El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles
María Amalia
En España
El rey viudo
Lo de los jesuitas
La estrecha relación entre Francia y España,
en todo caso, habría de proporcionarle a ambos países
una misión histórica: la de ser baluarte y
apoyo de la Revolución americana. Contrariamente a
lo que piensa la mayoría de la gente y, por supuesto,
la historiografía chovinista estadounidense, lo que dictaba la lógica
es que las trece colonias que se rebelaron contra su metrópoli
londinense perdiesen su guerra. Si la ganaron fue, en buena parte, gracias a
Francia y España, en un apoyo que no ha sido siempre todo lo
reconocido que debería, ya que ha quedado sepultado
debajo de la imagen sobrada que labraron los EEUU de sí
mismos (para mayores referencias, os recomiendo el interesantísimo Brothers at arms. Apoyo que, en todo caso, también se produjo de manera
semiobligada, porque los planes iniciales, sobre todo de Madrid, eran muy
otros.
El problema americano tuvo la gran virtud, además,
de llegar cuando tenía que llegar. La llamada
Guerra de los Siete Años había
dejado a Francia muy maltratada en el ámbito europeo. Aunque no se
citen estos dos casos muy habitualmente, a principios de la octava década
del siglo XVIII, Francia había perdido dos de sus grandes
puntos de poder en Europa: primero con el desmembramiento de Polonia (1772); y,
después, con la más que evidente pérdida
de poder internacional de Turquía tras el tratado de Kuchuk
Kainardji (1774). Prusia comenzaba, poco a poco, a convertirse en el poder de
referencia en Centroeuropa, lo cual eliminaba uno de los principales referentes
del poder francés, que había sido su estrecha relación
con los príncipes germanos. España sufría la
pérdida
de influencia y poder internacional de su aliado de referencia, sobre todo a
través de la soberbia de Portugal, quien ahora se
encontraba aliado a la potencia adecuada.
Por eso, a París, en buena medida, le tocó
la lotería con la rebelión de las trece colonias
americanas. Casi sin presencia ya en la zona, para los franceses aquello era
casi todo beneficio. No ocurría lo mismo con los españoles,
sin embargo, ya que en Madrid se temía, y con razón,
que la decisión de las colonias de rebelarse pudiera servir de
ejemplo para sus amplias posesiones en el continente. No hay que olvidar, además,
que algunas de las posesiones españolas eran fronterizas con la
zona de conflicto. Floridablanca, ministro del rey español,
temía además, y con razón,
que el juego de alianzas y contraalianzas en América pudiera hacer estallar
una nueva guerra europea para la cual los aliados mediterráneos
estaban muy poco preparados. Así las cosas, la primera intención
de Madrid fue operar de mediador entre las colonias y Francia por un lado, e
Inglaterra por el otro, para coser algún tipo de acuerdo. El marqués
de Almodóvar, entonces embajador en Londres, opinaba que los
ingleses no tenían gran deseo de hacerle la guerra a España
y, por lo tanto, alimentaban la neutralidad del país. El
verdadero enemigo del papel neutral y arbitral que se quería
dar España a sí misma era Francia, lógicamente
mucho más interesada en que Madrid hiciese valer los lazos
de familia y se implicase en el enfrentamiento bélico a su favor. En febrero de
1779, París redobló sus presiones sobre Madrid.
Para entonces, sin embargo, las dudas eran muchas en la Corte carlina en el
sentido de que Francia estuviese realmente implicada en un enfrentamiento
serio, por lo que comenzaban a sospechar que lo que intentaba París
era agitar el fantasma español para ahorrarse esfuerzos. Los franceses, ya se sabe, desde Carlomagno hasta Macron, no han hecho otra cosa que ir siempre con la verdad por delante (IroníaOFF).
El 28 de de febrero de aquel año,
sintiendo que tenía que hacer algún movimiento que hiciese a los
franceses ser conscientes de la situación, Floridablanca permitió
que se filtrasen los papeles adecuados como para dar la sensación
de que se estaba acercando algún tipo de acuerdo entre Madrid
y Londres.
El problema, sin embargo, era de fondo: la actitud de
las colonias. A mediados de marzo de aquel año, el gobierno inglés
comunicó al español que su intención
en el conflicto americano era, sí, negociar con las colonias,
pero como tales: se planteaba, pues, un diálogo entre una nación
soberana y sus territorios súbditos, no, en modo alguno, un
diálogo
de igual a igual. Esto, lógicamente, empantanaba en los despachos la
posibilidad de solucionar el problema de los futuros Estados Unidos. El 3 de abril, esta nota inicial se convirtió en
ultimátum, que como tal fue comunicado a las Cortes de París
y Madrid. Carlos, en su papel de mediador, optó por la vía
pacifista: propuso el cese indefinido de las hostilidades entre Inglaterra y
Francia, la convocatoria de una conferencia de paz y la paralización
de las acciones armadas en las colonias; pero para entonces todo el mundo en
Palacio tenía claro que la actitud inglesa rechazaba de facto cualquier mediación.
