... y, al final, alguien escuchó al juez John Sirica
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El día 17 de abril, un Richard Nixon que o no quiso o no pudo ocultar su aspecto cansado y tenso realizó una intervención en televisión desde la sala de prensa de la Casa Blanca. Se limitó a leer unas cuartillas que contenían tres minutos de material jurídico. Entre las cosas que dijo, informó a los estadounidenses que el 21 de marzo anterior, a causa de “cargos muy serios” de los que había tenido conocimiento, ordenó una serie de investigaciones sobre el tema Watergate. Afirmó, asimismo, que se habían hecho “verdaderos progresos” en la investigación de la verdad. Luego, abandonó la sala y su portavoz, Ronald Ziegler, fue quien se quedó para atender a la Prensa. Los periodistas no paraban de preguntar sobre las evidentes contradicciones entre las declaraciones anteriores de Nixon y la de aquel día. ¿A cuál deberían creer? Fueron dieciocho preguntas seguidas sobre el mismo tema; ninguna sobre otro. Ziegler, finalmente, pronunció unas palabras que se harían famosas: this is de operative statement; the others are inoperative.
Con total desparpajo, Ziegler (quien luego haría carrera como lobista, murió en el 2003) había inventado una nueva categoría de declaración pública: la declaración pública no operativa. ¿Que algún día dije que la COVID sólo provocaría en España uno o dos contagios? ¿Qué algún día dije que indultar a unos golpistas era caca? Bueno, es que aquella fue una declaración no operativa...
Parece bastante evidente que Nixon hizo aquella declaración con la extraña e incomprensible intención de quebrar de una vez por todas el caso Watergate y hacerlo desaparecer. Durante las siguientes dos semanas, permaneció encerrado en su despacho oval. Sin embargo, para entonces el 41% de los estadounidenses creía ya que lo que los cuatro asaltantes estaban haciendo en el complejo Watergate era tratar de colocar micrófonos para espiar a los demócratas; y que el entonces candidato lo sabía.
A finales de aquel mismo mes de abril, la intención del presidente de no volver a tocar el tema Watergate era ya claramente imposible. Así pues, regresó el presidente a las pantallas de los estadounidenses, con la campanuda frase “esta noche quiero hablaros desde mi corazón”. Había un problema: por fin, había un problema. Varios de sus asesores más cercanos, “incluidos algunos de mis amigos de mayor confianza”, habían sido acusados de actividades ilegales durante la campaña de 1972. “La consecuencia inevitable de estos cargos”, continuó, “ha sido lanzar dudas muy profundas acerca de la integridad de la Casa Blanca”.
A continuación, llegó el clásico de todos los políticos en la cúspide. Nixon confesó que la primera noticia que había tenido sobre aquel cafarnaún la había recibido estando el Florida descansando de su visita a Moscú (referencia necesaria a su éxito diplomático, esto es, a uno de los elementos de su gobierno mejor valorados). Afirmó que se había quedado pijarriba, que había ordenado una investigación interna, en la cual se le había asegurado varias veces que ningún miembro de su Administración había estado implicado en la mierda. Había sido a causa de estas seguridades, que había recibido de personas en las que tenía una total confianza, por lo que, en las semanas anteriores, había dado por falsas las historias publicadas por la Prensa. O sea, lo de siempre: la culpa es siempre del cha-cha-chá.
El día 21 de marzo, sin embargo, le había llegado información suficiente como para convencerse de que “le habían engañado”; que entonces era cuando había encargado una nueva investigación que reportaría directamente a él.
En otras palabras: el Presidente se ponía al frente de la manifestación y exhibía el inmortal “no me temblará la mano”. El martes niegas que tu ministro sea un chorizo, y el miércoles te eriges en Campeón Mundial de la Lucha contra el Choriceo Ministerial.
La cosa no terminó ahí. El caso Watergate, aunque todavía estaba en sus pañales, ya era lo suficientemente grande como para que con Gray no llegase en la nómina de víctimas. Nixon informó de que, con profundo dolor de su corazón, había aceptado la dimisión de dos de sus asesores más cercanos, Bob Haldeman (fallecido en 1993, tras el Watergate se convirtió en un próspero hombre de negocios en Florida) y John Ehrlichman (fallecido en 1999, Ehrlichman escribiría varios libros sobre el Watergate, descargando su inquina contra Nixon por no haberle indultado ya que, como Haldeman, acabó condenado; e incluso realizó un documental con Tom Clancy que, que yo sepa, nunca se ha emitido. Una empresa de helados llegó a contratarlo para hacer un anuncio en televisión, que tuvo que retirar por las protestas de los consumidores). A la hora de explicar sus dimisiones, también tiró Nixon de otro clásico de las mierdas Gürtel-ERE: no dimitían porque fuesen culpables, sino para restaurar la confianza de los estadounidenses en sus instituciones. Que es, debo confesarlo, y cuando menos en mi opinión, el más subnormal de todos los argumentos que uno se puede encontrar en medio de un caso de corrupción, pues no veo en qué va a limpiarse una institución a base de deshacerse de personas inocentes que no han hecho nada.
