Homooussios y homoioussios: Santísima Trinidad, calienta que sales
Apolinar de Laodicea la lía parda
Los conciliábulos de León, Pulcheria y Marciano
La rebelión egipcia
La que has montado, Leoncito
Estos esfuerzos eran muy mal vistos en Roma. Roma, lógicamente, concebía Calcedonia como una victoria total por su parte, y no concebía otra cosa que un Imperio sometido a la labor de empoderarla adecuadamente en Oriente Medio. El resultado de esta actitud, muy poco realista, fue que Roma y Constantinopla comenzaron a estar cada vez más lejos la una de la otra; y los encabronados obispos que el Papa enviaba a la capital oriental de cuando en cuando para discutir con el emperador cada vez eran menos escuchados; muchos de ellos, ni siquiera recibidos.
A finales del siglo V, el emperador oriental Zenón y su obispo constantinopolitano, Acacio, desarrollaron una teoría de henotikon, de reunión, con los miafisitas. El emperador condenaba de nuevo a Nestorio, pero al tiempo silenciaba el contenido del Tomo Flaviano. Esto se suele denominar en los libros como “el cisma de Acacio”, aunque yo creo que protocisma sería más correcto (quisieron, pero no pudieron). Zenon, por lo demás, trató de atraerse a los miafisitas sirios mediante la promoción, con toneladas de pasta, del culto de Simeón el Estilita, al que le quiso construir la iglesia entonces más grande de Asia Menor, con su columna en el centro. El culto prendió bastante, pero eso no hizo que los miafisitas cediesen la presión.
El gran combatiente miafisita del siglo V fue el teólogo Severo, directo enemigo del henotikon, hasta que sintió la llamada de la pasta cuando supo que era un firme candidato a ser obispo de Antioquía.
En el año 518 llegó al solio del basileus Justino, un soldado europeo que sólo hablaba latín, era básicamente un gañán, pero había aprendido a respetar a Roma, por lo que inmediatamente abrió negociaciones de reconciliación. Esto supuso cosas como el exilio de Severo a Egipto (la pasta p'a mí). En el año 527, Justino dejó paso al famoso Justiniano, su sobrino e hijo adoptivo, quien, además de las muchas otras cosas que hizo durante su reinado, siempre vivió acosado por ambos lados por romanos y miafisitas.
La estrategia básica elegida con el emperador codificador fue lanzarle mensajes de buen rollito a los miafisitas, aunque sin retirarles la etiqueta de rebeldes; esto lo llevó a escuchar muy a menudo al PasPas. En este juego, como en ninguna otra cosa ocurrida en el reinado de Justiniano, no se debe obviar el papel de Teodora. La churri del empe, por ejemplo, hizo un lobby muy intenso a favor de un miafisita llamado Teodosio para que cubriese la vacante del obispado de Alejandría. Sin embargo, como una muestra del juego equilibrado que realizaban los emperadores, en la sede de Constantinopla, ocupada por Antimo, un obispo no miafisita pero que tenía muchas simpatías con esta teología, fue cesado cuando el Papa Agapeto visitó Constantinopla y pidió su cabeza. El Imperio, por lo demás, convocó un sínodo de obispos calcedónicos que volvió a condenar a Severo. A esto siguió una represión física de miafisitas. La reacción de Severo fue permitir la designación de algo así como shadow bishops, es decir, de prelados miafisitas que resultaban elegidos por sus fieles para las mismas sedes en las que el Imperio estaba nombrando obispos calcedónicos. Esta política de Iglesia oculta, clandestina, recibió un espaldarazo en el año 536, cuando Teodosio fue cesado en Alejandría. La reina Teodora lo protegió y le dio un refugio seguro, con lo que Teodosio pudo comenzar a dar por culo.
Los miafisitas, en la semiclandestinidad, se demostraron como un ejército teológico muy eficiente. En el año 540, lograron la conversión del rey Silko de Nobatia, que era el nombre que entonces reinaba en la vieja Nubia. Más importante todavía fue el triunfo miafisita en la nación gasánida, creada por árabes meridionales que habían emigrado hacia el norte; una nación que empezaba en el sur de Siria, bordeaba Tierra Santa y llegaba hasta Aqaba; para los bizantinos, era el Estado-tampón que los alejaba de los sasánidas.
