Como es fin de semana, hoy la cosa va de leer. No es la primera vez que hacemos recomendaciones de lectura y, probablemente, tampoco será la última.
Hoy, Inasequible os trae una selección, muy personal, de novelas sobre Madrid. Personalmente, no acabo de entender que haya preterido a Don Benito y, asimismo, que se haya olvidado de Ramón de Mesonero Romanos (si bien éste excede el espacio temporal del post). Pero la antología es suya, así pues ni quito ni pongo rey. De lo que sí doy fe es de que las recomendaciones que aquí ensaya son pertinentes.
A veces, la mejor Historia no se encuentra en los libros de Historia, sino en las novelas. Una novela bien ambientada puede hacernos comprender mejor un momento histórico que la más sesuda de las monografías. Por eso se me ha ocurrido hacer un recorrido de los últimos 125 años de Historia de Madrid recurriendo a las novelas.
Empezaría con Pequeñeces, del Padre Luís Coloma, que refleja muy bien los ambientes aristocráticos madrileños de la segunda mitad de la década de 1870. El Padre Coloma la escribió con intención moralizadora, pero se nota que en algún momento el escritor pudo con el religioso y que en el fondo la frivolona protagonista, Currita, le caía bien. La infame Currita acaba recibiendo el castigo que merece por sus pecados, la tragedia se ceba sobre ella y al final la vemos en una iglesia, a punto de convertirse. Sin embargo, hay momentos en los que me pareció que lo que el Coloma-escritor hubiese querido, habría sido terminar la novela con Currita tomando las aguas en Biarritz del brazo de algún apuesto gigoló.
Para el Madrid de fines del siglo XIX, la novela a leer es Las noches del buen Retiro, de Pío Baroja. A Baroja, como a Cela, le pasaba que no sabía contar historias, levantar la estructura narrativa de una novela. En cambio, era un maestro en la creación de estampas y en la ambientación. Las noches del buen Retiro es eso: una sucesión de estampas del Madrid de fines del XIX, que nos lleva desde los jardines del Buen Retiro, donde en las noches veraniegas se lucían los aristócratas y los burgueses, hasta el barrio de Chamartín de la Rosa, que entonces se estaba construyendo y que albergaba a bohemios, proletarios y gentes de toda calaña. Una curiosidad, que muestra que la Historia se repite: Baroja menciona como caso muy señalado de aquellos años, el de las andanzas del estafador Mariano Conde. No señala si el señor Conde realizó sus fechorías en el sector de la banca. Aunque literariamente La Busca es mejor, me quedo con Las noches del buen Retiro, porque ofrece una visión más panorámica de la sociedad madrileña y no centrada únicamente en los ambientes pequeñoburgueses y proletarios.
Utilizo mis prerrogativas de antologista para cometer la arbitrariedad de eliminar de mi lista al gran escritor sobre Madrid, Benito Pérez Galdós. Mi justificación para hacerlo es: porque me da la gana.
Para las tres primeras décadas del siglo XX, el mejor libro es La novela de un literato, de Rafael Cansinos Asséns. El libro es una crónica del Madrid bohemio de aquella época. En él asistimos a las tertulias del legendario revolucionario y tragacuras José Nakens, director del mítico El motín; a la aparición del ABC, que supuso una nueva manera de hacer el periodismo; a la boda del Rey Alfonso XIII y el atentado de Mateo Morral; al suicidio de Felipe Trigo, que era el Arturo Pérez-Reverte de aquellos días; a la irrupción en la escena madrileña del rompedor Ramón Gómez de la Serna y sus greguerías; a la construcción de la Gran Vía madrileña, cuando edificar aún no era sinónimo de corrupción y pelotazos urbanísticos; al pronunciamiento del General Primo de Rivera; al final de la dictadura que, al decir de Cansinos Asséns, se debió sobre todo a «las extravagancias, demasías y plebeyeces del general alcoholico y chulo»; al fin de la monarquía con su aire de farsa carnavalesca, y al estallido de la guerra vivil, que puso fin a ese Madrid bohemio. Es un libro lleno de nostalgia que revela un Madrid mucho más moderno y divertido de lo que nos imaginaríamos, un Madrid que no volvería a recuperar esa alegría de vivir hasta cincuenta años después.
Para el Madrid republicano y de los primeros meses de la guerra, tenemos una novela peculiar, Madrid de Corte a checa, de Agustín de Foxá. Foxá tenía talento para ser buen escritor, pero encontró más agradable disfrutar de la vida y emborronear cuartillas sólo cuando le apeteciera. La literatura perdió posiblemente a un gran escritor, pero en el cambio Agustín de Foxá salió ganando.
Madrid de Corte a Checa es una obra irregular. Arranca con brío, con un algo que recuerda al Valle Inclán de La Corte de los milagros pero, a medida que se adentra en el período republicano, las ganas de saldar cuentas con el enemigo se revelan más fuertes que el instinto literario y la novela entra en barrena, casi entrando en lo panfletario. Eso sí, sus descripciones del Madrid del verano del 36, una vez descontada la mala baba, siguen siendo insuperables.
La novela del Madrid franquista es La Colmena. Camilo José Cela no sabía construir el armazón de una novela y tenemos que agradecerle que en esta novela hiciese lo que hacía mejor: escribir pequeños episodios, escasamente hilados entre sí, y ponerlos en forma de libro.
Del Madrid de la Transición no encuentro ninguna novela notable. Tal vez sea que los escritores que hubieran debido escribirla se perdieron en las nieblas de la Movida y no encontraron sus cuartillas. Hay, sin embargo, un libro interesante sobre esta época: Eduardo Haro Ibars: los pasos del caído, de J. Benito Fernández. Es la biografía del hijo poeta de Eduardo Haro Tecglen. Su vida le sirve al autor para mostrar como telón de fondo la Movida madrileña: Alaska y los Pegamoides con su Bailando, los happenings de Rock Ola, la primera Orquesta Mondragón, el incendio de la discoteca Alcalá 20…
El último libro sería Madrid ha muerto, de Luís Antonio de Villena. Huele a obra de encargo y literariamente no vale gran cosa, pero cuando uno lo termina, cierra los ojos y se dice: «La Movida, ¡qué de recuerdos!...»
