El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
En el año 945, un señor de la guerra procedente del sur del Mar Caspio llamado Ahmed bin Buwayh logró entrar en Bagdad con sus tropas. La capital califal tenía un califa, Mustakfi, pero era ya un gobernante mierdero sin poder, una especie de musulmán Calvo-Sotelo. Tan poco poder tenía que Ahmed, cuando concluyó que el tipo le caía mal, simplemente lo depuso y colocó en su lugar a su propio hermano, Muti. Aquel gesto marcó uno de los puntos más bajos del califato, la orgullosa institución que había sido levantada para gobernar a los musulmanes del mundo mundial desde algún tipo de legitimidad religiosa, y que ahora dependía en su totalidad de la longitud de las espadas que la apoyaren. Buwayh, ciertamente, no eliminó el califato abásida; simplemente, lo convirtió en su satélite, para así poder absorber toda su legitimidad histórica. Esto funcionaría todavía durante doscientos años; dos siglos durante los cuales los abásidas ya nunca recuperarían el control efectivo sobre su Imperio.
Ahmed fundó lo que ahora conocemos como dinastía búyida, un
cambio importante del centro de gravedad del islamismo pues los búyidas eran
persas y, además, no se recataban de serlo. Los diferentes hermanos de Ahmed se
habían establecido como señores de la guerra y gobernantes en diferentes puntos
de Irán e Iraq y, por lo tanto, los búyidas comenzaron a reinar confederados.
Los dos siglos de gobierno de estos Borbones mesopotámicos fueron
de mucha importancia para el Islam como creencia. Todo estaba cociéndose antes
de ellos, pero digamos que fue en estos tiempos entre el final del siglo X y el
siglo XII cuando comenzaron a tomar forma dos grandes enfoques de la creencia
islámica. La niebla del primer momento se reposó, dejando ver, por así decirlo, que dos formas solidarias, pero al mismo tiempo diferenciadas, de entender las enseñanzas de Mahoma se habían ido definiendo en la oscuridad.
El islamismo es beneficiario y, a la vez, víctima, por así
decirlo, del hecho de que, como ya he comentado, su figura de referencia,
Mahoma, sea una figura plenamente histórica. Que El Profeta tuviese una vida
perfectamente trazable hizo que el Islam como práctica religiosa y como fe se
basara, rápidamente, en las cosas que había hecho y que había dicho (o que se dijeron que había hecho y que había dicho). Durante un
tiempo, esta información estuvo a disposición de los musulmanes a través de los
compañeros de El Profeta; pero, lógicamente, éstos fueron muriéndose, y en ese
momento el Islam se encontró ante el problema de encontrar nuevas guías. Este
problema fue resuelto mediante el desarrollo de contenidos relativos a los
relatos y acciones de “los seguidores de los seguidores”; más o menos, las tres
generaciones siguientes a esa primera de, digámoslo en símil cristiano, los
apóstoles originales. Estos seguidores se conceptuaron como “los ancestros
virtuosos”, es decir, al-salaf al-salih;
y la palabra salafista ya debería
daros una pista sobre la importancia de su influencia. En otras palabras: dado que el musulmán tiene la capacidad de trazar perfectamente el rastro de quienes conocieron y trataron a Mahoma (cosa que en el caso del cristianismo es tan discutible como que los primeros textos del cristianismo los escribió un tipo que no conoció a Jesús y que, de hecho, en sus emails parece no saber nada sobre su vida) tiene, asimismo, la capacidad de seleccionar a aquéllos que estuvieron en contacto con el personaje de referencia, y los que estuvieron en contacto con éstos. A partir de ahí, es posible describir ese perímetro de elegidos o de expertos, las tres primeras generaciones. Esto, como digo, en sí es una suerte; pero también es un problema, porque hace que los testimonios de estas primeras generaciones se tengan por inmanentes.
Además, lógicamente, del propio Corán, para los musulmanes
adquiere gran importancia las recolecciones de dichos y relatos atribuidos a
estos ancestros virtuosos, Sus enseñanzas son las que pueden encontrarse en la
sharia seguida por aquellos musulmanes que acabaremos por considerar suníes.
Los materiales surgidos de al-salaf al-salih, sin embargo, no fueron la única fuente de inspiración
doctrinal de los islámicos. Otros creyentes prefirieron encontrar su
inspiración en la familia de El Profeta. Los miembros de la misma y sus
descendientes eran, para estos creyentes, la verdadera fuente de conocimiento
del Islam adecuado. Quienes tan cosa creen son los que hoy consideramos
shiíes.