Cuando los gasánidas fueron cristianizados, lo fueron contra los decretos de Calcedonia. La cosa es que Arethas (Al-Harith ibn Jabalah), el rey gasánida, solicitó de Constantinopla sacerdotes para cristianizar a su pueblo. El email, aparentemente, lo leyó Teodora antes que nadie, y maniobró para que fuese Teodosio quien confeccionase la lista. En consecuencia, los tipos que fueron allí ni siquiera sabían dónde quedaba Roma. El más importante de estos misioneros era Jacobo Baradeo (nacido Jacobo bar Teófilo o Jacobo bar Addai), un tipo incansable que había hecho muchas misiones en lugares remotos. Su remoquete Baradeo quiere decir “traductor”, y se lo pusieron por ser traductor de la Biblia al siríaco. Más tarde sería obispo de Edesa, por lo que es de entender que siempre llevaría la ropa bien blanca.
El favoritismo de Teodora hacia los miafisitas sirvió para evitar enfrentamientos frontales de éstos con el Imperio. Pero Teodora murió en el 548. Para entonces, además, los miafisitas tenían toda la razón cuando decían que estaban mucho mejor implantados ellos que la Iglesia oficial en lugares como la nación gasánida; y, por lo tanto, quisieron seguir la estrategia de Severo, y nombrar sus propios obispos. Jacobo, viajando de incógnito, comenzó a multiplicar los nombramientos episcopales en la nación gasánida y en la sasánida. De hecho, creó una Iglesia propia, miafisita y siria, que es normal, y justamente, conocida como jacobita. Oficialmente se llama Iglesia Siria Ortodoxa, lo cual declama su naturaleza miafisita. Tiene una liturgia eucarística conocida como de Santiago de Jerusalén, algo con lo que sus creyentes pretenden enraizarse con el principio de toda Iglesia cristiana. En su liturgia se celebran los concilios de Nicea, Constantinopla y Éfeso, seguida de una larga lista de padres de la Iglesia anteriores a Calcedonia, con especial atención a Cirilo el alejandrino.
El miafisismo sirio portaba un mensaje muy potente, como deja clara su labor misionera. Por esta razón, tampoco ha de extrañar que se convirtiese en algo especialmente atractivo entre las personas que habían abrazado la vida monacal en Asia Menor.
Los gasánidas eran un pueblo guerrero, lo cual es lógico pues se habían ganado su posición en Oriente Medio a base de hostias. Por eso, escogieron, a la hora de buscar referentes cristianos a los que adorar, al más guerrero de todos, que es San Jorge. Como Sant Jordi se les quedaba corto, desarrollaron también el culto a Sergio, un mártir que había sido soldado y que había sido muerto en Siria en los tiempos de Diocleciano. Sergio se convirtió primero en el patrón de los gasánidas, pero su culto se extendió por todo el Imperio, impulsado por Justiniano, quien vio en el impulso de sus iglesias una forma de ganarse la estima de sus súbditos. Sergio comenzó a ser venerado en compañía de otro soldado mártir, Baco. Ambos santos eran representados juntos y su relación era descrita como de profundo amor entre ambos, en lo que, para muchos, es la insinuación de lo que serían los primeros santos homosexuales del cristianismo.
Otros reinos cercanos donde Calcedonia no era nada popular eran Georgia y Armenia. Ninguno de estos reinos había estado en el concilio, de hecho. A principios del siglo IV, los monarcas de ambos reinos se habían convertido al cristianismo. Aproximadamente un siglo después, un miembro de la casa real georgiana fue enviado a Constantinopla para formarse. Allí conoció a fondo las querellas religiosas. Luego tomó la vida monástica en Palestina, con lo que tomó el nombre cristiano de Pedro. Fue brevemente obispo de Maiuma, situada en la franja de Gaza; y fundó la primera iglesia georgiana en Jerusalén. Admiraba profundamente a Cirilo de Alejandría y, por eso mismo, se cogió un gran rebote cuando Juvenal de Jerusalén lo abandonó en Calcedonia (probablemente sabiendo que el obispo titular iba a ser emasculado, y comprendiendo que había mucha pasta que ganar en cambiar de bando). Pedro el Iberiano (ya que los romanos hablaban de la Iberia Georgiana) comenzó a predicar con el carisma de su ascetismo, y se convirtió en uno de los primeros santos de la Iglesia georgiana; lo cual no deja de ser problemático para ellos, puesto que dicha Iglesia acabó aceptando los postulados de Calcedonia.
