Debajo de la línea.
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La Sala del Mappamondo del Palazzo Venezia, en Roma, fue la oficina principal de Benito Mussolini mientras fue dictador de Italia. En los tiempos en que el país decidió construir su imperio colonial y abrió la guerra de Etiopía, el Duce se hizo instalar en una pared de la sala un gran mapa del país africano, en el que estaban clavadas las decenas y decenas de banderitas que simbolizaban las unidades puestas en juego en esa invasión.
Una noche, las señoras de la limpieza entraron en la sala para limpiarla cuando ya no había nadie. En su celo por dejarlo todo como los chorros del oro, acabaron descolgando por error el enorme mapa. El papel cayó al suelo, las banderitas se desclavaron y se esparcieron caóticamente por el suelo. Contritas y nerviosas, aquellas buenas mujeres resolvieron deshacer el entuerto de la mejor manera posible. Colgaron de nuevo el mapa y, una vez hecho esto, recogieron, una por una, las banderitas del suelo, y las fueron clavando en el papel buscando los agujeros ya dejados por los alfileres, a la buena de Dios, como su entendimiento les dio a entender.
La guerra de Etiopía siguió su curso. Italia la ganó. Pero, en todo ese tiempo transcurrido, el Duce jamás se percató de que los ejércitos de su mapa habían sido colocados por unas chachas. Jamás se dio cuenta de que en el mapa había despliegues que a un militar, con sólo saber sumar dos y dos, jamás se le ocurriría hacer. Flancos de artillería precediendo a la infantería. Divisiones de caballería inútilmente concentradas en áreas montañosas donde probablemente no eran capaces de maniobrar. Estados mayores separados de sus tropas por cordilleras o grandes accidentes orográficos. Hubo dos guerras de Etiopía: la que ocurrió en Etiopía, y la que ocurrió en el mapa de Mussolini. Y no se parecieron ni una mierda.
Ése era Benito Mussolini. Una impulota y orgullosa cáscara de huevo, dentro de la cual no había nada.
El siglo XX es el siglo de la eclosión de dos ideologías: el fascismo y el comunismo. Yo, la verdad, considero que se trata, en realidad, de dos formas distintas de fascismo: uno, si se quiere, de derechas, y el otro de izquierdas. Pero me cuesta ver muchas más diferencias entre ambos desde un punto de vista programático y filosófico. No obstante, respetando la nomenclatura que todo el mundo usa (de momento; todo es cuestión que un catedrático de campanillas decida destacar diciendo algo parecido), el fascismo es, en gran medida, Benito Mussolini. Porque si por esencia del fascismo muchos tienen a Adolf Hitler, no hay que olvidar que para fascista influyente, el italiano. Esto es especialmente verdad en un blog mayoritariamente dedicado a la Historia de España, ya que el fascismo español, donde quiera que lo situemos, fue, sin duda alguna, de inspiración mussoliniana.
Benito Amilcare Andrea Mussolini Maltoni nació el 29 de julio de 1883 en Varano dei Costa, en la Romaña. Las veleidades revolucionarias de su padre, miembro de la pequeña burguesía rural, hicieron que el niño llevase tres nombres dedicados a tres revolucionarios. Fue Benito por el mexicano Benito Juárez; fue Amilcare por Amilcare Cipriani, activista anarquista; y fue Andrea por Andrea Costa, uno de los fundadores del Partido Socialista Italiano. En 1902, el joven Mussolini se desplazó a Suiza, donde se estableció el primer paralelismo entre él y alguno de los personajes que se le parecieron, en este caso Hitler. Igual que le ocurrió al dictador austriaco en Viena en su juventud, en Suiza Mussolini vivió muy precariamente, aceptando empleos de repartidor o almacenero. Por aquel entonces, por cierto, iba por la vida con una medalla al cuello que portaba un retrato de Carlos Marx. De hecho, su principal influencia de aquella época fue la rusa revolucionaria exiliada Angélica Balabanov, al calor (ideológico) de la cual labró su antimilitarismo cerril (no acudió a filas cuando le llegó la edad militar, por lo que fue condenado a un año de prisión) y su ateísmo militante. Es una escena bien conocida de su vida el debate sobre la existencia de Dios mantenido con un sacerdote llamado Tagliatella, durante el cual conminó a Dios a que lo fulminase para demostrar su existencia. Resulta difícil creer en la existencia de Dios, la verdad, si, aún habiendo sido requerido para ello, y teniendo en cuenta que es omnisciente y por lo tanto sabría la que iba a montar aquel cabezón, no aprovechó para apiolárselo.
En 1904 se decreta una amnistía en Italia que permite al prófugo Mussolini regresar al país. Tiene que prestar el servicio militar, cosa que hace con disciplina. En 1909, en Forlí, conoce a Rachele Lombardi, que será la madre de sus hijos primero y su esposa después (no se casó hasta pasados ocho años) y una de las dos mujeres de su vida junto con Clara Petacci, su particular Eva Braun. Entre dicho año y 1912, Mussolini escala en el prestigio dentro de los socialistas hasta conseguir ser nombrado director del órgano partidario Avanti.
Como todo fascista que se precie, Mussolini tenía una habilidad; cierto don. Hitler era un orador cautivador, capaz de electrizar a las masas de pequeñoburgueses y obreros que iban a escucharle a la Löwenbräukeller. Franco, por su parte, era un militar bajito y de voz bastante atiplada, pero que, a decir de sus contemporáneos, tenía una mirada y una actitud que acojonaban. José Antonio Primo de Rivera era persona de un atractivo personal y una capacidad carismática que ni siquiera sus enemigos niegan. Mussolini era regordete, no muy buen hablador (sus discursos, vistos hoy, parecen los discursos de alguien que lo estuviese parodiando con gestos exagerados), y también carecía de una presencia imponente. El don de Mussolini era la convicción. Era uno de esos políticos que era capaz de decir, con la distancia de unos pocos meses o años, una cosa y la exactamente contraria, y sonar convincente en ambos casos. Como escritor no estaba exento de talento, y tenía visión periodística. Bajo su dirección, Avanti multiplicó su difusión por cinco.
El cambio de Mussolini comienza a labrarse en 1914, con el estallido de la Gran Guerra. En apenas unas horas Mussolini, que hasta entonces ha sido un antimilitarista furibundo, se convierte en un belicista impregnado del mismo tipo de entusiasmo. Esta voltafaccia le produce tantos problemas en el PSI que decide abandonar el Avanti antes de que le echen. En ese momento, Mussolini funda un periódico propio, Il Popolo d'Italia, sobre cuya financiación inicial hay mucho misterio.
Mussolini estaba en la quinta pregunta. Así pues, no pudo fundar su periódico con ahorro alguno. Evidentemente, tuvo que contar con apoyos, y esos apoyos lo más lógico es que estén vinculados al hecho fundamental que traía consigo la defección de Mussolini: la división del Partido Socialista. Así pues, sectores del gran capital o del propio gobierno son los más racionales candidatos a haber ayudado en este punto a Benito para sacar adelante su proyecto. Por otra parte, la postura aliadófila que inmediatamente tomó el periódico en lo que se refiere a la guerra mundial ha hecho a muchos pensar que el capital francés pudo no ser muy ajeno a la operación.
A base de estas presiones, Italia, en 1915, le declara la guerra a Austria. Una decisión que colocará el primer mojón del camino que lleva hasta el fascismo en el poder.
Italia no hizo un gran papel en la primera guerra mundial. Su enfrentamiento con los austriacos le costó más de medio millón de muertos, amén de heridos y prisioneros. No obstante, estaba en el bando ganador, así pues, fruto sobre todo del agotamiento del ejército austríaco, las tropas italianas acabaron por obtener una victoria decisiva en Vittorio Veneto, que acabó por forzar el armisticio por parte de sus enemigos. En 1917, Mussolini resultó herido por la explosión accidental de una bomba.
