Otros escalones de esta escalera:
Enrique, el que a todos contentaba
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
¿De qué murió Pedro Girón?
La última trucha de Alfonso
Guisando
Lo de Fernando se va definiendo
Isabel se quita la careta
Fernando, en Castilla
Una boda en pecado, un legado papal corrupto, y el momento más bajo para los esposos
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
¿De qué murió Pedro Girón?
La última trucha de Alfonso
Guisando
Lo de Fernando se va definiendo
Isabel se quita la careta
Fernando, en Castilla
Una boda en pecado, un legado papal corrupto, y el momento más bajo para los esposos
En febrero de 1470, el bando
anticonstitucionalista dio un paso más en su estrategia calculada: los físicos
le aseguraron a Isabel que estaba embarazada. Ni qué decir que el rey Juan
saltó de alegría cuando leyó el email, todo lo contrario que su pariente
Enrique de Trastámara, quien recibió la noticia como el problemón que podía
llegar a suponer para él, sobre todo si al feto le crecía pene. Isabel y
Fernando, por su parte, sabiéndose sobrados, volvieron a escribirle una carta
al rey de Castilla con la intención de redoblar sus presiones sobre él. La
carta fue enviada el 8 de marzo (alguna historiadora pirada habrá por ahí que dirá que con ello Isabel tuvo presciencia del Día de la Mujer), y tenía unos tonos bastante duros y exigentes.
A la par que cínicos, pues ambos esposos se quejaban que, en los cuatro meses
que habían transcurrido desde su última misiva, habían desarrollado una
actividad totalmente fiel y honorable respecto de su rey (cosa que, le
acusaban, él no había hecho). Pero, claro, se callaban en el hecho de que su
propio estatus de matrimonio desmentía lo que estaban escribiendo; que Isabel y
Fernando firmasen, como mujer y marido, una carta, era la mejor expresión de
que en dicha carta estaban mintiendo.
En la misiva, los esposos conminaban al rey a aceptarlos como “sus obedientes súbditos”, que era una manera sutil de reclamarle a Enrique que confirmase lo prometido en Guisando y, consecuentemente, le pusiera a Isabel en la frente el sello de heredera de la corona de Castilla. Si se seguía negando, proponían que sometiese el problema a un consejo formado por las cuatro principales órdenes religiosas de Castilla (franciscanos, dominicos, cartujos y jeromitas). Si no eran escuchados, Isabel y Fernando anunciaban que harían “todo lo que las leyes divinas y humanas autorizan a hacer en defensa de nuestros derechos”; una amenaza velada de hostilidades que movió al rey castellano a contestarlos, esta vez sí; si bien echando mano del manido “lo tengo que consultar con mis asesores”.
El mismo día que Isabel y
Fernando enviaron esta carta, se estaban mudando a Dueñas. Valladolid ya no era
un lugar seguro para ellos. De una forma tal vez casual, tal vez instigada por
algún CNI de la época, la capital castellanoleonesa se convirtió, casi de la
noche a la mañana, en teatro de unos violentísimos enfrentamientos entre
cristianos y conversos; enfrentamientos en los que se vio envuelto Luis de
Vivero, esto es, el anfitrión de los esposos. Su casa, pues, ya no era lugar
seguro, por lo que Isa y Nando decidieron abrirse. En Dueñas los acogió Pedro
de Acuña, hermano del propio arzobispo Carrillo, lo cual nos da la pista de
que, tal vez, los futuros reyes católicos y su gran protector temían algún tipo
de puñalada trapera.
