miércoles, febrero 24, 2021

Islam (16: yo por aquí, tú por Alí)

 El modesto mequí que tenía the eye of the tiger

Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro 


En el año 945, un señor de la guerra procedente del sur del Mar Caspio llamado Ahmed bin Buwayh logró entrar en Bagdad con sus tropas. La capital califal tenía un califa, Mustakfi, pero era ya un gobernante mierdero sin poder, una especie de musulmán Calvo-Sotelo. Tan poco poder tenía que Ahmed, cuando concluyó que el tipo le caía mal, simplemente lo depuso y colocó en su lugar a su propio hermano, Muti. Aquel gesto marcó uno de los puntos más bajos del califato, la orgullosa institución que había sido levantada para gobernar a los musulmanes del mundo mundial desde algún tipo de legitimidad religiosa, y que ahora dependía en su totalidad de la longitud de las espadas que la apoyaren. Buwayh, ciertamente, no eliminó el califato abásida; simplemente, lo convirtió en su satélite, para así poder absorber toda su legitimidad histórica. Esto funcionaría todavía durante doscientos años; dos siglos durante los cuales los abásidas ya nunca recuperarían el control efectivo sobre su Imperio.

Ahmed fundó lo que ahora conocemos como dinastía búyida, un cambio importante del centro de gravedad del islamismo pues los búyidas eran persas y, además, no se recataban de serlo. Los diferentes hermanos de Ahmed se habían establecido como señores de la guerra y gobernantes en diferentes puntos de Irán e Iraq y, por lo tanto, los búyidas comenzaron a reinar confederados.

Los dos siglos de gobierno de estos Borbones mesopotámicos fueron de mucha importancia para el Islam como creencia. Todo estaba cociéndose antes de ellos, pero digamos que fue en estos tiempos entre el final del siglo X y el siglo XII cuando comenzaron a tomar forma dos grandes enfoques de la creencia islámica. La niebla del primer momento se reposó, dejando ver, por así decirlo, que dos formas solidarias, pero al mismo tiempo diferenciadas, de entender las enseñanzas de Mahoma se habían ido definiendo en la oscuridad.

El islamismo es beneficiario y, a la vez, víctima, por así decirlo, del hecho de que, como ya he comentado, su figura de referencia, Mahoma, sea una figura plenamente histórica. Que El Profeta tuviese una vida perfectamente trazable hizo que el Islam como práctica religiosa y como fe se basara, rápidamente, en las cosas que había hecho y que había dicho (o que se dijeron que había hecho y que había dicho). Durante un tiempo, esta información estuvo a disposición de los musulmanes a través de los compañeros de El Profeta; pero, lógicamente, éstos fueron muriéndose, y en ese momento el Islam se encontró ante el problema de encontrar nuevas guías. Este problema fue resuelto mediante el desarrollo de contenidos relativos a los relatos y acciones de “los seguidores de los seguidores”; más o menos, las tres generaciones siguientes a esa primera de, digámoslo en símil cristiano, los apóstoles originales. Estos seguidores se conceptuaron como “los ancestros virtuosos”, es decir, al-salaf al-salih; y la palabra salafista ya debería daros una pista sobre la importancia de su influencia. En otras palabras: dado que el musulmán tiene la capacidad de trazar perfectamente el rastro de quienes conocieron y trataron a Mahoma (cosa que en el caso del cristianismo es tan discutible como que los primeros textos del cristianismo los escribió un tipo que no conoció a Jesús y que, de hecho, en sus emails parece no saber nada sobre su vida) tiene, asimismo, la capacidad de seleccionar a aquéllos que estuvieron en contacto con el personaje de referencia, y los que estuvieron en contacto con éstos. A partir de ahí, es posible describir ese perímetro de elegidos o de expertos, las tres primeras generaciones. Esto, como digo, en sí es una suerte; pero también es un problema, porque hace que los testimonios de estas primeras generaciones se tengan por inmanentes.

Además, lógicamente, del propio Corán, para los musulmanes adquiere gran importancia las recolecciones de dichos y relatos atribuidos a estos ancestros virtuosos, Sus enseñanzas son las que pueden encontrarse en la sharia seguida por aquellos musulmanes que acabaremos por considerar suníes.

