viernes, julio 05, 2024

Calcedonia (3): Apolinar de Laodicea la lía parda

Hablemos (de nuevo) de Arrio
Homooussios y homoioussios: Santísima Trinidad, calienta que sales
Apolinar de Laodicea la lía parda
Los conciliábulos de León, Pulcheria y Marciano
La rebelión egipcia
La que has montado, Leoncito
 


Teodosio, en términos religiosos, combinaba dos cosas. La primera, su upbringing claramente occidental, lo cual lo convertía en un cristiano niceno sin ambages. Y, segundo, su simplonería de general en maniobras, que es lo que había sido toda su puta vida, que hacía que, como ya le había pasado a Constantino, cuando le venían a palacio los teólogos griegos a perorar sobre las chiquidiferencias entre términos griegos, a Teodosio le estallaba la puta cabeza y los mandaba a pastar.

El emperador convocó un concilio en Constantinopla en el año 381 cuyo principal objetivo fue decretar la victoria total del credo niceno y la derrota por tierra, mar y aire del arrianismo. Ese mismo año, una especie de meconio (porque no se lo debería llamar concilio) en Aquileia, Italia, condenó definitivamente a los pocos homoeanistas que quedaban en occidente. En realidad, y si nos ponemos tiquis miquis, fue en Constantinopla, y no en Nicea, donde se aprobó el credo de Nicea en la formulación que lo conocemos. El acuerdo fue amplio (iglesias occidental y oriental, además de la siria y la armenia) en torno al principio fundamental de dicho credo: Jesús no fue creado y, por lo tanto, es igual a su Padre y a la Paloma en todo.

Constantinopla es un concilio de gran importancia porque marca la dirección ortodoxa de la Iglesia católica, no sólo en lo referente al arrianismo, sino respecto de otras sensibilidades que existían, y que fueron, por así decirlo, ilegalizadas como católicas. Una de ellas es el macedonismo; que no se llama así porque surgiese en Macedonia, sino porque fue fundada por un sacerdote llamado Macedonio. Como macedonista parece como muy simple, en realidad esta sensibilidad cristiana suele ser conocida como los pseudomatomachi, que quiere decir “luchadores contra el Espíritu”. Los seudomatomacos, que supongo que es la forma de españolizar el término (aparte que he comprobado en Google que escribir esto me garantiza que cualquiera que escriba “seudomatomaco” en el buscador acabe en este artículo) eran, lógicamente, subordinacionistas, es decir, abrazaban la idea fundamental de que el Hijo estaba subordinado al Padre y, a veces, a la Paloma Muda. Pero éstos llevaban el tema en otra dirección. Más información, aquí.

Arrio, por así decirlo, tiraba contra Jesús. Pero los seudomatomacos, de una forma más lógica desde el punto de vista de la caza tradicional, le tiraban a la Paloma.

Tal vez os hayáis preguntado alguna vez, si tenéis educación católica, por qué narices la Iglesia no creó una Dualidad (Padre e Hijo) en lugar de una Trinidad; o, lo que es lo mismo, por qué el cristianismo desarrolla la figura del Espíritu Santo, una esencia simbólica sin expresión corpórea (salvo la colombófila). En corto: qué diablos hace en ese club el Espíritu Santo. Por de pronto ya os diré que no os gastéis haciéndole esta pregunta a quienes se suponen que la deberían responder de corrido; la experiencia me dice que preguntarle esto a un cura es como tener hiperplasia prostática: micción imposible.

Si queréis mi opinión, el Espíritu Santo existe por dos razones. Una, la canónica, es decir, la que utiliza la propia Iglesia, es que el Joligós es la expresión del ápex del orden creado por Dios. Es Dios mismo porque es la esencia del mundo que ha creado; y es por eso que se convierte en el mensajero que, tras la marcha de Jesús de la Tierra, habla con los apóstoles y con todos los que a lo largo de los siglos han tenido la wifi bien sintonizada. En la experiencia de santidad, es el Espíritu Santo quien (o el que, o lo que; no entremos en esa discusión, que no salimos) desciende sobre la humilde carne mortal del mártir o sabio de turno.