Aquí ya hemos tenido la ocasión
de contar el proceso de independencia norteamericana y, sobre todo porque es lo
que interesa para este punto de las notas, la enorme miopía
con que se enfrentó al mismo el Imperio británico.
Londres no quiso ver más solución
que la guerra, convencido como estaba de que la ganaría, y
por el camino comenzó a gripar incluso lo intereses
neutrales, pues sus flotas comenzaron a mostrarse hostiles frente a los
mercantes españoles.
La mediación española,
pues, zozobró finalmente, entre la indiferencia y el desprecio de
los ingleses, y el gozo de los franceses, quienes ahora ganaban un aliado casi
forzado en la guerra que querían hacer contra Inglaterra. Operó, pues, durante estas semanas, el hecho, bastante palmario, de que, a estas alturas de la Historia, la verdad es que los ingleses despreciaban a España como potencia, como agente geopolítico. Se les daba una higa lo que hiciese Madrid o dejase de hacer, porque estaban convencidos de que no podían hacer gran cosa.
El 12 de abril de 1779, en Aranjuez, el gobierno español
y el embajador francés firmaron un acuerdo secreto
en el que se estipulaba que, caso de que Inglaterra no hiciese caso de lo
puntos de mediación sugeridos por España (cosa que todo el mundo sabía
ya que iba a ocurrir oficialmente en un momento o el otro), Madrid y París
se unirían en una alianza, una más,
que le declararía la guerra, una más, a Inglaterra. Se hicieron
planes para invadir las colonias inglesas y se reavivaron las cláusulas
del Pacto de Familia que instaban a los acuerdos mancomunados; lo cual, en la
práctica,
quería decir que ambas partes se comprometían
a no alcanzar acuerdos bilaterales, ni con Inglaterra, ni, tampoco, con las colonias
rebeldes o con alguna de ellas.
Según los términos
de ese acuerdo, los objetivos por los que España entró en
esa guerra fueron: la recuperación de Gibraltar; el control
sobre el río de Mobila (o sea, Mobile); Pensacola y toda la costa de la
Florida; la expulsión de los ingleses de la bahía
de Honduras; la restitución de Menorca; y la retrocesión de algunas
concesiones comerciales en México que anteriormente habían
arrancado los ingleses.
El 11 de junio, los tratados firmados entre España
e Inglaterra quedaron formalmente rotos, y el 22 el conde de Almodóvar,
poco antes de abandonar Londres y el país, entregó
una nota al gobierno inglés que hacía
las veces de declaración de guerra. En esta nota, en
todo caso, España justificaba su actitud agresiva únicamente
en los problemas que había registrado su flota mercante
con los barcos británicos; ni se citaba su alianza
con Francia ni tampoco el tema de las colonias. Hay que suponer, pues, que la
diplomacia española, probablemente, trataba de dejar un portillo
abierto para la suspensión de hostilidades en el caso
de que Londres se mostrase comprensivo con el problema comercial. De hecho,
Floridablanca instruyó claramente a sus generales y
almirantes para que evitasen el lenguaje bélico formal en sus
comunicaciones, en lo que parece un intento de hacer la guerra sin hacerla, o
de hacerla pensando en su final desde el primer momento.
Había elementos en la Corte
francesa que querían ir muy lejos en aquel enfrentamiento. En la mente
de todos estaba el reto nunca cumplido desde 1588: la invasión
de las costas inglesas por tropas continentales o, si se prefiere, el sueño
de la Gran Armada. Esos elementos propugnaban, ahora que se había
labrado la alianza con España, una operación
dirigida, o bien a la costa meridional inglesa, como había
intentado Felipe II; o bien en la costa irlandesa, como había
intentado su hijo. Madrid, sin embargo, no estaba nada convencido y, de hecho,
Floridablanca no quería ni oír
hablar de algo así. En los últimos días
de aquel año de 1779, tuvo un encuentro tormentoso con el
embajador francés en Madrid, entrevista que terminó
a gritos por parte española y en la que el ministro
carlino le dijo al embajador lo que pensaba en verdad (y seguramente, además, era la verdad): que Francia no estaba personalmente decidida a implicarse en una
guerra total; que su intención era comprometer sus barcos
para que patrullasen el Canal, mientras que España hacía el
trabajo sucio; que todo lo que estaba buscando París era
un acuerdo con Londres para la independencia de las colonias, y que una vez
conseguido eso, de las reivindicaciones de España nunca más
se sabría. Le dijo, finalmente, que la Armada española
estaba preparada; pero que no la movería mientras no viese en los
franceses una verdadera intención bélica.