Madrid, ¡qué de novelas!
viernes, marzo 02, 2007
miércoles, febrero 28, 2007
¿Pueden los países ser culpables?
La reciente sentencia del Tribunal Penal Internacional sobre las matanzas ocurridas en Bosnia a principios de los años noventa no parece haber contentado a nadie salvo, quizá, a los partidarios de la progresiva integración de Serbia en la Unión Europea. Por lo que sabemos de la sentencia, da una de cal y otra de arena. Por un lado, reconoce lo que difícilmente se podía soslayar, es decir que en los sucesos tristemente famosos de Srebenica lo que se produjo fue un asesinato masivo e indiscriminado de bosnios musulmanes a manos de bosnios serbios ultranacionalistas de corte fascista, pues elemento nuclear de todo fascismo es el racismo y el consecuente odio hacia el distinto. Sin embargo, por el otro lado (que nunca sé si es la cal o la arena), la Corte exime al pueblo serbio de su presunta culpa como, por así decirlo, colaborador necesario en aquellas matanzas que, por lo tanto, quedan mutatis mutandis limitadas a los jefes de la limpieza étnica serbobosnia, es decir Radovan Karadzic y sus amiguetes.
El problema que plantea esta sentencia no es nuevo, aunque la solución ha sido, básicamente, la misma. Durante muchos, muchos siglos el genocidio no se ha considerado un crimen de guerra, esto es, una acción punible cometida más allá de las que por esencia se producen durante un enfrentamiento bélico. De hecho, miemtras en un área las fronteras no se estabilizan, las guerras tienen que ver con la ocupación de territorios, lo cual significa levántate tú, que has perdido, del sillón porque ahora yo, que he ganado, me voy a sentar. Tradicionalmente, ha habido tres vías para conseguir esto: el exilio (el pueblo perdedor se va); la dominación (el pueblo perdedor es reducido a la esclavitud o sus derechos son notablemente recortados, en beneficio de la elite ganadora); o el genocidio (no dejar rastro del pueblo perdedor). De hecho, el genocidio, en forma de asesinato o de esclavitud, es lo que está en el fondo de acciones muy comunes en el pasado remoto, en cuyos relatos leemos de ciudades que soportaron meses de asedio sin rendirse; la rendición, ellos lo sabían bien, no era ningún chollo.
La teoría de que la necesidad de expansión justifica la guerra permaneció impoluta en la filosofía humana durante mucho, mucho tiempo. Pero a principios del pasado siglo XX estaba ya obsoleta en Europa, para todos menos para uno, Adolf Hitler, quien la utilizó para justificar su expansionismo: en la filosofía nazi, Alemania había sido constreñida en la Historia para su natural expansión imperial y debía recuperar su espacio vital, su Lebensraun. Como bien sabemos, sacar a Hitler de su error costó seis años y millones de muertos, sobre todo rusos. La caída del régimen nazi supuso, además, saber que Hitler había ido mucho más allá de la retórica violenta en su teoría de que los judíos eran culpables de los males de Alemania.
El descubrimiento del genocidio judío impulsó a los aliados a impulsar definitivamente una Corte que juzgase, con pronunciamientos internacionales, los crímenes de guerra. Esa Corte fue el tribunal de Nuremberg, de cuyas principales sentencias ya hemos hablado. En ellas, los principales jerifaltes vivos del régimen nazi fueron condenados por diversos cargos.
No obstante Nuremberg dejó cabos sueltos, que ahí siguen. Sobre todo, dos.
Por un lado, Nuremberg fue un tribunal de vencedores. Lo cual quiere decir que los vencedores ni por asomo juzgaron sus propias bestialidades. Episodios como el que recuerda la película Enigma (filmada, por cierto, gracias a los dineros de Mick Jagger, el cantante de los Stones), es decir la matanza de cientos, si no miles, de soldados polacos a manos del ejército soviético, han quedado básicamente limpias de polvo y paja. Asimismo, nadie ha juzgado seriamente las bestialidades cometidas por el ejército soviético durante su penetración en Alemania, al final de la guerra.
El segundo de los cabos sueltos, que es el que afecta a la sentencia reciente de la CPE, es el papel de los pueblos. ¿Puede un loco cometer locuras solo? Pongamos que yo me broto y decido que hay que fusilar a todos los murcianos pelirrojos. Hay un camino entre que yo, en mi habitación, piense eso y que firme en el Palacio de La Moncloa al pie de un papel donde se establece la ejecución de todos los murcianos pelirrojos. Y ese camino no puedo recorrerlo solo.
Uno de los grandes temas de la Historia es éste. Desde la Revolución Francesa, la soberanía de las naciones ya no reside en familias reales ni en inspiraciones divinas, sino en los pueblos; para bien, y para mal. Los pueblos son soberanos, lo cual quiere decir que el devenir de sus naciones es, en gran medida, producto de su voluntad. En Nuremberg fueron juzgados algunos de los dirigentes nazis que dieron la orden de gasear a los judíos; pero no fueron juzgados los cientos, miles, centenares de miles de alemanes que escupían a los niños judíos al paso de la fila de prisioneros por los pueblos, o les negaban pan o abrigo. No fueron juzgadas las mesnadas que gritaban Sig, heil! en la Lowenbäukeller o cualquier otro lugar mitinero, después de que su líder hubiese dicho y escrito que a los judíos hay que borrarlos de la faz de la Tierra.
Hay quien piensa que no fueron juzgados porque no pueden serlo. Porque la responsabilidad de los pueblos es limitada, como lo es su capacidad de reacción. No es una idea con la que yo comulgue.
