lunes, junio 22, 2020

La Baader-Meinhof (15: hagamos que el capitalismo financie su propia destruccción)


Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.

El traslado al Oeste
Bajo mínimos
El rescate
La escalada
Kaiserlautern
Las bombas de Heidelberg
La caída
Sabihondos y suicidas
Sartre echa un vistazo
Estocolmo
El juicio
Mogadiscio
Epílogo: queridos siperos

El 8 de junio de 1970, Horst Mahler y Hans Jürgen Bäcker, que se encontraban en el radar de la policía después de la huida de Andreas Baader, huyeron con pasaportes falsos a Berlín Este y, desde allí, a Beirut. No fueron solos. Con ellos se fue la inseparable asistente de Mahler, Monika Berberich; una estudiante de la Libre llamada Brigitte Asdonk; así como otro activista, Manfred Grashof, y una peluquera de diecinueve años que era su novia, Petra Schelm.

Desde Beirut, este nutrido grupo viajó hasta un campo de entrenamiento del Frente Popular por la Liberación de Palestina, un grupo marxista radical. Allí pronto se les unieron Ulrike Meinhof y Gudrun Ensslin, además del propio Baader y otros camaradas. Un poco más tarde llegó también Peter Homann, pero se mantuvo separado del resto de alemanes. Para entonces, su relación personal con Ulrike ya no existía, y su compromiso con la banda estaba desapareciendo a marchas forzadas.

Todos aquellos germanos estaban allí para hacer un máster en guerrilla urbana. Sin embargo, las cosas no fueron muy bien. En realidad, las cosas no fueron demasiado bien bastantes más veces de las que se cree cuando radicales europeos se juntaron con radicales musulmanes. Son dos culturas muy distintas, dos concepciones en algunos casos antagónicas. Ambas partes se acusaron mutuamente de implicarse poco en los problemas del otro y no poner las cosas fáciles. Por otra parte, en el grupo de alemanes había gente, como el propio Andreas Baader, cuyo concepto de ser un revolucionario no incluía cosas como arrastrarse como una rata por el barro; así pues, se negó a recibir ese tipo de entrenamiento.

A lo que no se negaron los palestinos, entre otras cosas porque ya lo estaban haciendo con sus locales, fue a formar a las mujeres en el uso de armas de fuego y otras tácticas. Sin embargo, eso no quita que, por lo general, los instructores encontrasen a Ulrike y Gudrun demasiado desagradables e independientes de criterio.

Así las cosas, era solo cuestión de tiempo que los palestinos hicieran eso de preguntar, como quien no quiere la cosa: “Oye, y tú… ¿cuándo dijiste que te ibas?” El 9 de agosto, la partida estaba de nuevo en Alemania. Peter Homann, ya separado del grupo, regresó un día más tarde y se mantuvo en la clandestinidad todavía un año y medio, fundamentalmente porque era, como ya he contado, el principal señalado como el hombre del pasamontañas en la huida de Baader. Sus compañeros de la banda solían decir que a cualquiera de ellos que decidiese entregarse le iba a aplicar la policía la ley de fugas, por lo que optó por no hacerlo. Durante el tiempo que aguantó está claro que pasó mucha angustia y obsesión; llegó incluso a espiar conversaciones de policías para ver si se enteraba qué sabían y qué no sabían de él. Finalmente, el 17 de noviembre de 1971, se entregaría a Josef Augstein, un abogado de Hanover que, además, era hermano de un personaje importante de Der Spiegel.

La banda, cuando regresó a Alemania, se tuvo que plantear urgentemente el tema económico. La clandestinidad es enormemente cara, así pues los activistas necesitaban un buen chorro de circulante. La forma más lógica, además de coherente con su ideología, era atracar bancos. Ellos veían la práctica como una suerte de justicia poética,  mediante la cual el capitalismo financiaba su propia destrucción. El citado libro de Carlos Marighela, además, recomendaba empezar todo por el atraco a los bancos.

El otro elemento importante de la estrategia era el incremento del número de miembros, todavía demasiado pequeño. La RAF, en este sentido, consiguió fichar a Eric Grusdat (nunca se implicó en lo más gordo de la acción de la RAF, por lo que recibió una condena bastante leve de cuatro años cuando fue detenido; en 1973 salió del maco y no volvió a tener relación con sus antiguos compañeros; hoy tiene 84 años). Grusdat era mecánico de coches; tenía un pequeño taller cerca del Muro. Fue a ese taller al que Hans Jürgen Bäcker llevó su buga. Claramente, Bäcker le vio madera de marxista tanto al mecánico como a su asistente, Karl Heinz Ruhland. Así pues, cuando regresó por el taller para recoger su vehículo, les habló de la revolución y pulsó su nivel de proclividad hacia la idea de realizarla en la praxis. Los dos le dijeron que se apuntaban.

