El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
En el califato búyida había dos grandes fuentes de soldados para las fuerzas armadas, que eran, al fin y a la postre, las garantes del poder. Por un lado, estaban los daylamíes, que eran los mercenarios caspianos que los habían acompañado en su extensión hacia el sur. Y, por otro, estaban los turcos que, como hemos contado, ya habían sido el backbone de la fuerza de los antiguos califas. Los daylamíes eran shiíes y los turcos suníes; así pues, en los cuartos de banderas no era muy común que se sentasen juntos a cantar Margarita se llama mi amor. Más bien, se hacían putaditas y putadones, que fueron aguantando más o menos hasta el 972, que decidieron que ya no podían más, y que se iban a dar de hostias de una puta vez.