Como quiera que el tema de España, la República y la Iglesia ha sido tratado varias veces en este blog, aquí tienes algunos enlaces para que no te pierdas.
El episodio de la senda recorrida por el general Franco hacia el poder que se refiere a la Pastoral Colectiva
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Los comienzos de una relación más jodida de lo que parece
Los primeros problemas
Monseñor Antoniutti, en España
Casi un acuerdo; casi...
Un acercamiento formal
Posiciones enfrentadas
Aquel agosto que el Generalísimo decidió matar a los curas de hambre
La tarde que el cardenal Pacelli se quedó sin palabras
O el cardenal no sabe tomar notas, o el general miente como una perra
Monseñor Cicognani saca petróleo de las dudas del general Franco
La nación ultracatólica que no quería ver a un cardenal ni en pintura
No es no; y, además, es no
¿Qué estás haciendo: cosas nazis?
Franco decide ser nazi sólo con la puntita
Como me toquéis mucho las pelotas, me llevo el Scatergories
Los amigos peor avenidos de la Historia
Hacia la divinización del señor bajito
Paco, eres peor que la República
¿A que no sabías que Franco censuró la pastoral de un cardenal primado?
Y el Generalísimo dijo: a tomar por culo todo
Pío toma el mando
Una propuesta con freno y marcha atrás
El cardenal mea fuera del plato
Quiero a este cura un paso más allá de la frontera; y lo quiero ya
Serrano Súñer pasa del sacerdote Ariel
El ministro que se agarró a los cataplines de un Papa
El obispo que dijo: si el Papa quiere que sea primado de España, que me lo diga
Y Serrano Súñer se dio, por fin, cuenta de que había cosas de las que no tenía ni puta idea
Cuando Franco decidió mutar en Franco
Como ya os he contado en alguno de los enlaces que se
ofrecen al inicio de estas crónicas, la redacción y discusión del proyecto
constitucional de la República supuso un mazazo para la Iglesia. En términos
bastos, puede decirse que, con dicho proceso, notablemente su artículo 26, la
República rompía todas las amarras con la Iglesia y consideraba de facto roto, fané y descangallado el Concordato de 1851 que regía las relaciones
entre ambos Estados. Y ojo, que este matiz no será ninguna coña en estas notas.
La melodía no habría de cambiar de tono. El 23 de enero de
1932, un decreto disolvía la Compañía de Jesús, aduciendo que en España no
pueden existir organizaciones que obedezcan a un mando superior extranjero
(recuérdese que los jesuitas han hecho voto especial de obediencia al Papa);
decreto que, como ya he escrito otras veces, no explica en ninguno de sus
considerandos por qué no se aplicó para disolver el Partido Comunista,
organización que obedecía, y no lo ocultaba, a una cosa llamada Komintern que,
que yo sepa, de San Cebrián de Mazote no era.
Dos semanas antes de la disolución de los Jesuitas se había
promulgado la ley de cementerios, y el 2 de marzo salía adelante la del
divorcio. Rodolfo Llopis, que llegaría a ser secretario general del PSOE en el
exilio, enviaba el 12 de enero una circular en la que prohibía los signos
religiosos en las escuelas, así como toda práctica confesional. Por fin, el 17
de mayo de 1933 se aprobaba la más dañina de todas las leyes contra la Iglesia: la ley de confesiones y congregaciones religiosas.
Fue este texto legal, en mayor medida que la Constitución,
lo que provocó la respuesta airada de los obispos. Éstos publicaron una carta
colectiva y el Papa, por su parte, publicó la encíclica Dilectissima nobis, en la que acusaba a España de no respetar las
libertades (y no le faltaba razón); y, lo que es peor, llamando a todos los
católicos a unirse “subordinando al bien común de la patria y de la religión
todo otro ideal”. Se ha dicho mucho, yo lo he escrito varias veces, que a
Azaña, y a las izquierdas en general, las mandó a la oposición en 1933 el tema
de Casas
Viejas. Pero no hay que desechar, en modo alguno, este conflicto como
factor explicativo de cómo los católicos, como apretada falange, fueron a los
colegios electorales a votar como votaron, para frenar la agresión a la
institución eclesial.
