El chavalote que construyó la Peineta de Novoselovo
Un fracaso detrás de otroEl periplo moldavo
Bajo el ala de Nikita Kruschev
El aguililla de la propaganda
Ascendiendo, pero poco
A la sombra del político en flor
Cómo cayó Kruschev (1)
Cómo cayó Kruschev (2)
Cómo cayó Kruschev (3)
Cómo cayó Kruschev (4)
En el poder, pero menos
El regreso de la guerra
La victoria sobre Kosigyn, Podgorny y Shelepin
Spud Webb, primer reboteador de la Liga
El Partido se hace científico
El simplificador
Diez negritos soviéticos
Konstantin comienza a salir solo en las fotos
La invención de un reformista
El culto a la personalidad
Orchestal manoeuvres in the dark
Cómo Andropov le birló su lugar en la Historia a Chernenko
La continuidad discontinua
El campeón de los jetas
Dos zorras y un solo gallinero
El sudoku sucesorio
El gobierno del cochero
Chuky, el muñeco comunista
Braceando para no ahogarse
¿Quién manda en la política exterior soviética?
El caso Bitov
Gorvachev versus Romanov
Como ya os he dicho, la decisión de Khruschev de buscar un acercamiento a la República Federal Alemana fue la gota final que colmó el vaso del grupo de conspiradores, que para entonces estaba sólidamente conjuntado con los nombres de Breznev, Shelepin, Suslov, Kosigyn y Poliansky. De hecho, cuando Khruschev decidió visitar Bonn, el KGB recibió órdenes, sin que se sepa realmente de quién procedían, de sabotear la visita. Como resultado de esta estrategia, un diplomático alemán fue envenenado, en lo que se conoció como el affair Schwinermann; un grupo de agentes del KGB entraron en un hotel donde estaban hospedados funcionarios ingleses y estadounidenses (el incidente Khavarovsk); y, en Moscú, un estadounidense fue detenido. Se trató de Frederick C. Bargohoorn, un especialista en temas rusos de Yale, que fue detenido y acusado de espionaje, y no sería liberado sino tras las peticiones explícitas en ese sentido del presidente John Fitzgerald Kennedy.
El 30 de septiembre, como ya hemos contado siquiera parcialmente, Khruschev se marchó a su dacha en el Mar Negro. El 5 de octubre, Leónidas Breznev voló a Berlín, claramente para poder decir que él no estaba durante las jornadas de preparación si la cosa salía mal, para celebrar el cincuenta aniversario de la República Democrática Alemana. Oficiales de muy alto rango militar, conocidos por ser khruschevitas, fueron enviados a Varsovia para estar presentes en la Pascua militar polaca. Milhail Suslov, por otra parte, se embarcó en una especie de Orthodox Marxist Tour '64, en el que se dedicó a visitar ciudades y provincias para predicar la buena nueva (sobre todo, para él y los que eran como él, claro). El viaje de Suslov era mucho más que una coartada; era un viaje de encuentros informales con líderes territoriales que también eran miembros del Comité Central, y a los que les fue haciendo lo que Desiderio el del tango: explicarles bien el mojo.
Como en la tumba de aquel alto funcionario egipcio que se vanagloria de haber construido la tumba de su faraón y, dice, “nadie me vio y nadie me oyó”, el KGB hizo las cosas muy bien desde su punto de vista, hasta el punto de mantener a todo aquél que no debía saber en la total inopia. Por ejemplo, el yerno de Khruschev, editor del Izvestia y que durante las jornadas previas al golpe no se movió de Moscú, no se enteró de nada. El hecho de que Podgorny se marchase de Moscú el 10 de octubre, a disfrutar de la dacha y de las putas, es revelador en el sentido de que uno de los teóricos números dos de Khruschev no sabía una mierda. Los conspiradores, conociendo este dato, decidieron que golpearían el día 12 o el 13, cuando Breznev hubiese regresado.
En Sochi, a Khruschev se le unió en su dacha Anastas Mikoyan; otro que no sabía nada de nada. El 12 de octubre, día de la Hispanidad o, entonces, más bien de la Raza, era lunes. Ese día, Khruschev salió en la tele pública soviética (o sea, en la única), y sería la última vez que lo hiciese. Era una circunstancia, más que especial, espacial. La URSS estaba a punto de enviar al espacio la nave tripulada Voskhod, y Khruschev telefoneó al centro espacial para desearles a los astronautas un buen viaje y recordarles que si iban por su derecha tenían preferencia. Les dijo que a la vuelta estaría allí para recibirlos en loor de multitud. Pero, la verdad, les mintió.
Cuando el Voskhod estaba realizando su primera órbita alrededor de la Tierra, el Presidium del Comité Central comenzaba una reunión. La convocatoria se había hecho en la noche del 12 al 13, buscando claramente que sólo siete miembros del Presidium estuviesen en Moscú; contando con los apoyos conspiradores, Breznev y los suyos esperaban arrastrar un voto unánime.