Italia terminó la primera guerra mundial literalmente arruinada por el conflicto, el cual, entre otras cosas, había hecho perder un 80% de su valor a la lira. Evidentemente, como país ganador, obtuvo un botín. La primera perla del mismo fue la propia desaparición del imperio austro-húngaro, que hasta entonces había influido tanto en la realidad política italiana. Además, obtuvo recompensas territoriales, tales como el Trentino, es decir el valle del Adigio y del Isonzo, hasta el Brennero. No obstante, se quedó con la miel en los labios en lo que se refiere a su reclamo de la costa de Dalmacia. Italia intentó en la conferencia de París un abandono teatral por no conseguir sus reivindicaciones, pero todo lo que consiguió fue quedar aún más humillada, pues tuvo que volver con el rabo entre las piernas ante el acojone de perder, con su gesto, lo que ya creía seguro. Esta humillación creó entre los italianos el concepto de vittoria mutilata, o victoria menor o victoria gilipollas, es decir la sensación de que se había luchado para nada. En buena medida, los italianos hablan con mayor amargura de su victoria en la primera guerra mundial que de su derrota en la segunda (aunque también es cierto que su sempiterna habilidad negociadora consiguió convertir esta segunda en una victoria durante el tiempo de descuento).
Lo más importante a efectos de lo que estudiamos en estas notas es que, en un paralelismo con el fascismo alemán, esta decepción será uno de los grandes filones que encontrará Mussolini para impulsar el fascismo. En la pluma del futuro Duce, los políticos parlamentarios son los culpables de todo lo que ha pasado. Los apela sin recato de «seres apestados y sifilíticos», además de bastardos e idiotas. En muchos hogares que han perdido uno o dos hijos en aquella guerra tan cruel y que ahora se preguntan el porqué de pago tan caro, este mensaje prenderá como la estopa cuando se den las circunstancias para ello en la década de los veinte.
De alguna manera, el fascismo italiano nace el 11 de enero de 1919. El día en el que un político socialista, Leonida Bissolati, tiene cita para dar un mitin en la mítica Scala de Milán, patrocinado por la Sociedad de Naciones. Al comenzar la intervención, un grupo de individuos comienza a entonar cánticos bélicos, interrumpiendo la conferencia. Esos hombres son fundamentalmente excombatientes y portan boinas negras. Se llaman asimismo arditi. Apenas hace unos días que Mario Carli Marinetti, más conocido en la Historia del Arte por representar un movimiento estético que conocemos como futurismo, ha fundado la primera asociación de arditi en Roma. No será la única.
En la Scala estaba también presente Benito Mussolini.
Italia intenta, en la posguerra, una especie de bipartidismo imperfecto, diseñado no tanto para un turno pacífico entre los dos grandes partidos como para garantizar el mando más o menos continuado de uno de ellos, el Partido Popular Italiano, o sea la democracia cristiana, fundado por un sacerdote, el padre Luigi Sturzo. Basándose en la raíz decididamente católica del pueblo italiano, el PPI aspira a gobernar Italia por encima de las aspiraciones de los socialistas, los cuales, en esa época, en Italia como en cualquier otro país europeo, están aún debatiéndose en un combate entre revolucionarismo marxista y socialdemocracia parlamentaria, que no queda del todo claro.
El acto fundacional del fascismo italiano propiamente dicho se produce en la Piazza San Sepolcro de Milán, el 21 de marzo de 1919. A aquel acto acuden más o menos medio centenar de excombatientes de la primera guerra mundial, que han llegado para escuchar a Mussolini, bajo la presidencia de Ferruccio Vecchi. Sin embargo, será en esa reunión donde se funden los primeros fasci de combattimento.
Los fascios crecen inicialmente muy despacio, lo cual mueve a Mussolini a concluir que hace falta algún tipo de acción que los haga visibles ante la sociedad italiana, que es la manera de conseguir ser apoyado por los cuerpos de la clase media amantes del orden, que tanto en Italia como en Alemania como casi en cualquier experimento fascista son los que aúpan a estos movimientos. Cualquiera puede pensar que los fascistas son tipos de hombros anchos, temperamento violento y un buen par de cuernos en las sienes. Claro que, también, como pensar, cualquiera puede pensar que dos y dos son veintisiete.
En abril de 1919, una huelga general decretada por el PSI paralizó Milán. Por la tarde se produce una magna asamblea con miles de obreros presentes. En ese momento, los fasci de combattimento atacan, fuertemente armados. Lo más destacable de esa mano de hostias fue la actitud pasiva de la policía y de ejército, que parece demostrar que, ya entonces, había muchos que veían en los fascistas a unos tipos que hacían lo que otros, en el fondo, quisieran hacer.
Tras los enfrentamientos, unos doscientos arditi se dirigen a la redacción del Avanti, periódico que un día dirigiera Mussolini y que está protegido por el ejército. Los boinas negras lo rodean. Suena un disparo. Un soldado, Martino Speroni, cae muerto (es el cuarto muerto del día). La tropa, inexplicablemente, se retira. Los fascistas entran en el periódico y no dejan ni un cenicero sano.
El gobierno felicitó a Vecchi y Marinetti por aquella acción. Sí, les felicitó. Y hay que entender por qué, se comparta o no tamaña bestialidad, porque si no se entiende ese factor no se comprenderá nunca ni el ascenso del fascismo ni el del nazismo. La felicitación del ministro de la guerra, general Caviglia, no significa otra cosa que las fuerzas vivas italianas, y sobre todo la clase media que sostiene los gobiernos, encontraba mucho más remoto el peligro fascista, o incluso inexistente porque en ese momento aún no se había probado con los hechos; y, sin embargo, todos los peligros ligados de alguna manera a la revolución rusa los encontraba mucho más cercanos.
La Europa de los albores de los felices años veinte está literalmente acojonada con el comunismo; y los socialismos existentes en los países no ponen las cosas fáciles a base de otorgar a sus huelgas generales y movidas varias un claro sentido revolucionario, esto es, se preocupan de decir que los obreros no paran sólo para conseguir mejores salarios, sino también para implantar la dictadura del proletariado. En 1920, ya todo el mundo en Europa conoce bien cuál es el destino que le reservó ese gran demócrata llamado Lenin a todo aquél que en Rusia medio olía a burgués, y muy especialmente si era un burgués campesino. Las gentes no querían acabar así y, cada vez que los obreros salían a la calle con sus banderas, les venían a decir que así ocurriría si no se andaban listos. Así que resolvieron frenar el tsunami obrerista. Por las malas, o por las malas.
En ese momento, sin embargo, el problema para Mussolini es que él no era el único candidato a pasar a la Historia como fundador e impulsor del fascismo italiano. Otro conspicuo candidato le presentaría batalla aprovechando el asuntillo de Fiume. La ciudad de Fiume, como la Dalmacia, era reclamada por los italianos, pero no vino en el paquetito de regalos de la posguerra. Fue puesta bajo la administración de la Sociedad de Naciones. Así las cosas, el protofascista Gabriele D'Annunzio albergó la idea de tomarla por la fuerza, aprovechando el hecho, que en la Historia se puede comprobar muchas veces, de que el fuerte de la SDN, como en el caso de la ONU, no era precisamente tener tropas resolutivas capaces de defenderse. Los conjurados tomaron la ciudad el 12 de septiembre de 1919. Fue allí, en Fiume, donde nació, o más bien renació, el saludo romano como saludo fascista. D'Annunzio, verdaderamente, se vestía por los pies en ese asunto de los símbolos y los desfiles.
Pero tenía otra idea. Para Gabriele, la acción de Fiume era sólo un primer paso. Lo que él quería, en realidad, era montar una marcha sobre Roma. Esto sí que puso nervioso a Mussolini, a quien el condottiero di Fiume trataba con la displicencia con la que un líder trata a un segundo nivel cagarro.