Como ya hemos visto, los partidarios del gobierno del Islam
por parte de la familia de El Profeta fueron, a lo largo de los primeros siglos
de desarrollo del Islam, preteridos en el poder. Alí fue dejado de lado en
favor de Osmán, su familia fue nuevamente vencida por Muawiya, y luego está el
martirio de Husein en Kerbala, por no mencionar el elevado número de rebeliones
en favor de miembros del tronco familiar que fueron sucesivamente sofocadas por
omeyas, sobre todo, y abásidas.
El hecho de que buena parte de estas acciones se hubiesen
realizado, primero por, y después con el apoyo de las ideas y mensajes de
algunos de esos ancestros virtuosos que alimentan la sharia de los suníes,
hizo que los shiíes los negasen como fuente de doctrina. Para ellos, esos
mensajes no han de ser atendidos, puesto que traicionaron el mensaje original
de El Profeta. Asimismo, dentro del shiismo también hemos visto actitudes de
negación de la lucha por el poder, abrazando actitudes contemplativas y
eremíticas o seudoeremíticas (algunas, incluso, sesudo-eremíticas). Así, Jafal al-Sadiq, cuando rechazó la oferta de ser proclamado califa.
Hay que decir, sin embargo, que dentro del Islam estas
fronteras, a menudo, no están tan claras. Las personas occidentales de raíz
cristiana están acostumbradísimas a encontrarse con gente que te dice eso de yo
soy católico pero no voy a misa, o no practico esto o lo otro, o no defiendo
esto o lo otro; pero, por alguna extraña razón que cuando a menos a mí se me
escapa, conciben a los musulmanes como personas que todas respetan todo lo que
les dice su religión, todas piensan igual, todas interpretan las cosas de igual
manera, etc. En realidad, no es así. Musulmanes a los que he tenido que
explicar, mientras ellos fruncían el ceño, que apenas bebo vino porque en
términos generales no me gusta, he conocido bastantes más que bastantes. Y lo
mismo ocurre en el momento de decir soy suní o soy shií. Un musulmán (en
realidad, cualquiera) no necesita ser shií para que lo emocione el martirio
de Husein. Muchísimos suníes, sobre todo en las postrimerías del año mil,
adoraban al hijo de Alí. Comunidades suníes participaron en la celebración de
su muerte hasta el siglo XII. La diferencia para ambos es que los shiíes van
más allá que los suníes en la interpretación de la muerte de Husein, como la
pérdida de la última oportunidad (de momento) de implantar en el orbe musulmán un gobierno recto y
virtuoso.
El shiismo ha escrito pacientemente la historia de aquellos
descendientes de Alí que, a través de las épocas, han portado la correcta
virtud e iluminación. Así construyeron la lista de los doce imanes, formada por
estos descendientes en las nueve generaciones siguientes. Los suníes, por así
decirlo, tienen un panteón mucho más amplio, pues consideran como
virtuosos musulmanes a todos los compañeros de El Profeta, incluso aquéllos que
son discutidos por la doctrina.
Por lo tanto, tenemos dos versiones básicas en juego: por un
lado, los shiíes consideran que una serie de hombres sin virtud han
traicionado y secuestrado el Islam, matando a los descendientes auténticos de
Mahoma (los shiíes creen que de sus doce imanes, los once primeros fueron
asesinados) que estaban llamados a comandar la comunidad de creyentes. Los
suníes, por su parte, consideran que si los musulmanes están divididos, es por
la acción corrosiva de los shiíes. Tampoco es una dinámica que os tiene que sorprender mucho pues, en algunas de sus presentaciones y apreciaciones, se parece bastante a la polémica entre católicos y reformados.
La diferenciación entre suníes y shiíes, aunque como espero haberos expuesto se basa en opciones, digamos, teológicas de fondo, comienza con la
revolución abásida, a mediados del siglo VIII, y termina con la formación de la
dinastía búyida, que ya hemos visto.
Cada tribu, dice un poeta islámico, tiene su sunna y su
imán. Sunna, como ya hemos visto, significa costumbre o práctica; viene a
decirnos, pues, que cada comunidad musulmana tiene una forma de hacer las
cosas; a todos les gustan los macarrones, pero unos los toman con queso y otros
con tomate; incluso los hay que no se los comen y los pegan para hacer casitas. El imán es la fuente de esa práctica. Es esa persona cuyas acciones
se convierten en modelos para las generaciones siguientes; la gente que le
sigue lo que hace, pues, es adoptar su sunna.