Es posible, yo por lo menos lo
creo, que el acoso físico a los que propiamente eran, en ese momento, reyes de
Sicilia, fuese parte de una estrategia más ancha diseñada en ese segundo
trimestre de 1470 por el partido constitucionalista. Lo digo porque vino a
coincidir con nuevas decisiones por parte de Enrique; decisiones que iban,
claramente, en la dirección de enterrar Guisando. El 30 de abril, el rey de
Castilla otorgó a Pacheco la muy rentable ciudad de Escalona, y desde luego no
se le pudo escapar el detalle de que la villa era una de las siete que le había
prometido en Guisando a Isabel. Pocos días más tarde, los ingresos derivados de
Medina del Campo le fueron entregados al conde de Ureña.
El rey Trastámara, por lo tanto,
había adoptado la estrategia de responderle a los reyes de Sicilia con sus
mismas zalamerías. Si ellos decían postrarse a sus pies y mostrarle el mayor de
los respetos, él los apelaba de hijos queridos mientras, usando abogados en
lugar de lanceros, batallaba contra ellos desheredando de facto a Isabel. El 18 de junio, el matrimonio le escribió otra
carta al rey en la que le decían que, si no les hacía caso, no sería extraño
que “se pusieran en libertad los poderosos elementos de la guerra”. Enrique, de
nuevo, contestó con el desprecio.
El verano de 1470, que según las
crónicas fue enormemente tórrido, no sabemos si a causa del cambio cismático
(chiste malo), lo pasaron Isabel y Fernando sudando la gota gorda, sobre todo
ella que tenía un bombo de la hostia, en su casa de Dueñas, en medio de una
inquietud extrema. Enrique, sin embargo, seguía moviéndose. De hecho, fue en
esos meses tórridos, en una Castilla crecientemente encabronada por las
durísimas consecuencias que estaban teniendo la sequía y las devaluaciones
decretadas por el rey, cuando quiso el Trastámara dar el último paso en el
enterramiento de Guisando: devolverle a su hija Juana el derecho de sucesión a
la Corona castellana.
Consciente de que aquélla era una
banqueta muy pesada que, por lo tanto, no podía sostener él sólo, Enrique buscó
apoyos, para rebajar las posibles ínfulas que podrían tener los aragoneses de
oponerse a la medida. Buscando, por lo tanto, un compañero de viaje de pocos
escrúpulos y mucha ambición, adónde iba a mirar si no es a París; siempre hay un francés veletois a mano, como bien saben en Barcelona. En esas
semanas, pues, Enrique de Trastámara pactó con Luis XI el casamiento de su
hermano con su hija Juana, como un medio de reforzar sus derechos como futura
reina de Castilla.
Para colmo de males de los esposos,
el 2 de octubre de 1470, Isabel dio a luz a un ser; cuando las ayas le observaron la entrepierna, comprobaron, contritas, que no tenía la correcta.
Que Isabel siempre quiso a su
hija primogénita es algo que está fuera de toda duda. Pero que Isabel la amase
con locura no quiere decir que la niña, por decirlo mal y pronto, sirviese para
lo que tenía que servir y, por lo tanto, contentase con su existencia a los
miembros del partido isabelista. Todo el mundo, literalmente, esperaba que el
vástago fuese un niño, el heredero de las coronas de Castilla y de Aragón; una especie de Alfonso 2.0. Tras
el parto, a todos se les quedó cara de gilipollas; menos a la niña, claro.
El rey Enrique, sin embargo,
aliviado por la noticia, vio el cielo abierto para continuar en la línea de
despojo en la persona de Isabel de todos sus derechos dinásticos y, sobre todo,
anunciar públicamente, apenas diez días después del parto, el compromiso de su
hija Juana con el duque de Berry; la otra,
pues, entraba en la competencia de alumbrar un heredero varón.
Charles de Berry presentó
repentinamente la novedad de no ser heredero a la corona francesa. Precisamente
durante el nuevo viaje del obispo de Albi a la península para concertar el
matrimonio, la reina había dado a luz a un varón, quien de hecho sería rey con
el nombre de Carlos VIII. Esto hizo que el planteamiento de Jouffroy cuando
llegó a Castilla fuese bien diferente. El obispo que había salido de París
relajado y confiado estaba ahora contrito y nervioso, y le dijo a Enrique que
había una conditio sine qua non para
apañar el matrimonio: que la princesa Juana fuese oficialmente declarada
heredera de la corona castellana. Enrique, así presionado, cruzó el Rubicón, y
aceptó.