Para la Baader-Meinhof, el fichaje de Grusdat y Ruhland fue todo un punto. Eran unos profesionales de lo suyo, y una organización como la RAF los necesitaba. Ahora, les sería mucho más fácil cambiar la apariencia de coches robados, escamotearles los números de bastidor, ese tipo de cosas. Cuando Mahler les propuso ese tipo de trabajo, los dos mecánicos dijeron que sí, que los harían a cambio de una retribución adecuada. O sea, que eran revolucionarios, pero no gilipollas.

El 1 de septiembre de 1970, Horst Mahler se presentó en el taller de Grusdat y le preguntó directamente a los dos trabajadores si querían participar en un atraco. Los dos dijeron que sí.

El plan de Mahler (quien, para entonces, era sin duda el dirigente de la banda) era muy ambicioso: quería robar cuatro bancos el mismo día, a la misma hora. Un súper crimen diseñado para dar tanto trabajo a la policía que ésta no pudiera perseguirlos con eficiencia. Así las cosas, la banda se dividió en cuatro grupos.

En uno de ellos se juntaron Gudrun Ensslin, Ingrid Schubert, Hans Jürgen Bäcker, Karl Heinz Ruhland y un chavalote de 16 tacos que acababan de reclutar. A este grupo le fue adjudicado un banco de la Siemenstrasse, que se dedicaron a vigilar a fondo. Grusdat y Ruhland fabricaron para todos ristras de pie de cuervo, como se llaman al menos en inglés, que son esas líneas de púas que se ponen en la carretera para destrozar los neumáticos de los coches que pasen por encima.

El día señalado para el robo, el grupo de la Siemenstrasse se juntó con los dos mecánicos y se fue hacia la agencia bancaria. Allí descubrieron que, pese a toda la vigilancia que habían hecho, se les había escapado que, en las últimas horas, alguien en el banco había decidido hacer obras en el hall de la sucursal. Cuando vieron los andamios y a los obreros subidos a ellos, se dieron cuenta de que el panorama había cambiado, y regresaron todos al apartamento de Bäcker. Allí, Mahler decidió que el grupo de Gudrun (que tenía un miembro menos, porque el chavalote se había pirado) se uniese al suyo propio (Mahler, Görgens, Proll y Grusdat). Así pues, habría sólo tres atracos.

En grupos de dos, los ladrones fueron saliendo a la calle y subiéndose a los coches. Bäcker llevó a los dos mecánicos al edificio junto al Berliner Bank de la Rheinstrasse.

Ruhland, que se había unido a Mahler, sacó su arma y la desamartilló. Poco tiempo después llegaron Andreas Baader e Irene Görgens, la pupila de Ulrike Meinhof.  Todos ellos se pusieron pasamontañas menos Grusdat, cuya misión era quedarse en la puerta. Puesto que podía ser visto desde la calle, se disfrazó con una peluca y unas gafas de sol.

A una orden de Mahler, todos entraron en el banco. Dentro había sólo tres o cuatro clientes. Sacaron sus armas, dieron los gritos de rigor, y Baader y Görgens saltaron el mostrador y comenzaron a llenar de dinero las bolsas que traían. Sólo les tomó tres minutos.

Salieron por la parte de atrás de la calle y allí tiraron sus pasamontañas. Baader,  que ya vamos viendo que ni era listo ni tenía la capacidad de mantener la cabeza fría, también tiró su chaqueta. Un gesto bastante estúpido, cuya estupidez se puede valorar adecuadamente si os doy el dato de que en la chaqueta llevaba las llaves de su coche. No era la primera cagada de Baader; de hecho, al ir al entrar al banco, se puso al revés el pasamontañas y no veía una mierda. Dejaron las armas en unos recipientes que habían dejado allí Proll y Schubert, y pasaron a una calle donde les esperaban tres coches, conducidos por Astrid Proll, Ingrid Schubert y Gudrun Ensslin. No necesitaron las púas.

Los otros dos atracos tuvieron lugar más o menos a la misma hora. En uno de ellos el botín había sido de unos 55.000 marcos, bastante bien. Pero el tercero, realizado por un grupo dirigido por Ulrike Meinhof, había sido a cambio de casi nada, algo menos de 2.000 marcos. Al parecer, se habían dejado atrás 95.000 más. A Ulrike también se le daba regular la acción directa, como iremos viendo por otros detallitos de su vida clandestina.

El 6 de octubre, la banda se citó en el apartamento de Jan Carl Raspe y Marianne Herzog para repartirse el botín. Para aquella reunión pactaron la señal de dos timbrazos aunque, con el tiempo, la RAF, en coherencia con su ideología, adoptó la señal basada en dos timbrazos cortos y uno largo. ¿Por qué eso era coherente con su ideología? Pues porque lo llamaban “la llamada Hoh Chi Mihn”. Tin, tin, triiin, Ho-Chi-Miiiiin.