El Espíritu Santo, en buena medida, es el resultado del pacto entre el cristianismo y el platonismo del que ya hemos hablado en estas notas. Los primeros teólogos cristianos, por conveniencia y también por querencia, abrazaron el concepto de un Dios incognoscible por el hombre. Dios, en manos de los evangelistas, deja de ser esa deidad que ayuda a ganar batallas a su pueblo elegido para ser un Dios total, el Señor creador de la Humanidad completa; un tipo al que ya no basta con sacrificar corderos y esas movidas. Pero, ¿cómo entender, cómo comunicarse con un Dios tan diferente, tan superior? Orígenes y Justino, dos referentes fundamentales para el primer cristianismo teológico, lo resolvieron con el concepto que está en el frontispicio del cristianismo joánico: el Logos, ése que existe desde el principio de todos los tiempos, y que las Biblias en español, de forma no muy feliz en mi opinión, traducen como El Verbo. El Logos era, por así decirlo, la pasarela entre el mundo divino perfecto y el mundo humano imperfecto; pero no podía ser Dios mismo; esta diferenciación alumbró el subordinacionismo.

Al apartar al Logos de la lista de la divinidad, ambos (Justino y Orígenes) se ocuparon, sobre todo, de la relación entre el Padre y el Hijo; lo cual quiere decir que dijeron muy poco sobre el Espíritu Santo. Orígenes consideraba que el Espíritu Santo era algo así como la fuente de fuerza y empuje de los miembros de la Iglesia; una especie de entidad colaboradora de la divinidad, aunque nunca lo expresó así ni de forma parecida. Orígenes, además, escribía en un momento histórico en el que una de las principales preocupaciones de la Iglesia era el montanismo. Los montanistas no consideraban que los profetas fuesen hombres sabios, sino algo así como receptáculos de divinidad porque a través de ellos hablaba el Espíritu Santo. El montanismo, por ello, albergaba la posibilidad de acabar creando un cristianismo que, en realidad, sintiese devoción por el Espíritu Santo por encima del resto de los miembros de la divinidad (como de hecho ha pasado en muchas formas de piedad religiosa cristiana, que creen, por encima de todo, en la Virgen, que no es Dios mismo; o, peor aún, en los santos). Por eso mismo, Orígenes estaba, por así decirlo, interesado en generar doctrinas que no alimentasen al Espíritu Santo. En sus escritos, probablemente sin quererlo él, dejó plantadas semillas que germinarían tiempo después.

La otra explicación sobre la existencia del Espíritu Santo, que ya es más mía, es que el Espíritu Santo está ahí para homeopatizar la Dualidad. Es muy difícil afirmar que sigues siendo monoteísta si resulta que has creado un sistema dual. Paradójicamente, resulta mucho más fácil si aumentas el número, pero sin pasarte (porque, claro, a ver quién le dice a lo egiptólogos que la Enéada Heliopolitana era un sistema monoteísta; y, sin embargo, según cómo lo mires, hasta lo era...)

El Espíritu Santo es más necesario de lo que parece en el montaje teológico cristiano. Pero no para los seudomatomacos. Éstos se caracterizaban por pasar de la Paloma. No tenían problema con Nicea a la hora de admitir la igualdad de galones entre el Padre y el Hijo, pero lo del Holy Ghost, como que no lo veían. Y no les faltaba apoyo teórico. Los Evangelios hablan del Espíritu Santo; pero, ojo, nunca dicen que sea Dios mismo. Esto es algo que incluso reconoce en sus escritos Hilario de Poitiers, el Joseph Ratzinger de su tiempo, y que era un niceno total.