Ciertamente, los planes para invadir Inglaterra
existieron, puesto que se conservan en los archivos nacionales francés
y español. Pero que existiese una planificación
teórica
y por escrito no quiere decir que hubiese voluntad de llevarla a cabo; el papel
lo aguanta todo.
Hay que reconocer que, para aquella expedición,
ni Francia ni España apostaron por la sangre nueva. Almirante de la
flota francesa surta en Brest fue nombrado el conde de Orvilliers, que para
entonces contaba con 71 años de edad (que serán
como noventa y pico de hoy en día); y, por la española,
Luis de Córdoba, que había nacido incluso dos años
antes que el francés. El francés fue nombrado generalísimo
de la flota, lo cual nos da un pista de por qué Madrid nombró
a Córdoba, persona de natural conciliadora y enemiga del
conflicto personal.
Al frente de la flota inglesa, el gobierno de Londres
colocó a sir Charles Hardy, que tampoco es que fuese un
milenial precisamente. Y fue un nombramiento bastante extraño,
pues Hardy llevaba años enterrado como director del
Museo Naval de Greenwich, pues llevaba más de quince años
ya en la reserva. De hecho, en la arenga que le soltó a
sus oficiales les dijo que esperaba de ellos el más estrecho de los apoyos los días
que no sufriese de gota.
Todo en el montaje de aquella invasión-guerra
da que pensar que allí nadie quería
darse de hostias.
Las flotas de cacatúas española y
francesa se dieron vista de catalejo el 23 de julio de 1779 a la altura de las
Islas Sisargas, de donde se allegaron al Canal. Esta vez, como en la Armada, no
fue tanto el clima el que les jodió, como la microbiología.
Un montón de miembros de la tripulación
comenzó a enfermar y, en pocos días,
las bajas se contaban por cientos. Aun así, la flota conjunta logró
llegarse a vista natural de Plymouth, lo que causó el acojone del personal allí
y una rebelión de prisioneros franceses que había
en su cárcel.
Los barcos hispanofranceses anglofranceses, sin embargo, iban casi de
vacío, sólo con marineros. Las tropas
de desembarco esperaban en Normandía al mando del conde de Vaux,
igual que en tiempos de Felipe II habían esperado en Flandes. Dependía
de Orvilliers decidir cuándo el Canal estaba
suficientemente limpio como para hacer el traslado. Los franceses de Normandía
estaban galvanizados, entre otras cosas porque el famosérrimo
Lafayette había regresado de América y se mostraba dispuesto a
colocarse al frente de algunas tropas.
Hardy, sin embargo, era un buen conocedor del clima de
la zona, y de los problemas que presentaba el tiempo y la mar allí.
En cuanto tuvo informes de las enfermedades que se habían
enseñoreado de lo barcos enemigos (hasta el punto de
faltar personal sano para realizar las labores normales), simplemente decidió
esperar a que el viento, las galernas y las olas hiciesen su trabajo. En
realidad, la invasión de Inglaterra se fue a la
mierda el día, a mediados de agosto, en el que un convoy con
avituallamiento para la flota llegó a la zona. Estuvo días
tratando de encontrar sus barcos amigos en medio de la galerna pero, como
quiera que sólo avistó banderas inglesas, se volvió
a Brest. En estas condiciones, el 25 de agosto Orvilliers reunió
a sus oficiales en medio de otra galerna que duraba ya días y,
ante la falta de avituallamiento y los problemas de enfermedad, decidió
hacer un último intento para avistar la flota de Hardy que, de
no conseguirse, provocaría su regreso a Brest. Que fue
lo que pasó, porque para entonces el inglés
ya no estaba en la zona. El 10 de septiembre, ante la amenaza del mal tiempo,
regresaron.
Si bien las colonias consiguieron lo que querían
en su rebelión, y en buena parte gracias a la ayuda que recibieron
de franceses y españoles, para España
aquella guerra acabaría por aportar bien poca cosa
y, lo que es más, tal y como temían sus gobernantes, plantó
la semilla de la rebelión de las colonias. Uno más,
pues, de nuestros negocios, digamos, discutibles.
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