Nixon anunció también que había aceptado la marcha de su Fiscal General, Richard Kleindienst (regresó a la actividad como abogado, no exenta de denuncias y movidas; murió en el 2000); de nuevo, no porque hubiera hecho nada malo, sino porque era muy cercano a las personas que estaban salpicadas por el escándalo. Y, como quien no quiere la cosa, también anunció la dimisión del oscuro John Dean, aunque de éste no dijo nada.
A continuación, la zorra le aseguró a los estadounidenses que llegaría adonde tuviese que llegar para investigar la masacre de las gallinas; pero, eso sí, eso no le iba a desviar de objetivos como “evitar una guerra nuclear que destruiría nuestra civilización tal y como la conocemos”. O sea, un poco lo de Samuel L. Jackson en La Jungla II: “soy el dios Zeus, el de no me toques los cojones que te meto un rayo por el culo”. A partir de ahí, ya todo fue farfolla sobre la necesidad de garantizarle un mundo en paz a nuestros hijos, y toda esa mierda. Incluyendo, por supuesto, la promesa de to make this country be more than ever a land of opportunity. Fuera de los Estados Unidos, esta adoración nacionalista suele sustituirse por conceptos sociales, conseguir la igualdad, la niña de Rajoy por fin feliz, nadie se queda atrás, ese tipo de caralladas.
Por muy descaradamente manipulador que fuese el discurso de Nixon, no hay que olvidar que se produjo en un momento diferente de éste en el que yo escribo: Estados Unidos era un país desesperado por la crisis económica, un país que quería creer; y que tenía mucha menos información sobre el caso Watergate de la que tenemos nosotros. Esto quiere decir que el discurso le funcionó bastante bien a Nixon en el campo oficial. La Prensa sólo encontró a dos políticos de renombre que afirmasen claramente que no habían tragado, ambos demócratas: John G. Gilligan, el gobernador de Ohio, de tendencias izquierdistas; y Jimmy Carter, gobernador de Georgia.
En el campo no oficial, las cosas no fueron tan bien. Tras el discurso de finales de abril, la popularidad del presidente no tardó en caer por debajo del 50%; ese umbral por debajo del cual la Casa Blanca entra en pánico. Pero es que la mierda seguía lloviendo. John Mitchell, ex Fiscal General durante el primer mandato de Nixon que había dimitido en 1972 para dirigir su campaña, y Maurice Stans, antiguo secretario de Comercio y fund-raiser del presidente, fueron investigados. El 17 de mayo, para colmo, iban a comenzarse a retransmitir en televisión las comparecencias en la comisión de Sam Ervin.
Sam Ervin era un tipo que andaba sobrado de criterio propio y que tenía una importante formación constitucionalista; esto último es más que probable que fuese lo que le otorgase la presidencia de aquel subcomité que se haría tan famoso e importante. Comenzó su labor poco a poco, convocando para declarar a un joven de 29 años, Robert C. Odle, quien había sido gerente en la oficina de reelección de Nixon. Odle se descubrió como un puto coñazo. Hizo lo que se le pidió, esto es, describir los esquemas de captación de fondos de la campaña de Nixon. Pero lo hizo de una forma tan meticulosa, parándose en detalles insulsos, y con una voz tan monocorde, que hasta el propio Ervin acabó abriendo su mandíbula en un impresionante bostezo que todo el mundo pudo ver al día siguiente en los periódicos. Yo creo que fue algo claramente preparado. Aquéllos que querían matar el partido necesitaban, como primera providencia, que las audiencias de Ervin no se convirtiesen en un espectáculo buscado y esperado por los estadounidenses con tiempo de colocarse delante de la televisión. Necesitaban lanzar el mensaje de que todo aquello no iban a ser sino comparecencias interminables dedicadas a estudiar detalles insulsos. Odle hizo su papel (Odle tuvo una larga carrera en la Administración, pues fue rescatado por Ronald Reagan; y a mediados de los noventa se integró en un importante bufete de Washington, en el que se retiraría en el 2015. Falleció el 2 de octubre del 2019).
Al día siguiente, sin embargo, la cosa ya cambió algo. De forma bastante inteligente, creo yo, Ervin convocó a James McCord; el de la carta. A pesar de todo el miedo que tenía, el testigo levantó el interés del país, sobre todo al describir una escena: su encuentro con un antiguo funcionario de la Casa Blanca, entonces director adjunto de investigación criminal el Bureau of Alcohol, Tobacco and Firearms: “algún tiempo después de salir de la cárcel, en julio de 1972, encontré una carta en el buzón de mi casa y, cuando la abrí, había una nota de Jack [Jack Caufield] que decía: ve a la cabina de teléfonos de la Ruta 355 cerca de tu casa. Me fijaba tres momentos alternativos en los que podía ir a recibir la llamada”.
Aquello fue demoledor. Las gentes del Watergate se comportaban como asesinos de The Godfather.