Los armenios, sin embargo, se declararon claramente anti calcedónicos, y nunca han cambiado de idea. Aquí hay, al parecer, un problema etimológico, y es que en armenio la palabra “naturaleza” está en el mismo campo semántico que “origen”; por lo que aceptar las dos naturalezas de Cristo es teológicamente imposible cuando se hace en armenio, porque rompería el monoteísmo. Así, la teología armenia es una teología propia, basada sobre todo en los padres de Capadocia. Los armenios incluyeron en su oración de petición de gracia (el Trisagion) la referencia a la crucifixión de Jesús. Con ello, abrazaron la idea, que ya defendieron teólogos como Cirilo o Jacobo, en el sentido de que Jesús sufrió en la cruz. Este movimiento, conocido normalmente como teopasquismo, fue, y es, enormemente polémico respecto del miafisismo puro. La Iglesia constantinopolitana finalmente rechazó la mentada adición en el Trisagion; pero los armenios, siempre tan amigos de ir por su cuenta, la incluyeron, como el símbolo de la íntima relación entre el Jesús hombre y el Jesús Dios.
Con todo, el teatro de la principal victoria miafisita lo encontramos en Etiopía. Aunque en los Actos de los Apóstoles ya se habla de un encuentro entre Felipe y un eunuco que, se dice, es sirviente de la reina etíope, aparentemente los primeros contactos datan del siglo IV. La tradición nos dice que fue un comerciante sirio llamado Frumentio quien convirtió al negus Ezana de Aksum (norte de Etiopía). Es muy probable que Ezana fuese quien le pidiese al obispo Atanasio de Alejandría para que enviase un obispo a sus tierras. Esto inauguró la costumbre de que el obispo de Etiopía no fuese etíope, sino un obispo copto; sistema que prevaleció nada menos que hasta 1951. La liturgia, sin embargo, se hace en ge'ez, la lengua local, y se hace todavía hoy aunque es una lengua que ya apenas se usa.
Cuando los egipcios se convirtieron en uno de los puntos de irradiación miafisita, fue lógico que los etíopes les siguiesen. Así, la Iglesia etíope tiene uno de sus centros teológicos en la täwahedo, la unión (de humanidad y divinidad).
El cristianismo etíope se caracteriza, además, por sus fuertes vínculos con el judaísmo. La Iglesia etíope respeta el sabbath, practica la circuncisión (de ambos sexos) y, en general, respeta las reglas alimentarias hebreas. El gran vínculo entre cristianismo y judaísmo en Etiopía provocó la eclosión, como muy tarde en el siglo XIV, de los falasha o “extraños”, que se dicen 100% judíos.
En fin: ¿y qué pasa con el nestorianismo? Como ya hemos visto, el concilio de Calcedonia hizo una de esas cosas que son muy difíciles de entender. Rechazó el nestorianismo y de hecho condenó a Nestorio a una muerte civil y religiosa total; pero, en la práctica, lo aceptó, aunque con argumentos mal redactados o, quizá, redactados a propósito de forma un tanto etérea para que lo mismo valiesen para un roto que para un descosido (pues un Papa, queridos niños, nunca da hilo sin puntada). El resultado de todo ello fue que los nestorianos se quedaron sin centro de poder propio; cosa que no le pasó a los miafisitas, quienes se encastillaron en Alejandría y, luego, en los territorios que ganaron mediante su labor misionera.
