El infante sin posibilidades que llegó a ser rey por ser un Farnesio
De Varsovia a Nápoles
María Amalia
En España
El rey viudo
Lo de los jesuitas
Lo de América
Lo de Marruecos
Uno de los elementos más claros en los que Carlos de
Borbón se mostró como un rey moderno, en el sentido que nosotros le
podemos dar a ese término, fue en el definitivo
rompimiento del monopolio aristócrata del poder en España.
A decir verdad, ya con los Austrias existe toda una tradición
que veía en el absolutismo regalista lo que en buena parte
era, esto es: la erección de un poder natural
competidor, no pocas veces opuesto, al poder histórico de las castas nobles del país.
Éste
es uno de los aspectos del absolutismo que demasiadas veces se obvia y que hace
que tanta gente tenga, por lo general, un cacao maravillao de conceptitos por
todo bagage de conocimiento sobre todo lo que pasó antes de la Revolución
Francesa.
A los embajadores y viajeros ingleses que recalaban en
Madrid, por lo general personas pertenecientes a viejas y rancias familias con
sitial en la Cámara de los Lores desde los tiempos de Mari Castaña
Estuardo Tudor Boolingbrooke de Falconetti, lo primero que les llamaba la atención al interactuar con las
estructuras de gobierno españolas es que estaban formadas
por, dirían ellos, commoners. Burgueses, gentes de medio pelo, putos monos. Los tipos a los que el inglés de pura cepa reservaba el
papel de morir por él en las batallas y, mientras
tanto, servirle el té, en España
eran los padres de los secretarios de Consejo; y eso les llamaba poderosamente
la atención. La casta noble existía,
claro (de hecho, sigue existiendo); pero, cada vez más,
eran como peces en un acuario llamado Corte. La inmensa mayoría
de los grandes de España de la segunda mitad del
siglo XVIII, si no estaban en sus casas y fincas tomando chocolate (la bebida
de moda) y montando tertulias, estaba en la Corte ostentando cargos de antiguo
abolengo, mayordomías y esas cosas; pero sin tocar pelo en lo tocante
al Poder con mayúsculas. Para ejercer dicho Poder, Carlos se había
traído a un pringao de Nápoles, el famoso Esquilache;
y, cuando a éste lo echó el personal, no por eso cedió
en su tendencia a confiar en las noblezas menores y eso que llamamos los
plebeyos.
Carlos III es el primer rey de España
del que yo tengo noticia que tiene un gesto inusitado; un gesto que, de nuevo,
contado a un inglés de su época podría
provocar un estupor total: en quedándose libres puestos en el
Consejo de Castilla, los cubrió con personas que no
necesariamente procedían de las principales familias
de la nación. Lejos de seguir confiando en los grandes de España,
Carlos comenzó a reclutar a sus hombres de gobierno entre los
entonces conocidos como manteístas, así
llamados por el manto con que se cubrían casi en todo momento, que
eran los estudiantes universitarios que acudían a las facultades sin poder
ser miembros de ningún colegio mayor dados sus escasos recursos y, consecuentemente, malvivían en los barrios pútridos de las ciudades universitarias, prolongando existencias como la que describe el clásico La Casa de la Troya. A Alcalá putas, que viene San Lucas, dice un refrán castellano; y lo dice por la mala vida que se daba en las ciudades universitarias (como Alcalá de Henares) desde el día de San Lucas (habitual fecha para el comienzo de las clases), a causa de esta troupe de embozados que llegaba de todas partes.
A fuer de ser sinceros, Carlos no fue el primero de los reyes de España que echó mano de la gente con mérito, pues ya su padre había tenido algunos ministros, como Patiño y Ensenada, procedentes de la grey de los malolientes; pero Carlos fue, sin duda, quien primero hizo de esta excepción, regla.
A fuer de ser sinceros, Carlos no fue el primero de los reyes de España que echó mano de la gente con mérito, pues ya su padre había tenido algunos ministros, como Patiño y Ensenada, procedentes de la grey de los malolientes; pero Carlos fue, sin duda, quien primero hizo de esta excepción, regla.
