerarse como persona moral con la que en
otro tiempo había pactado la Sede Apostólica”. Venía a decir Benedicto
entonces: yo pacté cosas con un emperador católico a marchamartillo; ni de coña
me siento obligado a mantenerlo delante de unos tipos que ahora se dicen
checoslovacos y que cualquier día van y deciden que son protestantes, o laicos,
o budistas.
El argumento de Benedicto no dejaba de tener su eficacia.
Pero, según Yanguas, fino jurista, no se podía aplicar a España, a la España nacional,
por dos razones: la primera, porque el compromiso de dicha España nacional con
el catolicismo era sólido, y resultaría una imbecilidad pensar que pudiera
cambiar (de hecho, no cambió en cuarenta años). Y, segundo, el paréntesis de la
República (así lo calificaba él) en modo alguno justificaba una doctrina basada
en la total ruptura, sin marcha atrás, de un Estado, como le había ocurrido a
Austria-Hungría. En la idea de Yanguas, que no se olvide era especialista en
Derecho Internacional, cuando dos poderes soberanos llegan a un pacto, uno de
ellos no puede romperlo unilateralmente. De alguna manera, pues, Yanguas
utilizaba en beneficio del franquismo el dato, en el que él creía, de que el Vaticano nunca hubiese
querido llegar a rompimiento alguno con la República, y hubiese contemporizado
a pesar de los gravísimos actos antirreligiosos cometidos por ésta. No podía,
por lo tanto, invocar la Iglesia que se había producido un hiato, una laguna,
una “suspensión de acuerdo” entre la misma y España, cuando ella misma nunca
había dado el paso de manifestar dicho rompimiento.
Con otro argumento también muy eficiente, Yanguas recordaba
que el Concordato de 1851 Ya se había
suspendido en su aplicación dos veces en el siglo XIX: la primera, entre
1854 y 1856, cuando acaeció el llamado bienio progresista; y, la segunda, entre
1868 y 876, es decir como consecuencia de La Gloriosa y la I República. En ambos
casos, ciertamente, una vez que el periodo agitado pasó, el mismo Concordato pasó a volver a estar en vigencia. ¿Qué tenía
la segunda República que no tuviera la primera? En consecuencia, Yanguas, en
interpretación que fue más que lógicamente abrazada por Franco, consideraba
completamente vigente el derecho otorgado por Inocencio VIII a los reyes
católicos y sus sucesores; así como el derecho de presentación de obispos y
otros beneficios consistoriales que Adriano IV le concedió a Carlos V y sus
sucesores. Los beneficios menores no consistoriales, todavía en manos del Papa,
habían sido, para más inri, cedidos a los reyes de España en
el Concordato de 1753.
Además, indicaba, hay que tener en cuenta que el Concordato
de 1753, anterior al de 1851 y expresamente vigente, en los términos de éste
último, en todos los términos que no se opusieran al texto posterior, declaraba
sus previsiones de “firmeza inalterable y subsistencia perpetua”.
Yanguas, en todo caso, no era tonto. Cinco minutos en Sant’Angelo
le habían bastado para percatarse y saber bien que el problema no era una
discusión doctrinal sobre la vigencia de normas y pactos. El problema
fundamental era que el primero de los argumentos sobre los que el embajador
construía todo su edificio argumental, esto es que el compromiso de España con
el catolicismo estaba fuera de toda duda, no era tan cierto desde el punto de
vista del Vaticano. La Santa Sede veía que el régimen sublevado cada vez se
identificaba más, no con el fascismo, que eso le habría dado menos problemas,
sino con el nacionalsocialismo; y eso sí que
le daba problemas.
Adolf Hitler se había abierto espacio hacia el poder en
Alemania a base de trabajarse a quien tenía que dárselo en herencia,
Hindenburg; y de capitidisminuir a quien era el campeón de dicho provecto
presidente: Franz von Papen. Von Papen era muchas cosas, pero la principal cosa
que era, era representante y portavoz in
pectore de las fuerzas católicas alemanas, que siempre recelaron de Hitler.
El fascismo alemán, dotado de unos significados
seudoreligiosos de los que el fascismo italiano tendía a carecer, tenía un
carácter absolutamente totalizador, en el que la componenda con las creencias
católicas no cabía. A los nazis, el tema protestante les molestaba algo menos,
fundamentalmente porque el protestantismo no tiene Papa. El catolicismo, sin
embargo, era una alternativa jodida que al NSDAP no le gustaba nada; por eso se
aplicó, de una forma más o menos taimada, a trabajar contra ella.
El Vaticano temía, y no le faltaba cierto apoyo para
temerlo, que la creciente influencia nacionalsocialista en una España nacional
que se empezaba a montar, siquiera formalmente, a base de ponerle carne a un
esqueleto llamado Falange, acabase por arrastrar al país hacia las actitudes
antirreligiosas. El Vaticano, Yanguas se lo dijo a Jornada muy claramente en
sus informes, nunca se quedaría tranquilo con que el general Franco oyese misa
diaria. Al general Franco le podía caer una maceta en la cabeza, o los
militares de corte más fascista le podían hacer un golpe de Estado (y esto no
es ninguna tontería; Hitler cortejó a Muñoz Grandes en este sentido). Lo que
pretendía la España nacional era que el Vaticano le concediese o mantuviese
unos privilegios perpetuos; y la
eternidad del sentimiento católico español no estaba en modo alguno garantizada
por las circunstancias.
