lunes, octubre 09, 2017

Trento (32)

Recuerda que en esta serie hemos hablado ya, en plan de introducción, del putomiérdico estado en que se encontraba la Europa católica cuando empezó a amurcar la Reforma y la reacción bottom-up que generó en las órdenes religiosas, de los camaldulenses a los teatinos. Luego hemos empezado a contar las andanzas de la Compañía de Jesús, así como su desarrollo final como orden al servicio de la Iglesia. Luego hemos pasado a los primeros pasos de la Inquisición en Italia y su intensificación bajo el pontificado del cardenal Caraffa y la posterior saña con que se desempeñó su sucesor, Pío IV, hasta conseguir que la Inquisición dejase Italia hecha unos zorros.

A partir de ahí, hemos pasado a ver los primeros pasos de la idea del concilio y, al trantrán, hemos llegado hasta su constitución formal. Pero esa constitución fue tan problemática que pronto surgió el fantasma del traslado del concilio.

En ese punto del relato, hicimos un alto para realizar un interludio estético. Pasadas las vacaciones, hemos abordado la apertura del concilio y las maniobras papales para arrimar el ascua a su sardina. De hecho, el Papa maniobró, en contra de los intereses imperiales, para que Trento le pusiera la proa desde el primer momento a los reformados, y luego intentó, sin éxito, sacar el concilio de Trento. El enfrentamiento fue de mal en peor hasta que, durante la discusión sobre la residencia de los obispos, se montó la mundial; el posterior empeño papal en trasladar el concilio colocó a la Iglesia al borde de un cisma. El emperador, sin embargo, supo hacer valer la fuerza de sus victorias. A partir de entonces, el Papa Pablo ya fue de cada caída hasta que la cascó, para ser sustituido por su fiel legado en Trento. El nuevo pontífice quiso mostrarse conciliador con el emperador y volvió a convocar el concilio, aunque no en muy buenas condiciones. La cosa no fue mal hasta que el legado papal comenzó a hacérselas de maniobrero. En esas circunstancias, el concilio no podía hacer otra cosa más que descarrilar. Tras el aplazamiento, los reyes católicos comenzaron a acojonarse con el avance del protestantismo; así las cosas, el nuevo Papa, Pío IV, llegó con la condición de renovar el concilio. Concilio que convocó, aunque no sin dificultades.

El nuevo concilio comenzó con una gran presión hacia la reconciliación con los reformados, procedente sobre todo de Francia, así como del Imperio. Sin embargo, a base de pastelear con España sobre todo, el Papa acabó consiguiendo convocar un concilio bajo el control de sus legados.

El concilio recomenzó con un fuerte enfrentamiento entre el Papa y los prelados españoles y, casi de seguido, con el estallido de la gravísima disensión en torno a la residencia de los obispos. La situación no hizo sino empeorar cuando se discutieron la continuidad del concilio y la comunión de dos especies. Si algo parecido se aprobó, no fue sino después de que el Papa recuperase el control sobre el concilio.

Las cosas, sin embargo, se pusieron mucho peor cuando los españoles se empeñaron en discutir el origen divino de la dignidad episcopal y, para colmo, por Trento se dejó caer el cardenal de Lorena.

La polémica sobre el origen divino del episcopado, en todo caso, lejos de sostenerse no hacía sino arreciar. El cardenal de Lorena realizó un vibrante discurso en su defensa, que se vio apoyado por el arzobispo de Praga. El estado de nervios en que estaban los legados papales quedó bien reflejado el 3 de diciembre, durante cuya sesión uno de ellos, Hosio, que además pasaba por ser y era el más razonable de todos, realizó una censura exagerada contra el obispo de Alife por una cuestión absolutamente menor; y cuando éste quisiera tomar la palabra para defenderse, Simonetta se la negó con el argumento de que nadie podía contestar a los legados. No era en modo alguno invención de los propios legados esta actitud, sino más bien el resultado de la presión desde Roma para que cortasen de raíz cualquier tipo de contrariedad.


Esta deriva autoritaria, sin embargo, estaba lejos de dar los frutos que esperaba el Papa. En lugar de lubricar el debate para hacerlo más rápido, lo enfangó en semanas y semanas de intervenciones cada vez más largas y más espesas. Discusiones que sin embargo se demostraban totalmente inútiles a la hora de alcanzar posturas de consenso en los temas discutidos. Los partidarios del partido papal se apuntaron entonces a un cierto filibusterismo conciliar, pues petardeaban las intervenciones de sus discrepantes manteniendo conciliábulos en voz alta y generando un rumor constante en los debates.