El 16 de noviembre de aquel año, pocas semanas después de lo de Fiume, hubo elecciones. El fascismo presentó tres candidatos: uno era Mussolini. Los otros dos eran hombres de la cultura: Marinetti y el músico Toscanini. Juntos, apenas sumaron 4.000 votos en toda Italia. Los socialistas les sobrepasaron en casi dos millones de votos y se convirtieron en los grandes triunfadores de esa noche. El PPI sacó unos 400.000 votos menos y el resto de los partidos tradicionales, todos juntos, sumaron unos tres millones y medio de votos.
Como casi siempre en la Historia del fascismo éste, a punto de dar el estirón para situarse, parece vencido. Todo indica que Italia le ha dado la espalda a ese señor gesticulante y ampuloso. Además, como acabamos de ver, Benito tiene problemas dentro de su propio partido, en el que hay elementos tan inclasificables e incompatibles como el propio D'Annunzio, o el nefasto Roberto Farinacci, o activistas sin dudas como Arrigo Dumini o Italo Balbo, o antiguos militares, estrategas bastante pobres, como Cesare María de Vecchi o Emilio de Bono. Todos ellos conforman la mediocre tropa fascista italiana, al estilo de la cuadrilla hitleriana en Alemania; y todos son ambiciosos, aunque de momento, más que un pastel, lo que se están repartiendo entre todos es un bollycao.
Pero sabemos bien que eso no fue así durante mucho tiempo.
En 1919, el fascismo quedó como el culo en las elecciones italianas. Pero en 1920 se le presentó ya la primera oportunidad para empezar a cambiar eso. La posguerra golpeó el país en forma de crisis económica de una forma extremadamente cruel, lo cual llevó a las masas obreras a radicalizar sus movidas, generando un miedo al bolchevismo que fue el caldo en el que se cocinó, poco a poco, el fascismo italiano. Un proceso que Mussolini llevó, justo es reconocerlo, con notables dosis de habilidad, pues conocía bien los resortes del PSI, en el que no había sido precisamente un cualquiera y, por lo tanto, sabía bien de su capacidad de disensión interna, por la cual, entre otras cosas, los socialistas acabarían demostrándose incapaces de sacar verdadera rentabilidad al filón de votos obtenidos en las urnas.
En junio de 1920, en medio de una crisis de la hueva, cae el gobierno Nitti y es sustituido por Giovanni Giolitti. El nuevo primer ministro busca inmediatamente la colaboración de los socialistas, pero éstos tienen en su seno a muy amplias bases y dirigentes que ya sólo creen en la toma del poder obrero y rechazan la idea de colaborar con las fuerzas burguesas, así pues Giolitti queda abocado a gobernar solo. Una prueba incomensurable de miopía política por parte de la izquierda, puesto que un gobernante en minoría, si su pierna izquierda se niega a transportarlo, andará, si es necesario, a la pata coja, dándole todo su apoyo a su otra pierna. La derecha.
Al amparo del comprensivo Giolitti, los fasci di comattimento comienzan su lúgubre historia de expediciones de castigo en la que incluso son apaleados diputados de la nación.
En agosto, la negociación colectiva se rompe. La respuesta de los sindicatos obreristas es reclamar la ocupación de fábricas. Hasta 600.000 obreros ocupan sus centros de trabajo, en un movimiento claro de corte revolucionario, a la vez que reivindicativo. Ciertamente, la situación se normalizará en octubre, pero el debate interno dentro de la izquierda entre los que se tomaron la ocupación como un acto reivindicativo y los que lo consideraban un acto revolucionario forzará, en el congreso de Livorno de enero de 1921, la escisión en el seno del PSI que creará el Partido Comunista Italiano, llamado a ser, probablemente, el comunismo más poderoso de Europa occidental. En los oídos de Mussolini suenan músicas celestiales.
Músicas en duetto. Porque en los finales de 1920 no es una, sino que son dos las grandes noticias que recibe el líder del fascismo italiano. La otra gran noticia es la decisión del gobierno de acabar con la chorrada de Fiume. El 12 de noviembre de aquel año, en virtud del Tratado de Rapallo, Fiume es declarada por las potencias ciudad libre. El día de Nochebuena, el ejército italiano sitia la ciudad para echar de allí al folklórico D'Annunzio. Nada más producirse los primeros disparos desde un navío de guerra, la ciudad se rinde. El otrora carismático competidor de Mussolini se retira de la escena.
El año 1921 es el de la actividad frenética de las escuadras fascistas, que ocupan centros públicos, cortan barbas, intoxican a sus enemigos con aceite de ricino para que se caguen encima (práctica importada a España por los jonsistas y adoptada en Falange por José Antonio Primo de Rivera) y, en varios miles de ocasiones, se los apiolan. Italia asiste a ese espectáculo mirando hacia otro lado. Nadie, en realidad, intenta pararlos. Prefieren a los camisas negras haciendo el cabra que la sovietización del país.
El 15 de mayo hay elecciones. En una muestra más de debilidad y miopía, los partidos conservadores democráticos aceptan fascistas en sus listas. 35 correligionarios de Mussolini, entre ellos él mismo, entran en el Parlamento.
En los siguientes meses, Mussolini hace uso de toda su capacidad camaleónica. Después de los sucesos de Viterbo (ocupada por los fasci), de Treviso (donde destruyen dos periódicos) y de Roccadastra (trece muertos, que se dice pronto), el líder fascista firma un pacto de paz con los socialistas. Este aparente viaje a la moderación le causa a Mussolini la oposición de los muchos miembros de su formación de corte radical y violento, pero el Duce sabe llevarlos con mano izquierda hasta noviembre, cuando funda el Partido Nacional Fascista, tras lo cual se apresta a denunciar el pacto que él mismo firmó, y se quita definitivamente la careta: «Los fascistas sustituiremos al Estado cada vez que éste se revele incapaz de combatir las causas y los elementos de la desintegración interior». El gobierno Bonomi trata de reaccionar, pero los fascistas amenazan con airear el pasado fascista de miembros de la Administración (entre ellos, él mismo).
Mussolini crea su ejército. Un ejército a la romana, con legiones y cohortes, y con elementos que serán en buena medida copiados por el fascismo español. Así, entre los adolescentes nacen los balilla y los piccole italiane, los avanguardisti y los giovanni italiane; categorías que sirven para encuadrar a los niños desde los ocho hasta los dieciocho años.
En 1922, los brotes verdes se van a la mierda. Quiebra la Banca di Sconto, que arrastra en su caída a dos consorcios industriales, Ansaldo e Ilva. En febrero cae el gobierno Bonomi. Los fascistas vetan cualquier solución contraria a ellos. Se elige primer ministro a Luigi Facta, un hombre enormemente contemporizador con la violencia de los camisas negras. Las izquierdas se juegan el órdago a grande: huelga general el 31 de julio. Llevan cuatro reyes y son mano, así pues están convencidos de ganarlo.
Pero los fascistas sacan la porra y les dan de hostias hasta que sueltan las cartas.
Las clases medias italianas aplauden con las orejas. Por fin, está claro que hay un italiano que está dispuesto a hacer lo que sea para parar el avance bolchevique. Todo está maduro (ejem..) para lo que tiene que venir.
Pocas semanas después, llegará la marcha sobre Roma.
Benito Mussolini y su compañera Rachele se fueron la noche del 27 de octubre de 1922 al teatro. La viuda alegre. Todavía no había llegado la mitad de la representación cuando el matrimonio se escabulló elegantemente del lugar. Todo había sido una artimaña de Mussolini para estar «localizable» para la policía en el momento en que comenzaba la marcha sobre Roma.