Otra tendencia que fue combatida en el concilio de Constantinopla fue la liderada por un obispo libanés que acabó siendo titular de la sede de Laodicea, llamado Apolinar. Apolinar era un top fan de Atanasio, el obispo alejandrino que había dirigido la reacción nicena en el norte de África. Lo que ocurrió fue algo que pasa bastantes veces en la Historia del cristianismo: tratando de defender a su admirado, Apolinar se pasó de frenada y acabó colocando en el frontispicio del debate cristiano un temita que estaba destinado a liarla bien parda.

Apolinar, ya lo he dicho, era un niceno total. Su principal preocupación era la de todo niceno que se precie: ascender al Hijo a la altura del Padre. Aseverar, pues, la misma calidad divina para Jesús que para Dios. En esta competición, sin embargo, Jesús partía por la zona sucia de la pista, puesto que había sido un imperfecto, sucio, venal, hombre. Había sido imperfecto, y eso, a los ojos de muchos, lo hacía de menor calidad que el Padre, que siempre había sido Padre y nunca se había movido de la sociedad holding allí en el Cielo, por lo que nunca se había manchado las manos de imperfección. Esto Atanasio lo resolvió teorizando que Jesús había sido un hombre con su cuerpo y su alma de hombre; pero su mentalidad, lejos de estar esclavizada por los vicios y ambiciones que torturan al ser humano, era de naturaleza divina, porque el Logos sólo había adquirido la carne mortal, y nada más. La última estación de esa línea es la negación de toda característica humana en Jesús.

Esta vía fue, como digo, cegada en Constantinopla. Este concilio es el primero en la Historia de la cristiandad que crea una forma de entender ésta que es incompatible con las demás y, ojo, cuya prevalencia se establece en connivencia con el poder temporal. El emperador pone sus legiones al servicio del monopolio niceno; y el monopolio niceno responde prometiéndole una sustanciosa comisión. Porque seguimos hablando de la pasta, aunque parezca que hablamos de la salvación.

Ésta es la razón por la cual la idea de que Constantino trajo la prevalencia cristiana al Imperio es errónea. En el 313, todo lo que hicieron en Milán Constantino y Licinio había sido declarar la tolerancia general de cultos. Ahora, sin embargo, Teodosio avanzaba en el monopolio eclesial del cristianismo. Se cerraron todos los templos de cualquier fe no cristiana, y sus pontífices perdieron todo privilegio.

El monopolio cristiano habría de intensificarse y consolidarse muy pronto. En 392, un general romano de origen godo, Arbogasto, levantó un golpe de Estado en el que asesinó al emperador de occidente, Valentiniano II, que fue sustituido por algo parecido a un intelectual, amigo de las viejas costumbres, llamado Eugenio (cito este tema de pasada aquí). El nuevo régimen trató de reinstaurar los viejos cultos; pero lo cierto es que no le fue muy bien porque, se pongan los lectores presentistas decúbito prono o decúbito supino, lo cierto es que en aquella sociedad del siglo IV, el cristianismo respondía un montón de preguntas que las viejas costumbres siempre habían dejado en paso y, consecuentemente, el personal era mayoritariamente cristiano. En todo caso, en el año 394, Teodosio vino de oriente y se llevó por delante a los usurpadores. Obviamente, con sus tropas trajo el monopolio cristiano decretado en la mitad oriental del Imperio. Una de las víctimas de este punto de vista fueron los Juegos Olímpicos, que dejaron de celebrarse en el 393. Los no cristianos fueron apartados del Ejército, la Corte o los oficios públicos.

¿Victoria total? Pues la verdad es que no. Teodosio sólo representaba a la oficialidad imperial. Pero ésta, como sabemos bien, empezaba a ser cada vez menos importante. El Imperio, cada vez más, estaba colonizado por personas de nacimiento u origen bárbaro; que, al integrarse en el Ejército o en otros oficios imperiales, eran lógicamente romanizados, lo cual quiere decir, cristianizados.

Se produjo, pues, una segunda cristianización: la de los no romanos. Y éstos, a pesar de que eran personas que no habían pasado por la LOMLOE, tendían a percibir la religión como siempre la habían percibido sus antepasados: con formas simples, sin grandes arabescos. El tipo de religión que tienen personas que creen que hay un dios viviendo dentro de un árbol.

