lunes, noviembre 07, 2022

La hoja roja bolchevique (7): A la sombra del político en flor

El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo

Un fracaso detrás de otro
El periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov  






 Chernenko, siempre cerca de Breznev. Foto vía https://beautifulrus.com/

Con 49 años de edad y cuatro de trabajo en Moscú, Chernenko todavía pertenecía a esa amplia tribu de cuadros comunistas a los que la Prensa se refería en colectivo, sin expresar su nombre. Aunque había conseguido, en algunos momentos, alcanzar un estatus capaz de ejercer funciones que excedían su poder teórico, no dejaba de ser el ejecutor de políticas de otros y, lo que es más importante, paradójicamente más importante en un país que no tenía elecciones sino formales, no formaba parte de ninguno de los órganos electivos de la nación, ni el Comité Central ni el Soviet Supremo. Su sueldo era modesto, y su baja estofa política se medía por un hecho importante que, por cierto, lo sigue siendo a día de hoy en todo régimen político: carecía de coche oficial propio.

En realidad, todo aquello era la consecuencia de los actos, o más bien de los no-actos, de Chernenko; y él lo sabía. Las biografías de Breznev y de Chernenko son prácticamente paralelas en el tiempo; pero son, eso: paralelas. Apenas se tocan, porque son las biografías de dos personas muy diferentes. Breznev, al revés que Chernenko, llevaba toda su vida aceptando riesgos de gestión. Jugadas de las que podía salir perdedor y laminado, o ganador y encumbrado. Por otra parte, era un líder nato, que había sabido cocinar en Ucrania toda una tribu comunista que trabajaba con él y para él. Chernenko, en cambio, no tenía ninguna de esas dos cosas. No era ni valiente, ni líder. En su pasado, el hecho de haber escamoteado el servicio de armas en la guerra, a pesar de tener edad para ello, le pesaba como una losa. Por lo demás, todo lo que había hecho en la vida, lo había hecho con la seguridad de que alguien por encima de él quería que lo hiciese. Esto hacía que su imagen, intramuros del Partido, fuese esa típica del tío al que puedes encargarle una labor compleja o desagradable porque la hará como el pelota que es; pero carecía, desde luego, de la imagen de tipo resolutivo, capaz, productivo y con creatividad que era necesaria para escalar en el poder.

El poder soviético se expresaba de ciertas formas; pero siempre nacía en el Comité Central. El Comité Central del Partido Comunista se nutría, comúnmente, de miembros llegados de los mismos sitios. Esos sitios eran, fundamentalmente, algunos obkom o comités de ciudades concretas; sobre todo, Moscú y Leningrado, aunque también, en menor medida, Sverdlosk, Gorky, Stavropol, Chelyabinsk o Krasnoyarsk. Para entrar en el Comité Central, pues, había que tener apoyos sólidos en alguna de esas organizaciones, además de exhibir un buen trabajo personal.

El destino del político soviético mediocre era perder momento en los órganos del partido y ser, consecuentemente, enviado a la estructura administrativa y de gobierno. Ya os he escrito mil veces que para entender el sistema soviético hay que entender que era cien veces mejor mandar en el Partido que en un ministerio. Existía en el sistema soviético una regla no escrita, según la cual quien era nombrado ministro veía cegada de por vida la posibilidad de ser secretario del Comité Central; de hecho, se entendía que aquél que era nombrado ministro lo era, entre otras cosas, porque no daba la talla para ser secretario del CC, es decir, diseñador y ejecutor de las políticas del Estado.

Por lo que respecta al Soviet Supremo, en un sistema carente de instituciones democráticas y de separación de poderes, su función era irrelevante (o casi, como veremos más abajo). Si el Soviet Supremo existió durante toda la vida de URSS era por dos razones. Una, para mantener la ficción, que Milhail Gorvachev intentaría resucitar y hacer real, de que se cumplía el principal mantra comunista (todo el poder para los Soviet); y, otra, para contestar las críticas en el ámbito internacional argumentando que la URSS tenía un Parlamento como cualquier otra nación. Más allá, sin embargo, el Soviet Supremo era una institución apolillada, una institución de trantrán, en la que no se tocaba poder. El Soviet Supremo, como las Cortes franquistas, detentaba el teórico poder legislativo de la nación; pero, en la práctica, lo único que hacía era aplaudir consensualmente y firmar al pie de textos legales que le llegaban cocinados del Comité Central o del Politburo. Una institución tan pastueña, por otra parte, era gobernada por personas que dentro de la estructura del poder soviético tenían una presencia mínima, pues nadie gastaría políticos de primer nivel en una labor de tercer o cuarto nivel o, incluso, ningún nivel en lo absoluto. Por lo tanto, estar en el Soviet Supremo, por lo general, no se consideraba como estación intermedia hacia ninguno de los verdaderos escalones de poder. De hecho, el Soviet Supremo solía ser el lugar donde el PCUS aparcaba a los cuadros de los que, por una razón u otra, no quería volver a saber nada.

