El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
A la llegada de la demanda califal de sumisión, Husein se hizo el orejas, dijo que sí tenía que pedir el comodín del público, que si esto, que si lo otro, y se hizo un anti-Mahoma, puesto que, si su abuelo había huido de La Meca a Medina, él huyó de Medina a La Meca. Allí recibió mensajes de Kufa invitándole a ir a la ciudad, lo cual tiene su lógica pues, para entonces, Kufa se había convertido en la ciudad del Islam donde más fuerza tenía la idea de que la grey musulmana debía ser gobernada por descendientes directos de El Profeta. Husein envió a su primo Muslim bin Aqeel para explorar el terreno. El musulmán al que un día cantó Raphael (ya sabéis: yo soy Aqeel) regresó a La Meca diciendo que en Kufa todo Cristo (bueno, es un decir...) era partidario de Husein. Pero, claro, eso no eran ellos los únicos que lo sabían. También lo sabía Yazid, quien se apresuró a enviar a Kufa al gobernador de Basora, Ubaydullah bin Ziyad. Ziyad, por supuesto, se dedicó a pasearse por Kufa como los matones de Don Tomassino la villa de Corleone tras la huida de Vito Andolini.
Lo que Husein tenía por delante era extremadamente peligroso. Tenía que cruzar Arabia con una exigua escolta de medio centenar de partisanos. Pero eso no le arredró. Poco tiempo después de abandonar La Meca, interceptó una caravana que llevaba mercancía para el califa, y la embargó aduciendo que, siendo del califa, era suya. Continuó la marcha, consiguiendo en la misma diversas adhesiones; pero, por lo general, lo que la gente con cabeza le vino a decir fue que el poder y la capacidad de compromiso de los iraquíes (dicho sea en sentido actual) no sobrepujaría el poder de Yazid; así pues, Husein, básicamente, cabalgaba hacia su martirio. La respuesta de Husein fue la típica de los mártires: si Dios lo quiere, aquí me tiene. Es, de hecho, una respuesta sospechosamente parecida a la de muchos martiriologios conocidos, lo que permite preguntarse qué parte de la historia es verídica, y qué parte interpolada por el hecho de que Husein es el tercer imán del shiismo y, por lo tanto, su peripecia ha sido adornada por muchos relatores posteriores.
Ubaydullah bin Ziyad, mientras tanto, había apostado centinelas en el camino para ver venir a Joselín. Cuando el hijo menor de Alí todavía estaba en Arabia, le llegaron noticias de que esas tropas habían atrapado y asesinado a su amigo bin Aqeel. Aparentemente animado por el propio hijo de su amigo, que clamaba venganza, siguió camino sin dar la vuelta.
El gobernador de Basora, sin embargo, tenía muy claro el principio general de la política antes enunciado: no lances una lucha que no sabes si puedes ganar. Por ello, le envió emisarios a Husein. El enviado fue un tal al-Hurr, quien encontró al viajero y le dijo que tenía órdenes de llevarle ante Ziyad sin enfrentamientos. Husein pasó de él. Siguió su camino, mientras el emisario le seguía a corta distancia, dando la brasa.
Muy cerca del Éufrates, la partida acampó en Kerbala. En ese momento, se enfrentaron a cerca de 4.000 hombres, comandados por Omar bin Said Abi Waqqas, enviados por el gobernador de Basora. Husein propuso, y Waqqas concedió, una especie de tregua durante aquella noche, en la cual, según la tradición, el hijo de Alí conminó a sus hombres para que se largasen de allí, protegidos por las sombras. Pero casi nadie lo abandonó.
Llegó, pues, el día siguiente; 10 de Muharram del año 61 o, si lo preferís en cristiano, el 10 de octubre del año 680. El último día que habrían de ver los ojos mortales de Husein bin Alí. Tras soltar un discurso sobre la familia de El Profeta y su virtud, se dirigió a Waqqas para solicitarle paso libre hasta Kufa; el enviado del gobernador de Basora le contestó que sin problema, providing that él expresase su sumisión a Yazid. Husein contestó que él nunca doblaría la cerviz como un esclavo. Al decir esto, tanto Husein como su gente agarraron a sus caballos de manera que dejaron claro que no pensaban intentar escapar.
La batalla comenzó, en unas condiciones asimétricas. A primera hora de la tarde, Husein y los suyos estaban más o menos como el coronel Custer en Little Big Horn. Husein, en un momento, trató de ganar el río para poder beber, pero fue herido en la boca y en la barbilla; luego en la cabeza, lo que le provocó una fuerte hemorragia. Se cubrió la cabeza con un turbante y siguió luchando, sufriendo nuevas heridas. Finalmente, cayó al suelo y, allí, un soldado lo decapitó.
Fijaros cómo la evolución del Islam estaba marcando un clímax de muerte política: Osmán, Alí, y ahora Husein. A nosotros, los no musulmanes, como a todo musulmán presente que no sea lo suficientemente piadoso o curioso para realizar alguna que otra lectura sobre la materia, nos resulta bastante difícil entender el profundo trauma que supuso para los islámicos del siglo VII la muerte de Husein bin Alí, sobre todo si la “empaquetamos” con la de su padre. De cuando en cuando, en las televisiones occidentales, se puede ver a masas de hombres barbudos caminando ruidosamente por la calle dándose golpes de pecho y, claro, lo vemos con una distancia intelectual casi total; como si toda esa gente estuviera haciendo eso por cualquier tontería. Lo cierto es que esa tontería no es ninguna tontería. Es la tristísima conclusión de un conflicto entre musulmanes que no pudo ser concluido como el fundador, o revelador, de la religión islámica soñó que lo sería. El Islam, dicen y repiten los musulmanes, sobre todo cada vez que alguna de sus esquinas radicalizadas comete un atentado en Occidente; el Islam, dicen, es una religión de paz. Y es cierto; como cierto es que el cristianismo es una religión de concordia y, asimismo, paz. Si por algo es grande El Profeta, a los ojos de la Historia, es por haber logrado la pacificación entre ellas de una serie de tribus de gran ferocidad, a base de darles una moral de paz, y una misión proselitista que focalizó, por así decirlo, el dominio y, en última instancia, la violencia y la crueldad sobre otros: los infieles.
