Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.
El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva
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Casi un acuerdo; casi...
Un acercamiento formal
Posiciones enfrentadas
Aquel agosto que el Generalísimo decidió matar a los curas de hambre
La tarde que el cardenal Pacelli se quedó sin palabras
O el cardenal no sabe tomar notas, o el general miente como una perra
Monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco
La clave de bóveda del distanciamiento español respecto de
la Santa Sede era la ausencia de un reconocimiento por parte de ésta del
gobierno de Burgos; algo que en el bando sublevado entendían que venía de
cajón, portándose como se estaba portando el bando republicano con todo lo que
oliese a incienso; y que les era fundamental para conseguir el apoyo del mundo
católico para su causa. El propio Gomá, en un informe a Roma, significa que,
cuando él le insinuó a Franco que el reconocimiento vendría cuando las tropas nacionales
tomasen Madrid, el general le contestó: “pues no faltaba más; ya sé que
entonces vendrá el reconocimiento, pero entre tanto nos ha faltado un apoyo
moral insustituible”.
La Iglesia, sin embargo, tiene otros ritmos y, sobre todo,
su visión es de más largo plazo. En Roma eran legión los purpurados
escandalizados con los crímenes cometidos por la República con los sacerdotes
(en algún
punto de este blog ya he dicho que la República y sus sucesores harían bien
en no atizar las acusaciones de genocidio relacionadas con la guerra civil, no
sea que se acaben encontrando con que el más claro genocidio practicado en esos
años lo fue por su parte); ese sentimiento, sin embargo, no llevaba al Vaticano
a dar un paso que, en puridad, en ese momento sólo habían dado los aliados de
Franco y algunos países latinoamericanos. Para los hombres (ninguna mujer) de
la Secretaría de Estado, también era importante no malquistarse con la opinión
católica de países que estaban decantados a favor de la República; y, sobre
todo, se imponía la máxima de que había que esperar y ver. Franco, en realidad,
le estaba pidiendo un imposible al Vaticano: que fuese el primero en dar un
paso que otros muchos no habían dado. Esto es algo que el Vicario de Cristo en
la Tierra jamás ha hecho, y jamás hará (pero, bueno, tampoco lo hizo el Cristo, pues cuando él era becario, el Bautista ya iba por ahí y por allá, literalmente, jugándose la cabeza...)
No obstante lo escrito, también hay que entender cómo veían
las cosas en Salamanca. La del bando sublevado, exactamente igual que la del
republicano, era una visión tremendamente binaria: o se estaba con él, o se
estaba contra él. Los franquistas no entendían que la interpretación internacional
del gesto que le pedían a la Curia sería que el Vaticano se alineaba con el
Eje; y esto era algo que, obviamente, ningún Papa estaba dispuesto a hacer, y menos Twitter XI, que había incluso redactado una encíclica contra el fascismo.
Hay que tener en cuenta, además, que ya en 1937 el Frente
Popular, o por lo menos sus elementos mejor amueblados, se empiezan a dar
cuenta del error, tremendo error que han cometido, antes y durante la guerra
civil, con el tema religioso, y tratan tenuemente de enmendarlo, forzando con ello no menos tenues iniciativas de mediación. Monseñor
Pizzardo, de quien ya hemos hablado, fue el encomendado a viajar a Londres para
estar presente en la coronación de Jorge VI. Allí, los gobiernos belga, francés
e inglés lo contactaron para discutir el tema español. El Vaticano llegó a
aseverar su apoyo a un documento conjunto, titulado Le probléme d’une médiation en Espagne, en el que se proponía un
dilatado alto el fuego, durante el cual las potencias implicadas en el acuerdo
buscarían alternativas pacíficas para el país. Evidentemente, la participación del
Vaticano en este proyecto de solución pacífica otorgaba a la República una
capacidad de diálogo elevada, mejorando su posición ante la opinión
internacional. Pizzardo fue quien quedó encargado en esos encuentros de sondear
la posibilidad de que los sublevados aceptasen ese acuerdo. Algo que,
obviamente, no pasó: Franco rechazó aquella posibilidad con cajas destempladas
y, de hecho, quedó muy malquisto con la Santa Sede por haberla apoyado. Yo ya
sé que es muy difícil de creer, sobre todo para los que andan sobre esta cuestión
con dos de pipas; pero, la verdad, en esa primera mitad del 37, que no se
olvide es el momento en el que el bando sublevado percibe que la tuerca del
norte ceba el tornillo y empieza a apretarla fuerte, la Iglesia, o deberíamos
decir, más en concreto, Isidro Gomá, comenzó a pensar en un futuro en el que la
España nacional se les mostrase esquiva y aún contraria. Dice Gomá en uno de
sus informes a Roma, sin ambages, que teme que los postulados de la Iglesia
acaben ganando la guerra, pero perdiendo la paz.