Ante la situación de bloqueo del tema episcopal se sometió la cuestión al Papa; el cual, nos ha jodido, respondió que, cualquiera que fuera la forma adoptada por aquel séptimo canon, debería admitir expresamente la prelación total de su persona. Cuando esta opinión llegó a Trento, tanto los obispos franceses como españoles contestaron que mejor dejase el Papa de mamar; que los padres conciliares, como tales, no estaban en modo alguno sometidos al Santo Padre.

Pío ya no sabía muy bien qué hacer. Ordenó a sus terminales en el concilio que redoblasen la aridez y asperidad de sus intervenciones de contestación a los obispos franceses (algo de lo que éstos llegaron a quejarse), pero tampoco sirvió de gran cosa. Incluso albergó la idea de acercarse a Bolonia, por ver de influir desde allí más al concilio por estar más cerca. A finales de diciembre de 1562, sin embargo, decidió que eso sería visto como una presión excesiva. Los legados le enviaron a Roma a uno de sus fieles, el obispo de Vintimilla. Visconti, sin embargo, no sólo fue con informes de los propios legados, sino que también se llevó las notas de una conversación con el embajador francés De Lansac en la que éste le había invitado a exhortar al Papa para que no se dejase influir por su camarilla y asumiese la pérdida de algunos de sus privilegios. Era una medida, le decía, para salvar a Francia para el orbe católico.

El 19 de diciembre, las tropas del Estado francés católico le infligieron una importante victoria a los hugonotes en Dreux. Aquel hecho, y su conocimiento, redobló el prestigio de los franceses en Trento, hábilmente gestionado por Carlos de Lorena. Catalina de Medicis, tras la victoria, les había ordenado, de hecho, que diesen el golpe de riñones final para una reforma verdadera de la Iglesia. Por esta razón, el 2 de enero de 1563, la delegación francesa, por así decirlo, presentó un Libelo de Reforma que se inspiraba en buena parte en el texto un día elaborado bajo el patrocinio del emperador.

El libelo francés tenía 34 artículos, entre los cuales se encontraba: sólo se ordenarían religiosos hombres en una edad adulta y de conducta irreprochable; no se nombrarían obispos sino personas a partir de una determinada edad y con las habilidades necesarias, mientras que abades y priores sólo lo podrían ser doctores en teología; se restablecería la actividad pedagógica y caritativa de los conventos; se elaboraría un buen catecismo; se prohibiría la acumulación de beneficios eclesiásticos; se introducirían en la liturgia pasajes en lengua vernácula; concesión del cáliz a los laicos; se prohibirían los beneficios que no comportasen deberes espirituales; supresión de las dispensas matrimoniales otorgadas contra pago; limitación de las excomuniones; introducción de concilios diocesanos anuales, provinciales bienales, y generales decenales.

El libelo francés se puede considerar, cuando menos en mi opinión, extremadamente moderado. En puridad, era tan moderado que de haberse adoptado tengo yo que difícilmente habría frenado el enfrentamiento con los hugonotes. Sin embargo, de aplicarse venía a suponer acabar con la principal fuente de poder de la Iglesia católica en general y de su sede central muy en particular: la capacidad de distribuir beneficios sin más criterio que el interés o la proclividad personales. Ya era, pues, un texto que normalmente habría irritado a la Curia. Pero más irritante se volvió cuando los franceses hicieron el movimiento de editarlo en Riva y en Padua y en distribuirlo como folleto, con lo que ya no se dirigieron ni a los dirigentes de Roma ni siquiera a los padres conciliares, sino a la Cristiandad toda.

Los legados tomaron el libelo y se dedicaron a crear un contralibelo en el que contestaban (rechazaban) a casi todas las propuestas, y enviaron dicho texto a Roma. Este documento fue estudiado por el colegio cardenalicio romano, el cual decidió rechazar incluso las dos o tres cosas que los legados habían juzgado como pasables. La Curia romana, por lo tanto, sacaba, por fin, los dientes por detrás de la careta: ni Reforma, ni concilio, ni hostias. Ellos no estaban dispuestos a reformar nada. Nada.

Pío IV no juzgó aquella actuación cardenalicia como exagerada. Bueno, tal vez la consideró exageradamente tibia, porque lo cierto es que se puso a la cabeza de la manifestación. Ya hemos comentado hace algunos párrafos que era norma conciliar no escrita que durante un concilio ecuménico el Papa debía abstenerse de nombrar cardenales. Esta norma ya había sido rota en Trento, pero ahora lo fue otra vez por Pío y de forma más escandalosa, porque los nombrados fueron dos niños de sendas familias principescas. Y fue más allá: también nombró obispos sin la edad canónica ni formación alguna, y dictó la carga para varias iglesias de pensiones que cobrarían algunos de sus amigos. Se trató, por tanto, de un verdadero si no queréis caldo, aquí tenéis dos tazas.

