Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Mogadiscio
Epílogo: queridos siperos
El juicio comenzó con rosario de acciones dilatorias por
parte de los abogados de los terroristas, la mayoría centrados en atacar la
imparcialidad de Theodor Prinzing, el presidente de la sala. Por supuesto, todo
comenzó con la demanda de readmisión de los tres abogados que habían sido
apartados del caso (Grönewold, Croissant y Ströbele). El tribunal decretó un
receso de nueve días para poder estudiar las alegaciones, y el 30 de mayo
dictaminó que ni de puta coña. El 10 de junio, los abogados respondieron
recusando a los ocho abogados de oficio designados por el Estado; moción
también rechazada. Entonces los propios acusados comenzaron con interrupciones
y movidas, hasta que el presidente del tribunal los sacó de la sala.
El 23 de junio, Otto Schily presentó una moción pidiendo
que el juicio terminase, puesto que la situación de “privación sensorial”
sufrida por los presos (siempre acusada, nunca probada) los había dejado
incapaces de seguir el juicio e incluso
de seguir en prisión. Los jueces, puesto que en las horas siguientes no
recibieron un martillazo en la cabeza, rechazaron la moción.
También el 23 de junio, Croissant y Ströbele fueron arrestados, y la
policía registró las oficinas del primero de ellos, llevándose documentación.
En realidad, fue una suerte para los acusados, puesto que uno de sus abogados, Hans
Heinz Heldmann, pudo aducir, con razón, que ahora no podía acceder a
documentación de su antecesor en la causa, por lo que le dieron cinco días.
El 1 de julio, como intento de canalizar la brasa de los
acusados, Prinzing decidió dar permiso a Baader para hablar, siempre y cuando
no divagase y tomase como mucho media hora. Baader tomó la palabra para acusar al
propio presidente del tribunal de la muerte de Siegfried Hausner quien, como
sabemos, en realidad murió porque era un zoupas manejando explosivos.
La siguiente pelea procesal fue para echar del caso a
Manfred Künzel, un abogado de oficio, por una carta que había escrito y que, según Schily, lo invalidaba para defender a Gudrun Ensslin; carta que, según el propio Künzel, se
había escrito precisamente en su interés. La moción fue rechazada.
La cosa iba tan lenta, con los abogados buscando cualquier
resquicio procesal para obligar al tribunal a trabajar en lo accesorio y no en
lo importante, y los acusados haciendo de las suyas, que en septiembre se
decidió que la presencia de los últimos no era necesaria en las sesiones. A
partir de ahí, los acusados aparecieron de cuando en cuando.
En enero de 1976, puesto que el caso ya se podía centrar en
lo verdaderamente importante, el juicio cogió momento. Dierk Hoff, prestó
testimonio aquel mes, y las acusaciones comenzaron a tomar cuerpo. A partir de
ahí se produjeron meses de declaraciones, que vinieron a culminar en junio,
cuando el que subió al estrado fue Gerhard Müller, un testigo que estaba en
condiciones de contar muchas cosas con pelos y señales, cosa que hizo.
Antes, sin embargo, pasaron cosas interesantes y muy gordas. A finales de
abril de aquel año 1976 se produjo una huelga en la Prensa alemana. Esto pudo
influir algo en los presos. Para entonces, en su mayoría, los acusados de
Stammheim estaban bastante tocados porque, la verdad, la cárcel les afectaba
bastante. Para ellos, la Prensa era un factor de galvanización. Los periódicos
le dedicaban páginas enteras al juicio, y eso, para unos tipos que decían que todo
lo que habían hecho buscaba enardecer a las masas, era importante. Cuando los
periódicos dejaron de entrar en la prisión porque se dejaron de hacer
periódicos, esa parte de su optimismo alimentada por su popularidad comenzó a
resquebrajarse.
Así las cosas, el martes, 4 de mayo, Gudrun Ensslin
reconoció la responsabilidad de la RAF por tres ataques de los cuales estaban
siendo juzgados. El resto de prisioneros dijeron que no conocían a la rubia
ésa.