La sangre, sin embargo, no habría de llegar al río, por lo
menos en ese momento. Franco quería tensar la cuerda con Roma, y por eso no se
recataba de hacer evidentes sus reproches cada vez que se entrevistaba con
Gomá; pero era consciente de que perdería mucho más de lo que ganaría si rompía
con el Vaticano. Le estaba costando mucho colocar al episcopado español, en
apretada falange, detrás de su cruzada; y eso era algo que con seguridad se
rompería por algún eslabón si España y Sant’Angelo se encabronaban de forma
evidente. Por ello, decidió tener un gesto positivo: quitar de en medio a
Magaz, personaje que no caía nada simpático en el Vaticano con sus filípicas
contra la cobardía de la Curia a la hora de apoyar a su bando en la guerra
española, y nombrarlo embajador en Berlín, puesto en el que seguro que se
sintió mucho más cómodo. En su sustitución fue nombrado Pablo Churruca, marques
de Aycinena, un hombre cultivado, además de diplomático de carrera, que le dio
otro tono completamente distinto a la misión española.
En esos tiempos, Gomá estaba muñendo la redacción de la
famosa pastoral colectiva del episcopado en favor de Franco. Para Roma, el
conocimiento preciso que tuvo de las gestiones de esta génesis supuso una
confirmación de las cosas que Gomá les decía en sus informes, especialmente uno
de 26 de junio, que es ése en el que le vino a decir a la Secretaría de Estado
que existía el peligro de que España se perdiese para la causa de la fe
católica. Gomá tenía que saber, en este sentido, que Falange era una formación
que hacía hincapié en el catolicismo de España a la hora de buscar esencias
nacionales a las que agarrarse para su discurso político, pero que eso no
quería decir, en modo alguno, que fuese una ideología, digámoslo en los
términos finalmente acuñados, nacionalcatólica. Eran ya varios los obispos
españoles que pensaban como su primado. Nadie dudaba de la catolicidad de
Franco; pero Franco no era el bando sublevado, sólo su pieza más importante.
La pérdida del norte por parte de la República le quitó
presión al Papa. Todavía en febrero de 1937, el Vaticano había intentado
impulsar (sin éxito; y que pretendiese hacerlo viene a demostrar que la visión
de la Secretaría de Estado sobre España no era muy precisa) un documento
colectivo del episcopado español sobre la cuestión vasca. Ahora, sin embargo,
ya no hacía falta: la cuestión vasca se había, por así decirlo, resuelto sola.
El Vaticano vio en todo ello una oportunidad de impulsar cierto acercamiento, y
por eso envió a España al hasta entonces delegado apostólico en Albania,
monseñor Ildebrando Antoniutti. Antoniutti fue enviado a España sin poderes
diplomáticos específicos; formalmente, su misión era de los niños vascos,
organizar su repatriación, y también ocuparse de los problemas de los
sacerdotes vascos. Su misión real, sin embargo, era pulsar las posibilidades de
un reconocimiento de la España nacional, ahora que, como digo, el obstáculo
vasco se había saltado.
Don Ildebrando pudo comprobar en sus propias carnes, por así
decirlo, cuán jodidas estaban las cosas para la Iglesia en Burgos y Salamanca.
Los falangistas lo recibieron con displicencia y le despacharon su teórica
misión oficial diciéndole que los niños eran cosa suya. Por su parte, los
nacionalistas vascos en el exilio también bombardearon su misión todo lo que
pudieron, malquistos ante la posibilidad de que se pudiese producir un
acercamiento visible entre quienes habían tomado el País Vasco y el Vaticano.
