Ensayos soviéticos: Lenin y Stalin (1)
Ensayos soviéticos: Lenin y Stalin (2)
Ensayos soviéticos: Lenin y Stalin (y 3)
A pesar de que está muy lejos de ser un personaje poliédrico (de hecho, pocos gigantes de la Historia hay más unidimensionales que él), comprender a Lenin no siempre es fácil. Para empezar, es muy difícil entender a alguien quien, según sus corifeos, siempre que habló, acertó; y resulta que escribió 42 tomos de ideas, órdenes y sugerencias. Para que nos hagamos una idea: imagínese el lector que, en lugar de tener cuatro evangelios, tuviésemos veinticuatro. Veinticuatro versiones de la vida de Jesús, todas ellas palabra de Dios, todas ellas mensaje cierto del Padre de principio a fin, siendo como serían textos que, por definición, dirían cosas muy diferentes. Con Lenin pasa un poco esto.
Hoy en día hay, sobre todo entre los historiadores rusos,
una cierta tendencia que busca desenterrar al demócrata avant la lettre que
presuntamente fue Lenin. Se nos viene a decir, en estas hagiografías, que Lenin
fue un político hondamente influido por las circunstancias que le tocó vivir;
que en las mismas tomó medidas pragmáticas; pero que siempre soñó con una URSS,
de alguna manera, democrática y, por decirlo de alguna manera, hasta liberal. Y
se suelen citar dos movimientos de “rectificación” que apoyarían esta tesis: la
NEP, y el cambio de actitud respecto de las nacionalidades de la URSS.
Ya lo he escrito muchas veces, pero lo repetiré. Yo no creo
en esa tesis. Ni un tantito. Es más: yo no veo excesivo problema para detectar
los patrones existentes en el pensamiento de Lenin, desde el inicio hasta el
fin. Para mí, en Lenin no hay cambio. Lo que hay, sí, es adaptación.
Lenin era un dirigente profundamente marcado por la guerra
civil; un partido en muchos de cuyos minutos él se creyó definitivamente
desalojado de la Champions del poder. La gran obsesión de Lenin fue, sin duda,
que esos tiempos podían volver. De hecho, yo creo que estaba convencido de que
volverían. Una de las presciencias de Lenin fue entender que la Gran Guerra
había comenzado cosas que no había acabado y que, por lo tanto, acabaría por
haber otra. Le preocupaba mucho que en ese mundo cambiante en el que los
Estados Unidos cada vez reclamaban el sitio que les correspondía con más
fuerza, acabase por no quedar sitio para su sueño. Por lo demás, Lenin era,
como Franco, un ganador que no se creía ganador, porque sabía que no había
ganado. Franco sabía que la República había ganado de largo el first strike del
golpe del 18 de julio, aunque se callara a la luz de los hechos posteriores. Y
a Lenin la pasaba igual. Porque Lenin siempre había creído que Rusia sería uno
más de los peones europeos y asiáticos que seguirían la estela de una gran
revolución socialista en el centro de Europa; nunca pensó en convertir a su
tierra en luminaria del comunismo porque, de hecho, consideraba que Rusia no
estaba madura para el mismo.
Es por esta razón que Vladimir Lenin, cuando se encuentra al
frente de la nave soviética, comienza, inmediatamente, a preocuparse por su
gran tema, que es el tema de su testamento: la pervivencia del comunismo, la
consolidación del régimen. Esto es lo que le preocupaba, y su preocupación era
tan intensa que estaba dispuesto a hacer grandes sacrificios estratégicos:
acordar con el campesinado, permitir la pequeña propiedad. Y desdecirse de sus
ideas sobre el tema de las nacionalidades.
