miércoles, abril 03, 2019

Carlos III (11: Despedida y cierre)

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En contra de lo que yo pensaba, se quedó en el rinchi el último capítulo de la historia de Carlos III. Lo he descubierto ahora y por eso, con algo de retraso por el que pido disculpas, corto y cierro.
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Rigodones que ya hemos bailado:

El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles
María Amalia
En España
El rey viudo
Lo de los jesuitas
Lo de América
Lo de Marruecos
Lo del gobierno

Otro aspecto notable de la política carlina, que se hace menos evidente, sobre todo, porque acabaría por resultar atropellado por la Historia, fue su política americana. En este ámbito encontramos el mismo ánimo desregulador propio de los ilustrados que lo rodeaban. En 1782 se llevó a cabo una importantísima reforma institucional con la creación de las llamadas intendencias. Eran los intendentes autoridades de nuevo cuño, con amplias funciones administrativas y financieras que, de hecho, convertían a las viejas audiencias y, sobre todo, a la figura del virrey, en un elemento bastante decorativo.

En buena parte fue esa reforma, como he dicho, fruto de los conceptos, que diríamos hoy, liberales, que informaron a aquellos gobernantes ilustrados que vinieron a sustituir a la aristocracia de toda la vida; pero en otra parte, no pequeña tampoco, aquellos cambios vinieron forzados por los criollos peruanos y su gran rebelión de 1780.

La gran sublevación del Perú es uno de esos episodios sobre los que me gustaría saber más de lo que sé; pero el día sólo tiene 24 horas y uno tiene la mala costumbre, además, de comer tres veces al día. Sé, sin embargo, que fue una rebelión comandada por el cacique de Tungasuca, llamado José Gabriel Condorcanqui, un tipo que se lo había montado para convencer al personal de que era descendiente de Tupac Amaru, el inca. Lejos de ello, JG era más bien un ejemplo, de los muchos que se pueden encontrar, de criollo venido a más: educado por los jesuitas, había llegado a conseguir que lo nombrasen marqués de Oropesa (busque el lector ejemplos de mestizos indios, tanto de Norteamérica como de la India propiamente dicha, a los que tanto los Estados Unidos como Inglaterra diesen una educación refinada y un título nobiliario, a ver cuántos encuentra).

Condorcanqui, por lo tanto, era básicamente un cacique de éstos que poseen vidas y haciendas (claro que Tupac Amaru tampoco era un contribuyente de Manos Unidas, que digamos). Da toda la impresión, o cuando menos a mí me la da, de que su gran virtud fue estar en el sitio adecuado en el lugar adecuado.

En 1754, según sabemos por una información de Federico II de Prusia, un peruano llegó a la Corte de Dinamarca. Sí, ya sé que parece el principio de una canción indie, pero es así. El dicho peruano se llamaba Ignacio del Campo Santo y era eso que hoy llamaríamos un solicitante de asilo, pues dijo haber salido de Perú a la naja huyendo de las fuerzas del orden y porque se oponía a la dominación española. Campo Santo, que tenía que ser persona muy versada en los asuntos de la geopolítica, estaba bien informado de que las Cortes de Copenhague y Madrid no es que se llevasen muy bien por aquel entonces, dado que los daneses, aunque sólo fuese por cercanía geográfica, cargaban los testículos en el pantalón del lado prusiano, lo que hacía que considerasen caca tanto a Francia como a sus amigos.

Ignacio del Campo Santo fue a Dinamarca a excitar las ínfulas coloniales de los daneses (que en esto para mí que se equivocó, pero bueno...) y su enfrentamiento con España. Les dijo que en Perú había mucha gente dispuesta a levantarse contra la opresión metropolitana, y que si les ayudaban tendrían luego compensaciones económicas, asumo que en forma de monopolios comerciales y otras gavelas. Al parecer, siempre según Federico, otro peruano andaba por Londres contando la misma milonga (perdón; la misma huaconada). La gestión de los peruanos no debió de ir muy bien, pues el mismo Federico de Prusia, en la notaría que hace de esas gestiones, y a pesar de no tener nada que agradecerle a los españoles, opina que deberían ser informados de estos movimientos orquestales en la oscuridad.