Imán es, pues, un concepto religioso. El Islam ha
considerado imanes a guerreros, pero no por ser esto sino por su liderazgo
religioso. Abu Bakr, Omar, Osmán y Alí fueron apelados de imanes, como lo
fueron algunos compañeros de El Profeta, sobre todo aquéllos sobre cuya virtud
islámica se discute menos. El propio Corán es un imán, puesto que contiene una
sunna que debe ser seguida; como lo pueden ser los hadith, las colecciones de dichos atribuidos a la boca de Mahoma.
En relación con la sharia, el imán adquiere una vertiente jurídica, ya que se
lo considera una autoridad.
Imán es un concepto más neto que califa, ya que los califas
se describieron a sí mismos, a veces como sucesores de El Profeta, a veces como
servidores y adjuntos de él. La autoridad del califa, por lo tanto, no proviene
formalmente de lo listo o cojonudo que sea, sino de un tercero: El Profeta.
Cuando Abu Bakr se impuso como líder de los musulmanes, se
hizo llamar Khalifat Rasul Allah, que
viene a ser como el sucesor del Profeta de Dios. Fue Omar quien comenzó a ser
llamado Amir al-Muminin o comandante
de los creyentes. Osmán fue el primero llamado Khalifatullah, esto es, sirviente o adjunto de Dios, título que ya
se consolidó entre todos los omeyas y abásidas restantes.
Los califas, por lo tanto, tenían un indudable mando
terrenal y espiritual, lo cual hizo prácticamente imposible permanecer en la
grey musulmana sin aceptar su autoridad. Aquél que la negaba, en efecto,
quedaba fuera del tablero del Monopoly islámico. Esto les ocurrió, por ejemplo,
a los primeros kharijis quienes, debo recordaros, rechazaron tanto a Alí como a
Muawiya, porque ninguno de los dos les parecía suficientemente virtuoso; y,
probablemente, explica que, finalmente, se convirtiesen en partidarios de Alí:
al fin y a la postre, para poder seguir dentro del perímetro del pueblo de El
Profeta, necesitaban aceptar a un califa.
Yo tengo por totalmente cierto que, cuando menos en algún
momento procesal temprano del islamismo, los musulmanes creían resolver el reto
que suponía el desarrollo de su religión mediante la figura del califa. El
califa era el responsable de mantener la fe y la creencia. Sin embargo, hay dos
cosas que yo creo que pasaron. La primera de ellas es que, por mor de la
situación real y de los retos reales que se le ofrecían al Imperio musulmán, el
califa, cada vez más, necesitaba ser un buen guerrero; en términos
cristológicos, por mucho que se esperase de él que fuese pastor de almas, su
oficio principal fue el de ser general de capitanes; ambas son cosas distintas,
de hecho, en ocasiones son hasta opuestas.
La otra cosa que pasó fue que la doctrina musulmana se fue
complicando. La teología islámica es enormemente rica. El Corán, un libro de
gran interés, se combina con los hadith y, con el tiempo, con el surgimiento de
la figura de los civiles y sobre todo clérigos expertos en la interpretación de
los contenidos del Islam, algunos o muchos de los cuales se iban convirtiendo
en doctrina. A finales del siglo VII comienza ya la labor de recopilación de la
sunna o práctica de Mahoma; rápidamente, eso generó el “empleo” de estudioso de
los hadith.
Este proceso hace que el Islam, por un camino diferente al
del cristianismo (en el mundo cristiano, los gobernantes temporales son
delegados del espiritual; en el Islam, los intérpretes espirituales no predatan
a los gobernantes temporales, sino que van adoptando, poco a poco, facetas de
su labor espiritual); este proceso, digo, hace que el Islam vaya creando
paulatinamente una figura que cada vez le es más importante: la del intérprete
de la doctrina. Algo que se producirá, además, con el cisma ya puesto, por así
decirlo; puesto que si bien el cristianismo tuvo que esperar siglos para
escindirse (aunque esta afirmación es un tanto apresurada, puesto que muchas
herejías medievales estuvieron en condiciones de poner a la Iglesia romana
contra las cuerdas), el islamismo generó esa escisión casi en su origen. Estas
diferencias son las que, en mi opinión, hacen el estudio de la evolución del
Islam algo simplemente apasionante para un lector de cultura cristiana.
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