viernes, junio 04, 2021

Watergate (4): Breznev y los prisioneros de guerra contraprograman el Watergate

  ... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica

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Breznev y los prisioneros de guerra contraprograman el Watergate
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El comité volvió a reunirse en la tarde del martes 22 de mayo para seguir con McCord. Para entonces, todo el esfuerzo hecho con Odle se había ido a la mierda. Piénsese, por ejemplo, que el volumen negociado en la Bolsa de Nueva York se redujo significativamente; entonces, el comercio de acciones electrónico no existía, todo se hacía en persona; y, en las últimas horas de la negociación, los traders simplemente desaparecían del parqué y se iban a buscar alguna tele portátil para seguir atendiendo al espectáculo que tenía a los americanos mesmerizados. Algunas universidades, empeñadas en que asistir a las sesiones era una lección de urbanidad, directamente suspendieron las clases.

La inmensa publicidad del caso Watergate comenzó a provocar víctimas inesperadas. Un congresista de Maryland, William O. Mills, había escamoteado al conocimiento público, según se publicó, una aportación de 25.000 dólares a la campaña de reelección de Nixon que, según la legislación de su Estado, debía ser de conocimiento público. Apareció en su casa, con un tiro de su propia arma en la cabeza. Dejó siete notas de suicidio (indicio de lo mucho que se lo pensó) en las que, básicamente, venía a decir algo totalmente cierto: no había hecho nada que fuese un gran delito. Sin embargo, enfrentado ante el hecho de que no podía demostrar que no había tenido mala fe, prefirió suicidarse.

Nixon hizo pública una declaración el 17, es decir el día que comenzaron los hearings. El presidente soltaba sedal. Admitía que, entre 1969 y 1971, había autorizado un programa de escuchas “de situaciones específicas relacionadas con la seguridad nacional”. En 1971, continuaba, se había creado una Unidad Especial de Investigación en la misma Casa Blanca. Todo había sido legal, todo había seguido la ley y, además, de no haberse hecho, sugería, Estados Unidos habría sufrido gravísimas consecuencias. La seguridad nacional de toda la vida, pues.

Lo de las escuchas llegaba tarde. No era sino la reacción a la publicación por parte de uno de los reporteros más importantes del caso Watergate, Seymour Hersh de Time. Eran, dijo Nixon, escuchas “legales bajo la autoridad entonces existente” y necesarias para salvar las negociaciones para terminar la guerra de Vietnam y limitar las armas nucleares. Sin embargo, tan pronto como el día 21 de mayo, un senador, Stuart Symington, puso serias dudas sobre esa versión: reveló un documento realizado por un miembro del equipo de la Casa Blanca, Tom Charles Huston, que recomendaba la investigación de inteligencia sobre ciudadanos estadounidenses; esto es, recomendaba que la Casa Blanca conculcase la ley.

Nixon contestó que ese plan había sido un plan de emergencia, causado por los enfrentamientos violentos entre la policía y guerrillas urbanas; pero que había sido desechado apenas cinco días después de haber comenzado. Sobre la unidad especial de investigación, los coloquialmente conocidos como Los Fontaneros, dijo que era necesaria para controlar ciertas filtraciones de información sensible que se estaban produciendo desde la sede del gobierno federal. Sobre la entrada en las oficinas de otros, como los demócratas, nunca supo nada, dijo. En todo caso, insistió en que todo lo que había hecho había sido dentro de la legalidad. Ya sabéis: todas mis decisiones cuentan con el aval de los expertos y el consenso científico que luego resulta que nunca existió, y tal y tal. Nihil novum sub solem.

El 19 de mayo, el nuevo designado para ocupar el puesto de Fiscal General, Elliot Richardson, que había adquirido esa condición en el discurso del presidente del 30 de abril, nombró a Archibald Cox, su antiguo profesor en Harvard, como el fiscal independiente para el caso Watergate. Richardson aseguró que su fiscal sería totalmente independiente; pero ya sabéis que en cuestión de fiscales generales, eso nunca es del todo cierto. Ya lo dijo Pedro Sánchez: “¿quién nombra al fiscal general? Pues eso”. Pues eso: Richarson retuvo explícitamente el derecho de cesar cuando le pareciese conveniente al fiscal especial. La Prensa hizo tiras de beicon con él y se las desayunó con huevos revueltos. Cox apareció en una rueda de prensa diciendo que sí, que él era independiente de la muerte; pero eso también sabemos que significa más bien poco.

La Casa Blanca, en todo caso, estaba totalmente decidida a contraprogramar las comparecencias en la Comisión parlamentaria. Una semana antes de que comenzasen, de hecho, había anunciado la visita del camarada primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, Leónidas Breznev, a los Estados Unidos. La visita se programó para junio, por lo que la propia visita iba a contraprogramar el primer aniversario de las detenciones en el Watergate. Asimismo, el día 24, el mismo día que Richardson era confirmado como Fiscal General en el Senado por 83 votos contra dos, los prisioneros de guerra liberados en la Operación Homecoming se presentaron en Washington en una demostración patriótica. El día tuvo de todo: un discurso del presidente a una especie de delegación de 500 antiguos prisioneros y, después, un almuerzo monstruo debajo de una carpa con los colores de la bandera estadounidense.