Lo que sí parece claro, a la luz de los hechos, es que el sentimiento de rebelión antiespañola sí que existía en aquellas fechas en Perú, y que Condorcanqui, por lo tanto, cuando comenzó a remover las brasas, encontró fuego; de ahí que diga eso de que estuvo en el sitio adecuado en el momento justo. José Gabriel, que andaba malquisto con el corregidor de su zona, un tal Arriaga, lo invitó a comer y, una vez en su casa, lo apresó y lo ahorcó en un acto público. Unos centenares de voluntarios que se movilizaron para castigar la afrenta pararon en una iglesia para descansar, momento que aprovecharon los rebeldes para prender fuego al edificio con la gente dentro; los iban matando si intentaban salir. La rebelión se extendió rápidamente por casi todo el Bajo Perú, con episodios muy poco edificantes de matanzas colectivas.

Condorcanqui, o Tupac Amaru como se hacía llamar ahora, decía que tenía un proyecto para el Perú; pero en realidad, o por lo menos es mi opinión, no lo tenía. Quería regresar a las esencias incaicas del viejo Imperio pero, la verdad, quién coño sabía, de verdad, cuáles eran esas esencias, y cómo se podrían, además, aplicar siglos después de haber desaparecido; entre otras cosas, los incas no habían tenido que lidiar con el elemento criollo, que había alcanzado una poca de importancia en la sociedad peruana. En realidad, aquella rebelión tuvo mucho de alzamiento violento con tintes sociales, pues mucha gente que murió a mano de los rebeldes murió por causas como llevar (o sea, poseer) determinadas prendas, en gestos que recuerdan a la Barcelona de 1937, donde todo el mundo tenía que vestir como un obrero; o, peor, la Camboya de Pol Pot, donde podías terminar frente al pelotón de fusilamiento por llevar gafas (indicativo de que sabías leer) o hablar francés.

La cosa, por lo tanto, duró lo que le duró la sorpresa a los españoles. En cuanto sacaron el cuchillo de capar, el tema se revolvió. Tupac Amaru y sus pares fueron atrapados, encarcelados, brutalmente torturados y, finalmente, ejecutados. Cuando la rebelión quedó sofocada, España estaba en medio de su enfrentamiento con Inglaterra, lo cual quiere decir que muy poca gente en Madrid estaba como para pensar en el tema peruano. Así las cosas, dejaron hacer a las autoridades locales, las cuales se emplearon en una represión brutal, que no hubo de matizarse hasta que desde la Corte comenzaron a fijarse en la movida un poco más.

Con todo, y es por eso que debo volver a hablar de ello, sin duda fue la libertad de comercio (ya lo hemos dicho: 12 de octubre de 1778) la principal medida de la política americana carlina. El reglamento que se aprobó en dicha fecha, que tiene más de 250 páginas, lo cual da una idea de lo meticuloso de su regulación, establecía que en dos años cualquier buque construido en España o las colonias podría realizar comercio con éstas; si bien, para adelantar las capacidades de la liberalización, durante los primeros dos años se facultaba a los armadores a utilizar barcos extranjeros sin exigírsele derecho de extranjería. Esta medida era necesaria porque la liberalización pilló a la flota española sin capacidad por sí sola de asumir los retos de la liberalización comercial. Por eso, dicha liberalización vino acompañada de medidas para el fomento de la construcción de barcos; por ejemplo, todo armador que construyese uno quedaría exento de pagar los impuestos inherentes a una tercera parte de la mercancía propia que transportase en su primer viaje a Indias. Dentro de la preocupación general, que ya hemos visto, de evitar el despoblamiento del país, también se incluía la obligación de los capitanes de los barcos mercantes de devolver las tripulaciones íntegras a España, evitando así el fenómeno, bastante común, del marinero que ya nunca regresaba porque se quedaba en América a hacer las ídems.

