Otros escalones de esta escalera:
Enrique, el que a todos contentaba
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
¿De qué murió Pedro Girón?
La última trucha de Alfonso
Guisando
Lo de Fernando se va definiendo
Isabel se quita la careta
Fernando, en Castilla
El órdago de Pacheco/Mendoza
Nunca te fíes de un francés
El follón del matrimonio de Enrique y Juana
¿De qué murió Pedro Girón?
La última trucha de Alfonso
Guisando
Lo de Fernando se va definiendo
Isabel se quita la careta
Fernando, en Castilla
El rey Enrique dejó sin contestar
la carta de los esposos, como había hecho y antes con otras de Isabel. Al
conocer la noticia de la boda, había picado espuelas hacia Segovia, de vuelta
de su aventura sureña. Fue en la ciudad castellana donde recibió a los
mensajeros con la carta de Isabel y Fernando, a los que despachó sin respuesta
porque, dijo, tenía que consultar con su Consejo. La disculpa le venía al pelo
pues, a la altura de Ocaña durante el regreso, Pacheco se sintió enfermar y
hubo de quedar en la villa toledana nada menos que diez meses. Enrique, pues,
estaba falto de su principal consejero, así pues la disculpa era plausible.
A Isabel, la renuencia de Enrique
no le pareció ninguna buena noticia. En su mentalidad, y prácticamente en la de
cualquiera, era obvio que aquella espera no se produciría en favor de sus
tesis; lo más probable era que Enrique estuviese reagrupando fuerzas para poder
contraatacar. Como siempre que una persona de alta mentalidad estratégica no es
dueña de lo tiempos, la infanta de Castilla se sintió contrita y decidió que
debía de hacer algo. A finales de octubre, y a despecho de espías y la
posibilidad de que su correo fuese interceptado, le escribió a su amiga Leonor
de Pimentel, condesa de Plasencia. Fue una jugada arriesgada. Leonor estaba
casada con Álvaro de Stúñiga, uno de los grandes de Castilla que le habían sido
parciales pero se habían pasado a la causa constitucionalista; no podía tener
claro Isabel que Leonor no hubiese hecho el mismo viaje. Y algo de tráfico
ilegal de comunicaciones tuvo que haber, pues, cuando menos para mí, nada puede
haber de casualidad en el hecho de que la carta de Isabel a Leonor lleve fecha
de 30 de octubre; y que apenas tres días después, el día 2 de noviembre, el rey
firmase la adjudicación en favor del conde de Plasencia de la villa de Arévalo,
esto es, la perla de la herencia dejada por el rey Juan a su hija Isabel.
Semanas después, Enrique
respondió, por así decirlo, a la carta de Isabel y Fernando, haciendo público
una especie de manifiesto en el que afirmaba que la bula papal presentada en el
matrimonio era falsa y que, por tanto, Isabel y Fernando no eran esposos; todo
lo más, follamigos. Y la cosa es que el Trastámara tenía razón: la bula que
Carrillo había agitado delante del belfo de los testigos de aquella boda era
falsa; la habían muñido entre él mismo y el rey Juan. Había sido, pues, el
penúltimo movimiento realizado por el arzobispo sin autorización ni
conocimiento de su (más que teórica) jefa, aun sabiendo que, el día que Isabel,
la tiquismiquis católica DEFCON 1, se enterase, cuando supiese que había tenido
por esposo a quien no lo era a los ojos de Dios y, además, le había frotado la
pilila, se daría cuenta de que estaba en pecado. ¡En pecado!
En descargo de Carrillo y Juan de
Aragón hemos de decir que ambos se rompieron los cojones tratando de que la
boda fuese plenamente canónica. El rey Juan había pedido de Roma la dispensa en
1467; lo que pasa es que había pedido una especie de salvoconducto matrimonial
para su hijo, esto es, que el Papa lo autorizase a casarse con cualquier mujer
que fuese pariente cercana suya. El Papa, por una vez (y sin que sirva de
precedente) con teológico acierto, le contestó que una dispensa matrimonial no
se concede en términos generales, sino para un matrimonio en concreto; la
Iglesia autoriza, por virtuoso, el matrimonio entre A y B, no autoriza a A a
tirarse a todo lo que se mueva. Juan, enterado de ello, solicitó de nuevo la
dispensa, poniendo esta vez el nombre de Isabel; pero el Papa, probablemente
para no malquistarse con el rey de Castilla, se hizo el orejas.
