miércoles, septiembre 28, 2022

La forja de España (8): Los motivos de un casorio

La macedonia peninsular

El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia 



Luis XI hizo algo más que ponerse de canto cuando Pedro de Portugal le pidió ayuda para dominar el solar catalán. En realidad, tomó diversas medidas, de intensidad variable, que tendían a favorecer, además de sus propios intereses, los de Juan II de Aragón en los condados del Rosellón y de la Cerdaña. No se trató, desde luego, de una alianza como tal; pero sí de la insinuación de que, por parte francesa, se estaba dispuesto a respetar los viejos pactos.

Aprovechando esta debilidad relativa del señor de Cataluña, Juan II hizo avanzar a sus tropas. Don Pedro quiso avanzar hacia Urgel, donde la presencia aragonesa era más palpable. Salió de Barcelona el 6 de febrero de 1464, pero unas cuatro semanas después regresó sin haber realizado acción alguna de importancia. Juan avanzó y sitió Lérida, ciudad que era suya el 6 de julio. La caída de la capital ilerdense provocó un auténtico ataque de pánico entre los partidarios del portugués. Incluso Juan de Beaumont abandonó la causa de los catalanes.

Entre medias, en realidad, la suerte de Cataluña había quedado prácticamente echada a causa de un acuerdo finalmente alcanzado por el rey aragonés y el castellano. Juan y Enrique acabaron por comprender que tenían un punto en común: los dos estaban en contra del laudo arbitral dictado por Luis XI, que no hacía otra cosa que abrir una cuña por la que pretendía colarse Francia en defensa de sus propios intereses. El 9 de junio de 1464, ambas partes firmaron su propio acuerdo, denominado como de Pamplona, por el que Aragón y Castilla se aliaban contra Don Pedro; es decir, aunque formalmente se juramentaban contra el señor de Cataluña, lo que hacían, en realidad, era posicionarse en contra de Francia.

Al acuerdo político le siguió, como era lógico, la victoria militar. Don Pedro tenía que ser sobrepasado en Calaf porque así son las cosas. Porque los catalanes, se pongan decúbito prono o decúbito supino, carecían de la fuerza suficiente como para ser lo que quieren creer que eran, esto es, una entidad totalmente independiente y con capacidad por sí misma; y porque, en consecuencia, la indiferencia del rey francés los había condenado. El 28 de enero de 1465, Pedro de Portugal fue ampliamente vencido en Calaf, una batalla en la que desenfundaría su espada, por primera vez, Fernando de Aragón. Don Pedro, despojado de sus oropeles, tuvo la valentía de confundirse entre los vencedores, con los que entró cautamente en Prats del Rey.

En Calaf los catalanes perdieron todo su principado oriental. En otras zonas de Cataluña, como el Ampurdán, la suerte era de las partidas de bandoleros, sobre todo del famoso Verntallat, que se declaraban súbditos de Juan II. Los aragoneses, jugando a favor de corriente, obtuvieron ayudas de Nápoles y de Milán, así como la indiferencia genovesa hacia el conflicto. El Papa, presionado por todas estas victorias diplomáticas que le dejaban bien claro de qué lado estaba la pasta, rehusó reconocer a Don Pedro como señor de los catalanes. En realidad, el único aliado de los catalanes fue Felipe el Bueno, el duque de Borgoña, casado con Isabel de Portugal, tía de Don Pedro. Felipe trató de salvar el gañote de su sobrino político tratando de muñir un matrimonio de éste con Margarita de York, hermana de Eduardo IV. Siempre, pues, la política borgoñona de buscar la alianza más allá del Canal para darle por culo al vecino francés.

La situación del señor de Cataluña era muy desesperada. Angustiado y carcomido por el estrés, Pedro cayó enfermo. Se retiró cerca de Granollers a descansar, pero no hizo sino empeorar. Murió el 29 de junio de 1466.

De las dinastías que habían polemizado en el Compromiso de Caspe, ya sólo le quedaba una a los catalanes: la casa de Anjou. Así pues, a pelo puta, los jordis le mandaron un SMS a Renato de Nápoles, tío de Luis XI. De esta manera, los catalanes pretendían regatear la candidatura del rey francés, al fin y al cabo un Anjou él mismo; y, sin embargo, buscaban vincularlo al proyecto, dados los lazos de parentesco con el nuevo príncipe y el hecho de que Luis y Renato, en realidad, estuviesen en muy buenas relaciones.