En estos tiempos de convulso presente al que tanto le gusta apoyarse en un pasado más o menos manipulado, conviene recordar la carta que la junta de Comercio de Barcelona le giró a José de Gálvez, entonces secretario de Estado para los asuntos de las Indias; carta en la que refiriéndose a la liberalización del comercio, le afirmaba “cuánto consuelo le ha cabido [a la Junta] al ver establecido un reglamento útil para todo el reino y que acredita cuánto desea SM para contribuir por todos los medios que dicta la humana prudencia al fomento y felicidad de sus vasallos, y la grande penetración de SE y amor al real servicio en haber contribuido con sus influjos a una obra tan grande”. No parece, pues, que los catalanes quedaran muy malquistos con la medida, que se diga. Y esto, por cierto, a pesar de que la liberalidad del comercio con América tuvo varios perdedores muy importantes y, por encima de todos, la ciudad de Cádiz, que dejó de ser el embudo por el que entraba todo o casi todo. El primer año de la liberalización, todavía a la Tacita de Plata llegaron de América mercancías por valor de 34 millones de reales, algo menos de la mitad del total; pero 27 millones llegaron al de La Coruña, y 4,3 millones al de Barcelona que, con Santander (4,6 millones) completó la elite comercial aquel año.

Y bien, una vez que hemos hablado ya un poco sobre lo que hizo Carlos III, podemos detenernos un poco en cómo era y cómo vivía. El célebre Giacomo Casanova en sus memorias lo describe, sin ambages, como un hombre “feo en extremo”, aunque “en realidad, resultaba hermoso comparado con su hermano, que daba miedo de lo feo que era”. Sigue diciendo que el rostro del monarca le recuerda al de un carnero y cuenta el chascarrillo (yo por tal lo tengo) de que, tras enviudar, pensó en volverse a casarse con una princesa francesa pero que ésta, cuando vio su retrato, rehusó con cajas destempladas.

En vida, la reina María Amalia de Sajonia gustaba de usar la lanzadera para tejer, así como realizar labores de tapicería. Asimismo, pasaba muchas horas con su colección de pájaros y monos titís. El primer conjunto lo tuvo ya en Nápoles, donde se los regaló su marido. Da toda la impresión de que María Amalia tenía verdadero gusto por los animales y que le gustaba observarlos y cuidarlos. Su pieza más preciada era un papagayo que guardaba en una gran jaula. Se gastaba auténticas fortunas en comprar alimento para sus animales. Al final de su vida, le regalaron dos perros pequeños, pero no llegó a conocerlos porque, enviados desde Génova, llegaron pocos días después de que hubiese fallecido.

La vida de Carlos de Borbón era claramente la vida de alguien que amaba la rutina. Todos los días, a las seis menos cuarto, Almerico Pini, su ayuda de cámara, lo despertaba. Lo dejaba solo hasta las siete menos diez, tiempo que el rey empleaba en rezar (o eso afirman sus biógrafos), hasta que entraba el conde de Losada, sumiller de corps. A las siete, una vez puestos los primeros arreos, salía a la cámara, donde lo esperaban, cada mañana, sus médicos, sus cirujanos y su boticario. Allí se lavaba, se vestía y tomaba un chocolate; siempre se lo servía el mismo criado, Silvestre; y siempre tomaba dos tazas.

Tras ese desayuno, el rey pasaba a oír misa, tras la cual pasaba al cuarto de sus hijos. A las ocho de la mañana estaba ya en disposición de trabajar en su propio aposento, cosa que hacía, completamente solo, hasta las once de la mañana. A esa hora pasaban sus hijos para pasar otra vez un rato con él, tras el cual recibía a su confesor, fray Joaquín Eleta. Tras confesar sus pecados, el rey pasaba a la cámara, donde casi siempre recibía primero a los embajadores de Francia y Nápoles, con los que departía en privado, para decir después al resto de los que estaban esperando. Junto con los embajadores pasaban también cardenales y otros personajes de alto nivel que estuvieran esperando o hubieran sido llamados. A las doce de la mañana, y tras la bendición de la mesa por el arzobispo de Toledo, comía en público. Tras la comida, se le presentaban al rey los extranjeros importantes de paso por Madrid, y también se producía el besamanos por parte de los españoles que fuesen a partir, estuviesen de regreso o tuvieran algún otro motivo. En verano, el rey se retiraba entonces a sobar; en invierno, salía de caza hasta la noche.