La consecuencia de todo esto fue que los bárbaros, colocados entre la oferta nicena y la oferta arriana, y por muy desacreditada que estuviese ésta, eligieron la segunda.

Eusebio de Nicomedia fue el primer obispo que se había interesado por cristianizar a los godos. Les envió una misión dirigida por un adjunto suyo, Ulfila, quien les tradujo la Biblia (aunque no les tradujo el Libro de los Reyes porque pensó que su lectura les podía dar la idea de invadir el Imperio). Como digo los godos, cuando supieron de las Escrituras y de sus diferentes interpretaciones, abrazaron el arrianismo, en parte porque es más lógico; y, en parte, porque el Imperio no lo quería. Era su forma de decir: “yo, como buen godoeuskaldún, soy arriano”.

El cristianismo, en sus diferentes apreciaciones, se convertía en un timbre de identidad étnico, nacional. En estos tiempos más laicos, debéis pensar en las lenguas, que son las que ahora cumplen la función otrora cubierta por las convicciones teológicas.

A finales del siglo IV, por lo tanto, la creencia religiosa y la política estaban ya estrechamente relacionadas. Los gobernantes temporales, y los hombres que ambicionaban quitarles el poder, habían aprendido que era mucho más eficiente vender sus guerras y querellas como luchas religiosas. Vencer en el terreno temporal y espiritual tenía, además, importancia crucial para los gobernantes pues, como ya os he dicho, la Iglesia católica, para entonces, se había convertido en la primera institución económica; era quien era capaz de petar una mesa con bolsas de dinero. Esto tuvo como consecuencia que, a partir de este punto, las pasiones religiosas comenzasen a adoptar el tono violento y cainita del que estamos acostumbrados a ser testigos.

Ya os he dicho que Apolinar de Laodicea, aunque se llevó un zasca brutal en Constantinopla, lio una de cojones. Lo hizo porque, con sus teorías, creó una nueva fuente de polémica teológica: ya no se trataba de discutir la naturaleza de la Trinidad o la prevalencia o no de sus socios; sino de discutir en qué medida el haber adoptado carne humana había, de alguna forma, contaminado a Jesús.

Todo, en todo caso, es más terrenal de lo que parece. En la Europa occidental, el tema del poder eclesial estaba claro: Roma era, y seguiría siendo, el centro de dicho poder. Oriente, sin embargo, era otra historia. Obviamente, la capital religiosa de Oriente Medio debía ser Jerusalén. Pero allí estaban los sucios judíos todo el día con su jamalajá jamalajá, así que no era plan. A la hora de fijar sede para los arzobispados metropolitanos (ésos que tienen jurisdicción sobre otros obispos; o sea, como papitas en miniatura), dos ciudades se habían consolidado como referencias: Antioquía, en Siria; y Alejandría, en Egipto. El cristianismo oriental, pues, tenía su propio oriente y occidente. Este estado de cosas, bastante natural, quedó quebrado cuando se creó y fomentó Constantinopla. La curia constantinopolitana, que al fin y al cabo jugaba en casa en el concilio del 381, le había arrancado a dicho concilio la calificación de la ciudad como “la nueva Roma”. Algo que, además de provocar que los musulmanes acabasen llamándola Rumelia y al Imperio de oriente Rum, que no deja de ser Roma, tenía una consecuencia mucho más pedestre en términos eclesiales: la pasta p'a mí.

Hoy no nos damos cuenta de ello; pero aquella declaración conciliar levantó ronchas en todo Oriente Medio. Las siguientes décadas serían testigos de una lucha a muerte entre los arzobispos de Alejandría y los de Constantinopla. A la lucha entre Constantinopla, Antioquía y Alejandría se unió la propia Jerusalén; ya que la curia local aspiraba a convertirse en una figura que, paradójicamente, existe en el mundo musulmán y ejerce la familia al-Saud: guardián de los Lugares Sagrados.

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