A Vladimir Lenin le costaba entender la magnitud del
problema de las nacionalidades. Esto a veces no se nota porque, en este asunto,
Lenin, al lado de Stalin, es un analista clarividente. Pero lo cierto es que ni
creía en ellas, ni creía que pudieran ser un problema. El backbone de su
teoría nacionalista era su idea de que las nacionalidades tienen el derecho de
unirse o no una Unión Soviética, pero sólo una vez y al principio. Una
vez unidas, ya no podían pensar en cambiar de idea. Y ni siquiera pensaba eso,
porque siempre estuvo a favor de los movimientos para torcerle el brazo a los
pueblos que tuviesen dudas sobre el proyecto soviético.
Dicho esto, es cierto que el Lenin crepuscular da toda la
impresión de ser algo muy parecido a eso que hoy llamamos un federalista;
abandonó, pues, el recio centralismo que había sido siempre marca de la casa. Nunca
dejó de creer ni en el Estado central ni en el Estado unitario; pero, con el
tiempo, aceptó la idea de que existiesen unidades políticas basadas en la
identidad étnica, que regulasen las relaciones entre ellas. Muy especialmente,
pasó de no creer demasiado (nada, en realidad) en la autonomía cultural de los
pueblos a considerar que el respeto a dicha autonomía era un elemento
fundamental del socialismo.
Stalin estaba hecho de otra pasta. Era georgiano; conocía
bien los enormes problemas que había registrado el bolchevismo en el Cáucaso,
una región en la que tal vez podría decirse que el comunismo prevaleció casi
por un cortacabeza. Con la fe del converso, era un ideólogo panrruso radical; y
lo que era, por encima de todo, es extremadamente pragmático. Tratándose la
URSS de una unidad política albergando centenares de lenguas y de diferencias
étnicas, Iosif Vissarionovitch Dzughasvilli consideraba que el unitarismo, como
se llamó a su forma de centralismo, resolvía muchos problemas.
Stalin defendió sus ideas unitaristas en el seno del Partido
Bolchevique desde muy pronto. Sus primeras intervenciones en la materia datan
de 1918, nada menos. Acunar primero, y desarrollar después, la idea de una URSS
centralizada con un solo mando le hizo llegar a la admiración que, sin ninguna
duda pues ha sido probada por muchos historiadores, tenía hacia el sistema
zarista. No hay trazas de que Stalin sintiese nunca la mordedura de la
incongruencia: ser, al mismo tiempo, quien acabase con la monarquía imperial, y
quien más la admirase. Stalin, efectivamente, admiraba el proyecto panrruso de
los zares, la idea de un territorio indivisible y único. Más imperialista que
el propio imperialismo contra el que había luchado, para Stalin Polonia, o
Finlandia, formaban tanta parte del proyecto soviético como Ucrania, Crimea,
Turkestán, el país de los kirguizes, Siberia o, por supuesto, los territorios
transcaucásicos. Autonomía sí, venía a decir; era una asunción que tenía que
hacer para hacer que su país se administrase eficientemente. Pero
independencia, nunca.
El 10 de agosto de 1922, el Politburo del PCUS decidió crear
una comisión que estudiase la relación entre la Federación Rusa y el resto de
repúblicas que se habían subido al histórico barco del comunismo, pero que
todavía eran, cuando menos formalmente, Estados independientes. En la misma
sesión, Stalin le dijo a sus camaradas que él tenía una idea clara de cómo se
debían articular esas relaciones; tan clara que incluso se veía capaz de
explicarla al día siguiente.
En ese momento, en la URSS había cinco Estados
independientes que, de alguna manera, estaban ligados a la URSS por su propia
voluntad. Eran Ucrania, Bielorrusia, y los tres Estados transcaucásicos
(Georgia, Azerbayán y Armenia). La propuesta de Stalin se puede resumir en que
las quería convertir en autonomías de la Federación Rusa; mientras que dejaba
para un momento posterior el tema del status del resto de territorios, como
Bukhara, Khorezm o la República de Extremo Oriente. Se firmarían tratados en
materia de tráfico de mercancías y asuntos militares. Los órganos de gobierno
de la Federación Rusa asumirían en buena medida las labores de las
instituciones soviéticas (una solución que permaneció estable durante toda la
vida de la URSS, ya que la Federación Rusa no tenía más Soviet Supremo que el
de la Unión).