Al regresar de la caza, despachaba con el ministro que tuviese el turno ese día. Si tras la audiencia le quedaba tiempo hasta las nueve y media, jugaba un rato al revesino, su juego de cartas preferido, hasta que a la hora citada cenaba en privado. Luego rezaba un cuarto de hora y se iba a sus habitaciones, acompañado por Losada y Pini, hasta que se acostaba a eso de las diez.

Era Carlos de Borbón hombre obsesionado con el orden y la pulcritud, hasta el punto de no tolerar la más mínima mancha. Pero quizás precisamente por eso era persona intensamente renuente a la novedad, sobre todo en el vestir. Eran tan complicado que mudase de algo que, por ejemplo, cuando tenía que cambiar de sombrero, sus sirvientes le colocaban, cada mañana, el nuevo sombrero junto al viejo. Durante varios días le permitían, por así decirlo, ponerse el nuevo pero, al encontrarle algún problema, acabar por llevarse el viejo; pero Carlos iba, poco a poco, acostumbrándose a su nueva toca, de modo que, pasados esos días, de forma casi natural los criados retiraban el sombrero viejo, dejándole ya una sola alternativa; pero, claro, sólo cuando el sombrero nuevo era ya viejo, habitual, para el rey.

Hecho habitual del rey Carlos, que fue notabilísimo en su época, es que saludaba a todo el mundo al que reconocía. Lo hacía, como era costumbre en la época, destocándose brevemente la cabeza y con una ligera inclinación de ésta. Aquella España estaba acostumbrada a reyes que, desplazándose por la calle, o bien no saludasen, o bien guardasen ese gesto para las personas muy particulares, nobles, cardenales y eso. Pero Carlos, como regresando de la caza se cruzare con un simple guarnicionero con el que hubiera cruzado dos palabras por haberle reparado una silla de montar, lo saludaba con la misma naturalidad que utilizaría para el duque de Alba.

De todas las características personales de este rey, sin duda la austeridad de carácter es la que más se ha impreso en la memoria española, y es que probablemente es, también, la más notable. Era Carlos III un rey que decía no mentir nunca, y que no soportaba la mentira ni el embuste. Asimismo, su castidad se da por cierta. Él mismo, ya viudo, le dijo una vez al prior de El Escorial: “no he conocido nunca más mujer que la que Dios me dio. A ésta la amé y estimé como dada por Dios; y después que ella murió, me parece que no he faltado a la castidad, aun en cosa leve, con pleno conocimiento”.

El 8 de octubre de 1788, la Corte se trasladó desde La Granja hasta El Escorial. Ese día, el rey recibió noticias muy malas. La esposa del infante don Gabriel había dado a luz a su segundo hijo, Carlos José; pero tras el parto la atacaron unas viruelas de las que murió el 2 de noviembre. El recién nacido murió siete días después y, para colmo, cuatro días más tarde fue el propio Gabriel el que falleció, contagiado por su mujer, de la que no había querido apartarse.

Según todos, o casi todos, los indicios, la muerte del infante don Gabriel fue una noticia que Carlos tomó desde el inicio como indicación de la suya propia. Le intimaron sus ministros el regreso a Madrid lo antes posible, pero Carlos se negó, aduciendo que pronto tendría que hacer un viaje mucho más largo. Da la impresión, pues, que el rey tenía esa presciencia de muchas personas que deducen de su estado general la cercanía de la muerte; sensación somática que vino a aumentarse y multiplicarse con las consecuencias sicológicas de la muerte del infante.