A pesar de esta machada, el hecho más claro es que la marcha sobre Roma distó muchísimo de ser una sorpresa para nadie. Por mucho que la policía no conociese los detalles concretos ideados por los «generales» de la operación (Emilio de Bono, Cesare de Vecchi, Italo Balbo y Michele Bianchi), lo que sí sabía es que los planes existían, y que Mussolini tenía bastante más que papel en ellos. La cosa está tan clara que incluso los generales, horas antes de su marcha, son invitados a cenar en Bordighera por la reina madre Margarita (famosa por la pizza que lleva su nombre, y cuya invención y existencia tiene un motivo muy concreto); y, a los postres, son animados por la regia anfitriona en sus iniciativas.
La marcha sobre Roma se conformó como una serie de doce pequeñas marchas que habían de confluir cerca de la capital en tres lugares: Marinella, Mentana y Tivoli. Algunos días antes, el 24, se ha celebrado el congreso del PNF, con la impresionante participación de 40.000 camisas negras. Es ahí donde Mussolini pronuncia una de sus frases más célebres: «Yo os digo con toda solemnidad que el momento requiere: o nos entregan el Gobierno o iremos nosotros a Roma para conquistarlo». Probablemente, en ese momento el Duce sabe ya que las estructuras del poder político, que hasta ese momento han soportado y apoyado el fascismo por omisión, están ya al punto para dejarle paso. Luigi Facta, presidente del gobierno, envía al rey Víctor Manuel un informe la noche tras ese mismo discurso, en el que le asegura tener la convicción de que los fascistas han abandonado la idea de marchar sobre Roma. Esto ha llevado a mucho historiadores a tomar a Facta por gilipollas. Yo, honradamente, no lo creo. Creo que nadie es tan estúpido.
El gobierno se entera del inicio de la marcha sobre Roma a las once de la noche del día 27, cuando Mussolini está teóricamente en el teatro milanés. Quizá sabe, o quizá no, que va a tener un último, postrer aliado.
En las primeras horas del día 28, el presidente Facta se presenta ante el rey Victor Manuel III. Lleva en su mano un decreto, que precisa la sanción real, para declarar el estado de guerra, cual es la obligación de todo presidente del Gobierno que se encuentra con una medida de presión como la marcha. Pero Víctor Manuel, quizá uno de los reyes más bajitos de la Historia (apenas metro y medio) y casi con seguridad el más psicológicamente atormentado por dicha medianía, decide entrar en la Historia como un elefante en una cabina de teléfonos, y se niega a firmar la norma. No pocos historiadores consideran que lo que pudo decidirle fue la noticia de que su primo el duque de Aosta había visitado a los generales de la marcha en Perugia. Según esta teoría, Víctor Manuel pudo temer ser sustituido por otro rey más fascista, puesto para el que en su familia sobraban los candidatos y las candidatas. Por cosas así es por lo que Italia es una república.
Los camisas negras avanzan en la noche del 27 ocupando sin resistencia las ciudades por las que pasan. Llovió de la hostia aquella noche. En consecuencia, muy lejos de la imagen que el fascismo italiano dio de sí mismo, una marcha disciplinada y cantarina, la llegada de los marchadores a Roma fue escalonada, casi se diría que caótica; y el grueso de los ocupantes eran tipos mojados como ratas ahogadas, que dicen los británicos, y en modo alguno armados y con voluntad de defenderse frente a quien eventualmente hubiese intentado reducirlos. En total, se calcula que el fascismo puso en Roma a unos 50.000 camisas negras, la mayoría desarmados, que habrían sido fácilmente reducidos con los 25.000 efectivos de que disponía el general Pugliese. Sin embargo, las fuerzas del orden no actuaron y, para cuando los recién llegados se iban enterando de que el rey se había negado a ponerles trabas declarando el estado de guerra, comenzaron a creer en su victoria contra nadie.
Aunque no había que ser muy valiente para participar en aquella marcha que más parecía el Rocío que una invasión peligrosa, Mussolini no estuvo en ella. De hecho, el Duce no se movió de Milán hasta las dos de la tarde del día 29, cuando recibió el esperado telegrama del general Cittadini: «De Roma. Quirinal. Al onorevole Benito Mussolini, Milán. Su Majestad el rey, habiendo decidido confiarle la formación del Gobierno, ruega se traslade inmediatamente a Roma».
Mussolini no es tonto. Tiene una clara percepción de los tiempos. Su primer gobierno, formado el día 30, tiene sólo tres fascistas en su seno. Pero, como sabemos bien, ésta no es la única línea de actuación del fascismo. En 1923, como represalia por la muerte de dos camisas negras en una disputa particular, la escuadra de Pietro Brandimarte mata a 22 antifascistas, uno de los cuales es arrastrado por las calles, ya muerto, por un camión. El Duce disuelve el Fascio de Milán, responsable de la brutalidad; pero nombra a Brandimarte para un alto cargo en el ejército. Por el camino, crea la Milizia Volontaria per la Sicurezza Nazionale, una guardia pretoriana personal, formada por fascistas.
El Duce sabe que con la mera violencia no llegará a dominar la sociedad italiana. Hace falta tocar el corazoncito de los italianos. Como buen periodista que es, Mussolini sabe que no hay nada como un buen enemigo al que dar palos para que la gente te siga. El 27 de agosto de 1923, cinco italianos son atacados y asesinados en Grecia. El país se conmueve. El gobierno se indigna. Se presenta un ultimátum a Grecia. El día 31, la escuadra bombardea Corfú y acaba ocupándola.
Mussolini ha encontrado su karma: las guerritas gilipollas.
Días después de la toma de Corfú, Gran Bretaña, aliada natural de Grecia, insta a Italia a devolver la ciudad. Lo creamos o no, el Duce reúne a su gente para hacerse unos pajotes con la idea de declararle la guerra a Londres. Afortunadamente, en aquel grupo de corifeos fascistas todavía hay gente con suficientes neuronas como para convencer a su jefe de que su pretensión es algo propio de paralíticos conceptuales. Finalmente, el conflicto se salda con el pago de una indemnización por parte de Grecia, pero en Italia todo ello aparece como si hubiesen ganado ya la segunda guerra mundial que aún faltan 15 años para que estalle. Algún tiempo después, Yugoslavia cede Fiume a Italia. Nuevo éxito.
En junio de 1924, el fascismo en el poder pasa su última reválida seria. Giacomo Matteotti, diputado socialista, se enfrenta con Mussolini en el parlamento pidiendo la anulación de las últimas elecciones. El día 10 de aquel mes, en su ciudad de residencia de Montecitorio, Matteotti es raptado por cinco fascistas, y al día siguiente aparece su cadáver. A pesar de la censura de prensa, la noticia acaba siendo de conocimiento público y genera una gran conmoción y eso que ahora se llama alarma social. Todo el mundo alza la voz para poner de vuelta y media a los camisas negras.
Pero, a partir de ahí, nada. Por razones que por lo menos a mí me son muy difíciles de explicar (más que nada porque no las entiendo), la oposición al fascismo, en un momento en el que las formas democráticas aún se conservan, en un momento en que Mussolini aún no ha podido completar su proyecto (y de Víctor Manuel) de mandar a los partidos políticos a tomar por culo, en un momento así, digo, la oposición al gobierno deja que el Senado le vote la confianza, deja que el rey le dé palmaditas en la espalda y deja, de una forma sorprendentemente pastueña, que el cadáver de Matteotti se enfríe y empiece a ser Historia.
El 3 de enero de 1925, Mussolini inaugura la dictadura fascista propiamente dicha.
¿Qué ocurre exactamente el 3 de enero de 1925? Pues lo que ocurre es que el presidente del Gobierno, Benito Mussolini, se quita la última careta que le quedaba, se va al parlamento y ante los diputados grita más que dice: «si los fascistas son una banda de delincuentes, yo soy su jefe».