La razón de que en Nuremberg no fuese juzgado el pueblo alemán es la misma, a mi modo de ver, de que en La Haya no lo haya sido el pueblo serbio. El principal objetivo tras una guerra es siempre amigar al enemigo de ayer. En Versalles, tras la I guerra mundial, se hizo exactamente lo contrario, y luego pasó lo que pasó, así pues las posguerras modernas buscan siempre hacer del perdedor un amigo rico y agradecido en la medida de lo posible. A finales de los años cuarenta, Alemania ya no era una amenaza para la paz mundial, sino ese coleguita que te deja plantar la bandera americana en varias bases militares y poner ahí tus fuerzas, a escasos cientos de kilómetros del peligro soviético. Por las mismas, hoy Serbia es un mercado más que quiere entrar en la Unión Europea, un mercado interesante porque está relativamente desarrollado. Nadie quiere señalarla con el dedo y acusarla, porque nadie quiere que se rebote.
La cuestión no es baladí, porque tiene que ver con las reparaciones. La diferencia entre que una sentencia diga que a tu padre lo mataron siete locos o todo un pueblo está en que en el segundo caso cobras y en el primero no (a menos que los siete locos sean muchimillonarios, caso que no se da). El tribunal de Nuremberg se ocupó tan poco de este aspecto que aún hoy, siete décadas después, las responsabilidades por expolios económicos cometidos en el Holocausto no están del todo cerradas.
Pero, sobre todo, tiene que ver con la justicia. La de verdad, la justicia moral. Y aquí nos encontramos el último obstáculo para una sentencia ambiciosa: nosotros. En La Haya, igual que en Nuremberg, haber dictado sentencia contra el pueblo alemán o serbio elevaría, automáticamente, la cuestión de qué hicimos nosotros. Vale, todo un pueblo, el serbio, apoyó, como dice la misa católica de palabra, obra u omisión, la limpieza étnica en bosnia; pero lo que viene detrás es: estando como están los Balcanes en el vestíbulo de nuestra casa, nosotros, ¿qué hicimos?
Somos, incluso, más culpables. Porque los serbios podrán aducir, supongo, que en su país había censura de prensa, que los hechos se presentaban edulcorados, o no se presentaban. Pero a nosotros, a los españoles, portugueses, noruegos, británicos, belgas, a los holandeses, italianos, austriacos, alemanes, suecos, a los fineses, a los suizos, a los andorranos; a todos nosotros, las matanzas de Srebenica y otros lugares nos las retransmitieron poco menos que en directo. Y, durante demasiado tiempo, no hicimos nada. Nada.
Nuremberg, La Haya. Sentencias ampulosas, cuatro o cinco nombres para la Historia. Con suerte, si aparece Karadzic, alguna ejecución. Y, después, décadas de preguntas sin respuesta.
El problema que plantea esta sentencia no es nuevo, aunque la solución ha sido, básicamente, la misma. Durante muchos, muchos siglos el genocidio no se ha considerado un crimen de guerra, esto es, una acción punible cometida más allá de las que por esencia se producen durante un enfrentamiento bélico. De hecho, miemtras en un área las fronteras no se estabilizan, las guerras tienen que ver con la ocupación de territorios, lo cual significa levántate tú, que has perdido, del sillón porque ahora yo, que he ganado, me voy a sentar. Tradicionalmente, ha habido tres vías para conseguir esto: el exilio (el pueblo perdedor se va); la dominación (el pueblo perdedor es reducido a la esclavitud o sus derechos son notablemente recortados, en beneficio de la elite ganadora); o el genocidio (no dejar rastro del pueblo perdedor). De hecho, el genocidio, en forma de asesinato o de esclavitud, es lo que está en el fondo de acciones muy comunes en el pasado remoto, en cuyos relatos leemos de ciudades que soportaron meses de asedio sin rendirse; la rendición, ellos lo sabían bien, no era ningún chollo.
La teoría de que la necesidad de expansión justifica la guerra permaneció impoluta en la filosofía humana durante mucho, mucho tiempo. Pero a principios del pasado siglo XX estaba ya obsoleta en Europa, para todos menos para uno, Adolf Hitler, quien la utilizó para justificar su expansionismo: en la filosofía nazi, Alemania había sido constreñida en la Historia para su natural expansión imperial y debía recuperar su espacio vital, su Lebensraun. Como bien sabemos, sacar a Hitler de su error costó seis años y millones de muertos, sobre todo rusos. La caída del régimen nazi supuso, además, saber que Hitler había ido mucho más allá de la retórica violenta en su teoría de que los judíos eran culpables de los males de Alemania.
El descubrimiento del genocidio judío impulsó a los aliados a impulsar definitivamente una Corte que juzgase, con pronunciamientos internacionales, los crímenes de guerra. Esa Corte fue el tribunal de Nuremberg, de cuyas principales sentencias ya hemos hablado. En ellas, los principales jerifaltes vivos del régimen nazi fueron condenados por diversos cargos.
No obstante Nuremberg dejó cabos sueltos, que ahí siguen. Sobre todo, dos.
Por un lado, Nuremberg fue un tribunal de vencedores. Lo cual quiere decir que los vencedores ni por asomo juzgaron sus propias bestialidades. Episodios como el que recuerda la película Enigma (filmada, por cierto, gracias a los dineros de Mick Jagger, el cantante de los Stones), es decir la matanza de cientos, si no miles, de soldados polacos a manos del ejército soviético, han quedado básicamente limpias de polvo y paja. Asimismo, nadie ha juzgado seriamente las bestialidades cometidas por el ejército soviético durante su penetración en Alemania, al final de la guerra.