Cuando McCord acudió al teléfono, “un amigo de Jack” le informó de que seguirían en contacto. En el mes de octubre, el informante le informó de que los encausados en Watergate se iban a declarar culpables e iban a ir a prisión; pero que sus familias recibirían ayuda financiera y no les faltaría de nada; además, pasado un tiempo recibirían un perdón ejecutivo y tendrían un empleo esperándoles. McCord aseguró que él se había negado a jugar ese juego, y que estaba convencido de que la Casa Blanca le había pinchado el teléfono de su casa.
McCord había mantenido una entrevista en persona con Caufield (muerto en el 2012, tras todo el escándalo abandonó la Policía y se colocó en una fábrica en Yonkers propiedad de un amigo de Nixon), en la segunda planta del aparcamiento George Washington. Ante una audiencia que lo escuchaba hipnotizado, McCord dijo que Caufield le aseguró “que le tenía que dar el mensaje de que se aplicaría sobre él el indulto ejecutivo desde los niveles más altos de la Casa Blanca. Y le dijo que el Presidente Nixon estaba informado.
Siempre según McCord, Caufield siguió presionándolo porque él siguió negándose a declararse culpable. Le vino a decir que la cosa era seria, que el gobierno podía caer, y que todo dependía de él. La noche antes de oír su sentencia, Jack le llamó una vez más “y me dijo que la Administración me proveería con 100.000 dólares si yo le podía dar la información de algún intermediario que pudiera proporcionarlos”. McCord no contestó y, dijo, desde entonces no había vuelto a saber nada de Jack.
McCord fue más allá. Le contó a los senadores, a los estadounidenses y al mundo, que, en una reunión en el despacho del Fiscal General, se había planificado el espionaje sobre los demócratas; que en esa reunión Gordon Liddy había propuesto que se destinasen 450.000 dólares a la movida. Y, lo que es más importante, a la hora de contestar sobre quién era el autor intelectual de aquel plan, dio un nombre que era una bomba: Charles Colson, el principal asesor del presidente. También dijo, por cierto, que lo que estaban haciendo los cubanos el 17 de junio de 1972, cuando los trincaron, era realizar una segunda incursión, puesto que ya habían entrado meses antes; algunos micrófonos, sin embargo, habían dejado de funcionar, y tenían que sustituirlos.
McCord le dijo a los atribulados senadores que, la verdad, no podían creer, lo que habían escuchado, que él había hecho todo aquello porque creía estar bajo las órdenes del Fiscal General. Dijo que en ese momento había, en ciertos niveles de la Administración, presuntos informes de inteligencia según los cuales había determinados grupos de izquierdas, vinculados a la figura de McGovern, que habían decidido pasar a la acción violenta, y pensaba que todo aquello estaba justificado por la necesidad de controlar aquello. O sea, el célebre, manido, éste es un asunto de Seguridad Nacional que suele dejarnos con un palmo de narices hasta el episodio siguiente.
Aunque el testimonio de McCord pilló a la mayor parte de los senadores con el pie cambiado, pues no esperaban algo tan fuerte, nadie pudo evitar en aquella sala que la sesión terminase presidida por dos preguntas: ¿quién era la alta autoridad que estaba dispuesta a garantizarle el indulto y un curro a los acusados? Y, sobre todo: ¿por qué tenía tanto miedo McCord? ¿A qué se enfrentaban, exactamente, los que no quisieran seguir la senda marcada por el maniobrero Jack Caufield?
18 de mayo de 1973. El día que el mundo empezó a pensar: si anda como un pato, tiene pico de pato y plumas de pato, lo mismo es que es un pato.
Creo que te puede gustar bastante esta entrada en la que SuperSantiEgo comentó un libro de Philip Roth que criticaba ferozmente a Nixon ANTES de todo este follón:
ResponderBorrarhttp://www.larealidadestupefaciente.com/2011/02/nuestra-pandilla-de-philip-roth.html
Aprovechó también para hacer un balance de la imagen que Nixon cobró en la ficción, en la que aparece casi siempre para mal, o en el mejor de los casos como un personaje patético. En ese sentido, me ha hecho mucha gracia que hayas usado la comparación de un zorro y unas gallinas, porque en South Park apareció un tipo con máscara de Nixon que se dedicaba a agredir sexualmente a las gallinas del pueblo. Aquí está el vídeo y no te pierdas el momento en que el agente lo atrapa: "I knew it was you all along, Richard Nixon!"
https://www.southparkstudios.com/video-clips/jsuof3/south-park-petting-zoo
SuperSantiEgo llegó a la misma conclusión que tú: que Nixon se trabajó una imagen de tipo que había llegado por su tesón y no por sus talentos naturales, aunque la verdad es que ganó el debate contra John Fitzgerald entre los que lo escucharon por radio. Y que, si bien el Watergate fue una cagada inmensa, quizás le tocó cargar con la mala fama de todas las crisis del momento como si hubieran sido culpa suya.