Yanguas, que como ya he dicho era un diplomático y jurista
de gran competencia y capacidad para ver las jugadas que había sobre el
tablero, también advirtió a sus jefes de Madrid sobre otro efecto: que se
pasaran de católicos. En la España nacional, era obvio que había que hacer una
labor de barrido de la hostia (nunca mejor dicho) para cambiar todo un acervo
normativo que se había puesto en marcha en la República en el sentido laico.
Sin embargo, razonaba el embajador, si el Estado nacional iba demasiado deprisa
en su labor de pulido, acabaría por ocurrir que la Iglesia ya había obtenido
todo lo que quería antes de empezar a negociar en serio; momento en el cual los
incentivos del Vaticano para ceder ante España serían nulos. Así pues, el
embajador recomendaba que, neto de una serie de medidas que se consideraban
absolutamente necesarias (las dos más importantes, el restablecimiento del
crucifijo en las escuelas y la suspensión de los pleitos de divorcio), la nueva
legislación se dejase en suspenso. En la
lista de espera estaba la regulación del matrimonio, la des-secularización de
los cementerios, la ley de congregaciones, la regulación del papel de la
Iglesia en la enseñanza, o la dotación del clero. Ahí es nada. Si todo eso lo
resolvían los franquistas a favor de la Iglesia de forma unilateral,
argumentaba el embajador, los Francisquitos luego no iban a querer negociar ni
los menús de la cafetería de la Conferencia Episcopal. Yanguas consideraba
especialmente importante no avanzar en el tema del presupuesto de culto y clero.
Mantener a los curas jodidos y sin pasta era la gran baza de Franco (¿necesitáis que os lo repita? ¡La pasta, siempre la pasta!)
En este esquema, el embajador español apostaba por la
negociación, relativamente rápida, de un modus
vivendi en el que el Estado nacional ganase la reivindicación básica de ser
informado de los nombramientos con antelación suficiente como para poder
oponerse.
El Consejo de Ministros celebrado el 26 de mayo de aquel
1938 aprobó en su totalidad la estrategia propuesta por Yanguas. Con estos
mimbres, Yanguas marcó el número de Pacelli.
Las posiciones se distanciaron pronto. Pacelli le dijo a
Yanguas, casi de partida, que consideraba perfectamente posible la negociación
de un Concordato en el tono de los
concordatos de la posguerra. Se refería a la posguerra de la Gran Guerra,
es decir, a aplicar la doctrina de Benedicto XV. Yanguas no estuvo de acuerdo,
claro, y argumentó que, en opinión del Estado español, habían decaído por
completo las razones que habían llevado a la suspensión del Concordato con la
República.
A pesar de que el embajador español rebatió con cierta
comodidad el argumento de la doctrina Benedicto, y el otro según el cual el
Patronato era un derecho concedido a Reyes, se encontró con que Pacelli había
hecho bien los deberes y le presentó un tercer argumento que no
esperaba: el Vaticano había denunciado el
Concordato durante la República. Parece claro que Yanguas no contaba con este
argumento, aunque salió del paso como pudo alegando eso de que entre dos
poderes soberanos uno no puede rescindir unilateralmente un acuerdo, sino que
lo que debe es, en los términos del propio Concordato, intentar una solución.
Ambos, entonces, se enfangaron en una profunda discusión de Derecho Canónico;
Pacelli argumentó que los concordatos más nuevos, los de la posguerra como él
los llamaba entonces, habían aceptado en su totalidad el principio canónico
general de que privilegios como el Patronato en realidad están en contra de
dicho Derecho Canónico y, por lo tanto, no deben ser prolongados. Yanguas, sin
embargo, le contestó recordándole el tenor del canon tercero, que salva de ese
tipo de previsiones los acuerdos ya
firmados. Como vemos, de nuevo adquiría una importancia fundamental la
consideración de que el Concordato de 1851 seguía vigente.
Yanguas y Pacelli se entrevistarían de nuevo diez días
después. En esta segunda conversación el Secretario de Estado, tal vez para
quitarle hierro a posiciones tan enfrentadas, le dijo al embajador que el
Vaticano no tenía intención de hacer nombramientos en el episcopado español en
el corto plazo; pero que, en todo caso, si procedía a hacer alguno se
consultaría al gobierno de Burgos; compromiso que expresó en unos términos un
tanto vagos, o sea, una especie de modus
vivendi de un posible modus vivendi.
El 20 de julio, Yanguas le escribió una carta a Jordana en
la que le reportaba todas estas gestiones. Para entonces, el embajador ya tenía
claro que, si la España nacional quería recuperar el poder de controlar qué
religiosos llegaban a obispos en España, no le quedaría otra que ir poco a
poco, tratando de ganarse la confianza de un Vaticano muy renuente a conceder
ese derecho. Así las cosas, el embajador español proponía resucitar la fórmula
que se había arbitrado en los tiempos de la dictadura de Primo de Rivera: se
creó una llamada Junta del Patronato, junta que elaboraba listas cerradas de religiosos merecedores de obtener las
dignidades eclesiales, entre los cuales la Iglesia decidía los nombramientos. En
el fondo, todo esto no quiere decir sino que Yanguas le estaba diciendo a sus
jefes que el Vaticano le había dicho bien claro que el futuro no lo conocía
nadie; que España podría ser, mañana o pasado mañana, una nación indiferente,
alejada o incluso enfrentada con el catolicismo; y que, en esas circunstancias,
los Francisquitos no iban a volver a cometer el error de siglos antes y ceder
un derecho que era suyo.
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