En 1771, el rey creó la Orden de Carlos III, que
nacía con el mismo perfil e importancia que las grandes órdenes militares tradicionales
de España. En éstas, que eran las de
Santiago, Calatrava y Alcántara, y por bula papal, no
podían entrar a formar parte ni comerciantes, ni
pintores, ni quienes descendieren de ellos. Se habían
garantizado estos exclusivos clubes, pues, la legitimidad permanente de los
ocho apellidos vascos de los cojones. El rey Borbón pensó en
cambiar esos estatutos para abrir las ventanas de las órdenes
a la gente normal; pero le pareció a sus asesores tan
enorme el gasto que habría
que hacer, tan elevado el conflicto que se generaría,
que optó por crear una orden propia, y dotarla de unas
normas según las cuales, en la práctica, lo único
que cerraba las puertas de la misma era ser o descender de moro o de judío (que todavía hay clases).
El siguiente paso que dio el rey para bajarle los humos
a la casta noble fue reformar los colegios mayores. En aquella época, como ya he dicho, los colegios mayores universitarios eran instituciones extremadamente elitistas
y tontopollas, al estilo de los colegios de alto standing ingleses, tipo Eaton y esas gilipolleces. El rey se propuso,
efectivamente, convertirnos en instituciones auxiliares a la enseñanza
universitaria que verdaderamente ayudasen a dar acceso a dicha enseñanza
a quien no podía pagarse la estancia, en lugar de a aportar un
lugar exclusivo para quien podía comprarse él
sólo
calles enteras de Alcalá de Henares. La reforma de los
colegios mayores se tomó seis años,
lo cual nos da la medida de lo difícil que fue; y tuvo episodios
realmente chuscos, como la procesión fúnebre
que los estudiantes manteístas de Salamanca organizaron,
en plan entierro de la sardina, por el alma de las viejas instituciones que
ahora morían.
La reforma tenía su sentido. Al haberse
convertido los colegios mayores en condominios de pijos, la que había
salido perdiendo era la enseñanza. La falta de estudiantes,
pues los nobles de los colegios mayores vivían la vida loca y los manteístas
no siempre podían pagarse la universidad, hacía
que los estudios cada vez se desarrollasen menos; poco a poco, la universidad
se había ido poblando de profesores acomodaticios, que
estaban allí porque probablemente no podían
estar en otra parte (creo que en este punto se hace necesario recordarle al lector que estamos hablando de los tiempos de Carlos III...)
La llegada de los plebeyos a la administración
de España, que fue notablemente beneficiosa y no seré
yo quien lo niegue, tuvo, sin embargo, como todo, sus consecuencias no
demasiado buenas. La llegada de hombres procedentes del pueblo llano a la
administración del país, en tiempos de Carlos III, y
con una corriente que no ha hecho desde entonces sino ensancharse y hacerse más
intensa, trajo a España el pecado de la híperregulación.
Aquellos hombres de Carlos III para todo querían dictar una cédula.
Los mercados actuales de manuscritos antiguos están petados de cédulas
de Carlos III y reyes posteriores regulándolo todo: el comercio, los
espectáculos, la vestimenta, las danzas que se pueden
bailar y las que no, la forma de colocar imágenes en los altares, la mano
con la que has de rascarte el testículo izquierdo... Prurito
ilustrado, en efecto, es ése de considerar que toda la
vida civil de un país ha de pasar por las oficinas
de quienes la administran; porque, si te paras a pensarlo, esta manía
de elaborar Boletines Oficiales del Estado con decenas de páginas,
que lo legislan absolutamente todo, se asienta, en su fondo filosófico,
sobre la idea de que el ciudadano es tonto del culo, y necesita que sus
reguladores le cambien el pañal cinco veces al día.
A muchos, a su modo, herederos de aquella España carlina los llamaremos, en
el siglo siguiente, liberales. Pero,
la verdad, de toda la vida de Dios, llamarle a un político
español liberal no ha dejado de ser, grosso modo, una licencia poética.