Es el punto culminante de un proceso dilatado en el que el Duce ha hecho valer la principal de sus habilidades: el control de los tiempos. Para cuando Mussolini se pone descaradamente al frente de las partidas de la porra que pululan por todo el país, Italia ya no puede pasar sin él. Es la dictadura. Así las cosas, la supresión de los partidos políticos, en 1926, no es sino un hecho lógico.
La dictadura italiana se parece mucho a la alemana, y en general a todas las fascistas, en el detalle de ofrecer a la sociedad una mejora objetiva de sus condiciones de vida, casi inmediata; además de eso que se ha dado en llamar sensibilidad social. Porque la visión de las dictaduras fascistas como enemigas declaradas del obrero es, a mi modo de ver, una visión interesada, procedente sobre todo de los marxistas. El fascismo es siempre radicalmente antimarxista, pero eso no quiere decir necesariamente antiobrero. El mercado laboral más rígido, más protector del trabajador como tal, de la Historia de España fue el creado por Franco, que es lo más parecido a un fascista que hemos tenido (de momento al menos). Y Mussolini creó la primera legislación social italiana propiamente dicha. Una legislación, por supuesto, basada en el concepto de Estado corporativo, un Estado sin distinción de clases convertido en un sindicato de productores. Esta idea viajó sin escalas a España durante esos años y fascinó al joven abogado José Antonio Primo de Rivera. El falangismo español fue escasamente nazi y decididamente mussoliniano.
En realidad, los modelos mussoliniano y falanjo-franquista se parecen enormemente en este terreno de la economía y las relaciones de producción. Franco sembró España de presas que buena falta hacían; la rallada de Mussolini fueron las autopistas, pero al caso es casi lo mismo. El apoyo de Mussolini a la industria fue tan decidido que la presencia italiana en el sector automovilístico, hoy aún totalmente visible, en gran parte se labró entonces. Y, asimismo, otro elemento claro del fascismo italiano, copiado por Franco, fue el apoyo decidido a la familia. La Italia fascista impuso un impuesto especial sobre la soltería y premió a las familias numerosas.
Aun así, siendo como era el Partido Fascista, como el NSDAP alemán, una especie de cotolengo de mediocres, a aquel régimen, además de la falta de libertades, no le faltaron otras cosas propias de tontos del culo. Ahí está, por ejemplo, la figura de Achile Starace, a quien se considera el gran teórico del nuevo estilo fascista, padre de ideas tan peregrinas como imponerle un uniforme... ¡a la policía secreta!
Otra idea del fascismo, por cierto, fue la retirada del ustedeo del trato habitual entre italianos. Mussolini consideraba que tratar a la gente con tal conmiseración era una rémora spagnolesca, es decir propia de españoles.
Desde la dictadura, Mussolini se aplicó para encontrar y explotar su guerrita gilipollas.
En abril de 1935, cuando Mussolini negocie con Francia e Inglaterra en Stresa un pacto para garantizar la paz, dejará bien claro que las conversaciones se refieren a Europa. Para entonces ya está pensando en África. En este punto tampoco es original. Hitler también basa parte de su discurso nazi en la necesidad de que Alemania cuente con un imperio colonial del estilo del inglés y francés, porque colonias significa materias primas, poder económico y poder territorial.
Evidentemente, Mussolini, que se siente descendiente de Julio César y de Virgilio y cuando menos formalmente lo es, tiene, puesto a reivindicar un Imperio, como para reclamar medio mundo. No obstante, debe buscar con cuidado terrenos que no pisen los callos de esos compañeros de continente con los que está firmando papelitos en los que dice que jamás va a levantarles la mano (y es que la diplomacia y la violencia doméstica se parecen como una castaña verde a otra castaña verde).
El fascismo italiano echa mano de fuentes tan modernas como el escritor clásico Plinio para demostrar las enormes riquezas existentes en Etiopía, la posible patria de la princesa Nefertiti y elemento atractor de la religión rastafari. Además, se dice que en la Dancalia puede haber petróleo. Mussolini se autoconvence de su propia mentira que quiere ver en Etiopía la tierra de promisión a la que podrá enviar al medio millón de italianos parados, todo ello a pesar de las décadas de emigración, sobre todo hacia Estados Unidos, que en ese momento ya se acumulan. En aquella Italia de los años veinte, uno de los productos más populares son las primeras postales eróticas que se ven por allí; son fotos de abisinias con las tetas al aire. Al igual que la fiebre del oro envió auténticos ejércitos a California, todos esos sueños de riqueza y buena vida henchen las cajas de recluta.
En febrero de 1935, como oportuna respuesta a determinados incidentes casualmente producidos, se realiza el primer envío de tropas. La División Pelorilana marcha cantando aquello de Addis Abbeba/será romana/y su bandera será la italiana... El 20 de marzo, mientras Etiopía reclama el amparo de la Sociedad de Nacionales, los italianos desembarcan en Massaua. Mussolini acepta el diálogo con la Sociedad de Naciones aunque, en realidad, sólo es una estratagema para permitir la acumulación de tropas.
El 2 de octubre de 1935, las campañas de todas las iglesias convocan a las gentes a la plaza mayor de los pueblos. Se decreta incluso el cierre de los colegios para escuchar al Duce. Mussolini, desde los altavoces, himpla: «Italia proletaria y fascista: ¡En pie!» O, como diría Groucho Marx: «¡Más madera, es la guerra!»
Tras la llamada, al ejército italiano le cuesta cuatro días entrar en Adua. La SDN dicta sanciones contra Italia. Para qué quería más el fascismo. En todo el país, se lleva a cabo una operación de hiperitalianización que supone el borrado de todo lo que sea extranjero, muy especialmente francés o inglés. Se prohíbe la costumbre de los árboles de Navidad (aunque volvería después, con la teoría de que, en realidad, está relacionada con la consideración de mágicos que tienen los árboles en el animismo de raíz germánica). Los italianos dejan de tener pullover para tener maglione, cuando consiguen ligar, eso ya no es un flirt sino un amoretto (¿di Saronno?). Y al foot-ball se le impone el nombre de calcio... como podemos ver, no todas las trazas del fascismo han desaparecido hoy en día.
Más pruebas de histeria colectiva. Mussolini inventa el Día de la Alianza, el día en el que todos los italianos entregan a su Duce su anillo de casados, de oro, recibiendo a cambio uno de acero. La prensa de la época subrayó el hecho de que hasta las putas entregaron sus anillos. Treinta kilos de estos anillos, por cierto, acabaron en el fondo del río Mera, donde los tiraron los fascistas en 1945 en su huida de Italia. Un pescador, como el Smeagol de Tolkien, encontró la pequeña fortuna.
No le faltan a Mussolini, por cierto, los apoyos de quienes lo consideran, con su guerrita eritrea, un campeón de la Cristiandad y la Evangelización. Así lo afirma el cardenal Schuster en 1935. El Vaticano, ya se sabe, siempre a pelo y a pluma.
El 6 de mayo de 1936, apenas unas semanas antes de que estalle la guerra española, y en una piazza Venezia en la que ya no cabe ni un lapo, Mussolini decreta el fin de la guerra de Etiopía y el primer día de existencia del imperio italiano. Los italianos cantan Facetta Nera y se acuestan esa noche pensando que son, como hace dos mil años, lo más de lo más del mundo mundial.
Tres años después, el gasto de la economía italiana en su imperio es diez veces superior a los ingresos. La guerrita fue gilipollas, y el imperio una cagada.
Mussolini visita Berlín en septiembre de 1937. Allí nace el Eje, en alguna medida. A su vuelta a Roma, Italia abandona la Sociedad de Naciones. En enero de 1938, el país comienza una campaña antisemita por la que, por primera vez en su Historia, Italia persigue a los judíos para masacrarlos (bueno, más bien para que los masacren otros). Para darle lógica a esta historia es necesario multiplicar la propaganda en el sentido de que los italianos son una especie de versión sureña de la raza aria; que es algo que no se creería nadie en sus cabales, ni siquiera tras la ingestión de una caja entera de vodka. Hitler visita Roma el 4 de mayo. El recibimiento es tan apoteósico que para el mismo se remodelan calles y barrios como si en lugar de una visita fuese una Olimpiada o una gallardonada.