El segundo de los cabos sueltos, que es el que afecta a la sentencia reciente de la CPE, es el papel de los pueblos. ¿Puede un loco cometer locuras solo? Pongamos que yo me broto y decido que hay que fusilar a todos los murcianos pelirrojos. Hay un camino entre que yo, en mi habitación, piense eso y que firme en el Palacio de La Moncloa al pie de un papel donde se establece la ejecución de todos los murcianos pelirrojos. Y ese camino no puedo recorrerlo solo.
Uno de los grandes temas de la Historia es éste. Desde la Revolución Francesa, la soberanía de las naciones ya no reside en familias reales ni en inspiraciones divinas, sino en los pueblos; para bien, y para mal. Los pueblos son soberanos, lo cual quiere decir que el devenir de sus naciones es, en gran medida, producto de su voluntad. En Nuremberg fueron juzgados algunos de los dirigentes nazis que dieron la orden de gasear a los judíos; pero no fueron juzgados los cientos, miles, centenares de miles de alemanes que escupían a los niños judíos al paso de la fila de prisioneros por los pueblos, o les negaban pan o abrigo. No fueron juzgadas las mesnadas que gritaban Sig, heil! en la Lowenbäukeller o cualquier otro lugar mitinero, después de que su líder hubiese dicho y escrito que a los judíos hay que borrarlos de la faz de la Tierra.
Hay quien piensa que no fueron juzgados porque no pueden serlo. Porque la responsabilidad de los pueblos es limitada, como lo es su capacidad de reacción. No es una idea con la que yo comulgue.
La razón de que en Nuremberg no fuese juzgado el pueblo alemán es la misma, a mi modo de ver, de que en La Haya no lo haya sido el pueblo serbio. El principal objetivo tras una guerra es siempre amigar al enemigo de ayer. En Versalles, tras la I guerra mundial, se hizo exactamente lo contrario, y luego pasó lo que pasó, así pues las posguerras modernas buscan siempre hacer del perdedor un amigo rico y agradecido en la medida de lo posible. A finales de los años cuarenta, Alemania ya no era una amenaza para la paz mundial, sino ese coleguita que te deja plantar la bandera americana en varias bases militares y poner ahí tus fuerzas, a escasos cientos de kilómetros del peligro soviético. Por las mismas, hoy Serbia es un mercado más que quiere entrar en la Unión Europea, un mercado interesante porque está relativamente desarrollado. Nadie quiere señalarla con el dedo y acusarla, porque nadie quiere que se rebote.
La cuestión no es baladí, porque tiene que ver con las reparaciones. La diferencia entre que una sentencia diga que a tu padre lo mataron siete locos o todo un pueblo está en que en el segundo caso cobras y en el primero no (a menos que los siete locos sean muchimillonarios, caso que no se da). El tribunal de Nuremberg se ocupó tan poco de este aspecto que aún hoy, siete décadas después, las responsabilidades por expolios económicos cometidos en el Holocausto no están del todo cerradas.
Pero, sobre todo, tiene que ver con la justicia. La de verdad, la justicia moral. Y aquí nos encontramos el último obstáculo para una sentencia ambiciosa: nosotros. En La Haya, igual que en Nuremberg, haber dictado sentencia contra el pueblo alemán o serbio elevaría, automáticamente, la cuestión de qué hicimos nosotros. Vale, todo un pueblo, el serbio, apoyó, como dice la misa católica de palabra, obra u omisión, la limpieza étnica en bosnia; pero lo que viene detrás es: estando como están los Balcanes en el vestíbulo de nuestra casa, nosotros, ¿qué hicimos?
Somos, incluso, más culpables. Porque los serbios podrán aducir, supongo, que en su país había censura de prensa, que los hechos se presentaban edulcorados, o no se presentaban. Pero a nosotros, a los españoles, portugueses, noruegos, británicos, belgas, a los holandeses, italianos, austriacos, alemanes, suecos, a los fineses, a los suizos, a los andorranos; a todos nosotros, las matanzas de Srebenica y otros lugares nos las retransmitieron poco menos que en directo. Y, durante demasiado tiempo, no hicimos nada. Nada.
Nuremberg, La Haya. Sentencias ampulosas, cuatro o cinco nombres para la Historia. Con suerte, si aparece Karadzic, alguna ejecución. Y, después, décadas de preguntas sin respuesta.
domingo, febrero 25, 2007
Notas sobre España y la cuestión religiosa ( y 2)
Empezando por lo justo. Y lo pongo aquí por si hay quien no se lee los comentarios. Conde me recuerda que debí escribir, en mi pasado post, «Cuidaos de entender» y no «Cuidaros de entender». Conde tiene el 100% de la razón. El gazapo lo dejo tal cual porque, siendo éste post continuación del anterior, entiendo que la mayor parte de la gente que los lea leerá los dos y, por lo tanto, enterado quedará del oprobio, que merezco.
En todo caso, que sepas que este post es continuación de otro inmediatamente anterior.
En las últimas horas, tras la remisión al éter del último post, he recibido algún correo privado, por parte de alguno de los escasos lectores de este blog que saben cómo me llamo en realidad y esas cosas, criticándome por lo que consideraba un final excesivamente abrupto para dicho relato. Se queja mi corresponsal de que en ese «luego vendría la expulsión de la Compañía de Jesús (…)» estoy metiendo muchas cosas que, tal vez, hoy en día no se conozcan mucho y que, por lo tanto, había dejado la obra inacabada.
Así pues, aprovecho un asueto de este ventoso domingo por la tarde para aclarar algunas cosas y hablar, fundamentalmente, de cómo se desarrolló la cuestión religiosa durante aquellos agitados meses de 1931 y 1932.
Recordad que partimos de una situación de enfrentamiento descarado, con una iglesia sosteniendo su discurso más ultramontano y una República malentendiendo el laicismo como anticlericalismo, hasta el punto de mostrarse incapaz hasta de garantizar un derecho tan básico de las personas y de las asociaciones como el de la integridad de la propiedad privada. Fue en este ambiente en el que, durante la discusión de la Constitución de la República, se planteó la cuestión religiosa. El tema era tan peliagudo que ya los diputados de la Nación, al abordar la discusión de los derechos y libertades constitucionales, habían decidido aparcar el tema religioso para más adelante. El principal problema tenía nombres y apellidos; dos y cuatro, para ser exactos: Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura Gamazo.