La confesión de Ensslin provocó graves disensiones dentro
del grupo. Quienes más discutieron, lógicamente, era quienes podían verse, esto
es la propia Ensslin y Ulrike Meinhof. Ulrike, además, estaba cabreada por otro
motivo. Ella, que se consideraba el epicentro ideológico de aquella revolución
(y la verdad es que lo era, puesto que la fuerza de los demás como teóricos no
podía competir con ella) escribía una serie de panfletos en la cárcel, y no
podía soportar que luego pasaran por la revisión de Ensslin, o de Baader, o
incluso de Raspe. Con su natural tendencia al pesimismo, Ulrike tendía a verse
no creída, cuando no apartada; y la llegada de la confesión de Ensslin,
que hizo prácticamente imposible ya que
los acusados pudieran llegar a ser absueltos, no mejoró las cosas.
El panorama, ahora, era el de una prisión muy larga. Tomemos
el caso de los secuestradores de Estocolmo, que “sólo” habían matado a dos
personas: Hanna Krabbe, por ejemplo, fue condenada a cadena perpetua y sólo fue
perdonada 19 años después, en 1996. Ellos, los famosérrimos Baader-Meinhof, tal
vez ni siquiera podían aspirar a eso. Y, tras la acción de Estocolmo y sus
resultados, con la policía controlando de cerca la red de abogados proclives a
la organización como demostraban las acciones contra Ströbele o Croissant, la posibilidad
de que fuesen liberados por una acción violenta era remota.
El sábado 8 de mayo, Ulrike Meinhof estuvo escribiendo a
máquina por la noche como solía; las autoridades informaron de que lo que
escribió no era un escrito ideológico, sino algo de índole personal. Pero
tampoco fue, según la información difundida, una despedida.
A las diez de la noche dejó de escribir. Entonces, según la versión oficial, cogió el
colchón de su cama, lo puso en el suelo y, sobre él, una silla. Luego cogió una
toalla, la hizo tiras, y con las tiras construyó una cuerda terminada en un
nudo. Rodeó su cuello con un extremo, ató el otro extremo a los barrotes de la ventana, y saltó.
No fue hasta las 7 y 34 minutos de la mañana que el
guardia se percató de que la prisionera se había colgado. El médico llegó y
certificó que llevaba muerta varias horas. Un cuarto de hora después, el
personal de la prisión informó a su vecina de celda, Gudrun Ensslin, que no
podría ver a su compañera, porque estaba muerta. Por la tarde, dos forenses
designados por el Estado dictaminaron que la muerte había sido por suicidio.
A las dos y media de la tarde, Wienke Meinhof, la hermana de
Ulrike, se presentó en la prisión con uno de los abogados de la defensa y Anja,
hija de un anterior matrimonio de Klaus Rainer Röhl. Tuvieron que esperar hasta
las cinco de la tarde para poder ver el cuerpo.
El martes 11, finalmente, un médico especialista de elección
de la familia pudo revisar el cuerpo. Su conclusión fue coincidente con los dos
forenses anteriores. Pero es aquí donde está la merdé: para cuando este tercer forense tuvo acceso a los restos de Ulrike, a los mismos ya les faltaban varios órganos y, además, éste es un aspecto en el que los abogados habrían de hacer mucho hincapié, al cadáver se le habían cortado las uñas, por lo que era imposible saber si había luchado. Yo, que tiendo a pensar que Ulrike Meinhof se suicidó, sin embargo reconozco que la actitud del gobierno alemán, que nunca permitió que otros ojos distintos de los suyos viesen la primera autopsia, no fue la mejor del mundo.
Tanto los expertos del Estado como el de la familia habían,
pues, dictaminado que Ulrike Meinhof se había suicidado. Pero eso, claro, no
detuvo a Klaus Croissant, el amigo de la Stasi. El abogado hizo unas
declaraciones a la prensa indicando que todo había sido un montaje, y muy
burdo, añadió, porque eso que decía el informe de que Ulrike se había ahorcado
atando su horca a los barrotes de la ventana era una coña, porque la ventana no
tenía barrotes.