Los materiales surgidos de al-salaf al-salih, sin embargo, no fueron la única fuente de inspiración doctrinal de los islámicos. Otros creyentes prefirieron encontrar su inspiración en la familia de El Profeta. Los miembros de la misma y sus descendientes eran, para estos creyentes, la verdadera fuente de conocimiento del Islam adecuado. Quienes tan cosa creen son los que hoy consideramos shiíes.

Como ya hemos visto, los partidarios del gobierno del Islam por parte de la familia de El Profeta fueron, a lo largo de los primeros siglos de desarrollo del Islam, preteridos en el poder. Alí fue dejado de lado en favor de Osmán, su familia fue nuevamente vencida por Muawiya, y luego está el martirio de Husein en Kerbala, por no mencionar el elevado número de rebeliones en favor de miembros del tronco familiar que fueron sucesivamente sofocadas por omeyas, sobre todo, y abásidas.

El hecho de que buena parte de estas acciones se hubiesen realizado, primero por, y después con el apoyo de las ideas y mensajes de algunos de esos ancestros virtuosos que alimentan la sharia de los suníes, hizo que los shiíes los negasen como fuente de doctrina. Para ellos, esos mensajes no han de ser atendidos, puesto que traicionaron el mensaje original de El Profeta. Asimismo, dentro del shiismo también hemos visto actitudes de negación de la lucha por el poder, abrazando actitudes contemplativas y eremíticas o seudoeremíticas (algunas, incluso, sesudo-eremíticas). Así, Jafal al-Sadiq, cuando rechazó la oferta de ser proclamado califa.

Hay que decir, sin embargo, que dentro del Islam estas fronteras, a menudo, no están tan claras. Las personas occidentales de raíz cristiana están acostumbradísimas a encontrarse con gente que te dice eso de yo soy católico pero no voy a misa, o no practico esto o lo otro, o no defiendo esto o lo otro; pero, por alguna extraña razón que cuando a menos a mí se me escapa, conciben a los musulmanes como personas que todas respetan todo lo que les dice su religión, todas piensan igual, todas interpretan las cosas de igual manera, etc. En realidad, no es así. Musulmanes a los que he tenido que explicar, mientras ellos fruncían el ceño, que apenas bebo vino porque en términos generales no me gusta, he conocido bastantes más que bastantes. Y lo mismo ocurre en el momento de decir soy suní o soy shií. Un musulmán (en realidad, cualquiera) no necesita ser shií para que lo emocione el martirio de Husein. Muchísimos suníes, sobre todo en las postrimerías del año mil, adoraban al hijo de Alí. Comunidades suníes participaron en la celebración de su muerte hasta el siglo XII. La diferencia para ambos es que los shiíes van más allá que los suníes en la interpretación de la muerte de Husein, como la pérdida de la última oportunidad (de momento) de implantar en  el orbe musulmán un gobierno recto y virtuoso.

El shiismo ha escrito pacientemente la historia de aquellos descendientes de Alí que, a través de las épocas, han portado la correcta virtud e iluminación. Así construyeron la lista de los doce imanes, formada por estos descendientes en las nueve generaciones siguientes. Los suníes, por así decirlo, tienen un panteón mucho más amplio, pues consideran como virtuosos musulmanes a todos los compañeros de El Profeta, incluso aquéllos que son discutidos por la doctrina.

Por lo tanto, tenemos dos versiones básicas en juego: por un lado, los shiíes consideran que una serie de hombres sin virtud han traicionado y secuestrado el Islam, matando a los descendientes auténticos de Mahoma (los shiíes creen que de sus doce imanes, los once primeros fueron asesinados) que estaban llamados a comandar la comunidad de creyentes. Los suníes, por su parte, consideran que si los musulmanes están divididos, es por la acción corrosiva de los shiíes. Tampoco es una dinámica que os tiene que sorprender mucho pues, en algunas de sus presentaciones y apreciaciones, se parece bastante a la polémica entre católicos y reformados.

La diferenciación entre suníes y shiíes, aunque como espero haberos expuesto se basa en opciones, digamos, teológicas de fondo, comienza con la revolución abásida, a mediados del siglo VIII, y termina con la formación de la dinastía búyida, que ya hemos visto.

Cada tribu, dice un poeta islámico, tiene su sunna y su imán. Sunna, como ya hemos visto, significa costumbre o práctica; viene a decirnos, pues, que cada comunidad musulmana tiene una forma de hacer las cosas; a todos les gustan los macarrones, pero unos los toman con queso y otros con tomate; incluso los hay que no se los comen y los pegan para hacer casitas. El imán es la fuente de esa práctica. Es esa persona cuyas acciones se convierten en modelos para las generaciones siguientes; la gente que le sigue lo que hace, pues, es adoptar su sunna.

