Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Thomas Cartwright
... y estos tipos nos dan lecciones de civilización
Essex en Normandía
Las cosas salen como el orto
Las cosas salen peor que el orto
Los disturbios de Towers Hill
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
El affaire Throckmorton
El Dorado
El caso López
Continúa el caso López
Una segunda ejecución a hurtadillas
El puto niño
Felipe II, rey de Inglaterra
El libelo de Parsons tuvo el efecto de un mazazo en el Londres
isabelino. Suponía poner negro sobre blanco una cuestión que la
reina de Inglaterra siempre había querido considerar únicamente
suya y por lo tanto ajena al escrutinio de la opinión pública. De
hecho, en el estricto entorno donde tenía total poder, que era su
propio palacio, Isabel decretó en su día un cierre a cal y canto,
tras el cual fuerzas especiales de policía buscaron en cada rincón
todas y cada una de las copias del folleto que había dentro.
La publicación, además, tuvo la virtud de coordinar los mosqueos de
los dos reyes de las islas: la de Inglaterra y el de Escocia.
Lógicamente, Jacobo no tenía nada que ganar en una publicación que
lo apartaba a él, junto con sus descendientes, de la línea
sucesoria; motivo por el cual la reacción en Edimburgo no fue mucho
más positiva que en Londres. En medio de todo este follón se
encontró Essex, el hombre al que teóricamente se le dedicaban las
reflexiones del jesuita con la indicación de que era el único que
podía conseguir que el tema se gestionase como es debido. El miembro
de la Corte se enfrentaba, pues, a un periodo de relativo ostracismo
por parte de los dos palacios de referencia en Gran Bretaña.
En realidad, en buena parte es culpa suya. Los espías del conde
habían sido capaces de prever el golpe, lo que pasa es que él no lo
valoró. Anthony Bacon sabía de la publicación desde que se había
impreso en Amberes. Sin embargo, cuando Deveraux supo lo de la problemática
dedicatoria prefirió mantenerse en silencio y jugar la baza de que
el libelo nunca llegase a Inglaterra, en lugar de avisar sobre su
existencia, como debería haber hecho para ganar puntos ante los
reyes inglesa y escocés.
La bronca que le echó Isabel fue de tal calibre que Essex regresó a
su casa del Strand y comenzó uno de sus típicos periodos
depresivos, en los cuales se metía en la cama y no reaccionaba a
impulso alguno. En realidad, estaba intensamente preocupado. Con el
tiempo, Jacobo se demostró como una persona mucho más obsesionada
con la obra de Parsons que la propia Isabel. Según las crónicas,
había noches que se levantaba varias veces para repasar pasajes de
la obra, y decretó en el ámbito de su reino la pena de muerte para
cualquiera que elaborase comentarios sobre su contenido. Que Jacobo
estuviese tan nervioso incrementaba, a los ojos de Essex, la
posibilidad de que o bien él mismo o bien personas de su entorno
cometiesen la indiscreción de hacer saber los movimientos
orquestales en la oscuridad que había realizado el rey escocés con
el propio Essex.
Las cosas se pusieron peor a principios de 1596. En esa fecha
Wenworth, quien como sabemos estaba en la Torre de Londres y no
precisamente de turismo, escribió una larga carta, formalmente a un
grupo de amigos personales. Esta carta fue rápidamente copiada y
distribuida en Londres como la respuesta al libelo de Parsons, lo
cual terminó por convertir el asunto en un debate de opinión
pública en primera plana. El interés de la gente por el tema, de
hecho, es el que explica que, en ese momento, la inmensa mayoría de
los autores de teatro se dedicasen a elaborar obras relacionadas con
la sucesión dinástica, las usurpaciones o las guerras civiles. No
por casualidad, en efecto, fue por aquel tiempo que William
Shakespare escribió King John y, sobre todo, su sobrecogedora
Ricardo II; una obra que debe ser leída teniendo en cuenta el
decorado político que tiene detrás.
Si podemos, que podemos, considerar a Ricardo II como el
ejemplo de mayor calidad de una tendencia más generalizada (como
puede serlo Fuenteovejuna en la articulación de las complejas
relaciones entre un rey y sus súbditos), debemos ver en esta obra un
interesantísimo proceso de democratización de la opinión pública.