Juan II hizo lógicamente todo lo que pudo por cortocircuitar esta iniciativa. Pero, claro, para ello contaba con que Luis siguiera respetando los viejos pactos firmados, y eso no es lo que el taimado francés tenía en mente. Harto de idas y venidas, dimes y diretes, Luis XI de Francia se dio cuenta de que su tío Renato era la mejor forma de controlar Cataluña por Bluetooth y, por lo tanto, pensó que era el momento de cortar amarras con Juan el perdedor. Juan, vale, había llegado a un acuerdo con la peligrosa Castilla; pero los acuerdos, esto lo sabe bien un francés, también se hacen para romperse.

Renato de Anjou, de seguro dopado por los ánimos y el apoyo de su sobrino, aceptó la corona de los catalanes, se intituló Rey de Aragón, y, respetando todas las formalidades, designó un lugarteniente en Cataluña en la figura de su primogénito, Juan, duque de Calabria y de Lorena. Renato, como ya había hecho Pedro de Portugal, renunció a portar los títulos de conde del Rosellón y de la Cerdaña. De hecho, aceptó que su hijo Juan adoptase el título de lugarteniente general del rey de Francia en los condados del Rosellón y de la Cerdaña. Juan II de Aragón, sorprendentemente, no reaccionó; ni siquiera revocó su decisión de nombrar a Luis XI su lugarteniente en los dos condados. Así pues, el Rosellón y la Cerdaña pasaron a tener dos lugartenientes: Luis XI de Francia y Juan de Calabria en su nombre.

¿Por qué no hizo nada el rey aragonés? Pues porque dominaba los tiempos. Él sabía que la dominación angevina a ambos lados de los Pirineos no pasaría desapercibida en las cancillerías europeas; así pues, dejó que éstas hiciesen en su lugar. Eduardo IV de Inglaterra quien, como hemos visto, estaba enfrascado en una larga y profunda guerra dinástica, no tenía nada que gustar de aquello, teniendo en cuenta que su rival interno estaba casado con Margarita de Anjou, hija de Renato. Carlos el Temerario, que había sustituido a Felipe al frente de la casa de Borgoña, mantenía claramente su tendencia antifrancesa. Todo esto, por no mencionar a la mitad de los Estados italianos, que preferían a Fernando de Nápoles que a un Anjou al frente del rico reino sureño. Mal que le pese a los catalanes, que para mí que ni se pararon a pensar en esto cuando invitaron a Renato a ser su rey, la cuestión de quién mandaba en Barcelona pasó de ser un tema local entre la gente de Caspe a ser un tema de gran importancia internacional. Y siempre que un conflicto local se internacionaliza, la consecuencia es que pierdes por completo la capacidad de controlarlo y, además, las apuestas aumentan de que la solución final sea una componenda entre tipos que no son tú.

Juan de Calabria tenía la misión de recuperar el control efectivo sobre la Cataluña perdida en el campo de batalla. Su primer objetivo fue Gerona, pero fracasó. Sin embargo, sólo era el primer asalto. Pidió y obtuvo ayuda de Francia, de donde llegaron Juan V de Armagnac y Ferry de Lorena (que digo yo que llegaría en barco). Así dopadas, las tropas consiguieron batir a Fernando de Aragón. Sin embargo, pronto el rey Luis tuvo necesidad de recuperar las tropas de Juan V; casi al mismo tiempo, el conde de Vaudemont sufrió una importante derrota en San Juan de las Abadesas, cerca de Vich.

La repentina debilidad francesa en el teatro catalán tenía su razón de ser. El rey Luis se enfrentaba a una rebelión feudal en otros puntos de su solar. Francisco II, el duque de Bretaña, se erigió en portavoz de los señores y, no se sabe muy bien si por razones personales o porque así se lo sugirió Juan de Aragón, exigió al rey Luis que por la parte real el negociador fuese Juan de Calabria; algo que, lógicamente, suponía arrebatarlo del teatro catalán.

