martes, septiembre 09, 2025

1976 (7) Caza mayor


 

Muerta la momia, aquí no ha cambiadonada
El problema francés
Vitoria
En abril, muertos mil
Montejurra
El 18 de julio más difícil
Caza mayor
Esta vez, te vas a pelear con tu puta madre
La hora del dolor



Pues sí. Un secuestro sonado, aunque sólo sea porque, de forma no muy habitual, esta vez el secuestrado es un secuestrador. Se trata de Pertur, el dirigente etarra que había estado detrás de los secuestros de José Luis Arrasate y Ángel Berazadi. Allá donde está, en su vida clandestina, Eduardo Moreno Bergareche ha desaparecido. Sus familiares creen que está en manos de un comando de la extrema derecha. Pero algo no encaja; porque el Batallón Vasco Español, ATE o los GAS, revientan cafeterías de peneuvistas, dan palizas y pueden llegar a matar a alguien por la calle; pero no parecen tener la infraestructura que hay que tener (empezando por un santuario como el francés) para secuestrar a alguien.

Pertur llevaba en Francia desde mayo de 1975, aprovechándose de la dificultad de los franceses a la hora de distinguir perseguidos de conciencia y perseguidos por cometer asesinatos. Distinción que, por lo general, está bastante clara pero que, las cosas como son, es fácil entender por qué a un político francés le cuesta verla. Vivía en San Juan de Luz. El día 23 de julio, a eso de las diez y media de la mañana, salió de su casa en dirección a Behovia, donde, dijo, tenía una entrevista.
Dos amigos lo acompañaron y lo dejaron en la carretera, a unos 200 metros de la frontera.

Los dos hermanos de Pertur presentaron una denuncia por desaparición en los juzgados de San Sebastián.

Poco a poco, la versión de que a Moreno Bergareche lo han trincado los fachas para cargárselo pierde momento. Comienza a saberse, de una manera más o menos clara, que en el seno de ETA hay unas hostias como panes. Que Moreno Bergareche podría haber evolucionado hacia posturas relativamente moderadas dentro de la cabrestrez de base etarra; y que sus captores podrían ser etarras más radicales que él.

Del asunto Pertur hay mucho que contar, y tal vez algún día lo contemos. Pero lo más importante a efectos de este relato, que se quiere centrar en el año 1976, es que el hecho de que su cuerpo no aparezca, ni vivo ni muerto, hace que muchas cosas se radicalicen en muchos pueblos y ciudades del País Vasco. Se multiplican las manifestaciones que piden libertad para Pertur, aunque realmente no está muy claro a quién se está apelando para conseguir cosa tal. A finales de mes, los padres lanzan un mensaje en el que se destila con bastante claridad su creencia de que su vástago está muerto. Si es así, dicen, que les den su cadáver. Pero alguien quiere una venganza perfecta. Una venganza sin paz.

En agosto, la amnistía da primeros pasos. Salen de la cárcel condenados de delitos sin sangre. Suárez busca que el gran premiado sea el Partido Comunista. En ese momento en el que la amnistía no es ley, sin embargo, no todo funciona bien. En realidad, en ese momento la amnistía es como un indulto muy gordo que, además, deja al albedrío de los jueces decidir sobre los procesos en trámite. Eso hace que, según la audiencia en la que caigas, lo mismo te vayas a la calle, que pruebes las delicias del verano en el barrio de Carabanchel.

En aquella España de 1976, si tenías entre 16 y 24 (yo tenía 14) y te considerabas muy de izquierdas, lo cuqui era ser miembro de la Joven Guardia Roja. Por lo general, aquellos jovenzanos que se apuntaban a la JGR no sabían lo que era la Joven Guardia Roja; mucho menos sabían que la auténtica, la primera, la china, se había dedicado a cosas tan edificantes como matar a personas en público a base de golpes con la hebilla de los cinturones. Pero la JGR tenía una líder muy mediática (Pina López Gay, la tía más buena de la política en esos momentos, y casi en cualquiera) y, esto lo digo porque los beneficiarios me lo confesaron: militando en esa organización, se follaba bastante más que la media.

Buena parte de los militantes de la Joven Guardia, como digo, entendían el maoísmo así, así; sabían de Marx que era alemán y, aunque no lo quisieran reconocer muy a menudo, estaban en todo aquello para tocar teta. Pero, obviamente, había otros que no, que eran esforzados militantes dispuestos a sacrificarse por la organización. Como Francisco Javier Verdejo Lucas, cuyo sacrificio, verdaderamente, fue definitivo.

Javier Verdejo tenía 19 años en 1976. Era conspicuo miembro de la Joven Guardia Roja, y en la noche del sábado, 17 de agosto, estaba realizando una pintada en una tapia cercana a una playa, en Almería. Quería escribir: Pan, trabajo y libertad. Un eslógan muy famoso en esa época, y que estaba muy bien puesto porque define muy bien la forma de pensar de la izquierda española: el pan no es una consecuencia del trabajo, sino que lo precede. Y la libertad, bueno, ya si eso.