La obra fue escrita, y lo que es más importante representada, en un
momento en el que un tema que había pertenecido históricamente al
ámbito privado de las cámaras reales se estaba convirtiendo en un
asunto sobre el que todo pichi tenía una opinión y, lo que es más
importante, podía expresarla. Isabel, digna hija de su padre
en esto, siempre había jugado la baza de su popularidad en el
entorno de la geopolítica. Ahora, sin embargo, esa popularidad
quedaba en entredicho porque el pueblo, ese ente del que procede la
palabra popularidad, no se expresaba tan cálidamente respecto de
ella, ni respecto de Jacobo. Ambos dos, reyes absolutos, se
enfrentaban a las primeras trincheras cavadas por un proceso
destinado a bajarlos, con el tiempo, de ese pedestal. Muy contentos no
estaban.
En su respuesta, Wenworth desplegaba, uno por uno, todos los
argumentos que según él demostraban que Jacobo, rey de Escocia,
debía serlo también de Inglaterra a la muerte de la reina. Entre
otras cosas, en su carta el preso de la Torre recordaba las propias
de la reina Isabel, la cual, en 1561, había afirmado ante
representantes escoceses que los derechos dinásticos a la corona
inglesa de María, reina de los escoceses, eran incontestables.
A quien benefició la aparición de la carta de Wenworth fue a Essex.
El hecho de que el debate se generalizase y emputeciese jugó a favor
de su tesis de que todo lo que estaba pasando tenía naturaleza
conspirativa y que, en consecuencia, él no había hecho nada para
merecer la dedicatoria de Parsons. Conforme todo Londres, toda
Inglaterra, fue hirviendo cada vez más con el debate sobre la
sucesión dinástica, Isabel se fue dando cuenta de que su consejero
podría tener razón, y aflojó el puño. De hecho, acabó yendo al
Strand a visitarlo en la cama, y le encargó gestiones diplomáticas
de altura para que se animase. Essex se animó; de hecho, lo hizo en
exceso, puesto que se autoconvenció de que todo apuntaba a que iba a
ser nombrado primer ministro en sustitución del cada vez más
enfermo Burghley. Bacon escribió para él una especie de poema
alegórico en el que planteaba un poco esta posibilidad, de forma muy
metafórica. Sin embargo, tuvo el efecto contrario al que pretendía
pues la misma reina, en el momento en que terminó la representación,
dijo bien alto, para ser oída, que si hubiera conocido antes el
contenido del poema alegórico, no habría asistido. Lo que se dice un zasca brutal.
La displicencia real atizó a Essex para intentar, una vez más,
hacer política por su cuenta. Sir Heny Unton ocupaba en ese momento
la embajada inglesa en París, y se convirtió en el objetivo de las
gestiones del conde por debajo de la mesa, obsesionado con convencer
al rey francés para que incrementase su esfuerzo bélico. En
paralelo, el conde intoxicaba a los franceses haciéndoles pasar un
informe falso según el cual Isabel estaba negociando una paz
bilateral con España, que vendría a suponer una pinza sobre
Francia. El problema para Essex era que todo esto tenía que hacerlo
a través de Unton, y el embajador inglés seguía considerando que
su referente era Burghley. Por esta razón, lo mantuvo completamente
informado de estas gestiones desinformativas. Si bien le ocultó que
el origen de todo era Essex, no parece que el viejo primer
ministro tuviese muchas dificultades a la hora de sumar dos más dos.
Enrique IV, de hecho, había declarado la guerra a España en 1595.
Tuvo ese gesto después de que las tropas auxiliares inglesas al
mando de Norris le consiguieron el control de Bretaña. Sin embargo,
como las cosas nunca salen como uno espera, los nuevos
enfrentamientos habían supuesto que las tropas de Flandes ganasen
terreno en la Picardía y en Champaña, gracias al inteligente mando
militar de su comandante, Pedro Enríque de Acevedo, conde de
Fuentes.
El conde tomó Doullens y destruyó su castillo. Una vez hecho esto,
se fue a por Cambrai. Los éxitos de las tropas españolas dispararon
los rumores de que el Archiduque Alberto de Austria, que había sido
nombrado gobernador de las Provincias Unidas, planeaba un ataque
sobre Calais con el objetivo de obtener un control español, siquiera
parcial, sobre el paso del Canal. Eso, claro, y la reconstrucción de
la Armada.
Porque el caso es que el rey español estaba reconstruyendo sus
barcos. En el verano de 1595, los informes de que España estaba
reconstruyendo su Armada se multiplicaron y se hicieron muy
evidentes. Estos informes llevaron a la reina a convencerse de una
idea que le provocaba especial repugnancia, que era pasar al ataque.