La muerte de Husein fue, para muchos musulmanes de su época, como de cualquiera, la constatación de que la burra había vuelto a trigo. La muerte de Husein es, de alguna manera, el fracaso del Islam; y, por eso, creer en su martirio, adorarlo, conmemorarlo, levantarle mezquitas y homenajes, es la forma que el Islam, o parte de él para ser más exactos, utiliza para revertir, o tratar de revertir, ese fracaso.
A Osmán y a Alí los mataron delincuentes. Su asesinato fue una putada, pero tiene elementos que permiten, fácilmente, la disculpa moral en la cabeza del buen musulmán. Pero el de Husein es otra movida. A Husein lo mató el poder político musulmán. Lo mataron soldados al mando de un general enviado por un gobernador a las órdenes del Comendador de los Creyentes, de la máxima autoridad islámica sobre la Tierra. Esto viene a querer decir que todos los musulmanes de su tiempo, de alguna manera, mataron a Husein. Más aún: el general que dirigió las tropas contra Husein era nieto de uno de los compañeros de El Profeta, Said bin Abi Waqqas, probablemente el hombre que más hizo por ganar las llanuras persas para el Islam, miembro de la shura que había elegido a Osmán.
En el largo plazo, esto supondrá que, salvando las distancias, el culto a Husein y la celebración de su martirio planten un hiato dentro de la grey musulmana. Cuando el apoyo al hijo menor de Alí crezca, lo irá convirtiendo en campeón del musulmán de a pie, frente a las elites de poder, representadas por el mando califal. El shiismo duodecimano (no te líes con la palabrita; ya la explicaremos) tiene mucho de eso hoy día.
A la muerte de Muawiya, los omeyas no sólo tenían que preocuparse de la familia de Alí. También estaba Abdalá bin al-Zubair, quien también tenía importantes credenciales para comandar a los creyentes. No sólo descendía del círculo estrecho de Mahoma y había formado parte de la shura que había elegido a Osmán y a Alí, sino que su madre era hija de Abu Bakr y hermana de Aisha. Él, personalmente, había sido el principal comandante de las tropas musulmanas que habían dominado Ifriqiya, el topónimo de donde viene África pero que, estrictamente, designa a lo que hoy es Túnez, más o menos. En su vertiente Allahu Agbar, Osmán lo había integrado en el comité de expertos que apañó la versión definitiva del Libro. En otras palabras, Zubair, con ese nombre de resonancias euskaldunes, era un soldado, un gobernante y un musulmán de pata negra. El típico tío al que los islamitas, sobre todo aquéllos que, siguiendo la tradición, pensaren que el califa ha de ser el mejor entre los mejores y no necesariamente el hijo del anterior, elegirían si les pusieran una shura a tiro.
Zubair, además, tuvo él la inteligencia, o tal vez fue una simple evolución lógica, de recoger las necesidades insatisfechas de liderazgo que de repente tenían aquéllos que durante años, habían seguido a los tres integrantes de la familia de Alí, contando a Alí mismo. Quiero con esto decir que Zubair heredó mesnadas, heredó creyentes, heredó fidelidades tribales, y decidió usarlas: se levantó contra Yazid, el califa L'Oreal. La cosa se le puso chunga; los omeyas fueron a por él con todo lo gordo y lo sitiaron en La Meca. Pero estando allí Zubair, no en muy buena situación, Yazid la palmó de causas naturales. Abdalá se autoproclamó entonces Comandante de los Creyentes, y comenzó a recibir emails de felicitación de todos los rincones del Islam: en Siria, en Irak, en Egipto, en Yemen, la oposición a los omeyas se vino arriba. Sin embargo, gran parte de la fuerza militar musulmana estaba bajo el control de los omeyas; por eso, todas aquellas piezas de dominó fueron cayendo, una a una, hasta que el propio Zubair fue muerto en el año 692, durante el segundo asedio mequí. Es una cosa curiosa, pero Abdalá bin al-Zubair, que en realidad estuvo bastante más cerca que Husein bin Ali de poner a los omeyas contra las cuerdas, apenas es recordado hoy. Sin embargo, la figura de Husein no ha perdido ni brillo ni estatura. La razón fundamental no debe extrañarnos a ninguno de los que tenemos una cultura básicamente cristiana: no hay nada como un buen martirio a tiempo.
Sea como sea, tras la muerte de Yazid, los omeyas eligieron como nuevo califa a Marwan bin al-Hakim, primo de Osmán y partidario, en su día, de que el califa adoptase una línea dura en defensa de sus derechos. Él había sido el primer instigador de la violencia entre musulmanes: había sido el gran defensor de la idea de que Osmán le escribiese al gobernador de Egipto, exigiéndole el severo castigo de los soldados que se habían quejado y estaban en Medina; y, durante los disturbios que acabarían con la vida de su primo, había sido quien también había instigado la primera acción violenta, cuando desde el balcón del palacio de Osmán se lanzó una piedra que mató a uno de los compañeros de El Profeta. Los musulmanes más devotos, pues, sentían muy poca simpatía por él. Pero ahora él era su jefe.
Año 692
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