Todo esto, sin embargo, podía verse muy matizado por la otra gran corriente vertical de poder en la URSS: el patronaje personal. Uno podía intentar ascender pisando los escalones adecuados del poder; o podía hacerlo, como hizo Chernenko, adulando a aquél que consideraba con proyección para subir por sí mismo, esperando poder seguir la estela. Ya os he contado que, en mayo de 1960, Breznev fue nombrado presidente del Soviet Supremo. Teóricamente, eso podía significar que el líder ruso, políticamente criado en Ucrania, había sido alejado de las mieles del poder. Sin embargo, esta conclusión es un tanto precipitada. Nikita Khruschev, un tipo que estaba muy preocupado por la posibilidad de una conspiración palaciega contra él, tema en el que no se equivocaba, dio un paso inusitado en un primer mandatario soviético: acumular en la misma persona los cargos de primer secretario general del Comité Central y de presidente del Consejo de Ministros. Había, pues, unificado el gran poder partidario con el menor poder administrativo gubernamental; un puesto en el que podía haber situado a su teórico número dos, que todo el mundo consideraba que era Breznev. En ese contexto, pues, la presidencia del Soviet adquirió una importancia que antes no tenía, como lugar en el que situar al siguiente en la escala de poder.

Breznev puso poco interés en las labores derivadas de la presidencia del Soviet Supremo. Consideraba, con acierto, que el puesto que verdaderamente medía su poder era el de miembro del Politburo, y era, pues, a dicho órgano al que le dedicaba todos sus esfuerzos. Pese a ello, sin embargo, el jefe de su secretaría como presidente del Soviet, es decir Chernenko, tuvo, merced a este puesto, acceso a posibilidades insospechadas hasta entonces. Y una por encima de todas: el indulto.

En el sistema soviético, la prerrogativa de indultar criminales le era adjudicada al presidente del Soviet Supremo. No sólo eso, sino que lo era en el marco de una legislación tremendamente etérea en la materia que, en la práctica, hacía que el ejercicio del indulto por parte del presidente del Soviet Supremo fuese prácticamente arbitrario. Dominar los indultos no daba poder político, porque los detentadores de dicho poder rara vez eran condenados y, cuando lo eran, sus jueces dejaban bien claro que no serían indultados. Pero lo que si procuraba era una prosperidad importante.

El peticionario medio de indulto en la URSS tenía dos perfiles definidos. O bien era un cuadro del Partido que había caído en desgracia y, consecuentemente, se había visto implicado en un caso criminal, en ocasiones cierto, en ocasiones fabricado. O, más comúnmente, se trataba de un operador del mercado negro que, por alguna razón, había sido represaliado y enviado a la cárcel. Ambos perfiles, y sobre todo el segundo, estaban dispuestos a ser muy generosos con aquél que los indultase. En la URSS, cierto es, ya no se podía ser más rico de lo que ya era Breznev, que tenía un gran apartamento en Moscú, una dacha, un avión para él solo y una cuenta de gastos que, en realidad, nadie le auditaba. Pero hasta en un sistema tan estable como el soviético había personas que, como Breznev, pensaban que todo se podía ir a la mierda, y que si ese día llegaba, más le valía a él o a sus herederos tener el riñón bien cubierto. Por lo demás, el camarada presidente del Soviet Supremo tenía, como sabemos, muchas señoritas a las que complacer tras haber sido él complacido por ellas.

Hay que tener en cuenta, además, que otra de las prerrogativas del Soviet Supremo era revisar las condenas a muerte. Una vez que Khruschev había dejado atrás los tiempos en los que las condenas a muerte se habían producido en la URSS por decenas de miles y en la persona de militares y miembros del Partido (tiempos en los que, por otra parte, nadie revisaba dichas penas de muerte, mucho menos con la potestad de poder revertirlas), la mayoría de los casos en los que se le recetaba el paredón a un ciudadano de la URSS lo era porque fuese un especulador, normalmente del rublo porque el rublo mantenía una cotización oficial que no tenía nada que ver con el valor real de la moneda. Obviamente, las personas afectadas por estas situaciones eran personas que tenían dinero, y mucho interés en que sus casos fuesen vistos con lenitud.