Carlos III fue un rey que podríamos
denominar los españoles contemporáneos como Rajoy-style, por cuando compartía con el ex presidente del
Gobierno una característica muy marcada, que era la
ambición de permanencia absoluta para las personas a las
que añadía a su gobierno. Sus
nombramientos tendían a serlo para siempre porque el Borbón
era un gran amante de la estabilidad; y sólo las oposiciones muy
elevadas (léase Esquilache) le obligaban a cambiar de opinión,
y eso arrastrando el escroto; tanto es esto cierto, que a Carlos III se le
llegaron a morir nada menos que seis ministros en el cargo: Campo del Villar,
Arriaga, Múzquiz, Ricla, Muniain y Gálvez.
Otro elemento que se aprecia en el estudio meticuloso de las personas en las
que depositó su confianza como administradores de España
es que siempre tuvo una cierta intención de colocar en sus consejos a
personas de sensibilidades o, diríamos hoy, señas
ideológicas diferentes, para que se contrapesasen.
El gran cambio de idea tomado por Carlos durante su
mandato, aparte del de Esquilache que no lo contamos porque no lo impulsó
él,
fue el que afectó a los asuntos de Estado, o Asuntos Exteriores como
decimos ahora. Al inicio de su reinado, Carlos confió en
Ricardo Wall, aunque luego lo mutaría por Grimaldi y, aun después,
por Floridablanca. Además, de los cuatro ministros que
nombró en su primer gobierno (Wall; Alfonso Muñiz,
marqués de Campo del Villar; fray Julián
de Arriaga; y Esquilache) todos, salvo el que se trajo de Nápoles,
ya eran ministros de Fernando VI.
En realidad, conservando en sus puestos a estos hombres
de gobierno, el rey tiraba un poco piedras contra su propio tejado. Teniendo
como tenía ínfulas reformadoras, poco podía
aspirar a llevarlas a cabo mediante estos políticos, de corte más
bien conservador. Sin embargo, en la complicada estructura de gobierno de la época,
el rey contaba con una institución, el Consejo de Castilla, que
era prácticamente, o sin prácticamente, tan importante
como el nuevo gobierno a la hora de impulsar innovaciones. Éste
fue el órgano que, como hemos visto, renovó
aceptando que entrasen en él gremlins burgueses. El
Consejo de Castilla tenía sobre todo competencias en
materia de justicia, operando como una especie de Supremo; pero, a la vez,
también era el cuerpo que preparaba las nuevas leyes y que
tenía bajo su responsabilidad el nombramiento de
servidores públicos.
El Consejo, a la llegada de Carlos, lo presidía
Diego de Rojas, obispo de Cartagena y hombre poco amigo de meterse en líos.
En 1763, mediando un conflicto relativo a legislación
eclesiástica entre el rey y él, Wall dimitió;
aunque esto es una forma moderna de decirlo, porque en realidad lo que pasaba
entonces era más bien que el ministro afectado le solicitaba a Su
Majestad que lo cesase. Ese fue el momento en el que entró
en el gobierno de España el genovés
Grimaldi, un hombre que informaría la política
exterior española por su decidida francofilia. Su posición
se hará muy débil tras el motín
de Esquilache, pues cuando éste se produjo, Carlos no tenía
uno (Esquilache) sino dos ministros extranjeros (éste, y Grimaldi). Así
las cosas, el Palacio Real esperó el tiempo que consideró
prudente para no asustar a París y, en cuanto pudo, nombró
a Floridablanca.
La gran consecuencia del motín de
Esquilache, sin embargo, fue el nombramiento del conde de Aranda para la
presidencia del Consejo de Castilla. Aranda era todo lo que no era el obispo
Rojas: charco que veía, charco que pisaba. No había
otro como él para el puesto. Aportaba su rancio abolengo noble,
que paraba los pies a la aristocracia tradicionalista, que si no animó
el motín de Esquilache desde luego se subió
a él
para lanzarse una señal muy clara al rey; pero, al
tiempo, él, personalmente, era un reformista declarado, un
ilustrado de corte francés, un admirador de Voltaire.