Quizá el punto más alto de la vida de Mussolini se da en 1938, cuando interviene en la conferencia de Munich y puede aparecer, incluso fuera de Italia, como el salvador de una situación que para todos olía a guerra. En esos tiempos, además, el Duce hace organizar un montón de paradas y desfiles, buscando dar la impresión al mundo de que tiene un ejército de la hueva, a lo que también colabora su implicación en la guerra española. Cuando el 15 de marzo de 1939, Hitler ocupe Bohemia y Moravia, Mussolini decide que él no puede ser menos y, tras parlamentar con los alemanes, decide invadir él también, en este caso a Albania. El 7 de abril, los italianos desembarcan en Durazzo y doblegan el país con facilidad.
Como sabemos bien, el 1 de septiembre de 1939, con la invasión de Polonia, comienza la segunda guerra mundial o, si queremos ser más precisos, la guerra entre Francia e Inglaterra por una parte, y Alemania por la otra.
En las semanas anteriores, el mes de agosto, Mussolini ha pasado por tremendas indecisiones. Sabemos por su yerno el conde Ciano que intentó repetir la jugada de Munich convocando una conferencia internacional; hecho éste que nos viene a demostrar que no tenía ni puta idea de por dónde le iba el viento a su amigo Hitler. Por lo demás, como hemos visto en el asunto de Albania, a Mussolini le corroe la idea de que Alemania pueda ser más que Italia. No está dispuesto a dejar que los alemanes se hagan con Croacia y Dalmacia sin que ellos se lleven una parte del pastel. En fecha tan tardía como el 23 de agosto, confiesa que Italia no está preparada para la guerra (en puridad, no lo estará nunca). Finalmente, en septiembre decide quedarse quieto.
Pero la quietud de Mussolini está muy pendiente de Hitler. En la cabeza de Mussolini, tras su pacto con la URSS, Alemania se ha convertido verdaderamente en un enemigo potente. Aunque no podemos asegurarlo con total sicurezza, lo más probable es que lo que detuviese la implicación de Italia en la guerra desde el primer momento fuese la Línea Maginot. Hoy la Línea Maginot nos parece de chicle porque sabemos la facilidad con que Hitler se la rebanó; pero, en aquellos tiempos, era tenida por una poderosa máquina defensiva capaz de parar casi cualquier cosa. En la mente de Mussolini, mientras Hitler, que tras darse besitos con Stalin tenía que avanzar hacia el Oeste, permaneciese frenado por la Maginot, a un país como Italia, tan cercano a Francia, no le convenía enseñar ni medio testículo.
El 1 de marzo de 1940, Hitler y Mussolini se entrevistan en Brennero. Es la particular entrevista de Hendaya de los italianos, aunque con resultado bien distinto. En realidad, no sabemos realmente qué fue lo que entendió Mussolini de lo que le dijo Hitler pues, en un arrebato de chulería muy propio de él, y a pesar de que sus conocimientos del alemán provenían de unas tardes de auswandig lernen, prescindió del intérprete. Aun así, resulta difícil que no sacase la idea de que Hitler iba a arrearle a Francia unas hostias como panes sí o sí.
Alemania se pasea por Bélgica. Luego entra en Francia, por donde menos se la espera. En ese momento, Francia tiene la fama mundial de tener una maquinaria militar invencible, napoleónica. Hitler se pasa a los gabachos por el forro de los cojones de sus carros de combate y los forra de disparos en el culo. Los ingleses hacen lo que pueden en Dunquerque, que apenas es salvar el suyo. La Línea Maginot a tomar vientos. Es todo lo que necesita Mussolini quien, además, está convencido de que Inglaterra está en las últimas (la verdad, es muy fácil juzgar la Historia a toro pasado, pero, ¿quién no habría creído eso después de Dunquerque?). El 11 de junio entra en la guerra y avanza por la Saboya francesa. La campaña italiana, completamente tapada por los hechos de armas hitlerianos, es un desastre en el que no se produce ni una sola victoria. A pesar de las presiones italianas para retrasar el armisticio francoalemán, éste se firma antes de que los italianos hayan podido tomar siquiera Niza, su primer objetivo.
Encabronado por esta semihumillación, Mussolini mira a su alrededor. Y encuentra Grecia. Un aliado de Inglaterra al que cree país atrasado, poco menos que sin ejército. Italia, además, posee el trampolín albanés. Los generales le dicen que se corte, pero Mussolini tiene sus propias ideas. El 28 de octubre de 1940, 100.000 italianos invaden Grecia. Tres días después, tres, los frentes están ya estancados, a pesar de que los griegos son apenas 40.000. Es en ese momento cuando llega el primo de Zumosol. Hitler entra en Yugoslavia como si fuese la cocina de su casa y mete sus tropas en Grecia. Esta entrada alemana en Grecia acaba para siempre con Mussolini como jefe militar con campañas propias.
La guerra empieza a cobrarle cosas a Mussolini. Sobre todo en África. El 26 de enero de 1941 cae Bardia y luego Tobruk. La Armada italiana no puede garantizarle al Eje el dominio de las aguas del Mediterráneo, donde campan los buques ingleses, aprovisionados en esa su base de Gibraltar que el prohitleriano Franco ni se ha atrevido a pensar en quitarles. Bombas inglesas bombardean Génova. El 7 de abril, los italianos abandonan Addis Abebba. En la primavera de 1942, con la reconquista de Bengasi y Tobruk por el Eje, 30.000 prisioneros británicos, la suerte parece cambiar. El 23 de junio, Hitler telegrafía a Mussolini que el Eje va a arrebatar Egipto a Inglaterra. El Duce, aunque sabe que el mérito de todo ello, de ser de alguien, es de Erwin Rommel, piensa inmediatamente en sacar tajada. Decide que va a protagonizar un gran acto de adhesión fascista en Alejandría. Ya no piensa más que en Egipto. Su Estado Mayor se desgañita recomendándole que se deje de procesiones y concentre sus esfuerzos en tomar Malta, el otro gran punto de aprovisionamiento británico en el Mare Nostrum junto con Gibraltar. Pero Mussolini pasa.
El 29 de junio de 1942, vuela a Tripoli, para estar cerca de la fiesta que se acerca. Pasa los primeros días de julio Mussolini en Tripoli organizando lo que será el Egipto italiano que espera arrancarle a Hitler (no hubo caso; pero me da a mí la impresión de que Hitler antes se habría arrancado un ojo con la cucharilla de café del desayuno que regalarle a Mussolini un puto ático de 35 metros cuadrados en Egipto). Medio compone el himno de la nueva nación y diseña su fiesta alejandrina, bastante parecida a los triunfos romanos.
El 20 de julio, el Duce vuelve a Italia. El Eje ha sido frenado en El Alamein. Además, cuatro días después, se produce el primer gran desembarco aliado en África del Norte. Pintan bastos para todo lo que huela a Hitler.
Hay una cuesta abajo. Muy pronunciada. Lo que no sabemos es hasta qué punto don Benito la ve.
El 24 de enero de 1943, los aliados toman esa misma ciudad de Tripoli donde Mussolini desembarcó camino del cesáreo triunfo alejandrino que nunca se produjo. Además, Italia comienza a ser objeto de bombardeos, notablemente sus poblaciones del norte, lo cual provoca serio descontento de la población y huelgas. Aún y a pesar de lo evidente del desmoronamiento de Italia, en mayo de ese año, Mussolini aún promete el regreso al continente de las tropas italianas.