Pero la rueda seguía rodando. Bernard Baker, uno de los cuatro ladrones, explicó que la operación se la habían presentado como una operación de seguridad nacional, que habría sido ordenada, le dijeron, por “alguien por encima del FBI y la CIA”. Baker era un veterano de la segunda guerra mundial. Un senador le expresó su extrañeza de que alguien de su condición se hubiese avenido a realizar un acto ilegal; Baker respondió diciendo que las personas que les habían ordenado representaban para ellos la liberación del pueblo cubano; y se definió, tanto él como sus compañeros, como “gente normal que realmente pensábamos que Cuba tiene derecho a ser libre”.

Como suele ocurrir en estos casos, la realidad se mostró tozuda en contra de los propósitos de la Casa Blanca. Nixon y sus estrategas buscaban que la promenade de Washington ocupase la totalidad de los titulares esos días. Sin embargo, con el kilo de carne a tres dólares en muchos mercados, y con la realidad, ampliamente conocida, de que las perfectas parejas formadas por los prisioneros de guerra retornados se estaban disolviendo a una tasa abracadabrante (el 38%), la América perfecta que diseñaba la estrategia de Nixon no aparecía por ningún lugar. En los últimos días de mayo, la noticia más publicada por los medios fue que un coronel, Theodore Guy, había formalizado acusaciones contra ocho compañeros de presidio. Un miembro de un Comité del Congreso contestó demandando al propio Guy. El fondo de la cuestión era una historia sobre la presunta formación de un comando de prisioneros bajo la presión de sus captores, que el demandante de Guy consideraba una trampa para esconder un feo asunto de colaboración con el enemigo.

En consecuencia, cuando más necesitaba Nixon que el mundo de los POW apareciese como un bucólico grupo de colegas cantando canciones de Los Manolos, todo el país pudo saber que, en realidad, las rencillas entre ellos alcanzaban unos niveles superlativos. En días posteriores, un antiguo prisionero llamado Edward A. Brudno apareció muerto con una bolsa de plástico en la cabeza. Su rabino dijo: “cuando regresó, se encontró con que la mujer inocente e inmadura que había dejado atrás ya no era tal, y no pudo soportarlo”. Asimismo, añadió, el veterano de Vietnam no veía lógica en su esfuerzo y sacrificio si ahora resultaba que había un acercamiento con China.

Los itinerarios turísticos en Washington paraban ya en el juzgado del juez Sirica. Una encuesta nacional realizada el 28 de mayo desveló que el 81% de los estadounidenses consideraba que el nivel de corrupción existente en Washington era serio.

En 1973, además, Estados Unidos estaba enfrentándose a un problema que, con los años, se demostraría como especialmente problemático: la energía. Aquel año, Des Moines, en Iowa, había legado a consumir todas sus reservas de combustible para calefacción. En Denver, las escuelas tuvieron que decretar tres días de vacaciones para poder ahorrar un fuelóleo que prácticamente no tenían. En primavera, las cosas no mejoraron. En San Antonio, Texas, el suministro de gas fue recortado en un 67% y la ciudad regresó a los oscuros tiempos del siglo XIX, de la que sólo salió gracias a la solidaridad de otros Estados. En Virginia Occidental, Illinois y Mississippi, las fábricas cerraban por docenas ante la imposibilidad de tener la energía necesaria, o no poder pagarla.

Uno de los asesores de Nixon, Peter Flanigan, salió en la palestra pública prometiendo que “los Estados Unidos no están abocados al frío, la oscuridad y la bicicleta”; teniendo en cuenta la pobrísima confianza que para entonces tenía el americano medio en su Administración, la gente se tomó aquello como cuando el doctor Simón habla de incidencias marginales o de contagios apenas perceptibles. Durante aquel mes de junio, 10.000 gasolineras en todo el país tuvieron que cerrar. Las que permanecieron abiertas comenzaron a imponer una contingentación de 10 galones por vehículo.

Para los estadounidenses, todo aquello era nuevo. América, además de la tierra de las oportunidades, había sido siempre la tierra de la energía barata y fácilmente accesible. Precisamente esa situación fue la que llevó a muchos a analizar que, en realidad, las víctimas del encarecimiento de la energía eran también culpables de lo que estaba pasando. Fue entonces cuando surgió con fuerza la idea de un consumo excesivo de energía como, por así decirlo, amoralidad económica; las raíces, pues, de lo que hoy conocemos como sostenibilidad. Las noticias sobre miles y miles de peces muriendo en lagos, pájaros también apareciendo muertos, etc., comenzaron a tener mucha más valoración por parte de la opinión pública, curiosamente mezcladas con otros sucesos escasa o nulamente relacionados, pero que compartían la característica de ser sucesos de la naturaleza y ser impresionantes: volcanes en Islandia, terremotos en Centroamérica.