Por descuidar, entonces incluso la representación
diplomática ante el Vaticano estaba descuidada. La embajada española era
entonces gestionada por un encargado de negocios. El Vaticano se había negado a
dar el placet al candidato español a
embajador, Luis Zulueta; y la respuesta española había sido dejar el tema que
se pudriese. La República, sin embargo, hizo uso del comodín del cardenal amigo
y, mediante los oficios de Vidal i Barraquer, acabó por conseguir que el
nombramiento se produjese, con fecha 15 de diciembre de 1931.
En 1933, antes de la aprobación de la ley de confesiones y
congregaciones, el Vaticano hizo un movimiento táctico dentro de su política de
apaciguamiento con la República. Desvinculó definitivamente al cardenal Segura
de su sede toledana y nombró en su nombre a Isidro Gomá, entonces obispo de
Tarazona; y aprovechó para nombrar a Ramón Pérez Rodríguez como obispo de
Cádiz. Luis Zulueta, en nombre del gobierno español, hizo una especie de demanda blanda del Patronato Real; El nuncio Federico Tedeschini consultó con los jefes y, finalmente, se avino a comunicar al
Gobierno previamente los nombres de los candidatos;
el Consejo de Ministros decidió que no haría objeción alguna a los
nombramientos; sus objeciones, como se haría claro pronto con el proyecto de
ley de congregaciones, eran de mucho más calado; en esas condiciones, tiene lógica que al gobierno de
izquierdas se le diese una higa que fuese obispo Juana que su hermana.
Un decreto de 27 de julio de 1933, un mes después de la ley
de congregaciones y tres de que el Vaticano hubiese ratificado a los nuevos
obispos, dispuso que la Iglesia católica debía informar al ministro de Justicia
de las variaciones que se introdujesen en los ministros, administradores y
titulares de los cargos y funciones eclesiásticas. El control gubernamental de
los cargos eclesiásticos no se hacía por mor del Concordato, sino de la ley de
congregaciones. Sin embargo, la Iglesia se puso de canto. Tedeschini arguyó que
había llegado a un acuerdo con Luis Zulueta para comunicar los nombramientos ya
hechos públicos (lo que negaba a la República el derecho que se había abrogado
a no nombrarlos si no le gustaban), y así procedió, para cabreo del ministro
obrante, el gallego Leandro Pita Romero.
Pita, uno de los ministros más jóvenes de los gobiernos
republicanos, marchó en febrero de 1934 a Roma para tratar de negociar un nuevo
Concordato. Aparentemente, con la llegada del bienio de las derechas la
República había tomado conciencia de que el tema con el Vaticano había que
aterrizarlo de alguna manera; un Concordato tendría la ventaja de que, al ser
un acuerdo entre Estados, podría matizar, aparcar incluso, algunas de las
cuestiones incluidas en la Constitución. Las fuerzas más prorrepublicanas en la
Iglesia española trabajaron en la misma dirección: el eterno Vidal y monseñor
Eustaquio Ilundain fueron a la ciudad eterna para preparar el terreno en la
Secretaría de Estado vaticana. El entonces secretario de Estado, cardenal
Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli, que en 1939, tal vez aburrido de tener un nombre tan largo, lo cambiaría por el minimalista de Pío XII, le solicitó a Vidal un documento programático que pudiera servir de
base para la negociación. Hay que decir que Pacelli, en ese momento, estaba muy
focalizado en la negociación de concordatos, pues estaba negociando o había
negociado más de uno; de hecho, suya, por la parte de la Iglesia, es la
negociación del Concordato con el Reich alemán, un pacto tan sólido que sigue
vigente.
Vidal tenía una clara y lógica visión posibilista. Al contrario
de los deseos de buena parte del episcopado español, el catalán no creía en la
posibilidad de una derogación, de iure
o de facto, del ominoso artículo 26
de la Constitución; por esto, la verdad, y es un opinión personal, Vidal era muy mal interlocutor para negociar, puesto que estaba dispuesto a pasar por una horca caudina que la mayoría del episcopado español no aceptaba. En este sentido, tengo por mí que, demasiadas veces durante este periodo, hubo personas que escucharon a un señor purpurado decir cosas que creían estar en el sentimiento de la Iglesia a la que Vidal representaba; pero, sin embargo, estaban sólo en su propio sentimiento. Es en este sentido en el que siempre he considerado que, con toda su buena, buenérrima, intención, Vidal i Barraquer pudo proveer más daño que cura.