Faltos de un Estado que los apoyase, los diafisitas eran carne de pogromo; y así ocurrió durante el siglo V, sobre todo a manos de reyes zoroastrianos. Quizás la mayor matanza la perpetró el sha Yazdgerd II (Isdigerdo si hemos de seguir la traducción latina), que se llevó por delante a diez obispos y 153.000 cristianos en Kirkuk. Sin embargo, a pesar de estos sucesos, lo cierto es que los sasánidas nunca tuvieron el objetivo constante del genocidio cristiano; así pues, en el Oriente Medio más remoto, los diofisitas pudieron sobrevivir, mal que bien.
En el año 489, en la ciudad de Nisibis, se estableció una escuela o seminario destinada a formar al clero diofisita. Fue en esa escuela de Nisibis donde Severo Sebokht describió por primera vez un sistema numeral desarrollado por los indios que habría de tener mucho éxito, hasta que la llegada de la LOMLOE lo ha barrido de la civilización occidental. Además de Nisibis, cabe citar la escuela cristiana de Godeshapur, que, bajo el sha Khusrau I, contemporáneo de Justiniano, se convirtió en un MIT con todas las de la ley. Nunca, hasta el momento, se ha reconocido el mérito que la escuela diofisita de Godeshapur tuvo como predecesora de las escuelas de Bagdad, establecidas ya con el islamismo.
Otro punto de irradiación diofisita fue Arabia, pues aquellas tribus árabes que decidían ser cristianas, normalmente, preferían el diofisismo porque los gasánidas habían decidido ser miafisitas.
Como consecuencia, la Iglesia diofisita de oriente podía considerarse establecida en el siglo VI. Su independencia respecto de la Iglesia bizantina, no digamos la romana, era ya total; y su teología se identificaba con las proposiciones condenadas en Calcedonia. Su principal obispo solía residir en alguna de las grandes capitales sasánidas y comenzó a conocer como el Catholicos u obispo universal, en lo que obviamente trataba de ser un mensaje para los vencedores del concilio. El principal terreno de expansión del nestorianismo fue la vida monacal. En el año 571, Abraham de Kashkar, creó una nueva regla monacal que buscaba resolver el caos reinante en ese momento en muchos monasterios. Abraham fue el abad de un gran monasterio en las montañas Izla, en Nisibis, y fue sucedido por el abad Dadisho, quien perfeccionó dicha regla, basada en la aceptación sin ambages de los desarrollos de Nestorio, Diodoro de Tarso y Teodoro de Monpsuestia. Este movimiento de extensión monacal recibió un espaldarazo con las victorias del rey sasánida Khusrauj II sobre los bizantinos, aunque hay que decir que uno de los problemas que siempre tuvo el nestorianismo es que nunca se preocupó de llegar a una alianza estable con un poder temporal, que obviamente tendrían que haber sido los sasánidas.
Más allá de Oriente Medio, desde el siglo IV se atestigua el establecimiento de sirios en el área de Samarcanda, y también es más que posible que haya habido desplazamiento de judíos. Como consecuencia de este fenómeno encontramos la Iglesia de Tomás, llamada así porque la tradición dice que fue creada por el discípulo de Jesús de tal nombre, que habría viajado a la India y allí habría sufrido martirio, no sin antes evangelizar a un pequeño grupo de brahmanes. En el siglo IV esta iglesia estaba ya establecida en la costa Malabar, en la actual Kerala. La Iglesia de Tomás era conocida en Europa; de hecho, sabemos que el rey Alfred de Wessex envió a un heraldo suyo, Sigehelm, en peregrinación a la tumba de Santo Tomás en la India.
El punto más alto de poder, siquiera simbólico, de los diofisitas, se produjo ya en el siglo VII. En el año 614, Khusrau II, un sasánida que realizó diversas campañas exitosas en su oriente bizantino, llegó hasta Jerusalén, donde acabó por quedarse la reliquia de la Santa Cruz, puesto que la cruz en la que Jesús murió había sido encontrada por la madre de Constantino cuando le dio por abrazar las creencias cristianas. La pérdida de la reliquia más valiosa del cristianismo fue un escándalo en Constantinopla y lógicamente en la corte del emperador Heraclio, quien se aprestó a recuperarla at all costs. Khusrau, hay que decirlo, trató con enorme deferencia el objeto, entre otras cosas porque tenía una esposa cristiana que se convirtió en su custodia. Se abrieron unas negociaciones diplomáticas, en las que participó, por parte sasánida, el patriarca nestoriano Ishoyahb II de Gdala. Una de las contraprestaciones exigidas por los sasánidas fue la celebración de una misa de rito nestoriano en Alepo, a la que tuvieron que acudir, mal que les pesó, tanto el emperador como un grupo de obispos de rito calcedónico.