El primero de ellos era presidente del Gobierno y el segundo ministro del Interior. Ambos eran conservadores, ambos provenían del régimen anterior y ambos eran católicos practicantes. Ambos habían formado parte del Pacto de San Sebastián, por el que en 1930 casi todas las fuerzas republicanas se coligaron, y ambos habían sido incluidos en el Gobierno republicano para ganar la confianza de las derechas no monárquicas. La República los necesitaba a ambos en su cúpula para mantener la imagen de proyecto de consenso de la sociedad española. Pero, lógicamente, ambos políticos eran hipersensibles a lo que se hiciese respecto de la Iglesia católica, así pues el anticlericalismo debía andarse con cuidado.
La tensión era ya mucha, pero en el verano se puso al rojo al vivo. Nuestro amigo el cardenal Segura, de quien ya hemos visto en el post anterior de qué palo iba, publicó en Francia una pastoral en la que decía cosas como que la idea de que la soberanía de un país emana solamente del pueblo era «un postulado del ateísmo oficial»; amén de repetir el manido debate, muy caro de la iglesia, sobre la diferencia entre libertad y libertinaje. La citada pastoral era tan ecuánime que el Vaticano prohibió al cardenal que hiciese pública ninguna más.
A pesar de que las cosas, tras silenciarse el demócrata Segura, fueron algo mejor tras designar la Iglesia interlocutor político al obispo de Tarragona, monseñor Vidal i Barraquer, a finales de septiembre comenzó el debate sobre el articulado constitucional en materia religiosa y las espadas volvieron a estar, en expresión que nunca he comprendido bien, en todo lo alto.
Es importante entender la diferencia entre laicismo y anticlericalismo. Laicismo es poner, como le puso Azaña a Vidal i Barraquer, la condición de que la separación entre Iglesia y Estado era conditio sine qua non (en lenguaje matemático: condición necesaria, pero no suficiente) para cualquier entendimiento; anticlericalismo es presentar una enmienda al proyecto de Constitución, como de hecho se hizo el 29 de septiembre de 1931, que directamente privaba del derecho de ciudadanía española a los frailes católicos. Enmienda que fue rechazada por 113 votos contra 82, esto es, fue ampliamente votada a favor incluso por diputados no marxistas, tales como radical-socialistas de gran predicamento en la República como Ortega y Gasset (Eduardo, o sea, el hermano), Félix Gordón Ordás, Ángel Galarza (a quien hemos leído haciendo de fiscal del rey Alfonso XIII) y Emilio Baeza Medina. A pesar de que el Vaticano se mostró conciliador mediante el gesto que más le podía apetecer al Gobierno (convenció al cardenal Segura de que renunciase a la sede toledana), no consiguió retraer a sus mesnadas. Aquellos diputados eran mucho más libres que los de hoy; en España se votaban listas abiertas y ser diputado significaba, en no pocos casos, habérselo currado, lo que hacía que no muchos de nuestros próceres pusieran sus convicciones por delante de la disciplina de partido.
Acción Republicana, el partido de Azaña, hizo su parte para conseguir esta concordia. El jurista Enrique Ramos presentó una enmienda por la que la Iglesia tendría la consideración de una Corporación de Derecho Público, regida por un estatuto de futura redacción. Esto provocó un grossen cabreo a los diputados más anticlericales, que pretendían mantener el redactado del dictamen de la Comisión Constitucional, que establecía la disolución de todas las órdenes religiosas y la nacionalización de sus bienes. El propio Ramos contemporizó con este radicalismo elaborando una nueva redacción de la enmienda, en la que el Estado se reservaba la potestad de ilegalizar aquellas órdenes religiosas que considerase nocivas para la República. No obstante, antes de la presentación de dicha enmienda tomó la tribuna de oradores el político y ministro socialista Fernando de los Ríos, y dejó tan clara la hostilidad de los socialistas hacia tal componenda, que el texto no llegó en puridad a presentarse nunca para su votación.
En la Comisión Constitucional las cosas se pusieron al rojo vivo. A pesar de la viveza con que socialistas y radical-socialistas defendían la total ilegalización de las órdenes religiosas, ésta propuesta fue derrotada el 15 de octubre, a cambio de una regulación muy parecida a la segunda enmienda de Ramos. Esto colocó al gobierno al borde del abismo, pues los radical-socialistas se dijeron dispuestos a pasarse a la oposición, mientras que, por el otro lado, el Gobierno sabía que si se aprobaba la disolución de las órdenes, quienes se irían serían Alcalá-Zamora y Maura.
Fue en este ambiente en el que Azaña pronunció su celebérrimo discurso en las Cortes en el que sentenció: «España ha dejado de ser católica». Otra de esas ocasiones, en mi opinión, en la que Azaña demostró su capacidad de miopía. No es necesario defender a la Iglesia para atacar esta frase. Un país deja de ser católico no cuando una Constitución lo dice ni cuando unos políticos así lo deciden. La España de 1931 era, en una porción muy significativa, católica. Había sonado, cierto, la hora de separar Iglesia y Estado; pero separar no significa enfrentar. Ni negar. En el discurso de Azaña del 13 de octubre de 1931 hay, en el fondo, dos discursos. Uno es el del político que trata (y consigue) que una mayoría de diputados acepte la enmienda de tono moderado de la Comisión Constitucional; el otro es ese Azaña del que se ha hablado y escrito hasta la saciedad, el Manuel Azaña contrito y rencoroso con los curas de su infancia, que embate contra las instituciones religiosas con un celo excesivo, con demasiada fuerza para lo delgada que era entonces la cuerda. La política, es bien sabido, es, antes que nada, el arte de lo posible.