El lugarteniente de Cataluña fue, efectivamente, llamado a las negociaciones, que culminaron en el tratado de Ancenis (10 de septiembre de 1468). El rey francés, sin embargo, estaba en una situación muy comprometida, atacado ahora por los borgoñones. El 14 de octubre de aquel año, cercado en Péronne por las tropas de Carlos el Temerario, debió aceptar, para salvar el gañote, muchas de las reivindicaciones que le planteaba el borgoñón y, en la práctica, desentenderse del tema catalán.

Era el momento del rey aragonés. Juan labró una rápida alianza con el rey inglés Eduardo IV, y con Borgoña apenas unas semanas después. Incluso se le unió la casa de Armagnac, que en el ínterin había reñido con Luis.

Es en el marco de estos movimientos bélico-diplomáticos, cosidos por Juan de Aragón para lograr aislar a los franceses de su decidida intención de correr la raya de Francia hasta el Ebro, como hay que entender la finalmente exitosa política del rey de Aragón en Castilla.

El casamiento de Fernando e Isabel, en este sentido, está lógicamente muy lejos de ser ese gesto presciente que pretende la historiografía nacionalista; el gesto de alguien que, por así decirlo, quiere crear la nación española. Lo que estaba intentando Juan de Aragón era, más bien, salvar la nación aragonesa. Sabía bien que en el Mediterráneo occidental había dos piezas: Francia y Castilla, que estaban cada día más destinadas a guerrear entre ellas, pero que todavía, por así decirlo, podían llegar a entenderse. Pero el entendimiento de Castilla y Francia habría de pasar, necesariamente, por el desmembramiento de Aragón, pues las diferentes tierras aragonesas parecían, de cuando en cuando, destinadas a ser la almoneda en la que se negociase un acuerdo estable de ámbitos de influencia entre dos grandes poderes. Justo antes de las alianzas diplomáticas conseguidas por Juan II con Inglaterra y Borgoña, a finales de septiembre de 1468 se había producido el acuerdo que ya conocemos, conocido como de los Toros de Friendo (que sí, coño, que es Guisando; deja de buscar ya), por el cual Enrique reconocía que Castilla le debía vasallaje a su hermana Isabel a su muerte. Los tiempos son importantes y ayudan a entender las cosas. En el momento en que Juan II comienza a labrar la idea de que su hijo se case con la heredera del trono de Castilla, todavía no ha domeñado la rebelión catalana; todavía, cuando menos formalmente, Renato de Anjou es el monarca de los catalanes, Juan de Calabria es su lugarteniente, y Francia es el inquietante valedor de todo aquello. En su origen, ese acuerdo matrimonial es una especie de pacto de pícaros en el que todos creen estar sacando jugo del otro: Isabel cree que la alianza con Aragón consolidará su propia posición en la guerra dinástica, mientras que Juan defiende la solución para que Castilla le ayude a consolidar el poder sobre sus territorios. ¿Esto nos lleva a la conclusión de que la forja de la nación española se produce por el concurso, como contrapoder peligroso, de Francia? Pues la verdad es que sí. La unión de Castilla y Aragón es la unión entre una nación inquieta y una nación inquietada; y Francia es el fautor de esa desconfianza y ese miedo. De hecho, yo creo que esto, mucho más que el argumento de que tuviese su propia casa real, es lo que explica que Portugal, una nación que con un atlas en la mano debería haber formado del proyecto centrípeto ibérico, no lo hiciese ni sintiese necesidad en ello. Portugal, un proyecto nacional larvado en la alianza estratégica con el inglés, no sentía el aliento gabacho en su nuca. Tenía la sensación, que de alguna manera sólo desmentiría Napoleón (que para ello necesitó de la complicidad española), de que, antes de que los franceses lograsen cruzar toda la península para llegarse hasta Tras os Montes o el Algarve, a los ingleses les daría tiempo de mandarles un Wellington. En esas circunstancias, y, con el tiempo, un imperio a sus espaldas bailando la samba y pagando impuestos, los portugueses no sentían la sensación de fusionarse con nadie.

El rey francés, obviamente, trató de romper ese acuerdo. Envió a Castilla a Jean de Jouffroy, el cardenal de Albi, uno de sus más hábiles diplomáticos, para labrar una candidatura alternativa al matrimonio con Isabel en la persona de Carlos de Francia. Aquella era una vieja idea que había sido ya rechazada, y lo fue de nuevo. Además, da la impresión de que el rey francés estuvo tardano en darse cuenta de que los movimientos orquestales de Juan de Aragón se habían desplazado de Cataluña a Castilla. Llegó tarde a la apuesta, en un momento en el que los jugadores ya se guardaban los dados.