La reunión comenzó con una intervención encendida de Suslov, en la que acusó a Khruschev de actuar arbitrariamente y de ser un incompetente. Kosigyn le hizo hilo pasando a denunciar las mierdas de Khruschev en la gestión económica, y Poliansky afirmó que la crisis existente en el sector agrícola le era en todo imputable al secretario general. Kirilenko hizo de cheer leader.
Hasta ahí, lo que los conspiradores habían esperado. Pero el tema se acabó por torcer. De forma inesperada, tanto Voronov como Shvernik, sin llegar a intervenir en favor de Khruschev, intentaron la famosa maniobra del rugby llamada patada a seguir: en su opinión, no era lícito tomar decisión alguna sobre un tema tan grave sin tener en la reunión a todos o casi todos los miembros del Presidium.
A los conspiradores, aquella salida no les gustó nada. Les recordaba algo: más concretamente, los sucesos de 1957, cuando el Presidium se había mostrado convencido de echar a Khruschev, pero esperó hasta la confirmación del Comité Central, y ahí fue batido. Sin embargo, conforme se fueron enfriando las cabezas, el análisis serenó un poco los ánimos de los conspiradores. Ellos sabían que tenían una mayoría clara en el Presidium; así pues, esta vez Khruschev no tenía manera de contraprogramarlos.
El KGB cortocircuitó los teléfonos de los cuadros comunistas considerados cercanos a Khruschev. En la primera hora de la tarde del 13, Breznev convocó un nuevo Presidium, ya con una clara mayoría de miembros presentes, puesto que tanto Mikoyan como Podgorny habían llegado a Moscú. Se envió un avión a Sochi para recoger a Khruschev; un avión en el que, como os podréis imaginar, hasta las azafatas; qué digo las azafatas, hasta las bandejas eran agentes del KGB. El aparato no despegó de Moscú hasta que Breznev tuvo claro que tenía una sólida mayoría en el Presidium. Voronov, de hecho, ahora declaró que las formalidades se habían cumplido y, consiguientemente, se unió a los conspiradores. Podgorny, cuando vio la pinta que tenía el tema, ni se planteó defender a su benefactor. Si hay que ir, se va; pero ir por nada, es tontería. Shvernik decidió abstenerse en la votación; Mikoyan estaba literalmente solo y, por eso, trató de dar otra patada a seguir: propuso que fuese el Pleno del Comité Central el que tratase la cuestión. Ni cortos ni perezosos, los conspiradores convocaron un pleno el día 14, pleno al que, casualmente, algunos miembros más cercanos a Khruschev no asistieron (de hecho, asistieron como la mitad de todos los miembros). Los reunidos votaron a favor de mandar a su secretario general al basurero de la Historia. Como la URSS era ese dechado de democracia perfeccionista, Pravda tardó dos días en dar la noticia; quizás porque tenían que revisar bien el texto para que no llevase faltas.
Anastas Hovhannesi Mikoyan, el último
khruschevita, aparte de doble de Peter Sellers. Vía Wikipedia.
Como ya os he dicho, nadie osó siquiera cuestionar la idea de que el nuevo secretario general del Partido había de ser Leónidas Breznev. El único que hubiese querido cuestionar esa idea era Shelepin pero, literalmente, no tenía ni un solo aliado en la cúpula del poder soviético que lo prefiriese a él frente al Cejas. Sin embargo, y por las mismas razones por las que los conspiradores no querían a Shelepin, la victoria del golpe de Estado no se produjo sin condiciones. Hay que entender que, estando en la partida personas como Suslov o Poliansky, aquel movimiento tenía un enorme tufo ideológico; un componente importante de recuperación de esencias perdidas en el comunismo soviético oficial. Los ideólogos marxistas soviéticos sabían que el primer arquitecto del sistema, Vladimir Lenin, había querido siempre una dictadura del proletariado presidida por el principio de una división eficiente del poder. Por eso, precisamente, Lenin, a pesar de ser tenido por los suyos como lo más de lo más de la intelectualidad, era, en realidad, un pensador de medio pelo, un teórico de todo a cien que no fue capaz de darse cuenta de que una dictadura, sea del proletariado o de Winnie de Pooh, carece de los mecanismos interiores para garantizar una división eficiente del poder. Una dictadura es centrípeta por definición: tiende a endiosar al número uno, y está petada de incentivos para que ese número uno trabaje, día a día, para putear, encabronar, minusvalorar y, si se tercia, fusilar a los números dos, tres, cuatro y, como diría Buzz Lightyear, hasta el infinito y más allá.
Es lógico pensar, sin embargo, que los Tezanos de aquella conspiración aspirasen a evitar la comisión de los errores del pasado. Y esto pasaba, inicialmente, por dejarle claro a Breznev que no podía ser Khruschev después de Khruschev. Los dos últimos mandatarios soviéticos: Stalin y Khruschev, y a causa de la obsesión del primero de ellos de no compartir el poder absolutamente con nadie, habían resuelto la tradicional dialéctica del sistema soviético: el enfrentamiento entre Partido y gobierno, ostentando la cabeza de ambos. Suslov, sin embargo, consideraba que eso debía cambiar; que el primer paso para lograr un sistema de mando en la URSS que no precisase de reequilibrios como el golpe que se acababa de perpetrar es que la primera figura del país tuviese límites. Suslov, por lo tanto, pretendía ponerle límites al tipo que, con el tiempo, acabaría siendo el secretario general del PCUS más condecorado de la Historia; más que Stalin.