Una vez que hemos trazado esquemáticamente este entorno (sólo la crónica de las sesiones de Calcedonia nos daría para una serie de posts), me queda, supongo, hacer algunos comentarios.
La división de la grey católica era, a mi modo de ver, inevitable. La Iglesia primitiva no tenía ejércitos propios; ésa fue una evolución humanística que en modo alguno tenía que ser así (sin ir más lejos, como ya he tenido ocasión de contaros en algunas ocasiones, los grandes monasterios japoneses medievales tenían ejércitos propios formados por los propios monjes). Al no tener un modo real de imponerse, las creencias debían, o bien pactar con el poder político, que es la decisión que tomaron varias iglesias, entre ellas la occidental; o bien fiarse al atractivo de su mensaje, como hicieron las fes maniqueas, la más conocida de ellas, en Europa, fue la albigense o cátara (sobre este tema, véase aquí, aquí y aquí). El fondo de todo, como ya he repetido muchas veces, era y es la pasta. Las iglesias son modelos de negocio, estructuras de riqueza, en ocasiones personal, y siempre colectiva. El control de dicha riqueza es un factor de poder de primer orden y, verdaderamente, que con las desamortizaciones del siglo XIX, en el caso de la Iglesia católica occidental, haya perdido una enorme importancia, nos invalida a los ciudadanos de hoy en día a la hora de poder ser conscientes de lo verdaderamente poderoso que llegó a ser esa realidad.
Además de esto, en todo caso, yo creo que la diferencia entre la ICAR (Iglesia Católica, Apostólica y Romana) y las creencias ortodoxas orientales era algo que estaba, por así decirlo, de Dios. El Jesús de Trento está crucificado tras el altar, sufriendo eternamente para lavar el pecado original de las personas que van a la iglesia a rezar. El Jesús de los templos orientales es un Jesús hierático, normalmente mostrado en todo su poder (Pantocrator, de pantos krator, que tiene todo el poder; Todopoderoso). Ese hieratismo es propio de las personas a las que le cuesta creer en un Jesús humanamente sufriente. El hombre oriental, dicho sea con nuestra orientación en el mapa, es un hombre acostumbrado a figuras de poder fuertes, desde el sátrapa hasta el sha; por eso no le costó adoptar la estructura radicalmente piramidal de poder en que se basa la ética colectiva islámica. Igual que cree en gobernantes todopoderosos, señores de vidas, de haciendas y de voluntades, en buena medida el ciudadano oriental necesita creer en un Dios que lo puede todo a quien nadie puede tocar ni dañar. De alguna manera, todo el Oriente Medio islamizado no está haciendo otra cosa que creer en lo que siempre creyó.
Esto que acabo de escribir no debe llevaros a la idea de que la iglesia oriental, por definición, es más hierática que la occidental. Ni modo. La iglesia nestoriana, por ejemplo, había resuelto en el siglo V un problema que la Iglesia de Roma no resolvió hasta el año 1965: la normalización de la liturgia en lenguas vernáculas. Los miafisitas siempre realizaron sus liturgias en la lengua del lugar en que pacían, cosa que, como digo, los católicos romanos no hicieron durante quince siglos más, y los nestorianos nunca, empeñados como estaban en el siríaco, un lenguaje muy poco elástico, además, como lengua religiosa. Cada uno tiene sus cositas, por así decirlo.