En la discusión que llevaron a cabo acerca de las acciones, tanto Mahler como Baader estuvieron de acuerdo en que la huida, aunque no había habido presión policial, había sido demasiado larga. Después vino la discusión moral, en la que Mahler dejó claro que robar un banco es robar a los capitalistas, nunca al hombre común. Luego esto, luego lo otro…

En realidad, al menos yo lo creo así, el jefe de la banda sólo estaba intentando ganar tiempo, porque sabía que lo que les iba a decir a sus compis no les iba a gustar, al menos a algunos. Porque había decidido que sólo se repartiría una pequeña parte del botín. La excusa era lógica. Como muy acertadamente dice Jimmy Conway (Robert de Niro) en Goodfellas, la peor decisión después de dar un gran golpe es gastarse el dinero. Si nadie recibía gran cosa, nadie podría gastar por encima de sus posibilidades antes de dar el palo. Así pues Ruhland, el empleado de Grostat que, como su jefe, estaba en aquello básicamente por la pasta (pero él más que nadie, porque estaba fuertemente endeudado) recibió 1.000 marcos de mierda, cuando sabía bien que el botín había sido de más de 215.000. Ruhland, sin embargo, no protestó; habría otros atracos, y todo parecía indicar que atracar un banco estaba chupado.

O no.

Dos días después, el 8 de octubre pues, la Popo, o policía política, se presentó en la Knesebrecksrasse, en el domicilio de una decoradora de interiores llamada Renate Hubner. En el registro, encontró una pistola, detonadores, productos químicos, pies de cuervo, matrículas robadas, notas acerca de los bancos que habían sido robados e, incluso, anotaciones relativas a la distribución de 58.000 marcos. Renate Hubner, claro, ni se llamaba así, ni era decoradora de interiores. Era, en realidad, Ingrid Schubert, una de las conductoras del getaway. La policía llevaba detrás de ella desde la huida de Baader.

Los popos se sentaron a esperar. A las seis de la tarde, llamaron a la puerta. Ingrid abrió, sin poder avisar al hombre barbado que entró de que había doce policías apuntándole. El hombre sacó una célula de identidad a nombre de Günter Uhlig. Uno de los policías se le acercó, tiró de la peluca, y le dijo: “No pensará usted, Herr Mahler, que no somos capaces de reconocerle”.

Le encontraron una pistola en los pantalones y 35 cargadores en los bolsillos de la chaqueta.

Al mismo tiempo, la policía vigilaba otro apartamento en la Hauptstrasse, alquilado a nombre de Birgit Wend, presuntamente arquitecta; pero cuya identidad real era la de Monika Berberich, la asistente de Mahler. Nelli para la banda. Lo vigilaban, digo; pero no les hizo falta llegar más lejos.

Ese día, Nelli había llevado a Ulrike Meinhof (Anna o Rana) al aeropuerto, junto con Irene Görgens (Peggy) y Brigitte Asdonk (Clara). A Ulrike le habían encargado la expansión de la banda por la RFA. A su regreso del aeropuerto, las tres mujeres fueron a casa de Renate Hubner pero, claro, se encontraron con los doce polis.

Dos días después, los supervivientes de la redada de la Popo se reunieron en el apartamento de la pareja Raspe-Herzog. Todos estuvieron de acuerdo en que, con la caída de Mahler, había caído su número uno. Sobre quién debería sustituirlo, la cosa no estaba tan clara.

Sin embargo, Andreas Baader dio el paso al frente.

2 comentarios:

  1. Se me olvidó comentar una cosa que aquí tocas por encima: lo sorprendente que resulta ver cómo la mayoría de estos tipos eran normalísimos. Incluso las circunstancias de su radicalización fueron por circunstancias personales a su manera prosaicas, ¿cuántos en este mundo habrán tenido infancias como las de Gudrun Ensslin o cuántas mujeres se ven en las circunstancias de Ulrike Meinhoff, pero en absoluto son terroristas? Es un tópico ya que, cuando detienen a alguien por crímenes muy sonoros, sus vecinos declaren que "saludaba siempre en el pasillo".

    Hace ya bastantes años leí un artículo en el que se afirmaba que el perfil típico del terrorista de un grupo jerárquico es alguien que en su vida normal es responsable hasta el sacrificio, lo que tiene lógica teniendo en cuenta que se arriesga por una causa (demencial a veces, eso sí). Baader es de hecho el raro aquí, porque ya antes de radicalizarse era un quinqui y de hecho tengo la sensación de que, si hubiera intentado entrar en cualquier grupo terrorista ya formado, no le habrían permitido hacer nada importante por su carácter irresponsable hasta la estupidez.

    Y ahora que va a tomar el liderazgo, me figuro que eso va a parecer la TIA de Mortadelo y Filemón... ¡Ya el número del abrigo abandonado con las llaves del coche tiene guasa!

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    1. Yo creo que este tema que apuntas quien más y mejor lo ha analizado ha sido Hannah Arendt.

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