El problema de los niños era gordo. Pero mucho más gordo era
el del clero vasco. Éste, en su inmensa mayoría, se había posicionado en el
bando republicano; algunos sacerdotes incluso habían terminado en el maco y, en
ese momento, estaban condenados a muerte. La Santa Sede, lógicamente, deseaba
que todos esos párrocos fuesen repuestos en sus diócesis, y los criminales
perdonados de alguna manera. Y el bando sublevado, por supuesto, no quería ni
oír hablar de ello. Y hay que entenderles. Una vez que has ganado la partida,
de qué cojones vas a dejar que decenas o centenares de curas vuelvan a sus
iglesias y se dediquen cada domingo, desde el púlpito, a ponerte de puta para arriba,
encima cobrando de tu dinero y aduciendo el Derecho canónico cada vez que les
quieras echar el guante. Por ello, cuando Antoniutti se entrevistó con Franco,
se encontró frente a un señor bajito que, en lo de los niños, le sonreía y le
decía que la participación del Vaticano en esa buena obra era una gran idea;
pero que cuando le sacaba el tema de los curas, ponía su típica mirada de
tiburón con hemorroides y le contestaba, secamente, que no se metiera en eso.
Llegó a decirle que consideraba más leales adversarios a los rojos que a los
curas nacionalistas.
El 27 de agosto, Pablo Churruca, entregaba sus credenciales
en la Secretaría de Estado, y aprovechaba ya los primeros contactos para
insinuarle a los cardenales que había llegado el momento de reconocer al
gobierno sublevado. El Vaticano, sin embargo, quería ir paso a paso; partido a
partido, diríamos hoy. El 7 de septiembre, tuvo un primer gesto al elevar la
condición de Antoniutti, quien fue designado encargado de negocios de la Santa
Sede ante España (entiéndase: ante la España nacional).
Aunque eso no suponía nombrarlo nuncio o embajador, que era
lo que ambicionaba Franco, en Burgos ese córner se celebró como si fuese un
gol. La recepción de Antoniutti estuvo dotada de oropeles y simbologías propias
de un acto de más enjundia, que era precisamente lo que buscaban quienes lo
organizaron. Franco, por lo tanto, trató de hacer pasar lo que no era un
reconocimiento diplomático como si lo fuera.
Como representante oficioso del Vaticano ante Burgos, la
primera labor importante de Antoniutti era reorganizar la Iglesia española,
mucha de cuyas sedes, en zona nacional o en zona republicana, estaban sin
titular después de que la apisonadora de la revolución hubiera pasado por
encima de ellas. Primeramente, el encargado de negocios reasignó puestos entre
lo que tenía para tapar huecos. Así, Francisco Javier Lauzurica y Torralba, que
era obispo auxiliar de Valencia, fue nombrado administrador apostólico de la
polémica sede vitoriana; el cardenal Segura recibió la archidiócesis sevillana;
Manuel Arce y Ochotorena, que era obispo de Zamora, fue enviado a la sede de
Oviedo; el obispo de Tuy, Antonio García y García, fue nombrado arzobispo de
Valladolid; y otros nombramientos de menor jaez.
Fue una cascada de nombramientos que no planteó problema
alguno con el Patronato Real. En todos ellos, el Vaticano tomó la costumbre de
remitir los nombres al encargado de negocios español ante el Vaticano, 48 horas
antes de que fuesen publicados. Aycinena se percató de que esta actuación era
contraria a la letra escrita en el Concordato de 1851, y por ello pidió
instrucciones a Salamanca; pero desde el gobierno sublevado no se le transmitió
ninguna apreciación al respecto, por lo que Churruca optó por no dar por saco
con el tema.
Todo esto, sin embargo, era así porque los nombramientos del
Vaticano los podría haber hecho Franco personalmente. Sin embargo, eso no
siempre iba a ser así.
Entre los nombramientos decididos figuró aquél en la persona
del padre Carmelo Ballester como obispo de León. Ballester era un padre paúl,
lo cual quiere decir que era miembro de la Congregación de la Misión. Había
vivido en París desde su adolescencia, formándose en la Congregación Lazarista
local. Era, pues, a los ojos de Burgos, o de alguna gente de Burgos, más francés
que español.
En el bando sublevado comenzaron a decir: nos quieren colar
a Ratatuille.
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