Nunca sabremos, obviamente, la magnitud y frecuencia de este tipo de arreglos. Pero lo que sí sabemos con razonable certitud es que Breznev permaneció muy alejado de aquella práctica, y que su mamporrero fundamental fue Konstantin Chernenko. Él era quien lo hacía todo: negociar con el implicado, negociar con el Fiscal General, chequear que el Comité Central no le iba a poner la proa a la propuesta; y sólo cuando todo estaba en su sitio, se dirigía a su jefe para pedirle la firma.

Chernenko, en todo caso, hizo más. Abordó, yo personalmente no sé si por iniciativa propia o de Breznev (aunque mucho me extrañaría que el presidente se manchase las manos en estas cosas) una reestructuración del staff del Soviet Supremo, fusionando la oficina del Presidium y el Secretariado. Creó una oficina internacional encargada de los muchos contactos internacionales de la institución, al frente de la cual puso a un hombre de su confianza: Vladimir Vistatyn. Lo hizo para poner un propio que recibiese a los embajadores, porque a él, la verdad, esa labor no le gustaba nada (y seguía sin gustarle cuando era secretario general y ya no se la podía encomendar a nadie).

A Konstantin Chernenko le cabe, de alguna manera, el mérito de haberse dado cuenta de que el Soviet Supremo ni podía ni debía ser la institución inútil que era; y de haber llevado a cabo reformas en este sentido. Ciertamente, llevaba toda la vida siendo una rata de escritorio, y eso ahora le habría de ser muy útil. El Soviet Supremo tenía que aprobar las medidas organizativas del Estado, lo cual hacía que, prácticamente sin descanso, estuviese constantemente aprobando medidas que disolvían organizaciones municipales, provinciales o regionales, y creaban otras nuevas. Además, en sus comités se estudiaban y aprobaban medidas de todo tipo; y fue idea de Chernenko que a aquellas reuniones acudiesen representantes de los ministerios, del Gosplan y de otras instituciones.

De esta manera transcurría la vida de Konstantin Chernenko. Mi opinión personal es que, cuando Breznev llegó al Soviet Supremo y Chernenko lo hizo con él, la idea de este último es que aquello no era sino una estación intermedia durante la cual su jefe y patrón seguiría creando y consolidando nuevas influencias que apuntalasen su poder, en un proceso natural por el cual, tal vez, llegaría algún día a suceder a Khruschev. Khruschev y Breznev se llevaban doce años; el primero de ellos tenía, en 1960, 64 años de edad. El guion normal o, como dicen los economistas, best estimate, era, tal vez, que Khruschev la palmase entre 1965 y 1970, por la ley de la vida, momento en el que cabía albergar pocas dudas de que Leónidas Breznev sería su sucesor (o no, claro; porque en la URSS, nunca se sabía con certeza). Breznev era un político inusitado en el sistema soviético, capaz de regresar de entre los muertos de la jefatura del Estado o putadas similares. Tenía una solidísima base de poder, de la cual Chernenko, lejos de ser parte, era servidor; y todos los buenos presagios que le daba el hecho de que tenía la habilidad de sacar petróleo de cualquiera de las responsabilidades que se le otorgase, ya fuesen ser jefe de Estado, protagonista del programa de las Tierras Vírgenes o líder político de Moldavia.

Todo se reducía, pues, a trabajar, y esperar. Trabajar; y esperar. Chernenko, como buen miembro del aparato soviético con ambición pero sin habilidades para defenderla por sí solo, era de ese tipo de personas que todo lo fían a que la manzana caerá sola del árbol. Esperaba, pues, una evolución sin sorpresas que, según el plan trazado, en algún momento entre su 55 y su 65 cumpleaños daría sus frutos en la forma de aquello que le cabía ambicionar a un auténtico comunista soviético: su cochecito-tanque, su chófer obediente, su dacha entre coníferas, apartamento de diez habitaciones y despachote, y el rabo reducido a la mitad de su volumen original a causa de la fricción de las mamadas. Porque el cuadro soviético medio todo lo hacía por esto. Al cuadro soviético medio, la felicidad del Pueblo, el logro del socialismo, las promesas de Lenin y el internacionalismo proletario eran cosas a las que dedicaba el mismo tiempo de reflexión que a la cría de mejillones homosexuales en las costas de Borneo. La elite soviética era el mejor ejemplo de elite extractiva que ha dado la Historia. Era una tribu de unos pocos millones de tipos cuya vida consistía en engañar a la otra porrada de millones de residentes en la URSS; que eran, como siempre, los que, de una manera o de otra, pagaban toda la fiesta. Eran una mafia, funcionaban como una mafia y hacían cosas de mafiosos.

Esto último lo habría de comprobar Konstantin Chernenko, y el mundo entero, en 1964, cuando este idílico trantrán que había imaginado se quebró. Se quebró el día que Breznev y unos cuantos decidieron acabar con Nikita Khruschev.


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