El 10 de julio de 1943, con todo su poderío y también bastantes ayudas por parte de la Mafia, los aliados desembarcan en Sicilia. Nueve días más tarde, se produce el primer bombardeo sobre Roma. Al Duce comienzan a crecerle los enanos, como siempre les ocurre a los hombres de poder en la hora de la derrota. Forzado por esos colaboradores que ya no creen ni en las palabras ni en las ideas de Mussolini, éste se ve obligado a convocar una sesión del Gran Consejo Fascista, el 24 de julio de 1943. La sesión se celebra a las cinco de la tarde de aquel sábado. Al entrar en la sala, Mussolini ya sabe que Dino Grandi, presidente de la Cámara, va a presentar una propuesta para que el mando de las fuerzas armadas italianas sea retrotraído al soldadito de plomo Víctor Manuel.
Quizá alguno de vosotros, leyendo el párrafo anterior e imaginando la escena, esté esperando de don Benito un fuerte estallido de cólera. Os equivocáis. Ése hubiese sido Hitler, con seguridad. Si a Hitler le montan una reunión de jerifaltes en la que alguien hubiese osado proponer que se quitase de en medio, le habría soltado tal cascada de ladridos que el proponente, con seguridad, habría terminado acojonado en un rincón. Pero Mussolini estaba hecho de otra pasta. Tenía, desde luego, ambición de poder; pero carecía de esa decisión, algunos piensan que psicótica, de su aliado alemán. El Duce que escuchó las palabras de Grandi se limitó a desabrocharse la camisa y musitar: «parece que esta tarde la suerte me ha dado la espalda».
Hablaron Polverelli y el yerno del Duce, Ciano. Ambos pusieron a los alemanes de cabrones para abajo, sostuvieron la idea de que era su abandono el que tenía a Italia al borde del KO y, consecuentemente, abrieron el portillo para que Italia contestase a la traición con traición, abandonando el Eje. Esto fue demasiado para Farinacci, quizá el dirigente fascista más enloquecido (además de decididamente pronazi) quien salió en defensa de las divisiones hitlerianas.
En ese punto, Mussolini tomó la palabra para dolerse de las críticas que se vertían sobre el fascismo en las intervenciones. Alfredo de Marsico y Luigi Federzoni le contestan con virulencia. Especialmente Federzoni, presidente de la Academia italiana, quien contesta a la afirmación de Mussolini de que todas las guerras son impopulares aseverando que aquélla si lo es, pero por fascista, no por guerra.
A las dos de la mañana, después de nueve horas de debate, se pasó a votación la proposición de Grandi. Cuando De Bono y De Vecchi, dos fascistas de primera hora, votaron a favor de la propuesta, quedó claro que la suerte estaba echada. La propuesta ganó por 19 votos a favor contra 8 en contra y una abstención.
Existen indicios de que Mussolini se creció tras la votación, interpretando que se trataba tan sólo de un consejo no ejecutivo. Al día siguiente, por la tarde, se presentó ante el rey para despachar la reunión casi como si tal cosa. No se sabe a ciencia cierta de que hablaron el ampuloso jefe de gobierno y el liliputiense jefe del Estado. Lo que se sabe es que, a la salida de la reunión, tropas leales a Victor Manuel detuvieron a Mussolini.
Un solo fascista, el senador Morgagni, cayó con su Duce; se pegó un tiro en la sien cuando supo de su detención. El resto de los fascistas, y el resto de Italia, se aplicaron a una rápida terapia colectiva de borrado de disco duro que no es, en modo alguno, exclusiva de los italianos. El pueblo francés, sin ir más lejos, olvidó, a partir de 1945, que en su inmensa mayoría estaba formado por personas que habían colaborado con el gobierno de Vichy, cuando no directamente con los nazis. Personas que, si no sabían, sí sospechaban que esos judíos compatriotas que los alemanes se llevaban en trenes de mercancías no eran transportados precisamente a parques de atracciones. Francia olvidó con elegancia que la Resistencia, en realidad, estuvo formada por cuatro gatos mal contados. La misma elegancia se da en la España de los años setenta, en la que, de la noche a la mañana, todo dios tenía pedigree antifranquista, hasta el punto de que, de creer las confesiones de la época, resulta difícil responder a la pregunta de quién narices apoyó a Franco en los últimos diez o quince años de su dictadura.
Italia no fue una excepción. Así pues, en todas las esquinas de la patria, el quemado de retratos oficiales del Duce, la rotura de carnés y otros certificados, se convirtió en el deporte nacional. Italia aceptó barco como animal acuático y se convenció de que nunca había sido fascista. La leyenda urbana pervive a día de hoy, como, ya digo, pervive la de que todos los franceses eran de la Resistencia o en la España de Franco no había franquistas.
La caída de Mussolini fue anunciada al país a las once de la noche del 25 de julio, unas cinco horas después de su detención. Le sustituyó en el gobierno el mariscal Pietro Badoglio. Desde ese día hasta el 3 de septiembre, que se firma el armisticio, la pareja Víctor Manuel-Badoglio jugará constantemente a dos cartas, comiéndole la oreja a los alemanes y tratando de negociar al mismo tiempo con los aliados. Esto sí que es muy italiano.
En septiembre de 1943, cuando Italia le dice a los aliados eso de vamos a apagar a la luz, la volvemos a encender y aquí no ha pasado nada, Hitler, que de tonto no tenía ni un pelo, ha concentrado en Italia 400.000 hombres. Estos 400.000 hombres invadieron Italia desde dentro, hicieron unos 700.000 prisioneros entre las desmoralizadas tropas italianas, y fusilaron a varios miles de esos militares. Hitler no creía las promesas de Badoglio (en algunas de sus famosas actas de Estado Mayor lo pone de vuelta y media constantemente) y, consecuentemente, desde el mismísimo día de la detención de Mussolini se aplicó a la invasión. El rey Víctor Manuel huyó a Brindisi, bajo la protección aliada. Con ello, prestó un servicio histórico a su país, pues el Estado italiano siguió existiendo del lado aliado lo cual, al final de la guerra, sería de gran valor (tanto como para poner a Italia en el bando de los vencedores, lo cual tiene mucha, pero muchísima coña); sin embargo, fue un gesto de cobardía que le costaría la monarquía.
Tras varios traslados, Mussolini fue recluido en un hotel de Campo Imperatore, en los Apeninos. A las dos de la tarde del 12 de septiembre, mientras estaba asomado a la ventana contemplando la patria de Marco y el mono Amedio, ve un planeador aterrizar a unos pocos cientos de metros del hotel, y bajarse del mismo a un destacamento de paracaidistas alemanes. Al día siguiente, llega a Munich. Y el 14 se entrevista con Hitler en Berchstersgarten.
Es fácil de imaginar que esa entrevista no debió de ser agradable para el Duce. Él quería relaciones de igual a igual. Año y pico antes se creía con capacidad de reclamarle a Hitler el poder sobre una parte de Egipto, y ahora ya sólo era su subordinado.
El 19 de septiembre, todavía desde Munich, Mussolini se dirige al pueblo italiano una vez que, según el anuncio oficial alemán, ha retomado el poder en Italia. El discurso del Duce se parece poco a los que ha hecho hasta entonces. Da la impresión de que quiere volver a sus orígenes socialistas, así pues hace un discurso muy obrerista, muy campesino. Esas cosas.
Mussolini quiere volver a Roma. Pero ahora ya sólo es un becario fascista de los nazis. Éstos deciden que establezca su capital en Saló, en el lago de Garda. El 23 de septiembre nace la República de Saló. Una semana después, la población de Nápoles se rebela y los alemanes, incluso los alemanes, tienen que salir de allí por patas. Mussolini no tendrá ni ejército: a los 700.000 soldados prisioneros, deportados a Alemania, se les ofrece la libertad a cambio de enrolarse en el ejército de Saló. Se apuntan unos 7.000, o sea, una mierda pinchada en un palo.