El gran problema que presentó
siempre el conde de Aranda era su carácter sanguíneo,
que le hacía decir y escribir cosas que, normalmente, deben
quedar en el terreno del pensamiento. Decía Aranda, por ejemplo, que
España debía declarar blasfemos a los
Reyes Católicos y a Torquemada; así como
que en la fachada de todas las iglesias había que labrar un escudo que
reuniese las imágenes de Lutero, de Calvino, deWilliam Penn, de
Mahoma y de Jesucristo. Este carácter lenguaraz y provocador,
del que al parecer el propio conde se solazaba, le costó los últimos
peldaños de su carrera política. La primera señal
(que no quiso notar) fue su salida del Consejo de Castilla y su envío
a la embajada española en París; la segunda señal,
definitiva, llegó en 1776, cuando Carlos quiso sustituir a Grimaldi
y, en lugar de pensar en él, se fijó
en un oscuro leguleyo del Consejo de Castilla, un pringao que había
trabajado a las órdenes del propio Aranda: Floridablanca. A partir de
ese día, Carlos tuvo que ingeniárselas
para que estos dos nunca pusieran sus manos a la vez sobre el mismo asunto,
pues eso garantizaba, sin duda, el conflicto.
Ambas partes hicieron uso de artes muy poco
recomendables para sacar adelante sus ambiciones en este sentido. Floridablanca,
por ejemplo, siendo ministro de Estado, a menudo intimaba a los hombres de la
Corte de París para que no le hiciesen confidencias ni le diesen
información al embajador
español en París (o sea, Aranda). De
hecho, por ejemplo, le dice a lo ministros franceses, en el momento en que
Carlos III ya ha decidido romper con Inglaterra e ir al conflicto, que no le
informen de esto a Aranda; y, sin recato alguno, afirma en la carta que la razón
de mantenerlo desinformado es à
fin quil ne puisse par se flatter d'y avoir contribué; para que no se pueda chulear de haber tenido
algo que ver.
En 1783, con la conclusión de la Paz de París,
ambos políticos habrán llegado al punto más
alto de sus carreras, cada uno a su manera. Ese año, Aranda todavía
será timbre de escándalo una vez más.
Anciano ya de 65 años, toda una gran edad para su
época,
ve fallecer a su esposa, y no sólo no tiene recato en casarse
de nuevo, sino que lo hace con una sobrina nieta suya. A partir del momento en
el que ya no tendrá lugar en el gobierno de Su Majestad, dedicará
sus fuerzas a contrarrestar la tendencia que considera más
perniciosa para España: el ascenso de las clases
medias. Porque Aranda, a pesar de que era un ilustrado, era un aristócrata
ilustrado, y no tenía por buena la tendencia de
igualación social que se empezaba a ver. Para él,
la quintaesencia de esta evolución será la
persona de Floridablanca, a quien dedicará un libelo en términos
muy mordaces. En 1792, ya provecto, le llegará la gran alegría
de su vida cuando, tras la detención de Floridablanca, sea él
quien sea llamado para sustituirlo. Pero le durará poco. Dos años
después Godoy, quien en sus memorias no esconde las
opiniones nada buenas que tenía hacia este hombre, lo hace
detener también.
Si en España se estudiase de verdad
Historia (bueno, seamos más ciertos: si en España
se estudiase algo de Historia), los maestros se detendrían en uno de esos
puntos de fricción que crean partidarios de un lado y del otro, y que es la división entre arandófilos y floridablancófilos. Hay motivos para ambos lados: Aranda tiene
muchos elementos por los cuales puede, y debe, ser defendido; y a Floridablanca
le pasa lo mismo. En términos generales, suele ser el
segundo, en todo caso, el que concita más simpatías;
pero ésa es la simpatía del perdedor, porque la
verdad que Floridablanca fue muy maltratado en sus últimos
años.
Aunque Carlos IV lo mantuvo en su cartera (siguiendo el consejo en tal sentido
de su padre), con el tiempo Godoy le cogió tirria y le montó
un escándalo por corrupción (básicamente
falso) por el cual el viejo político fue encarcelado y
desterrado. El último minuto de gloria de Floridablanca, que podemos
estar seguros ni él mismo esperaba, se produjo el 25 de septiembre de
1808 cuando, en una España alzada contra el pérfido
francés, fue nombrado presidente de la Junta Central. Murió
tres meses después.
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