El Club de Roma, una reunión de científicos en buena parte patrocinada por el MIT, publicó un texto seminal, Limits to growth, donde se puso por primera vez negro sobre blanco, o cuando menos fue una de las primeras, la teoría básica según la cual el hombre (curiosamente, en este tipo de afirmaciones acusatorias, nadie pide que se escriba “el hombre y la mujer”) es responsable de auto restringir su crecimiento por el bien del planeta. El informe se basaba en simulaciones hechas por ordenador que anunciaban el colapso total de la civilización mundial en, en el mejor de los casos, el año 2100. Otro best seller de la época, The population bomb, escrito por Paul Elrlich, vaticinaba que muy pronto centenares de millones de personas morirían de hambre (bastante más cierto es que el crecimiento de los últimos cincuenta años ha rebajado los niveles del hambre mundial a mínimos históricos; pero, en fin...)

Hija también (y nunca mejor dicho) de esta ideología basada en la “economía del no crecimiento” es la planificación familiar, entendida no como el uso de herramientas que permitiesen disfrutar del placer sexual sin pensar en el embarazo, sino como la decisión consciente de no tener hijos. Aquel 1973, en los círculos pijos del Este de los Estados Unidos, se puso muy de moda casarse y anunciar la decisión de no tener hijos.

Así las cosas, la austeridad se convirtió en el principal argumento de gestión del momento. La Environmental Protection Agency, recién creada por Richard Nixon, comenzó a proponer controles para controlar la contaminación, que incluían la reducción del tráfico rodado en algunos lugares como Nueva Jersey de hasta el 60% en cuatro años (a ver si os vais a creer que la Agenda 2030 es un invento del siglo XXI...) Jimmy Carter, en Georgia, obligó a la policía a conducir sus coches a menor velocidad (orden que fue saludada con aplausos por parte de los quinquis a los que perseguían) y obligó a los trabajadores públicos a tomar las escaleras para desplazamientos de dos pisos o menos.

El panorama para la derecha republicana no era nada alentador. En realidad, como ya se ocupaban de recordar algunos de sus ideólogos, todas las ideas nuevas en la política estadounidense provenían de la izquierda liberal demócrata, cuando no de más allá (Ralph Nader y su activismo consumerista, sobre todo). En ese momento en el que tan necesaria era una reacción (reacción que, de alguna manera, quedaría embalsada hasta la llegada de Reagan), la figura del presidente pasaba por horas tan bajas que incluso la Prensa llegó a publicar que algunos grupos de congresistas republicanos estaban comenzando a discutir informalmente la posibilidad de Nixon dimitiese para ser sustituido por su vicepresidente, Spyro Agnew (otro que tal, como veremos pronto).

Las nuevas sesiones en el Comité parlamentario quedaron fijadas para el 5 de junio. Para entonces, la Prensa estadounidense, y con ella la opinión pública, tenía claro que la Casa Blanca estaba paralizada. Sobre los hombros del presidente Nixon pesaba, sobre todo, el gran pecado de su intención de hacer eso que se suele denominar engañar a todos todo el rato: había hecho cuatro declaraciones públicas sobre el caso Watergate, y las cuatro eran incongruentes entre ellas (como si estuviera intentando justificar el rescate de una aerolínea, o un extraño encuentro, con muchas maletas de por medio, en la tranquilidad nocturna de un aeropuerto internacional). La Bolsa, que ya se sabe que está siempre cotizando el futuro, estaba bajo mínimos. La capacidad del gobierno de obtener apoyos a través de sus éxitos en política exterior se había diluido.

Y eso no era nada más que el principio de los problemas. El rumor de moda durante esos días era que John Wesley Dean III estaba tratando de llegar a algún tipo de acuerdo antes de testificar frente al Comité Ervin.

Y eso era un movidón que te cagas.

2 comentarios:

  1. Anónimo9:38 a.m.

    "El Club de Roma, una reunión de científicos en buena parte patrocinada por el MIT..."
    Llámalo la Iglesia de Malthus. Y ahí siguen, impartiendo homilías.
    Ah, y Fernando Simón no es doctor.
    Eborense, farmakós

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    1. Personalmente diría que los datos nos dan a entender que, si no tenemos cuidado, puede haber consecuencias ambientales graves a largo plazo. Ahora bien, estoy de acuerdo en que todo eso está por desgracia teñido de un culto entre supersticioso y newager (que es ser un meapilas pero con coronas de florecillas) realmente espantoso, en absoluto científico y de un pretencioso que da pena. No hay más que ver cómo ha cambiado, para mal, la palabra "ecología".
      Que además algunos de los responsables de ese asunto, como el del librito neomalthusiano (¡Manda huevos a estas alturas!) no reconozca los errores de sus predicciones, sino que además afirme que fue optimista no ayuda en nada, por supuesto.

      Respecto a Simón, en efecto, no es doctor. Es licenciado en medicina, pero se especializó en epidemiología. Lo de confundir "doctor" con médico es análogo al uso de "licenciado" en algunas zonas de Latinoamérica como sinónimo de abogado.

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