El caso es que los tenía.
La verdad, la versión de Croissant no tiene pase. O sea: un
Estado como el alemán, con todos sus espías y sus oficiales de inteligencia,
decide matar a Ulrike Meinhof. Pasemos por encima del detalle de que resulta un
tanto difícil imaginar por qué, pero, bueno: decide matarla. Y resulta que la
mata simulando un ahorcamiento, ahorcamiento que por supuesto habrá pasado
semanas planificando; pero, finalmente, se equivoca diciendo que la presa se ha
ahorcado de unos barrotes que no existen. En lo que toca al famoso asunto de las uñas: ¿de verdad que unos tipos que tienen el control total de lo que una persona hace, respira, come o bebe, necesitan matarla de una forma forzada, con el concurso de la fuerza?
En fin...
Pero, claro, dentro de los miles de millones de seres
humanos que pueblan la Tierra, había un grupo que estaba dispuesto a creerlo o,
por lo menos a insinuarlo: la Prensa. Decenas, si no miles, de periodistas en
todo el mundo, pero muy particularmente en Europa, se hicieron eco de las
versiones de Croisssant, probablemente atizados por sus editores, a los que
todo lo que les importaba, y todo lo que
les importa, es si un titular vende;
ya, si es verdad o no es verdad, eso eran, son, matices tontos. Publicar
comentarios insinuando que Ulrike Meinhof se había suicidado no vendía,
especialmente entre aquellas publicaciones habitualmente leídas por siperos,
que ahora tenían pruebas irrefutables de
la violencia estatal con las que lavar su mala conciencia por no ser demasiado
categóricos a la hora de criticar la violencia política privada. De esto
sabemos bastante en España, pues hemos vivido muchos años en los que la mejor
forma de lavar la mancha de un atentado terrorista ha sido divulgar los malos
tratos de la Guardia Civil.
El magistrado Theodor Prinzing permaneció, nunca mejor
dicho, impasible el alemán la mañana que se supo la muerte de Ulrike Meinhof.
Rechazó todas las mociones de la defensa y decretó que el deceso no era motivo
para aplazar las vistas. En la calle, sin embargo, comenzaban a producirse las
protestas de estudiantes (otros que no se caracterizan precisamente por pedir
pruebas de lo que denuncian) para denunciar el “asesinato de Estado” de Ulrike
Meinhof.
A finales de aquella semana, el cuerpo de Meinhof fue
llevado a Berlín. El sábado, 15 de mayo, la enterraron en el cementerio
protestante de la Iglesia de la Santísima Trinidad, en el distrito de
Mariendorf. Miles de personas acudieron a aquel entierro.
En enero de 1977, finalmente los intentos de los abogados de
embarrar al presidente del tribunal tuvieron recompensa. Hans Heinz Heldmann,
abogado de Baader, utilizó con eficiencia un argumento que, en realidad, había
desarrollo Manfred Künzel: Prinzing había facilitado información confidencial
en poder del tribunal a un juez de apelación. Este juez, Albrecht Mayer, fue
acusado de haberle pasado esta información a Die Welt y por ello fue apartado. Este conjunto de hechos provocó
la renuncia el presidente del tribunal, que fue sustituido por Eberhard Foth.
El 15 de marzo de 1977, se conoció públicamente que el
gobierno de Baden-Wurttemberg había ordenado escuchas de varias entrevistas
entre acusados y abogados. Los instigadores de esta medida (que consideramos
intolerable, salvo que la ordene un juez que nos mole contra acusados que nos
caigan mal, claro) intentaron justificarla en que era necesaria para prevenir
más crímenes. El tribunal de Stammheim declaró que nunca había sabido nada de esas
escuchas, por lo que decretó la continuidad del juicio. Los abogados iniciaron
una huelga de hambre, mientras Baader reclamaba que Willy Brandt y Helmut
Schmidt fuesen llamados como testigos.
El juicio, en todo caso, estaba dando sus últimas boqueadas.
Pero, antes de terminar, todavía se cobraría una víctima más.
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