El 26 de octubre, en un claro de
Val de Lozoya, muy cerca de la frontera de Castilla con Aragón, se celebró algo
así como un Guisando II, sólo que con distintos protagonistas: ahora no fue
Isabel de Castilla quien fue proclamada heredera de la corona castellana, sino
Juana de Castilla, la hija del rey Enrique. El rey, tras leer un escrito en el
que se desdecía, una a una, de todas las promesas hechas en Guisando, mostró
además una dispensa del Papa Pablo II que anulaba todos aquellos juramentos.
Luego Jouffroy, consciente de cuál era el punto más débil de todo aquel
montaje, pidió a la reina Juana que jurase solemnemente que el ADN de La
Beltraneja era el de Enrique de Trastámara. Juana lo juró, y lo volvió a jurar
tres días después en sagrado (en la catedral vieja de Segovia).
La noticia de los hechos de Val
de Lozoya y Segovia cayó en Dueñas como caería en Can Barça el anuncio de Leo
Messi de dedicarse profesionalmente al Scrabble. La noticia, además, llegó en
un momento jodido para ellos desde el punto de vista físico, pues Isabel se
recuperaba del embarazo y Fernando sufría fiebre alta tras una caída del
caballo que los médicos llegaron a temer, sin razón, le dejase secuelas. Con todo,
el principal problema que se le presentaba a la pareja, además de la descarada
estrategia de Enrique en el sentido de desheredar a su hermana, era la
creciente distancia respecto de Carrillo. Aunque el arzobispo había sido el
factótum de su traslado a Dueñas y allí los protegía, cada día más el muñidor
del partido isabelista se apartaba más de los esposos, especialmente el esposo,
al cual tragaba con la misma dificultad con la que Fernando lo tragaba a
él. El 12 de noviembre, en carta de
Fernando a su padre, éste se quejaba de que Carrillo se empeñase siempre en que
todo pasara por él.
En las últimas semanas de 1470,
todo el mundo, y muy particularmente el rey Juan de Aragón, temía que Enrique
organizase una operación de comando, ahora que podía contar con los SEAL
franceses, para llegarse a Dueñas y detener a la pareja. Y no se equivocaban:
el 8 de diciembre, Enrique le escribió a Berry precisamente en este sentido.
Así pues, los reyes de Sicilia y su hija se trasladaron a Medina de
Rioseco, terreno de la familia Enríquez, los tíos de Fernando pues. Carrillo,
por cierto, se negó al traslado; yo creo que estaba ya en modo Gata Flora, así
pues, si se hubieran quedado en Dueñas, también se habría quejado.
Hay un factor en toda esta
movida, sin embargo, con el que nadie había contado: la opinión pública. La
Castilla de finales del siglo XV era una Castilla profundamente religiosa. Sus
miembros y miembras, no se olvide, se sentían embarcados en una guerra que
duraba ya 700 años por recuperar su territorio de las manos de lo que ellos,
desde luego, no veían, como en un acceso de estupidez políticamente correcta
hace cierta historiografía contemporánea, como “otros españoles”, no digamos ya
“otros castellanos”. Los veían como aliens, como invasores, como mierdecillas
infieles a las que había que barrer de la encimera de Castilla con una bayeta
bien empapada de amoniaco. Además de la Reconquista, que es un factor que mucha
gente conoce, hay otro que ya se conoce menos, y es que apenas unas décadas
antes del tiempo que ahora relatamos, Castilla había pasado por la experiencia
de apoyar una Iglesia universal propia, regida por sus reglas; y, por lo tanto,
tenía un hondo sentimiento en el sentido de que esas creencias formaban parte
de su ser esencial. Un sentimiento tan fuerte, tan enraizado, que, aún
cuatrocientos años después de lo que aquí repasamos, todavía lo defenderá en
sus escritos Cánovas del Castillo.