Imán es, pues, un concepto religioso. El Islam ha considerado imanes a guerreros, pero no por ser esto sino por su liderazgo religioso. Abu Bakr, Omar, Osmán y Alí fueron apelados de imanes, como lo fueron algunos compañeros de El Profeta, sobre todo aquéllos sobre cuya virtud islámica se discute menos. El propio Corán es un imán, puesto que contiene una sunna que debe ser seguida; como lo pueden ser los hadith, las colecciones de dichos atribuidos a la boca de Mahoma. En relación con la sharia, el imán adquiere una vertiente jurídica, ya que se lo considera una autoridad.

Imán es un concepto más neto que califa, ya que los califas se describieron a sí mismos, a veces como sucesores de El Profeta, a veces como servidores y adjuntos de él. La autoridad del califa, por lo tanto, no proviene formalmente de lo listo o cojonudo que sea, sino de un tercero: El Profeta.

Cuando Abu Bakr se impuso como líder de los musulmanes, se hizo llamar Khalifat Rasul Allah, que viene a ser como el sucesor del Profeta de Dios. Fue Omar quien comenzó a ser llamado Amir al-Muminin o comandante de los creyentes. Osmán fue el primero llamado Khalifatullah, esto es, sirviente o adjunto de Dios, título que ya se consolidó entre todos los omeyas y abásidas restantes.

Los califas, por lo tanto, tenían un indudable mando terrenal y espiritual, lo cual hizo prácticamente imposible permanecer en la grey musulmana sin aceptar su autoridad. Aquél que la negaba, en efecto, quedaba fuera del tablero del Monopoly islámico. Esto les ocurrió, por ejemplo, a los primeros kharijis quienes, debo recordaros, rechazaron tanto a Alí como a Muawiya, porque ninguno de los dos les parecía suficientemente virtuoso; y, probablemente, explica que, finalmente, se convirtiesen en partidarios de Alí: al fin y a la postre, para poder seguir dentro del perímetro del pueblo de El Profeta, necesitaban aceptar a un califa.

Yo tengo por totalmente cierto que, cuando menos en algún momento procesal temprano del islamismo, los musulmanes creían resolver el reto que suponía el desarrollo de su religión mediante la figura del califa. El califa era el responsable de mantener la fe y la creencia. Sin embargo, hay dos cosas que yo creo que pasaron. La primera de ellas es que, por mor de la situación real y de los retos reales que se le ofrecían al Imperio musulmán, el califa, cada vez más, necesitaba ser un buen guerrero; en términos cristológicos, por mucho que se esperase de él que fuese pastor de almas, su oficio principal fue el de ser general de capitanes; ambas son cosas distintas, de hecho, en ocasiones son hasta opuestas.

La otra cosa que pasó fue que la doctrina musulmana se fue complicando. La teología islámica es enormemente rica. El Corán, un libro de gran interés, se combina con los hadith y, con el tiempo, con el surgimiento de la figura de los civiles y sobre todo clérigos expertos en la interpretación de los contenidos del Islam, algunos o muchos de los cuales se iban convirtiendo en doctrina. A finales del siglo VII comienza ya la labor de recopilación de la sunna o práctica de Mahoma; rápidamente, eso generó el “empleo” de estudioso de los hadith.

Este proceso hace que el Islam, por un camino diferente al del cristianismo (en el mundo cristiano, los gobernantes temporales son delegados del espiritual; en el Islam, los intérpretes espirituales no predatan a los gobernantes temporales, sino que van adoptando, poco a poco, facetas de su labor espiritual); este proceso, digo, hace que el Islam vaya creando paulatinamente una figura que cada vez le es más importante: la del intérprete de la doctrina. Algo que se producirá, además, con el cisma ya puesto, por así decirlo; puesto que si bien el cristianismo tuvo que esperar siglos para escindirse (aunque esta afirmación es un tanto apresurada, puesto que muchas herejías medievales estuvieron en condiciones de poner a la Iglesia romana contra las cuerdas), el islamismo generó esa escisión casi en su origen. Estas diferencias son las que, en mi opinión, hacen el estudio de la evolución del Islam algo simplemente apasionante para un lector de cultura cristiana.

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