Tal y como estaba previsto, pues, sin adelantos, la Corte regresó a Madrid el 1 de diciembre. Más empujado por los demás que por propio deseo, salió el rey de caza algunos días; pero quienes lo acompañaban tenían claro que ya no era el mismo. El día 6, por la noche, regresó con antelación a Madrid y se metió en la cama; tenía tos y fiebre. Empeoró rápidamente, hasta el punto de que, el día 13, los médicos le sugieren que tome el Viático. Tras recibir la noticia, Carlos le confesó a Pini, su hombre de confianza, que llevaba quince días preparándose para esa noticia. De hecho, le dijo una frase curiosa: “he hecho el papel de rey, y se acabó para mí esta comedia”. Podría tomarse esta frase como síntoma de que a Carlos, como a Felipe III, lo agobió, en el momento de su muerte, la idea de no haber estado a la altura como rey. Yo, personalmente, creo que la exégesis de esa frase es distinta, y debe interpretarse dentro de la extrema religiosidad del rey Carlos. Profundamente creyente como era, igual que pensaba que su mujer era la que le había traído Dios, también pensaría que la corona era otra cosa que Dios le había dado, y ahora le quitaba. Ciertamente, él sabía que había llegado a ser rey de España por una serie de carambolas casi increíbles; pero con seguridad lo tomaba como designios del Hacedor. Ese concepto de “se acaba esta comedia” tiene, creo yo, más que ver con la visión que de la vida humana puede tener alguien que es un profundo creyente (esta vida no tiene valor, porque la importante es la otra), que una confesión de inseguridad. Le dijo Carlos a Pini, eso sí, que lo que dejaba tras de sí, al morir, eran “cuidados, penas y miserias”; de donde sí cabe deducir que, probablemente, el peso de la gobernación de España era ya demasiado, cuando menos en sus últimos años, para Carlos de Borbón.

El rey tomó el Viático serenamente, y aun bromeó después. Por la tarde, como era costumbre, le trajeron a la cama los cuerpos de San Isidro y de Santa María de la Cabeza. A las cinco se le administró la extrema unción, a requerimiento suyo. A las cero horas y cuarenta minutos del 14 de diciembre de 1788, en pleno uso de sus facultades mentales (de hecho, acababa de contestar a un exhorto que le había hecho el nuncio papal), falleció.

Y aquí se acaba la historia de este rey que algunos tienen por el mejor rey español de la Historia. Personalmente, considero que ni tanto, ni tan calvo. La gran ventaja que tiene Carlos III es  su situación; se coloca, en la Historia de España, entre reyes crecientemente esquizoides y otros que, éstos sí, son claramente los más felones de nuestro devenir. Carlos III, por lo tanto, es el diente moderadamente blanco que, clavado en una encía rojo intenso, parece verdaderamente más blanco de lo que realmente es.

Que Carlos III comenzó la labor, inacabada a las 8 de la mañana de este 3 de abril del 2019, de reformar y modernizar España, no lo pongo en duda. Sin embargo, fue la suya una labor torpe en otros ámbitos importantes, notablemente la política exterior; lo cual no lo pagarían los españoles de su época, sino los de la época inmediatamente posterior y, de consuno, de alguna forma todos los que hemos venido detrás. Tal y como yo lo veo, sus intenciones fueron buenas, sus estrategias ya no tanto. Lidió, eso es cierto, con lo que tenía, pues en el país no había mimbres mucho mejores que Aranda, Floridablanca y toda aquella pesca. Pero no era rey al que se le diese bien medir sus pasos y por eso dio más de uno errado. Lo que si es cierto es que, para la media aritmética, geométrica y hasta logarítmica que arrojan nuestros reyes, no digamos los Borbones, se queda en el notable alto.