Juan de Aragón, además, encumbró a su hijo. Primero, porque era un hombre enfermo que despertaba susceptibilidades entre sus propios súbditos sobre su verdadera capacidad de gobernar. Su necesidad de demostrar la contrario era tan grande que incluso se sometió a una operación de cataratas (a lo vivo). El gesto más importante fue nombrar a su hijo Fernando rey de Sicilia y lugarteniente de los Estados aragoneses: a todas luces, quería enviar el mensaje claro a la nobleza castellana de que el matrimonio de Isabel era el matrimonio con un rey, no con un aspirante a rey o sucesor de rey.

Luis XI, bastante sacudido el dogal de los borgoñones, volvió a la carga en Cataluña. Envió tropas nuevas pero, de nuevo, otra rebelión feudal contra él le obligó a repatriarlas. No eran momentos para grandes alharacas. Francia tenía en contra a una alianza anglo-borgoñona (que Carlos el Temerario, casado con Margarita de York, la antigua candidata a casarse con Don Pedro, echaría a perder como ya hemos contado aquí y aquí; pero eso el rey francés todavía no lo sabía); Bretaña y el Mediodía francés estaban prácticamente alzadas en armas contra París. Juan de Calabria se batía como podía pero, en diciembre de 1470, le sobrevino una apoplejía de la que falleció el día 16.

Con la muerte de Juan de Calabria, los catalanes perdieron a uno de sus lugartenientes más amados. Desde luego, pocas veces un lugarteniente real o un rey con poder sobre Cataluña se ha mostrado más respetuoso con los fueros catalanes. El nuevo lugarteniente fue su hijo, Nicolás, marqués de Pont-à-Mousson, quien ni siquiera podía venir a Cataluña a recoger el nombramiento porque estaba atascado en unas movidas en Lorena. Renato, por otra parte, estaba lejos, y era ya demasiado viejo. Así las cosas, el jefe real de Cataluña era Hugo Roger, el conde de Pallars.

Aragón, sin embargo, tenía un plan. El bastardo Alonso de Aragón y el conde de Prades, comandantes de la tropa, estaban convencidos de que lo que había que hacer era no aceptar una guerra de muchos pocos, tomando presidio tras presidio; sino acciones basadas en un avance rápido que se fijase en los grandes centros de poder catalán. Así pues, su principal esfuerzo fue sitiar Barcelona. Una vez fijado el teatro de la capital, y sólo entonces, comenzaron a realizar acciones en ciudades más pequeñas. Eso, más el cansancio de guerra de los catalanes, fue lo que acabó inclinando la balanza del lado aragonés. Cataluña, en efecto, no le había dado la espalda a su revolución; pero empezaba a estar cansada de la involución permanente, la distorsión de la vida común, que había supuesto, y seguía suponiendo meses o años después. En la guerra, como en la economía y como en todo, el estado de moral es lo más importante. Cada vez más, sobre todo durante los años 1471 y 1472, los enfrentamientos militares se convirtieron más en enfrentamientos entre unas tropas aragonesas que creían en lo que hacían y tenían el optimismo del vencedor, y unos resistentes catalanes que se dejaban seducir por la idea de acabar con todo aquello de una vez y regresar a sus vidas. Barcelona quedó plenamente bloqueada por los aragoneses el 12 de abril de 1472. La combinación de las flotas aragonesa y napolitana, además, garantizaba para entonces que la ciudad no podría ser alimentada por mar. Los aragoneses se limitaron a vigilar las puertas, a pelear lo justo, y a esperar que el hambre dictase la capitulación.

3 comentarios:

  1. Disculpe Usted.
    El samba bailarían, que esa es la música lusitana. La zamba es un aire musical argentino con alguna presencia en Bolivia y el Uruguay.
    De todos modos no desacredita el resto, en cierto modo está haciendo referencia a la mitad de nuestras raíces hispanoamericanas.
    Saludos.
    Lizardo Sánchez, Córdoba.

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