Vidal i Barraquer defendía la negociación de un modus vivendi (como ya hemos visto, un
pacto pragmático de menor valor que un Concordato, pero igualmente vinculante y
más flexible), en el que se pudiesen matizar algunas regulaciones ya producidas
o por producir en desarrollo del mentado artículo 26. Las ambiciones de Vidal,
sin embargo, no eran las de la Iglesia española; ni tampoco las de España. Sus
ideas pronto se enfriarían, entre otras cosas porque en la España laica no
había casi nadie interesado en llevarlas a buen puerto. La izquierda, con su
visión ciega y antiestratégica que tanto habría de costarle, no quería ningún
tipo de componenda. Y la derecha monárquica tampoco veía con buenos ojos que la
República lograse alcanzar un punto de convivencia con la Iglesia, porque eso
la dejaría sin un argumento de gran fuerza.
En esas circunstancias, el gobierno tampoco tenía muchas
ganas de ceder. Para empezar, había dejado ver su enfado por el hecho de que,
en la contestación sobre el placet a Pita
Romero, hiciera una referencia a “la legislación antirreligiosa aprobada
recientemente en España”. Asimismo, protestó vivamente cuando Tedeschini
pronunció, aquel febrero de 1934, una conferencia en la sede de Acción
Católica, que el gobierno consideró intolerable (estas cosas pasaban en la angélica II República española: el personal se suponía que sólo podía dar conferencias diciendo que tó er mundo é güeno). Estas cosas retrasaron la
negociación, y en el tema no ayudó mucho la actitud de Pita, muy, ejem, galaica
(era de La Coruña), dado que ora decía que quería llegar a un acuerdo, ora
pedía que a Tedeschini lo sacaran de España.
Este ambiente acabó por enfriar las cosas entre los
negociadores. El 5 de mayo, el encargado de negocios de la embajada de España
en el Vaticano, Eduardo García Comín (católico practicante, por cierto) le
comunica a Pacelli la pronta llegada de Pita para negociar; pero el secretario
de Estado le informa de que el Papa ha dopado el tema para dormirlo, por una
vía que nos volveremos a encontrar: su derivación a la denominada Congregación
de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios (una congregación creada en 1814 por
el séptimo Pío que dio la Iglesia, a partir de la Sacra Congregatio Super Negotiis Eclesiasticis Regni Galliarum,
como todo el mundo sabe). Aparentemente, en España las dos personas más
interesadas en avanzar las negociaciones eran Pita Romero, que maniobraba para
ser aceptado definitivamente por el Vaticano; y Gil-Robles, que quería el Concordato
o el modus vivendi sobre la mesa
antes de que le tocase gobernar, probablemente juzgando que, una vez las
derechas al frente del Ejecutivo, cualquier acuerdo con la Iglesia sería
apelado por los opositores de intolerable concesión.
Finalmente, la República llevó a Roma un proyecto basado, en
buena medida, en las notas de Vidal i Barraquer, anotadas por el propio Alcalá
Zamora, que se implicó en ello personalmente (repito: es posible que el gobierno republicano considerase que, puesto que el esquema se lo había provisto un miembro del episcopado, lo que estaba llevando era algo que la Iglesia aceptaría sí o sí; pero aquel esquema era la opinión de Vidal, no la de Dios). Este borrador español, que comenzó
a discutirse el 18 de junio de 1934, incluía el Patronato Real. Pacelli, nada
más leerlo, le dijo a Pita que no mamase. La verdad, el fino sacerdote (para
mí, la verdad, Pío XII es uno de los Papas más hábiles e inteligentes que ha
tenido la Iglesia) le dijo que no podía llegar allí, sentarse en la mesa, solicitar
un derecho que le había sido concedido a los monarcas españoles a los que su
gobierno hasta quería meter en el maco; y, además, tratar de hacer compatible
esa petición con el mantenimiento del artículo 26 y sus desarrollos
legislativos. Las cosas como son, la posición de la República, y eso que era la
República del bienio de las derechas, no tenía pase.