Su gran mérito, a mon avis, es y será siempre la liberalización del comercio colonial. Parece que fue cosa de poco porque a las colonias les quedaba para entonces medio cuesco antes de independizarse; pero cierto es que la medida abrió una senda liberal en la forma de hacer las cosas en España que sirvió como modelo para algunos, los pocos liberales que ha habido en la Historia de este país, el último de ellos muerto de unas tercianas en algún momento de la primera o segunda década del siglo XIX. Porque éste es otro problema que yo le veo a la figura de este rey Carlos: no era, ni por vocación, ni por conocimientos, ni por arrestos, la persona más indicada para iniciar, de verdad, la evolución de España por la senda del progreso, para lo cual habría necesitado ser menos pacata y tener unos políticos mejores. España, allá por 1775 por decir una fecha, tenía los fundamentals necesarios para dispararse. Pero para ello necesitaba sacudirse unas cuantas caspas y, la verdad, no todas se las sacudió. El principal debe histórico de Carlos, me parece a mí, ha sido dejar la desamortización de las manos muertas en paso. Contrariamente a lo que mucha gente piensa (pero, claro, la gente piensa tantas cosas...), la desamortización de los bienes sobre todo eclesiásticos no es hija del anticlericalismo dizque liberal trabucaire del siglo XIX; en primer lugar, porque ese anticlericalismo existe desde mucho antes y, en segundo pero a pesar de ello más importante, porque el debate en torno a la necesidad de liberar fuerzas económicas dormidas en los predios de los conventos estaba ya vivo en el siglo XVIII, incluso en el seno de la propia Iglesia.

Felipe V, sin embargo, tuvo una mala experiencia con los curas. Llegó de París, una ciudad cincelada por el inteligentérrimo Richelieu, un sistema político que llevaba, como poco, desde los tiempos del cisma (que contamos en paralelo estos días) intentando colocar la bota de le roi sobre los huevecillos del Papa; Felipe, digo, se vino a España a heredar el patio trasero de la familia, se creyó que todo el monte era orgasmo, y se propuso manejar a los curas. Un sacerdote, sin embargo, por definición , aunque parezca que te está dando algo, siempre consigue cosas a cambio que sobretasan tu ganancia. Felipe V sacó los galgos regalistas a pasear por España y los vio regresar a palacio con el rabo entre las piernas y ladrando el Yo, pecador; tascó él mismo el freno y dejó literalmente tirados a aquéllos de sus fieles a los que había enviado a la pelea, como bien sabe Melchor de Macanaz, ese pobre desgraciado errante por una Europa del exilio, cuya vida ha contado, mejor que nadie, Carmen Martín Gaite.

Así las cosas Carlos, entre que era un meapilas Defcon 1, las cosas que fue aprendiendo sobre todo de su mamá y las que aprendió él solito durante el motín de Esquilache (un pueblo al que los curas pueden encender por unas putas capas, ¿qué hará si se le quitan los conventos?), decidió dejar las cosas como estaban; o, mejor, como no podían seguir.

Todavía en tiempos de la II República, el 60% del PIB español se explicaba por el sector primario. Dos décadas antes de ésta, Vladimir Lenin escribió la mayoría de su literatura estratégica, en la cual dedica prácticamente todas sus neuronas a la cuestión agraria. Hasta ayer por la tarde, pues, la mano que mece la cuna ha sido la que blande el azadón. La España carlina hizo intentos sinceros por revitalizar las muchas potencialidades del campo español; sinceros, pero no muy serios. El gran problema de la Historia de España, o uno de ellos al menos, y siempre según mi opinión, es que siempre hemos tenido reyes que se han sentido muy cómodos en situaciones generales de astenia general; que les ha molado reinar sobre naciones hechas de pueblos y ciudades a dieciséis revoluciones por minuto. El rey Carlos intuyó que eso ya no podía ser. Pero, las cosas como son, sólo lo intuyó.

9 comentarios:

  1. Anónimo10:01 a.m.

    Excelente serie sobre Carlos III. Enhorabuena. Por otra parte, me has dejado con la duda: según tu opinión, ¿cuál es el mejor rey español de la Historia y por qué?

    Un saludo.

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    1. Isabel de Castilla. ¿Por qué? Pues por la capacidad que tuvo de hacer las cosas como sus predecesores ni habían olido. Y porque me parece una curiosa paradoja que define muy bien nuestra paradójica historia, puesto que, al fin y al cabo, Isabel fue reina por medio de un acto más que probablemente ilegal y golpista.