Cuanto explicó todas estas ideas, Stalin instruyó a sus
oyentes para que no fuesen publicadas. Hacía falta, primero, una discusión
interna en el seno del Partido. Con este silencio, quería evitar lo que suponía
que podía pasar y que, de hecho, ocurrió. El 15 de septiembre de 1922 el Comité
Central del Partido en Georgia rechazó con cajas destempladas la “autonomización”.
Ni siquiera la presencia de Ordzhonikidze y Kirov, quienes obviamente
defendieron la propuesta de Stalin, cambió las cosas. Días antes, un líder
comunista georgiano, Makharadze, se había quejado directamente a Lenin de estas
ideas. La situación debió de emputecerse bastante, porque a finales de mes, el
22, Stalin le escribió una carta muy dura a Lenin, en la que le venía a decir
que las repúblicas se estaban escapando de las manos; que las relaciones entre
el centro y la periferia eran cada vez más difíciles. Y que, en esas
circunstancias, sólo quedaba la salida de la independencia, o la unificación.
Quizá pensó Stalin que, controlando como controlaba los contactos que tenía
Lenin, su enfermedad y todo eso, lograría obtener, simple y llanamente, su
apoyo. Pero eso no fue lo que pasó.
A Lenin, el memorando de Stalin no le gustó nada. Enseguida
comenzó a pensar que sería una fuente inagotable de problemas y, como ya os he
dicho, la principal evolución ideológica del padre del comunismo soviético, en
los últimos años y meses de su vida, no fue ideológica, sino pragmática: cada
vez le preocupaba más generar un comunismo soviético que no se generase más
problemas de los estrictamente necesarios. El 26 de septiembre de 1922 le envió
una nota a Kamenev solicitándole que analizase el memorando. En la misma le
dice que estaba reuniéndose con diversas personas, incluido Mdivani, es decir,
una de las bestias negras del unitarismo estalinista; y, de hecho, añadía que
Stalin “quiere ir demasiado deprisa”. Atentos a esta opinión de Lenin, porque es
puro Lenin: no hablamos de alguien que no quiera obligar a las diferentes
naciones de la URSS a tragar con un poder central omnipotente, como algunos
hagiógrafos de Lenin quieren hacernos creer. Hablamos de alguien que, simple y
llanamente, opinaba que ese filete había que cocinarlo a fuego lento.
Lo que hizo Lenin fue abogar por un periodo de enmiendas
para el plan de Stalin, que inauguró él mismo enviándole algunas al georgiano.
El futuro autócrata soviético, hemos de entender que muy a su pesar, admitió la
principal de dichas enmiendas, que es la que hace que podamos hablar de la
URSS: se cambiaba el concepto de integración de las repúblicas en la Federación
Rusa por el concepto de adscripción formal a una unión de repúblicas socialistas de
Europa y Asia. Debemos hacerlo así, argumentaba Lenin, porque no debemos
destruir la independencia de esos territorios. Debemos, ése fue su consejo,
construir un ente superior (una superestructura, en términos marxistas) que
permita que los territorios consideren que sus derechos e independencia están
resguardados.
El 27 de septiembre (es decir: si cuadráis fechas, veréis
que el proceso iba a toda hostia), Stalin le envía un mensaje al Politburo en
el que comunica su aceptación del principio general de la libre unión de
territorios. Lo más probable es que lo hiciese porque no tenía otra
alternativa; en esas horas le tenía que haber quedado muy claro, no sabemos por
quién (pudo ser Lenin, o Kamenev, o tal vez Sokolnikov, con quien también se
reunió el líder) que el vozhd no iba a aceptar un no por respuesta. Pero
que introducirse ese pepino por el orto le había acabado por raspar la próstata
lo sabemos porque, acto seguido, rechazó todas las demás enmiendas
propuestas por Lenin, y lo hizo, además, con displicencia, motejándolas de
absurdas o de incongruentes.
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