La nueva redacción fue aprobada. No impidió la dimisión de Alcalá y Maura, pero sí salvó a la Constitución republicana de portar un nivel de sectarismo que, de haberse producido, habría convertido el bienio de las derechas (1933-1935) en algo más difícil y violento de lo que ya fue.
Eso sí, la Iglesia no dejó, ni antes ni después de ponerse en solfa textos más o menos radicales, de influir negativamente contra el Gobierno español a través del Vaticano, de colocar sermones incendiarios, de adoctrinar en los confesionarios y de convertir a su grey en soldadesca antiliberal. Incluso Vidal i Barraquer, en diciembre del 31, firmaría una pastoral totalmente apuntada a la Segura fashion, instando a los católicos a acatar el poder civil, pero recordándoles que dicha obligación no existía para aquellas regulaciones contrarias a la ley de Dios y los deseos de la Iglesia. Dicho de otra forma: si estás en la tesitura de obedecer a Dios o a la Constitución, has de obedecer a Dios. Con estos mimbres, no ha de extrañarnos que el franquismo llamase Cruzada a su golpe de Estado y que muchos, muchísimos católicos no sintiesen en el 36 el menor escrúpulo por alzarse contra un poder democráticamente constituido.
A principios de 1932, los radical-socialistas atacaron en el Congreso insinuando que, si bien la Constitución había quedado redactada de forma que la vía para la ilegalización de la Compañía de Jesús estaba abierta, en la práctica el Gobierno no iba a tomar dicha decisión porque ésa había sido una condición impuesta por Alcalá-Zamora para aceptar la Presidencia de la República. Poco tiempo después, se aprobó el decreto de disolución, que daba a los jesuitas diez días para darse el piro y establecía la nacionalización de sus bienes; aunque, como decimos en mi tierra, era una nacionalización de aquella manera, porque los bienes directamente ligados al culto quedaban en manos de otras instituciones católicas.
Por esas mismas fechas, el Gobierno aprobaba otra ley anticlerical que, la verdad, se podría haber ahorrado: la ley de secularización de los cementerios, que establecía que todo mayor de edad sería enterrado en laico salvo que hubiese expresado el sentimiento contrario.
Una de las líneas de investigación que no veo yo muy desarrolladas en los libros sobre la guerra civil tiene que ver con todo lo aquí expresado. El Gobierno republicano se desgañitaría, entre 1936 y 1939, exigiendo un fin de la neutralidad bélica de las democracias europeas, justo equilibrio al hecho de que Franco estaba siendo descarada y generosamente ayudado por las dictaduras fascistas de Alemania e Italia. Esto lo sabemos; lo que no sabemos, o eso creo yo, son todos los porqués de que fuese tan difícil, a la postre imposible, romper las resistencias de británicos, franceses y estadounidenses. Cierto es que las democracias europeas no querían cabrear a Hitler y ésta es, sin duda, la principal razón. Pero, ¿nos hemos preguntado suficientes veces cuál fue la actitud del Vaticano y de las iglesias católicas nacionales en general?
Mi opinión es que la República pagó muy caro su radicalismo anticlerical. En primer lugar, como ya advirtió el propio Miguel Maura siendo ministro de Gobernación, porque las quemas de iglesias y conventos, atentados impunes ante los que la fuerza pública hizo poco o nada, enviaron una señal muy jodida al extranjero. Baste que nos preguntemos nosotros mismos qué pensaríamos de, un suponer, Italia, si viésemos en la tele la noticia de que sólo en Roma han ardido varias decenas de mezquitas sin que la policía haya siquiera salido de las comisarías. En segundo lugar, porque el cambio podía haber sido mucho más tranquilo y negociado; aunque justo es reconocer que el negociador que tenían enfrente tenía las mismas ganas de negociar que las que tengo yo de saltar en paracaídas.
No me resulta difícil imaginar a toda una caterva de políticos, diplomáticos y hombres de negocios católicos franceses, ingleses, alemanes, italianos, comiéndole la oreja, un día y otro, a los políticos europeos durante los tiempos de la guerra civil. Pero… ¿vas a venderle armas a estos? ¿Es que no sabes que bla y que bla y que bla?
Otra consecuencia negativa de las excesivas prisas de la República fue la radicalización de la Iglesia. La jerarquía católica española tardaría casi diez años en ponerle a Franco la primera china en el zapato, si es que podemos llamar rebelión, o cosa parecida, a la entrevista de El Pardo de diciembre de 1956, a cuenta de los proyectos legislativos de la Falange, que ya conté en un viejo post. En realidad, la Iglesia católica española no se hizo jerárquicamente demócrata hasta los años setenta, si bien a cuenta de ello tuvo algunos gestos de gran importancia. Qué duda cabe que el corte conservador era lo que la Iglesia quería para sí misma.
Pero hay un dicho que suelen repetir mucho los británicos. ¿Sabéis cómo se cuece una rana viva?
Pues sólo hay una manera. Se la coloca en una olla de agua fría y luego se pone esa olla a fuego muy, muy bajo, y se sube la temperatura muy, muy lentamente. Quien tome una olla, la ponga al fuego y, cuando esté el agua hirviendo, trate de echar la rana dentro, nunca la cocinará.
Pues eso.
En todo caso, que sepas que este post es continuación de otro inmediatamente anterior.
En las últimas horas, tras la remisión al éter del último post, he recibido algún correo privado, por parte de alguno de los escasos lectores de este blog que saben cómo me llamo en realidad y esas cosas, criticándome por lo que consideraba un final excesivamente abrupto para dicho relato. Se queja mi corresponsal de que en ese «luego vendría la expulsión de la Compañía de Jesús (…)» estoy metiendo muchas cosas que, tal vez, hoy en día no se conozcan mucho y que, por lo tanto, había dejado la obra inacabada.