El partido pro-reforma de Trento contestó a este desafuero incrementando el tono polémico de sus intervenciones, y colocando de nuevo en el debate el tema de la residencia de los obispos. Pero, desde luego, donde el partido ahora liderado por los franceses colocó pies en pared fue en la discusión sobre el octavo canon relativo al episcopado. El Papa, a través de sus legados, exigía que dicho canon definiese al Santo Padre como rector universalis ecclesiae, esto es, jefe de la Iglesia universal. Implícitamente, esta declaración venía a decir que toda la Iglesia reunida en asamblea (o sea, un concilio) seguiría estando bajo la autoridad del Papa, cuando muchos de los padres conciliares creían que era justo al revés. Una discusión tan esencial, que además se producía en términos cada vez más ásperos, provocaba que la siguiente sesión pública, esto es la que aprobaría las decretales, se viese aplazada una vez y otra. Esto creaba una protesta casi constante por parte de los prelados presentes; protesta que llegó a hacer decir a uno de ellos, el obispo de Alife, que el Anticristo se había aposentado en Trento. Todo formaba parte de la estrategia, por otra parte triunfante a la larga, de los legados, los cuales, mediante la prolongación de los debates, buscaban que los puntos calientes de los mismos nunca fuesen aprobados.

Funcionó, como digo. A mediados de enero de 1563, las congregaciones generales comenzaron a no ser convocadas, ante la evidencia de que, en algunos temas, era imposible alcanzar un acuerdo. Más que nada para que pareciese que se hacía algo, se creó una comisión para el estudio del tema de la residencia; unos días después, sin embargo, Lorena anunció que los trapicheos de dicha comisión eran tan escandalosos que no volvería a asistir a sus sesiones. A falta de discusiones organizadas, los prelados se reunían en asambleas particulares, en patotas teológicas, donde obviamente ya sólo escuchaban lo que querían escuchar, pues todos los contertulios eran de su cuerda.

Los legados, para entonces, trabajaban ya con la previsión probable de la disolución del concilio, y de hecho solicitaban instrucciones al Papa sobre qué hacer; Pío, sin embargo, era más bien partidario de no hacer nada, pues lo que él buscaba era que el concilio se cociese en su propia salsa.

El 29 de enero de 1563, Pío IV envía un escrito a los cardenales conteniendo ocho artículos que reforman los abusos más flagrantes de las finanzas de la Santa Sede, la distribución de beneficios eclesiásticos y la venta de licencias matrimoniales. Al mismo tiempo, aconsejado al parecer por el cardenal de San Clemente, se dirige a los embajadores de las potencias europeas en Roma para exhortarles le hagan llegar a él sus apreciaciones. De esta manera, el Papa buscaba construir la imagen de un concilio inútil que había obligado al Papa a actuar (aunque la madre del cordero está en que la decisión de un concilio sólo se puede echar hacia atrás por otro concilio; la decisión de un Papa ese mismo Papa, u otro que venga detrás, la puede emascular sin problema).

En esas mismas semanas, el emperador Fernando, fuertemente encabronado con la marcha del concilio, se hace llegar a Innsbruck por ver de enterarse un poco mejor de su marcha. Los legados enviaron al obispo de Comendona a dicha población para entrevistarse con él y convencerle para que se disolviese la asamblea conciliar, pero no consiguió nada.

Así las cosas, los legados trataron de llevar el concilio hacia la discusión de algunos temas menores (el sacramento del matrimonio y otros), pero los franceses se negaron, exigiendo que se estudiase su libelo de reforma. El 11 de febrero de 1563, de hecho, presentaron una carta de Carlos IX apoyando dicho texto. Du Ferrier hizo un nuevo discurso en el que anunció que si las cosas no iban mejor dejaría Trento después de la Pascua, lo que venía a significar que los franceses convocarían un sínodo nacional.

El Papa, que además creía en ese momento que Lorena se guardaba en la manga el golpe de efecto de hacer llegar 60 obispos franceses más a Trento, entró en pánico. El 12 de febrero, Carlos de Lorena se entrevistó con el emperador.

En el momento en que Carlos de Lorena-Guisa llegó a Innsbruck, esta pequeña villa era en realidad el centro de la Cristiandad. Además de él y del emperador, estaban allí el rey de los Romanos, el duque de Baviera, el cardenal Madruzzo, el arzobispo de Salzburgo y el obispo de las Cinco Iglesias. De hecho, se podría decir que en la segunda mitad de febrero de 1563 bien pudo escucharse en Innsbruck el sonido de, que diría Churchill, los goznes de la Historia girando.