Lo que es cierto es que la limitación existió, y fue eficiente, puesto que Breznev tuvo que tragar (ésta es la expresión) con que Alexsei Kosigyn fuese jefe de gobierno. Sin embargo, Breznev era mucho Breznev. Si Suslov conocía las sutilezas de las obras de Lenin, él conocía las sutilezas del momio que se había montado a partir de esas páginas hueras. Así las cosas, se impulsó el proyecto de redactar una nueva Constitución, y Breznev se apresuró para nombrarse (ése es el verbo) presidente de la ponencia de dicho nuevo texto legal; a pesar de que, en buena lógica, ese sitio era para el presidente del Soviet Supremo.
Asimismo, Breznev fue nombrado presidente del Consejo de Defensa; un puesto importantísimo a la hora de tomar decisiones de armamento o de designación de mandos que, tradicionalmente, ocupaba el presidente del Consejo de Ministros y, en el caso de que la movida le rayase, el titular de la cartera de Defensa. En otras palabras, Breznev estaba reinventando la vieja prelación del Partido sobre el gobierno; lo hizo porque, así, su labor se reducía a una cosa: consolidarse en el Partido. Algo que sabía hacer muy bien.
En la URSS, mandar, mandar, lo que se dice mandar, mandaban sólo dos personas: una personal, la otra colectiva. Por un lado, estaba el camarada primer secretario general del Comité Central. Por otro lado, estaba el Politburo. Teóricamente (de nuevo, la teoría de Lenin), el sistema estaba estructuralmente montado para que en ningún caso alguno de estos dos actores pudiera conseguir el poder total; sin embargo, esto fue exactamente lo que pasó durante la mayor parte de la vida de la URSS, ya que Stalin tenía una pasión enfermiza por detentar el poder en solitario; y Breznev, su mejor becario, si bien haciendo gala siempre de un talante negociador y demandante de consensos, también dejó claro que, al fin y a la postre, en el Kremlin mandaba él, y sólo él.
En realidad, el gran contrapoder que siempre tuvieron los secretarios generales del PCUS menos uno (Stalin) tenía más que ver con la esencia del sistema creado por Lenin. El sistema creado por Lenin era una selva; un sistema en el que matabas o eras matado, en algunos momentos literalmente, en otros con formas más suaves (retiros forzosos, ceses, etc.); pero, esencialmente, siempre eran lo mismo. Así pues, lo que todo jerifalte soviético hacía, a cualquier nivel, era tratar de colocar a su gente, para así crear un patrimonio de apoyos, por llamarlo de alguna manera, que previniese a los demás a la hora de atacarlo o agredirlo para quedarse con su porción de poder. Lenin siempre pensó que eso generaría un sistema estable; que, a pesar de tratarse de un orden de cosas en el que lo que prima, de forma metafórica o real, es la violencia, llegaría un momento en que las fuerzas se equilibrarían; y la gente dejaría de agredirse por miedo a que la agresión fortaleciese demasiado a algún contrincante. La URSS, pues, era una Mafia. Exactamente igual que una Mafia, se suponía, o Lenin suponía, que alcanzaría un punto en que todos concluirían que era mejor repartirse esferas de poder en lugar de ir a la guerra los unos contra los otros.
El sistema, sin embargo, nunca funcionó así. Y nunca funcionó así porque, dado que el sistema soviético carecía de elementos de mérito que distinguiesen a unos de otros; dado que era un sistema en el que todo lo que había que hacer para ser grande era ser muy, muy marxista, en la URSS todo el mundo con suficiente ambición podía llegar a imaginarse en lo más alto. La URSS, pues, era como una iglesia en la que casi cada párroco soñara con ser Papa. Todo el mundo tenía claro que, no la mejor defensa, sino la única posible, era el ataque. Y, por lo tanto, nadie le era eternamente fiel a absolutamente nadie. Por eso, en realidad, se admiraba tanto a Lenin: porque ya estaba muerto, y se le podía apoyar y santificar sin comprometer el poder propio.
El gran problema de Breznev, pues, era el mismo que había tenido Khruschev (y Breznev, de hecho, era la mejor demostración de ello): en un momento u otro, el tipo al que encumbras al Comité Central, o a la secretaría del Partido en tal obkom, o al Komsomol de no sé dónde, o al ministerio de Cáscamelapo, y no digamos al Politburo; en un momento u otro, digo, ese tipo, que te lo debe todo, te va a meter un cuchillo jamonero por el orto. El gran problema que tenía Breznev era que, si has llegado a la cumbre del poder traicionando a tu mentor, ¿por qué, exactamente, no van a pensar tus subordinados en hacerte exactamente lo mismo?
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