Yo creo, sin embargo, que el cristianismo occidental, aunque ése no era su objetivo ni de lejos, nos hizo un favor a quienes pertenecemos a su tronco cultural, al tomar las decisiones que se esbozan en el Tomo Flaviano, y que fueron desarrolladas en los siglos por venir. El empeño de descubrir en la personalidad de Jesús a Dios y al Hombre, evidente en una iconografía que en momentos ensalza el poder total de su Dios que relata su humillación (por decirlo de forma artística, Jesús es el mismo Jesús de la Capilla Sixtina y de los pasos de Salzillo), permite al cristianismo occidental centrarse en un concepto genético (de Génesis) que es fundamental: Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Podemos volver a la Capilla Sixtina: sin duda, el famoso fresco de los deditos que casi se tocan es canónico en este sentido.
Abrazando la teología calcedónica, a mi modo de ver, el cristianismo occidental se apartó de aquellas teologías que tendían a rechazar la humanidad de Jesús por considerar que ser humano es una caca rechazable. El hombre empequeñece ante Dios hasta convertirse, él mismo, en una existencia tan prescindible como despreciable. Éste es el punto de vista común de muchos maniqueísmos, y para la ucronía queda la pregunta de qué habría sido de Europa de haber triunfado el maniqueísmo sobre el catolicismo. Personalmente, considero que la respuesta no es nada halagüeña: en manos de una Iglesia maniquea, el Opus Dei nos parecería una fiesta de hermandad universitaria.
Si en nuestra civilización occidental pudo haber eso que llamamos la reacción humanística del Renacimiento, fue porque entre nosotros el hombre valía para algo. De haber nosotros creído en un Dios mecánico, impasible, que poco menos que soportó el martirio del Gólgota afectando dolor y sufrimiento porque, en realidad, no sentía nada pues nada puede herirlo ni arrancarle lágrimas; de haber creído eso, digo, nunca habríamos valorado las potencialidades del hombre como tal.
En ese sentido, personalmente considero que nos tocó la mitad buena del parteluz. Pero, claro, es de suponer que quien provenga de una cultura social ortodoxa piense lo contrario.
La palabra clave actual en la Iglesia católica, desde el Vaticano II, es “ecumenismo”. La Iglesia, que por lo general ha perdido terreno en casi todos sus frentes geográficos y, hoy por hoy, no es, ni de lejos, la fe con más proyección en el mundo, ahora quiere hablar de unión o, mejor, de reunión. Ahora necesita fusionarse; necesidad que no sintió, lógicamente, mientras la pasta fluyó hacia sus manos desde las alcantarillas del mundo. A ratos, como Pilatos, porque esto es algo muy ciclotímico, desde Juan XXIII, en el Vaticano algún Francisquito acaba dándole un empujón más a las labores de acercamiento entre las iglesias cristianas. Pero esto no ocurrirá. En mi opinión, por dos grandes razones.
La primera de ellas es que los Papas, por lo general, y en esto como en otras dos mil cosas, dicen que quieren, pero en realidad no quieren. Hay excepciones, ciertamente; yo creo que Ratzinger, o el breve Juan Pablo I, AKA donde dije digo, digo muerto, lo son. Pero, por lo general, la cabra siempre tira al monte; y un Papa, nos pongamos como nos pongamos, tenga el perfil de un inquisidor del siglo XVI o de un peronista con primos montoneros, un Papa es un teócrata. Le gusta el poder, le gusta ejercerlo, y no le gusta compartirlo. Los PasPas de Roma estarán siempre dispuestos a llamar al Vaticano a los patriarcas orientales y darles un chocolatito con pestiños; pero de ahí a darles la razón en algo hay un trecho que yo no les veo recorriendo, salvo que llegue un día en que estén completamente arruinados.
La segunda es que las diferencias, ya lo he dicho, son profundas. De hecho, cabe preguntarse si un cristiano ortodoxo y un católico romano, en realidad, creen en el mismo Dios. Si sus diferencias, en el fondo, no son más bien de la misma naturaleza que las que se pueden ver entre cristianos y musulmanes, dos creyentes que, teóricamente, están creyendo, de alguna manera, en el mismo Dios, pero es obvio que están absolutamente diferenciados. De hecho, yo creo que el camino más sólido es precisamente el contrario del ecumenismo: reconocer que son negocios diferentes, y pactar un modus vivendi en el que nadie se haga daño.
Ay, ay, ay, Leoncito. La que montaste, pollito.
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