Así pues, aprovecho un asueto de este ventoso domingo por la tarde para aclarar algunas cosas y hablar, fundamentalmente, de cómo se desarrolló la cuestión religiosa durante aquellos agitados meses de 1931 y 1932.
Recordad que partimos de una situación de enfrentamiento descarado, con una iglesia sosteniendo su discurso más ultramontano y una República malentendiendo el laicismo como anticlericalismo, hasta el punto de mostrarse incapaz hasta de garantizar un derecho tan básico de las personas y de las asociaciones como el de la integridad de la propiedad privada. Fue en este ambiente en el que, durante la discusión de la Constitución de la República, se planteó la cuestión religiosa. El tema era tan peliagudo que ya los diputados de la Nación, al abordar la discusión de los derechos y libertades constitucionales, habían decidido aparcar el tema religioso para más adelante. El principal problema tenía nombres y apellidos; dos y cuatro, para ser exactos: Niceto Alcalá-Zamora y Miguel Maura Gamazo.
El primero de ellos era presidente del Gobierno y el segundo ministro del Interior. Ambos eran conservadores, ambos provenían del régimen anterior y ambos eran católicos practicantes. Ambos habían formado parte del Pacto de San Sebastián, por el que en 1930 casi todas las fuerzas republicanas se coligaron, y ambos habían sido incluidos en el Gobierno republicano para ganar la confianza de las derechas no monárquicas. La República los necesitaba a ambos en su cúpula para mantener la imagen de proyecto de consenso de la sociedad española. Pero, lógicamente, ambos políticos eran hipersensibles a lo que se hiciese respecto de la Iglesia católica, así pues el anticlericalismo debía andarse con cuidado.
La tensión era ya mucha, pero en el verano se puso al rojo al vivo. Nuestro amigo el cardenal Segura, de quien ya hemos visto en el post anterior de qué palo iba, publicó en Francia una pastoral en la que decía cosas como que la idea de que la soberanía de un país emana solamente del pueblo era «un postulado del ateísmo oficial»; amén de repetir el manido debate, muy caro de la iglesia, sobre la diferencia entre libertad y libertinaje. La citada pastoral era tan ecuánime que el Vaticano prohibió al cardenal que hiciese pública ninguna más.
A pesar de que las cosas, tras silenciarse el demócrata Segura, fueron algo mejor tras designar la Iglesia interlocutor político al obispo de Tarragona, monseñor Vidal i Barraquer, a finales de septiembre comenzó el debate sobre el articulado constitucional en materia religiosa y las espadas volvieron a estar, en expresión que nunca he comprendido bien, en todo lo alto.
Es importante entender la diferencia entre laicismo y anticlericalismo. Laicismo es poner, como le puso Azaña a Vidal i Barraquer, la condición de que la separación entre Iglesia y Estado era conditio sine qua non (en lenguaje matemático: condición necesaria, pero no suficiente) para cualquier entendimiento; anticlericalismo es presentar una enmienda al proyecto de Constitución, como de hecho se hizo el 29 de septiembre de 1931, que directamente privaba del derecho de ciudadanía española a los frailes católicos. Enmienda que fue rechazada por 113 votos contra 82, esto es, fue ampliamente votada a favor incluso por diputados no marxistas, tales como radical-socialistas de gran predicamento en la República como Ortega y Gasset (Eduardo, o sea, el hermano), Félix Gordón Ordás, Ángel Galarza (a quien hemos leído haciendo de fiscal del rey Alfonso XIII) y Emilio Baeza Medina. A pesar de que el Vaticano se mostró conciliador mediante el gesto que más le podía apetecer al Gobierno (convenció al cardenal Segura de que renunciase a la sede toledana), no consiguió retraer a sus mesnadas. Aquellos diputados eran mucho más libres que los de hoy; en España se votaban listas abiertas y ser diputado significaba, en no pocos casos, habérselo currado, lo que hacía que no muchos de nuestros próceres pusieran sus convicciones por delante de la disciplina de partido.
Acción Republicana, el partido de Azaña, hizo su parte para conseguir esta concordia. El jurista Enrique Ramos presentó una enmienda por la que la Iglesia tendría la consideración de una Corporación de Derecho Público, regida por un estatuto de futura redacción. Esto provocó un grossen cabreo a los diputados más anticlericales, que pretendían mantener el redactado del dictamen de la Comisión Constitucional, que establecía la disolución de todas las órdenes religiosas y la nacionalización de sus bienes. El propio Ramos contemporizó con este radicalismo elaborando una nueva redacción de la enmienda, en la que el Estado se reservaba la potestad de ilegalizar aquellas órdenes religiosas que considerase nocivas para la República. No obstante, antes de la presentación de dicha enmienda tomó la tribuna de oradores el político y ministro socialista Fernando de los Ríos, y dejó tan clara la hostilidad de los socialistas hacia tal componenda, que el texto no llegó en puridad a presentarse nunca para su votación.
En la Comisión Constitucional las cosas se pusieron al rojo vivo. A pesar de la viveza con que socialistas y radical-socialistas defendían la total ilegalización de las órdenes religiosas, ésta propuesta fue derrotada el 15 de octubre, a cambio de una regulación muy parecida a la segunda enmienda de Ramos. Esto colocó al gobierno al borde del abismo, pues los radical-socialistas se dijeron dispuestos a pasarse a la oposición, mientras que, por el otro lado, el Gobierno sabía que si se aprobaba la disolución de las órdenes, quienes se irían serían Alcalá-Zamora y Maura.