Para Castilla, pues, la ortodoxia
religiosa, el cumplimiento de las reglas, la limpieza, eran elementos
fundamentales de su civilización. Y no pocos de esos castellanos de andar por
casa, analfabetos la mayoría, brutos y simples, sí, pero también tercos y
orgullosos y, no se olvide, libres en
su inmensa mayoría, no estaban dispuestos a ser gobernados por una reina que
podría proceder de una relación ilegal y pecaminosa a los ojos de Dios. Si los
castellanos se pasaron siglos exigiéndole a todo el mundo estatutos de limpieza
de sangre, es por algo. ¿Era limpia la sangre de Juana? Mucha gente pensaba que
no. Por otra parte, la capacidad del castellano medio de decidir su postura a
partir de impresiones y sentimientos, no de datos, era la misma en 1470 que en
el 2019. Exactamente igual que hoy cualquier españolito en Twitter se cree un
tuit de su influencer de turno
simplemente porque quiere creerlo, en la Castilla de aquellos tiempos, y éste
era, en realidad, el mayor activo con que contaba el partido isabelista, un
montón de gente creía que Juana era
La Beltraneja; y con eso, con creerlo, le bastaba.
Hay otro elemento importante de
la opinión pública castellana tardomedieval. Como muy poco tiempo después de
éstos que relatamos demostrará claramente la eclosión de la novela picaresca,
el español siempre está dispuesto a interpretar que, cuando las cosas van por
donde no le gusta, eso es el resultado de una conspiración de los poderosos. El
hispano medio, desde la primera Edad Media, ha creído en el Club Bildemberg,
aunque le ha puesto nombres diferentes. Por esta razón, todo conflicto que
implique al poder, cuando se basa en una decisión de dicho poder que no nos
gusta, se lee en términos de conspiración de los ricos contra los pobres, de
los poderosos contra los pecheros, de la seda contra la estameña. Y, en una
evolución que Pacheco y Enrique no supieron ver, esto fue lo que pasó con Val
de Lozoya. Personalmente considero que la presencia en el acto de un embajador
del rey francés fue ponzoña pura para el acto, que rápidamente fue visto como
la intentona de los poderosos por imponerle al sabio pueblo castellano una
reina adulterina. Los territorios de Vizcaya y Guipúzcoa, cuando supieron la
nueva, se rebelaron contra el rey; en diversas regiones, ciudades se negaron a
jurar pleitesía a la nueva heredera.
Para poner las cosas peor, de
forma inesperada para el partido cortesano, el duque de Berry también se puso
de canto. El hermano del rey francés había llegado a la conclusión de que su
hermano le estaba vendiendo una mula ciega y, además, acabó perdiendo la
confianza en él. Por esta razón, Berry se convenció de que su futuro político
no estaba tanto en ser rey consorte de Castilla, algo que reputaba difícil,
sino en aliarse con el enemigo declarado de su hermano, es decir el duque de
Borgoña, Carlos el Temerario.
Aunque pudiera parecer lo
contrario, que lo parecía, en realidad para Isabel y Fernando todavía había
partido.
En la misiva, los esposos conminaban al rey a aceptarlos como “sus obedientes súbditos”. https://consejoscomunales.net/la-era-del-guano/
ResponderBorrarón”. Estas son las curiosas reglas que regían el programa 'Lecturas de soldado' que desarrollaron las Bibliotecas de Frentes y Hospitales durante la Guerra Civil española y que ha querido sacar a la luz el Archivo Histórico Provincial de Huesca para conmemorar el Día Internacional de las Bibliotecas. vikingpressagency.com/herramientas-para-redactar-los-mejores-contenidos-en-tu-blog/
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