Mussolini, además, no puede hacer nada para limar el tono gravísimamente sangriento que toman las acciones de Hitler en Italia. En Montezemolo, el ejército alemán, como represalia por la muerte de 32 de sus miembros, ejecuta a 355 partisanos. En Marzabotto, la SS masacra a niños, mujeres y hombres, hasta que no quedó nadie. En Verona, la República Social de Saló monta un proceso en el que son condenados a muerte cinco miembros del Consejo Fascista que votaron a favor del despido de Mussolini: el propio yerno del Duce, Ciano; De Bono, Pareschi, Marinelli y Gottardi.
El 5 de junio de 1944, los americanos entran en Roma. El 20 de agosto ocupan Florencia. La guerra avanza y en 1945, tanto los alemanes como los camisas negras acabarán huyendo apresuradamente, pues en cada pueblo de Italia son cazados y masacrados.
Abril de 1945. Ahora ya no es Italia sola; es la propia Alemania de Hitler la que se está desmoronando. El 16 de dicho mes, en Gargnano, Mussolini celebra consejo de ministros de la República de Saló, en el que anuncia su intención de ir a Milán. En la gran ciudad italiana están concentradas las tropas fascistas, y el Duce espera poder mandarlas para conseguir una retirada hacia la Valtelina o, quizás, hacia Suiza. Pero una vez que llega a Milán comprueba que la situación en la ciudad es caótica. Por eso, decide huir a Como, cerca de la frontera suiza. Cuando llega a esta ciudad, ya muy pocas personas quedan a su lado. Mussolini tiene miedo. Teme que su destino sea el que finalmente fue. Piensa en entregarse a los ingleses, confiando en que le respetarán. Pero luego se da cuenta de lo impracticable de sus planes.
El que fuese jefe indiscutible de Italia entera ya sólo tiene la esperanza de que Pavolini llegue con 5.000 fascistas para escoltarlo en su huida. En los días de espera, llega Clara Petacci, su amante, su particular Eva Braun, la mujer que lo admira incluso ahora que está tembloroso, avejentado y vencido; y que, como Eva Braun, rendirá ese último tributo, sólo posible en una mujer enamorada, de morir con él.
Mussolini espera, pero Pavolini no llega. A las tres de la madrugada del 26 de abril, no puede más y emprende la huida. En Menaggio, por fin llega Pavolini. Pero llega solo. Ya no hay escuadras fascistas. En esas condiciones, no podrán pasar la frontera, porque está controlada por los partisanos. El 27 de abril, amanece en Menaggio con el sordo rumor de una pequeña columna de camiones alemanes que huye hacia Suiza. Los fascistas se unen al convoy. En el camino hacia Dongo, son interceptados por los maquis de la 52 brigada Garibaldi.
Los jefes partisanos, Urbano Lazzaro y Luigi Bellini delle Stelle, negocian con el comandante alemán. Las condiciones son éstas: les dejarán pasar a condición de que todo ciudadano italiano se quede con ellos. A las cuatro de la tarde, en la plaza de Dongo, se efectúa el control.
Mientras están en ello, un tipo llamado Giuseppe Negri se acerca a Bellini. Negri ha sido marinero en los años anteriores y, en condición de tal, formaba parte de la tripulación de un barco que transportó a Benito Mussolini de la isla de Ponza a la de Madalena, en junio de 1943. Con un susurro, le informa que un cabo alemán entrado en años que está como ausente en uno de los camiones es, en realidad, el otrora máximo mandatario de Italia y, si hemos de creer en las formas fascistas, aún presidente de la República Social de Saló.
Bellini se acerca a su compañero, a quien todos llaman Bill, y le dice_
-Bill, ghè chi el crapún.
O sea: Bill, está aquí el cabezón.
Se acercan al Duce. Lo reconocen y conminan para que se baje del camión. Mussolini, cabizbajo, obedece. Ya en el suelo de la plaza, a unos pasos del camión, intenta una última baza. Se vuelve a los alemanes y les grita:
-¿Aber so, ohne Kampf?
... que es una forma bastante macarrónica de preguntar en alemán: ¿os rendís así, sin luchar? Pensara lo que pensara el Duce, no hablaba alemán.
Walter Audisio, conocido como Coronel Valerio, un dirigente partisano de izquierda radical, condujo desde Milán hasta Dongo cuando supo la noticia. Al llegar a la población, se presentó ante Mussolini y Clara Petacci y les anunció que se los llevaba. Es prácticamente seguro que ambos supieran con certeza lo que significaba aquel inopinado traslado. Ella entró en el coche llorando quedamente, y él la abrazó y no la soltó durante todo el trayecto.
A las cuatro y diez de la tarde del 28 de abril de 1945, el coche se detuvo en un descampado, junto a una verja. Los dos prisioneros fueron sacados del automóvil y colocados frente a dicha verja. En ese momento Valerio, quizá borracho de nervios, comenzó a lanzar improperios y a gritar y a afirmar que les iba a matar. Tomó su metralleta y disparó, pero el arma se encasquilló. Entonces tomó su pistola y empezó a darles a ambos tiros arbitrarios hasta que Bellini, que iba con él y que probablemente estaba más sereno, acabó todo con una ráfaga de metralleta.
Los cuerpos de Mussolini y de Claretta Peracci fueron llevados a Milán, donde fueron colgados por los pies en la Piazzale Loreto, para su contemplación por la gente, en un espectáculo que tiene muy poco de edificante. Lo mismo se puede decir de su muerte, propia de países sin gobierno efectivo, como probablemente era el caso de la Italia de 1945.
Benito Mussolini es el prototipo del político amoral, oportunista, de escasas luces pero inteligencia estratégica. El mundo, y me refiero al mundo político, está lleno de tipos como él; que no hayan llegado al poder no quiere decir que no existan. Pero, más allá del asunto de los perfiles personales y esa parte de la Historia que sin duda está ligada a las personas que las hacen y los momentos en que viven, Mussolini es, a mi modo de ver, el principal representante de eso que llamamos fascismo. Mucho, muchísimo más que Adolf Hitler, cuyo régimen nazi tuvo otros matices más propios y complejos.
Hay que estudiar a Mussolini. Y hay que estudiarlo con sentido crítico. El ensayista académico o el profe de Historia de Bachillerato que caiga en la tentación de contar esta historia como si fuese el relato de algo que pasó en otro planeta distinto de éste en el que vivimos, cometerá un error. La gran enseñanza que nos deja la historia de Benito Mussolini y la Italia de 1925 es que, de cada veinte personas que caigáis en este blog y leáis estas mismas líneas, no menos de 17, de haber vivido hace tres cuartos de siglo en los Abruzzos, habríais (habríamos) sido fascistas.
Lo verdaderamente escalofriante de Mussolini es lo histriónico que era; lo limitadito que era; lo radical que era. Ojalá pudiésemos decir que Benito Mussolini fue un hondo intelectual lector de Tomás de Aquino. Ojalá pudiéramos decir que fue un matemático imponente o, cuando menos, que labró su popularidad porque en su juventud fue el mejor jugador de calcio de toda Italia. Ojalá pudiéramos decir que fue singular. Lejos de ello, y a pesar de tener ciertas dotes para la propaganda y el juego de los tiempos políticos que me parecen fuera de lugar, Benito Mussolini fue uno más.
Como tú.
Como yo.
Pensad en esto. Merece la pena. Cuanto más jóvenes seáis, más pena merece.
Felicidades Juan, y gracias por el regalo.
ResponderBorrarMuchas gracias
ResponderBorrar¡Felicidades!
ResponderBorrar"Como casi siempre en la Historia del fascismo éste, a punto de dar el estirón para situarse, parece vencido. "
Quizás esta es la advertencia más seria (y un poco escalofriante) de la entrada. No deberíamos olvidarlo.
Muchas gracias.
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