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    2. Anónimo11:57 p.m.

      Gracias por la respuesta. Desde ya te pido humildemente una serie sobre Isabel de Castilla. Por otro lado, según tu opinión, ¿cuál sería el peor gobernante (rey o presidente) de la historia de España y por qué?

      Un saludo.

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    3. Hombre, Fernando VII, sin dudarlo.

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    4. Yo siempre he tenido debilidad por Fernando VI (más que nada, por su política de neutralidad) pero el pobre estaba como las maracas.

      Del resto coincido en lo de Isabel. Pero quiero reivindicar un poco a Felipe II, que tuvo muchos defectos, pero montó el aparato burocrático de gobernó España hasta Felipe V (Visto lo que vino detrás, casi se puede considerar que su reinado duró hasta 1700)

      En los malos, también coincido en Fernando VII, pero hay un monarca de mucha fama que siempre he considerado un bluff desastroso: Alfonso X. Escuela de traductores aparte, su reinado fue un desastre en el que se vaciaron las arcas del reino en aras de sus ambiciones imperiales (que resultaron un fiasco) y cuyo principal legado fue una crisis sucesoria que se prolongó hasta el reinado de Pedro I (Ahí lo solventaron a base de apiolarse a los pretendientes y provocaron otra más gorda, pero eso ya es otra historia)

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  2. Habiendo finalizado la serie sobre Carlos III, no quisiera dejar de mencionar los resultados de su gestión en este sur tan sur. Se sabrá disculpar si no es oportuno el momento.

    Cal y arena.

    La expulsión de los jesuitas causó la decadencia de las misiones del Paraguay, extendidas en territorios hoy argentinos, brasileños, paraguayos y uruguayos. Con ello se perdió una riquísima cultura mestiza y se debilitó el escudo que tenía la América española en defensa del portugués, una de las pocas fronteras vivas entre España y Portugal en la Sudamérica de aquellos tiempos.

    Posibilitaría que cincuenta años despues, tras la independencia, los portugueses ocuparan la Banda Oriental, el Rio Grande y, temporalmente, la parte de la actual Argentina que da sobre el río Uruguay.

    Por otro lado, con la creación del Virreynato del Rio de la Plata, casi se lo puede considerar padre de cuatro naciones. O al menos protopadre –o abuelo si no queremos entrar en extraños neologismos- Ellas son Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay. Aportó un trasfondo de identidad regional, hoy muy perceptible en las fronteras: el habitante argentino de la región lindante con Bolivia, Paraguay y Uruguay está culturalmente mas cerca de un transfronterizo que de un argentino del otro extremo.

    Posiblemente fuera una acertada decisión geopolítica. Uniendo el rico Alto Perú con la apartada y olvidada Buenos Aires se creaba una entidad autosuficiente capaz de reforzar la frontera con el portugués, como hemos visto debilitada por la expulsión de los jesuitas unos pocos años antes.

    Lizardo Sánchez, Córdoba, Argentina.

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    1. Al hilo de esto mismo. La expulsión de los jesuitas destruyó el sistema de encomiendas que desde California a Texas estaba haciendo surgir una población (y quizá una sociedad) mestiza diferente al norte del río Grande. Así pues, el México posterior a la independencia se encontró al norte con una frontera que era en realidad un vacío que no fueron capaces de asimilar y menos de defender, para fortuna de los EE.UU. y desgracia de las tribus indias que con los jesuitas y el sistema de encomiendas sí tenían quien les escuchara.

      Eborense

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  3. Ahora que ha terminado la serie, quisiera preguntar por un estudio reciente que tengo pendiente de leer.

    ¿Conoce usted la biografía "Carlos III. Un monarca reformista" de Roberto Fernández Díaz. Es del año 2016, me la regalaron las pasadas navidades y no he querido empezarla hasta que terminase esta serie.

    Atentamente

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    1. Cuando menos yo no puedo ayudarte. Confieso que no la he leído.

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