Las playas almerienses se las pulían a tope los guardias civiles encomendados de la lucha contra el contrabando. Y uno de ellos acertó a pasar por allí en el momento de la pintada. Iluminó a los varios muchachos que la estaban haciendo, y los puso en fuga.

Según el Gobierno Civil, el guardia civil le dio el alto a Verdejo, quien siguió corriendo hacia la playa. En ese momento, siempre según la versión oficial, el guardia civil se cayó por unas escaleras, con tan mala suerte que se le disparó el arma. Una sola bala que, tócate los fenfiches María Remigia, le acertó a Verdejo en todo el centro de la garganta, matándolo al instante. La Joven Guardia Roja dijo que no, que le habían disparado a quemarropa.

Raro, raro, raro. Tan raro como que el padre del muchacho, quien por cierto había sido alcalde de Almería, tuvo que presentar una querella por secuestro del féretro, porque no le dejaron ver el cadáver de su hijo.

Y en este ambiente, con manifestaciones-funeral en toda España con las que, entre otras cosas, la Joven Guardia Roja y su partido padre, el Partido de los Trabajadores, trataban de convencer a España de que tenían cienes y cienes de miles de militantes, se llegó al mes de septiembre. Que era un mes, ya de por sí, complicadito, por la celebración del día de los catalanes el 11 y, sobre todo, por ser, el 27, el aniversario de los fusilados por Franco (que, por cierto, es un inciso, pero siempre me ha extrañado que el día pase sin pena ni gloria entre los popes de la memoria histérica...) La ultraderecha parece saber todo esto, y por ello se aplica a que sea un mes movido.

Pocos minutos después de las seis de la mañana del día 2 de septiembre, en la Bayona francesa, barrio de Petit-Bayonne, se produce una fuerte explosión. Tres kilos de explosivos (una puta burrada) han estallado en la calle Panneau, frente a una librería llamada Zabal, que vendía libros en euskera, además de discos y casetes de cantautores de ésos que, de no haber existido Labordeta, se podrían haber llevado el premio al Coñazo Supremo. De la librería no queda en pie ni la wifi de los ratones. La explosión causa daños en otras veinte tiendas de los alrededores y dos automóviles. Dos limpiacacas franceses se libran por un cortacabeza.

Dos horas más tarde, otra bomba estalla en Anglet, junto a la tapia de un chalé, causando muchos daños en la fachada que da a dicha tapia.

Un día después de esta explosión, en un juzgado de Bayona se celebró juicio contra un histórico de ETA, Francisco Javier Aya Zulaica, alias Trepa (que no sé muy bien si es que el tío era un cachondo, o que Trepa en euskera quiere decir otra cosa, o que los motes, en ETA, te los ponían terceras personas). Aya habría extorsionado a un empresario español y había sido detenido cuando iba a cobrar. El tribunal le echó tres años. Y os cuento esto porque aquella condena fue una de las más severas que por entonces imponían los tribunales franceses a “refugiados” vascos. Allez enfants de la merde...

Aquel mes de septiembre, por lo demás, el gobierno Suárez procedió a reestructurar los servicios de orden público. Suárez sabía bien que con los viejos comisarios en sus puestos no podía llegar a donde quería llegar. El verdadero controlador de la policía es el gobernador civil de Madrid, Juan José Rosón; un señor a quien yo conocí personalmente y que siempre me dio la impresión de que lo que no tenía de inteligente, lo tenía de listo. El control de Rosón provoca la dimisión de Federico Quintero, el jefe superior de policía de Madrid. Martín Villa no se corta; cuando Quintero no ha tenido tiempo de abrir el paquete con el reloj de jubilado, el ministro ya está nombrando en su puesto a José María Callejas.

El 8 de septiembre por la noche, durante las fiestas de Fuenterrabía, un grupo de unas 500 personas monta una manifestación nocturna por la libertad de Pertur. La policía carga contra los manifestantes. Al parecer, hay un altercado entre jóvenes y guardias civiles. Entre esos jóvenes está José María Zabala Erasun, de 24 años, delineante y residente en Irún. Al parecer, Zavala había agredido a un guardia civil de un silletazo. Hubo una persecución y, después, disparos. Zavala murió ya en el hospital. Mercedes Iridoy, la alcaldesa de Fuenterrabía, declaró que las fuerzas del orden le habían prometido que no habría disparos, y anuncia su intención de dimitir.