Ella siempre había sido partidaria de soluciones pactadas o poco
arriesgadas. Isabel de Inglaterra siempre quiso ser ese jugador de tenis que nunca sube a la red y que juega a devolverlo todo, todo, hasta provocar un error no forzado en su rival; pero ahora se daba cuenta de que no podría seguir por
ese camino. Eso sí, la experiencia de los años anteriores le decía
que saltar al continente y enfrentarse en tierra era fracaso seguro,
por lo que comenzó a pensar en soluciones que se produjesen mediando
un desembarco. Encargó a Burghley que desarrollase una estrategia,
para la cual el primer ministro se hizo asesorar por Howard y Drake.
Aunque en realidad el dueño original de la idea era Ralegh, puesto
que había sido él quien primero había desarrollado la idea de
secar a España de sus riquezas mediante acciones llevadas a cabo en
el área de Panamá, o de Cuba.
El plan, sin embargo, se topó con un enemigo: Essex. El conde no
tenía nada que ganar en una guerra naval de desgaste contra los
recursos de España. Eso podría darle gloria a Drake, no a él. Lo
que necesitaba el conde eran operaciones en tierra, y por ello se
dedicó, inmediatamente, a comerle la oreja a Isabel para favorecer
este punto de vista, apoyando la idea de una serie de ataques
directos de los principales puertos españoles, así como acciones en
tierra dentro de la península. A una nueva Gran Armada, decía, sólo
se le puede contestar con una nueva Gran Contra-Armada.
La discusión fue tan fuerte y tan alambicada que, en agosto de 1595,
Isabel decidió colocar en salmuera los dos planes, y se limitó a
aprobar una campaña de piratería mucho menos ambiciosa, llevada a
cabo por Drake y Hawkings. Con una flotilla de 27 barcos y 2.500
efectivos, ambos debían navegar hacia el Caribe con el objetivo de
hacerse con el Begoña, un mercante de 350 toneladas que según
los informes se encontraba en Puerto Rico.
Sin embargo, nada más salir de Plymouth, Hawkings y Drake
discutieron. El señor Francisco era un tipo bastante impulsivo al
que no le gustaba demasiado planificar. Le iban las improvisaciones
valientes y aguerridas, una imagen que su mitología ha destacado
mucho; aunque se le ha olvidado, a la mitología digo, recordar los
cienes y cienes de veces en que esa improvisación le jugó malas
pasadas, convirtiéndolo, en realidad, en peor comandante de lo que
mucha Historia quiere creer. A Drake se le puso entre los testículos
la idea de tomar Las Palmas, una acción que ni de coña estaba
prevista ni seguramente habría sido aprobada por Isabel. Sin embargo
lo intentó, to no avail.
El 12 de noviembre, los barcos ingleses se llegaron a Puerto Rico.
Para entonces Hawkings estaba muy gravemente enfermo. Murió apenas
unas horas después de echar el ancla y fue enterrado en el mar.
Drake se quedó solo al mando, y rápidamente ordenó el ataque
sobre Puerto Rico. Los españoles, sin embargo, estaban ya muy
avisados de su presencia. Tan avisados que hasta le lanzaron un
pepino que se llevó por delante la banqueta en la que estaba sentado
mientras tomaba su sopa.
Fue entonces, sólo entonces: después de haber sido rechazado en Las
Palmas y Puerto Rico, cuando Drake se avino a seguir el plan original
de la expedición, y tratar de interceptar un grupo de mercantes
españoles en su partida. Pero para cuando alcanzó Nombre de Dios,
ciudad portuaria panameña, la encontró evacuada. Entonces
desembarcó a sus marinos y planeó un paso por las montañas hasta
ciudad de Panamá; pero los expedicionarios fueron repelidos por los
españoles.
En enero de 1596, la disentería se había adueñado de los barcos
ingleses, que para entonces estaban haciendo, literalmente, unas
singladuras que te cagas. Entre los enfermos se encontraba Drake, a
quien al parecer atacó una de las formas más virulentas de la
dolencia. La mañana del día 27, la diñó. Fue enterrado en el mar
y allí seguirá, supongo, puesto que lo echaron metido en un ataúd
de plomo. Los barcos ingleses repostaron agua en Portobelo y pusieron
proa hacia casa. La mitad de los barcos que un día habían salido de
Plymouth nunca regresó.
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