Juan de Aragón, sin embargo, como
su propio título indica, era aragonés. Y a un aragonés no le dices que no sin
embarcarte en una interminable serie de peticiones y presiones. El rey,
literalmente, ahogó al Papa en peticiones de diversa laya, buscando torcer su
cerviz. Al final, medio lo consiguió o, al menos, es lo que dijo el rey Juan (y
lo escribo así porque, la verdad, yo no le creo). Según Juan, el Papa accedió a
dictar la dispensa para que los futuros reyes católicos se pudieran casar, pero
sólo la redactaría después del
matrimonio. Como digo, personalmente me resisto a creer la versión de Juan de
Aragón porque, si bien es cierto que, históricamente, a los papas les ha sudado
el pene Juana, su hermana o su perrita sharpei, no veo yo a un padre santo
aceptando un estado de cosas en el cual dos primos van a celebrar una boda
canónica y luego frotarse por las noches para que la Iglesia diga a posteriori que eso es bien. O, por decirlo con precisión, lo que no veo
yo es que Juan de Aragón tuviese en ese momento suficiente pasta como para
convencer al Papa de hacer algo tan jodido.
Luego, según el relato del rey aragonés, y tal y como ya hemos referido, Palencia se dejó caer por Zaragoza,
anunció que la operación Picha en Infanta
tenía que hacerse en el plazo más corto posible, y el rey aragonés, junto con
Carrillo, se dio cuenta de que no había tiempo para seguir convenciendo al
Papa. Así pues, redactaron una bula falsa, la fecharon en 1464 y se la hicieron
firmar al difunto Pío II.
¿Quiere decir esto que el
matrimonio que inició el proyecto de la nación española fue un matrimonio
ilegal, basado en un documento falsificado? Pues, la verdad, sí.
Los más versados en religión
católica y/o en diplomacia vaticana tal vez estéis pensando, en este punto de
este relato: pero, ¿no ha escrito este rocapollas que en la boda estaba
presente el legado papal, Antonio Jacobo Veneris? Pues sí, lo he escrito; y si
lo he escrito, es porque su orondo rostro, efectivamente, sale en todos los
selfies que se hicieron en la ceremonia. ¿Cuál era, entonces, el papel de
Veneris en toda aquella movida?
Lo más probable es que Juan y
Carrillo, tras haber lubricado adecuadamente la casulla del buen legado (quien,
como todos los de su especie, era extremadamente sensible a cualquier alabanza
que engordase su cuenta corriente), lo trajesen a la boda para dar un
martillazo más en el clavo de su conspiración. Allí se dijo, en efecto, que el
Papa había entregado a Veneris in
extremis una dispensa secreta; pero el legado nunca la mostró. A cambio del
sustancioso soborno que recibió (porque los designios del Señor a veces son
inescrutables, pero normalmente, lo que son, es carísimos), Veneris otorgó a
aquel enlace la vitola de totalmente legal a los ojos de Dios.
Así las cosas, tras el manifiesto
del rey, los temas se pusieron muy negros para los de Valladolid. Los más
legalistas de entre los nobles isabelistas o neutros se colocaron detrás del
rey Enrique, escandalizados por aquel matrimonio ilegal. En el corto plazo,
pues, a Aragón aquella boda le salió como el culo; la había hecho para ganar
apoyos en su enfrentamiento con el francés pero, sin embargo, se encontró con
que Fernando, desesperado, le pedía a su padre el envío de mil lanceros a
Valladolid para poder protegerse. El rey Juan, además, siguió presionando al
Papa.
Fue en esos primeros tiempos del
matrimonio, por cierto, cuando, siguiendo las tradiciones medievales en estas
movidas, los novios escogieron un objeto que debía representar a cada esposo.
Isabel eligió las flechas, pues flecha es palabra que comienza por la F de
Fernando. El marido, en la misma línea, y puesto que entonces escribía Ysabel,
escogió el yugo. El yugo y las flechas, combinadas con las armas de Castilla y
Aragón, encerrados en una cadena y combinados con una esfera, serían el nuevo
escudo del matrimonio y de la nación. Y, con los años, de Falange, pero ésa es
otra historia (es importante redactar este párrafo porque la cantidad de gente
que hay en España que cree que el yugo y las flechas los inventó José Antonio
la misma tarde que inventó la camisa azul y el Cara al Sol, es legión).
El matrimonio, además, estaba
siendo sitiado por hambre por el rey Enrique. Como respuesta al enlace, el
Trastámara, a quien ya hemos visto siendo notablemente cutre a la hora de
concederle a Isabel los pechos prometidos, incluso los que le correspondían por
legación de su padre, intensificó esa política, sabedor de que, si lo hacía, la
única salida que le quedaba a los esposos era volver el rostro hacia un rey que
estaba en guerra abierta con una potencia europea. Isabel, de hecho, en un
gesto, la verdad, poco solidario con su suegro, tuvo el cuajo de escribirle al
rey Juan reclamándole los ingresos de las ciudades que le habían sido
concedidas en las arras de su marido; dinero que no llegó porque el rey Juan lo
necesitaba para la guerra y porque esas mismas ciudades estaban ya en medio
rebeldía ante la posibilidad de financiar a la infanta castellana, un signo más
de cómo cayó la boda (o, más bien, las capitulaciones) en Aragón.