Pita Romero, en efecto, estaba en una situación muy habitual
para los políticos: el famosérrimo “como sea” de José Luis Rodríguez Zapatero.
Tenía muy claro que quería un acuerdo, pero en realidad no estaba
dispuesto a ceder en nada para lograrlo. Esta actitud la volveremos a ver en
estas notas, sólo que vuelta del revés, esto es, ejercitada por la Iglesia en
sus negociaciones con Franco.
Tras estas reuniones, en julio y en un despacho interno, el
Pío presente, el XI, decidió que lo mejor era parar aquellas negociaciones
imposibles. El Pío futuro, el XII, sin embargo, lo convenció de que eso sería
impolítico; y el Vaticano nunca hace cosas impolíticas. Por ello, lo convenció
de una solución “a la Churchill”: crear una comisión negociadora, en la que,
por parte vaticana, estuviera monseñor Domenico Tardini, prometedor miembro de
la Curia que acabaría siendo secretario de Estado con Juan XXIII.
Lo cierto es que Roma no tenía prisa. La Curia olía las
posibilidades de que el gobierno girase más a la derecha si hacía crisis (como
la hizo) el gobierno Samper, y casi prefería esperar a la segunda parte. Como
es bien sabido, este cambio de gobierno fue el provocó el golpe de Estado
revolucionario de octubre de 1934, que algunos llaman Revolución para tratar de
esconder el detallito de que se alzaron violentamente contra un gobierno
legalmente constituido, que es una cosa que se llama golpismo y, claro, queda
mal en el currículo de un partido político.
Pita Romero trataba, como fuera, de salvar la singladura,
aunque fuese en los minutos de descuento. Presionó a Vidal, quien presionó por
su parte a la Secretaría de Estado. Pacelli, que pasó por Barcelona camino de
Buenos Aires, le dijo a Vidal que no veía problema en continuar las
negociaciones. El obispo de Tarragona propuso una negociación sobre dos grandes
premisas: siempre dentro de la Constitución; modus vivendi, con apertura inmediata de negociaciones
concordatarias.
El 3 de diciembre, el gobierno de España adoptó un perfil
más católico, y la cosa se puso más fácil. Pita Romero pudo volver a Roma con
una posición más flexible. La propuesta española incluía elementos que
reconocían derechos a la Iglesia en materia de educación y matizaban
significativamente la ley de congregaciones, entre otras cosas.
Parecía que se
podía llegar a un acuerdo, pero no fue así. Pío XI le pasó el tema a la
Congregación de Asuntos Extraordinarios, que dictaminó negativamente. Los
cardenales de dicho órgano consultivo consideraron, creo yo que con bastante lógica,
que la asimetría esencial de la negociación, es decir el intento de llegar a un
acuerdo entre dos partes cuando una de ellas ya ha aprobado una Constitución
que rechaza cualquier acuerdo por esencia, hacía imposible firmar al pie de
ningún papel. Muy particularmente, los cardenales consideraban que si la
Iglesia aceptaba ahora atarse una mano, o un pie, en el modus vivendi, luego ya no podría desatársela en el Concordato.
Así las cosas, las partes siguieron intercambiándose notas y
movidas de ésas hasta que llegó febrero del 36.
¿Porqué "la ley de confesiones y congregaciones religiosas" no respetaba las libertades?
ResponderBorrarBueno, la respuesta da para un post. La ley establecía, entre otras cosas, que toda manifestación de religiosidad externa a los templos debía ser comunicada y aprobada por el gobierno. Luego estaba el artículo 7, que es el que afecta a las notas que he escrito, en el que el Estado se arrogaba el derecho a ilegalizar el nombramiento de, por ejemplo, un obispo, si lo consideraba lesivo para la República.También se limitaba mucho la participación eclesial en la enseñanza.
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