Fue en este ambiente en el que Azaña pronunció su celebérrimo discurso en las Cortes en el que sentenció: «España ha dejado de ser católica». Otra de esas ocasiones, en mi opinión, en la que Azaña demostró su capacidad de miopía. No es necesario defender a la Iglesia para atacar esta frase. Un país deja de ser católico no cuando una Constitución lo dice ni cuando unos políticos así lo deciden. La España de 1931 era, en una porción muy significativa, católica. Había sonado, cierto, la hora de separar Iglesia y Estado; pero separar no significa enfrentar. Ni negar. En el discurso de Azaña del 13 de octubre de 1931 hay, en el fondo, dos discursos. Uno es el del político que trata (y consigue) que una mayoría de diputados acepte la enmienda de tono moderado de la Comisión Constitucional; el otro es ese Azaña del que se ha hablado y escrito hasta la saciedad, el Manuel Azaña contrito y rencoroso con los curas de su infancia, que embate contra las instituciones religiosas con un celo excesivo, con demasiada fuerza para lo delgada que era entonces la cuerda. La política, es bien sabido, es, antes que nada, el arte de lo posible.
La nueva redacción fue aprobada. No impidió la dimisión de Alcalá y Maura, pero sí salvó a la Constitución republicana de portar un nivel de sectarismo que, de haberse producido, habría convertido el bienio de las derechas (1933-1935) en algo más difícil y violento de lo que ya fue.
Eso sí, la Iglesia no dejó, ni antes ni después de ponerse en solfa textos más o menos radicales, de influir negativamente contra el Gobierno español a través del Vaticano, de colocar sermones incendiarios, de adoctrinar en los confesionarios y de convertir a su grey en soldadesca antiliberal. Incluso Vidal i Barraquer, en diciembre del 31, firmaría una pastoral totalmente apuntada a la Segura fashion, instando a los católicos a acatar el poder civil, pero recordándoles que dicha obligación no existía para aquellas regulaciones contrarias a la ley de Dios y los deseos de la Iglesia. Dicho de otra forma: si estás en la tesitura de obedecer a Dios o a la Constitución, has de obedecer a Dios. Con estos mimbres, no ha de extrañarnos que el franquismo llamase Cruzada a su golpe de Estado y que muchos, muchísimos católicos no sintiesen en el 36 el menor escrúpulo por alzarse contra un poder democráticamente constituido.
A principios de 1932, los radical-socialistas atacaron en el Congreso insinuando que, si bien la Constitución había quedado redactada de forma que la vía para la ilegalización de la Compañía de Jesús estaba abierta, en la práctica el Gobierno no iba a tomar dicha decisión porque ésa había sido una condición impuesta por Alcalá-Zamora para aceptar la Presidencia de la República. Poco tiempo después, se aprobó el decreto de disolución, que daba a los jesuitas diez días para darse el piro y establecía la nacionalización de sus bienes; aunque, como decimos en mi tierra, era una nacionalización de aquella manera, porque los bienes directamente ligados al culto quedaban en manos de otras instituciones católicas.
Por esas mismas fechas, el Gobierno aprobaba otra ley anticlerical que, la verdad, se podría haber ahorrado: la ley de secularización de los cementerios, que establecía que todo mayor de edad sería enterrado en laico salvo que hubiese expresado el sentimiento contrario.
Una de las líneas de investigación que no veo yo muy desarrolladas en los libros sobre la guerra civil tiene que ver con todo lo aquí expresado. El Gobierno republicano se desgañitaría, entre 1936 y 1939, exigiendo un fin de la neutralidad bélica de las democracias europeas, justo equilibrio al hecho de que Franco estaba siendo descarada y generosamente ayudado por las dictaduras fascistas de Alemania e Italia. Esto lo sabemos; lo que no sabemos, o eso creo yo, son todos los porqués de que fuese tan difícil, a la postre imposible, romper las resistencias de británicos, franceses y estadounidenses. Cierto es que las democracias europeas no querían cabrear a Hitler y ésta es, sin duda, la principal razón. Pero, ¿nos hemos preguntado suficientes veces cuál fue la actitud del Vaticano y de las iglesias católicas nacionales en general?
Mi opinión es que la República pagó muy caro su radicalismo anticlerical. En primer lugar, como ya advirtió el propio Miguel Maura siendo ministro de Gobernación, porque las quemas de iglesias y conventos, atentados impunes ante los que la fuerza pública hizo poco o nada, enviaron una señal muy jodida al extranjero. Baste que nos preguntemos nosotros mismos qué pensaríamos de, un suponer, Italia, si viésemos en la tele la noticia de que sólo en Roma han ardido varias decenas de mezquitas sin que la policía haya siquiera salido de las comisarías. En segundo lugar, porque el cambio podía haber sido mucho más tranquilo y negociado; aunque justo es reconocer que el negociador que tenían enfrente tenía las mismas ganas de negociar que las que tengo yo de saltar en paracaídas.
No me resulta difícil imaginar a toda una caterva de políticos, diplomáticos y hombres de negocios católicos franceses, ingleses, alemanes, italianos, comiéndole la oreja, un día y otro, a los políticos europeos durante los tiempos de la guerra civil. Pero… ¿vas a venderle armas a estos? ¿Es que no sabes que bla y que bla y que bla?
Otra consecuencia negativa de las excesivas prisas de la República fue la radicalización de la Iglesia. La jerarquía católica española tardaría casi diez años en ponerle a Franco la primera china en el zapato, si es que podemos llamar rebelión, o cosa parecida, a la entrevista de El Pardo de diciembre de 1956, a cuenta de los proyectos legislativos de la Falange, que ya conté en un viejo post. En realidad, la Iglesia católica española no se hizo jerárquicamente demócrata hasta los años setenta, si bien a cuenta de ello tuvo algunos gestos de gran importancia. Qué duda cabe que el corte conservador era lo que la Iglesia quería para sí misma.
Pero hay un dicho que suelen repetir mucho los británicos. ¿Sabéis cómo se cuece una rana viva?
Pues sólo hay una manera. Se la coloca en una olla de agua fría y luego se pone esa olla a fuego muy, muy bajo, y se sube la temperatura muy, muy lentamente. Quien tome una olla, la ponga al fuego y, cuando esté el agua hirviendo, trate de echar la rana dentro, nunca la cocinará.
Pues eso.