Como la Ley de Murphy siempre se
cumple, en esas circunstancias tan comprometidas, además, se presentó un
problema añadido: la incompatibilidad entre Carrillo y Fernando de Aragón. Ya
he dicho varias veces durante estas notas que quien contemple los tiempos que
estamos describiendo como una dinámica entre una mujer fuerte, Isabel, rompe y
rasga, mandona, empoderada, dándole instrucciones a un Carrillo obediente y
respetuoso, desde luego no está contando esta historia. Durante buena parte de
la rebelión castellana contra Enrique, rebelión que, no se olvide, estalló
basada en los derechos de Alfonso de
Castilla, Carrillo había sido la mano que mecía la cuna. En la mente del
arzobispo, el matrimonio de Isabel y Fernando no cambiaba nada. En la mente del
prelado, Fernando no dejaba de ser un humano casi sin pelos en el escroto, no castellano, alguien que había llegado
a Castilla para escucharle a él, para obedecerle. Porque allí quien había
mandado siempre era Carrillo. Quien pagaba la fiesta, era Carrillo. Quien tenía
tropas para enfrentarse a Enrique si llegaban las hostias, era Carrillo. Los
esposos no tenían ni ingresos propios, ni tropas, ni capacidad de allegar la
voluntad de los nobles; no tenían nada.
En consecuencia, en las reuniones
que empezaron a producirse en Valladolid, Carrillo debió adoptar, tras las
peroratas de Fernando, una actitud tipo “bueno, ahora que ha hablado el niño,
vamos a decidir los mayores”. Fernando, sin embargo, era mucho Fernando. Fue,
desde luego, nuestro primer rey renacentista, y no en el sentido de que fuese
por ahí esculpiendo cuerpos en bolas sino porque siempre tuvo muy claro de que
eso que el rey era un primus inter pares
se había acabado. El rey era el rey, y al que no le gustase, ajo y agua. Ítem más, era aragonés; no creo que haga falta decir mucho más.
Sus enfrentamientos con Carrillo comenzaron a ser tan públicos como frecuentes. En una de esas discusiones, Fernando fue bien claro al decirle a Carrillo: “no permitiré que me unzan a ningún yugo, como le ha ocurrido a tantos de los soberanos de Castilla”. Es decir, encima le fue al arzobispo con eso tan típico de “en Aragón las cosas las hacemos de otra manera” (que verdad es, pero sólo a medias).
Sus enfrentamientos con Carrillo comenzaron a ser tan públicos como frecuentes. En una de esas discusiones, Fernando fue bien claro al decirle a Carrillo: “no permitiré que me unzan a ningún yugo, como le ha ocurrido a tantos de los soberanos de Castilla”. Es decir, encima le fue al arzobispo con eso tan típico de “en Aragón las cosas las hacemos de otra manera” (que verdad es, pero sólo a medias).
Independientemente de que
Fernando tuviese, por así decirlo, razón histórica, pues los vientos del tiempo
claramente soplaban en la dirección en la que marchaba el flamante esposo de
Isabel de Castilla, lo más probable es que interpretase con exceso ese apoyo.
Todos los signos son de que el nuevo marido se desplegó, con Carrillo como con
otros nobles de la Corte de Isabel, con una displicencia chulesca, impropia de
una persona que estaba en una Corte que no era la suya. Sabemos esto porque
sabemos que el rey Juan, advertido de lo que estaba pasando, envió a Valladolid
a Juan de Coloma, un embajador suyo, quien sermoneó muy severamente al joven
príncipe. Parece ser que Fernando hizo algo por mejorar su relación con
Carrillo, pero el muelle ya no regresó nunca a su posición inicial.
En realidad, Coloma había ido a
Valladolid para cerrar una vía de agua que se había presentado en el peor de
los momentos posibles. En efecto, en buena medida la altivez de Fernando era
probable producto de su desesperación, porque la causa de los esposos vivía el
que probablemente era su momento más bajo. La propaganda en torno al matrimonio
en pecado de los esposos había hecho mucho efecto en Castilla, de modo y forma
que su causa había perdido el apoyo de muchas ciudades; y aun algunas que
todavía les eran parciales se guardaban mucho de hacer pública ostentación de
esas querencias. Toda Castilla, a finales de aquel año, era un hervidero de
rumores sobre cuál sería el momento que elegiría el rey Enrique para sitiar
Valladolid y apresar a los esposos. En la propia ciudad castellana, ante la
perspectiva, los parciales del Trastámara cada vez se hacían ver con mayor
claridad. Isabel y Fernando cada vez estaban más aislados, le escribía Coloma
al rey aragonés.
Hola, ¿qué tal?
ResponderBorrarSoy Iván, de Adnow Native Advertising Platform, tu página web nos parece muy interesante para una posible colaboración con anuncios nativos.
La posición del anuncio que nos gustaría comprar es la situada debajo de los artículos de vuestra web.
Podemos monetizar vuestro tráfico por CPC, CPM o métodos fijos (estos dos últimos, con pago por adelantado)
Si tienes cualquier duda o quieres conocer más sobre la propuesta, ¡enviame un mensaje!
Correo: i.fernandez@sales.adnow.com
Saludos cordiales.