Los funerales por José María Zavala fueron una impresionante manifestación con más de 10.000 asistentes. En todo el País Vasco y Navarra hubo huelgas, y 17 alcaldes guipuzcoanos crearon una diputación para ir a ver al gobernador civil y advertirle de lo explosivo de la situación. El tema está tan radicalizado que se producen propuestas casi inconcebibles, como la del líder del Partido Socialista Popular, Enrique Tierno Galván, quien propugna el regreso en el País Vasco de la milicia nacional, reclutada entre naturales de cada localidad. El ministro Martín Villa, para intentar tranquilizar las cosas, anuncia que el gobierno va a dejar de reprimir el uso de la ikurriña.

En esta situación se llega al crucial día 27. Antes, la Diada catalana ha sido moderada por la vía de enviar a los marchadores a Sant Cugat, al denegarse el permiso para la manifestación por el centro de Barcelona. Pero el día 27 hay varias manifestaciones anunciadas en Madrid.

Para entonces, todo el mundo le exige a la policía que se comprometa a no usar armas de fuego. Y la policía, el día 27, cumple. Pero no es la única que está por allí.

Carlos González Martínez tenía 21 años aquel día, y estudiaba Psicología. Era un joven como muchos; los retratos que de él publicó la Prensa en aquella época podrían ser los de casi cualquiera de su generación. A él, sin embargo, le tocó que, en una de las manifestaciones del 27, un civil le disparara fríamente y casi a quemarropa. Algunos testigos dijeron que, en el momento de disparar, el asesino había dado un viva a Cristo Rey; pero es difícil de creer. El hombre le disparó en la calle Barquillo, por la espalda, destrozándole la zona lumbar y renal. Resulta increíble, pero no hubo casi investigación, ninguna detención y ningún juicio. Carlos González, de hecho, ha tenido muchas muertes, pues no ha sido sino 30 años después de su muerte, en el 2006, cuando hubiese cumplido 51 años, cuando se le reconoció la condición de víctima del terrorismo sin derecho a indemnización.

Hay que decir que Carlos tuvo, desgraciadamente, algo que ver en su muerte. Hay quien piensa que podría haber salvado la vida de haber ingresado de urgencia, rápidamente, en un hospital. Sin embargo, por razones que no se entienden muy bien, caminó cosa de un kilómetro con la amiga con la que estaba, buscando un taxi. Cuando lo encontró, se empeñó en ir a casa de otra amiga, no al hospital. No ingresó hasta las 11,30 horas de la noche. Lo operaron a vida o muerte, extirpándole el riñón izquierdo, y murió a las cinco y media de la mañana.

Octubre se habría de convertir en el mes de Juan María Araluce Villar. Presidente de la Diputación de Guipúzcoa, ex combatiente del Requeté, consejero del Reino, fundador de Unión Nacional Española (la asociación política de Gonzalo Fernández de la Mora), era un vasco de Santurce, entonces de 59 años, multiamenazado por ETA Militar y que, sin embargo, estaba convencido de que nunca irían a por él. El gobierno de Madrid estaba dispuesto a anular el famoso decreto de 1937, que suspendió el régimen administrativo de Vizcaya y Guipúzcoa (no así el de Álava, que nunca perdió sus fueros); y por ello consideraba que no habría atentados.

Lejos de lo que pensaba Araluce, ya tenía una diana apuntándole a la cabeza. ETA, en realidad, había querido matarlo el 28 de septiembre. Pero Araluce tuvo un viaje de última hora. A las dos y cuarto de la tarde del lunes 4 de octubre, llegó en su SEAT 132 oficial a su casa para comer, en un barrio residencial de San Sebastián. A los mandos del coche va José María Elicegui, su chófer habitual, de 25 años. Tras el coche va un Renault 12 de escolta, donde viajan el policía Alfredo García González, de 25 años, y los subinspectores Luis Francisco Sanz Flores (25) y Antonio Palomo Pérez (24).

Recién estacionados los dos vehículos, tres jóvenes se acercan, sacan sus metralletas, y comienza el paqueo. Primero disparan al coche de escolta, asesinando a dos de los policías. El tercero sale del coche y se parapeta, herido, detrás de otro vehículo. Después, fríamente, los terroristas ametrallan al vehículo oficial. Araluce recibe siete impactos de bala. En el hospital, Araluce y Elicegui son operados a vida o muerte. Y resulta ser muerte.

Juan María Araluce es caza mayor. Aunque esté mal el decirlo, tan mal que habitualmente se piensa pero no se dice, hay muertos, y muertos. No es lo mismo matar a Agamenón que a su porquero. El rumor que se extiende por toda España es que Suárez va a declarar el estado de excepción. Se convoca un consejo de ministros de urgencia que está horas reunido; el dato abona la tesis de que va a haber hostias. Pero, al final, Rodolfo Martín Villa sale en la televisión española, con una intervención que, en mi opinión, no es de las más felices de su vida, y mira que este señor fue torpe. Viene a decir que no se tomarán medidas de excepción a menos que la situación empeore. Algo que, en mi modesta opinión, casi equivalió a pedir que siguiera el follón.


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