Pero no giraron.

Algo tiene la jerarquía católica que hace que los hombres del poder temporal que se le enfrentan alcancen un punto en el que, por decirlo en términos técnicos, se jiñan. Se van por la pata abajo, por las bragas, se mojan los panties. Algo tiene que el vino cuando lo bendicen, y algo tiene la Iglesia cuando la respetan. Fernando, emperador, tuvo en Innsbruck la posibilidad en la mano de tomar una decisión, de hacer coalición ideológica con Carlos IX de Francia, y haber forzado una revitalización del concilio de Trento para la cual incluso contaba con personas que la habrían ejecutado. Pero lo cierto es que Fernando no tomó decisión alguna. Como hacen siempre los pusilánimes, se limitó a crear una comisión de estudio.

El 22 de febrero Lorena, que era miembro de dicha comisión, le presenta a Fernando un escrito en el que le delimita las cuatro cosas que están gripando Trento: el concilio sólo discute las materias propuestas por Roma; la cuestión del voto personal y no por naciones, que daba una fuerza inusitada al partido italiano; el derecho de proposición exclusivo de los legados; y que un solo notario, y no muy de fiar según el francés, levantaba acta de las discusiones y de las votaciones. Proponía que se Alemania, Francia y España principalmente se hiciese llegar un gran número de prelados para equilibrar las votaciones; que los embajadores pudieran presentar asuntos a la deliberación; y que el emperador se presentase en Trento personalmente para hacer valer estas medidas.

Fernando, sin embargo, era de otra opinión. Para cuando Lorena le había escrito el informe, él ya había decidido que no iría a Trento, puesto que consideraba, y no sin razón, que eso daría alas al partido papista a la hora de montarla. El incremento del número de obispos no italianos era una buena idea, pero irrealizable; una movilización de tal calibre era entonces imposible. Y, en lo tocante a la acción de los embajadores frente a la asamblea, Fernando consideraba que llevaría a la disolución del concilio, teniendo en cuenta la previsible reacción de los italianos.

En términos actuales, se podría decir que, a finales de aquel mes de febrero, el emperador Fernando, o no se encontraba con fuerzas para dar la batalla de Trento o, lo que es más probable, ya no creía en ella. Así pues, envió a Trento al obispo de las Cinco Iglesias, a principios de marzo de 1563, con la expresión de su descontento, pero absolutamente huero de propuestas.

En realidad, Fernando había decidido tratar de entenderse directamente con el Papa.

Le escribió dos cartas: una pública, destinada pues a ser conocida por todos (y en Trento); y otra privada o secreta. En la primera pedía al pontífice que no se dejase llevar por la tentación de disolver el concilio, y le solicitaba que impulsase una reforma verdadera de la Iglesia y tal y tal. Proponía una entrevista de ambos a celebrar en el mismo Trento.

La carta secreta, mucho más detallada, se centraba en algunos aspectos de reforma que el emperador juzgaba necesarios, como el procedimiento de elección del Papa y el número y composición del colegio cardenalicio, donde no podrían tener entrada niños ni personas manifiestamente ignorantes. También extendía estas medidas a la designación de obispos.

En cuanto a Trento, Fernando opinaba, con bastante clarividencia, que en el concilio había tres tipos de asamblearios: los que querían ser cardenales; los obispos pobres que esperaban obtener beneficios del Papa; y aquéllos que eran ya suficientemente ricos como para escuchar únicamente a su conciencia. Sólo los terceros eran verdaderamente libres, argumentaba; los otros dos, por lógica, eran renuentes a cualquier tipo de reforma. Además, el estudio de las conclusiones por el colegio cardenalicio hacía que, en realidad, hubiese dos concilios: uno en Trento y otro en Roma. Por eso, terminaba, lo mejor era que el Papa fuese personalmente a Trento, donde el emperador se entrevistaría con él. El 8 de marzo, Fernando le manda una tercera carta a Pío, todavía más enérgica.

El Papa, y la Curia con él, no estaba dispuesto a ninguna cesión. Sabía bien que el partido imperial-francés tenía un punto débil: mientras luchaba en el terreno de las ideas para enderezar Trento, tenía que luchar en el terreno de las armas contra los protestantes (y con los turcos en su frontera danubial). En el fondo, pues, el partido prorreforma estaba defendiendo a unos tipos a los que masacraba cada día en los campos (si podía, claro). Así pues, el partido papal se olvidó por un rato de la idea de disolver el concilio (de forma meramente estratégica), mientras los legados le contestaban a Fernando que ellos no eran los culpables de la esterilidad del concilio (y en esto tenían razón: el motivo era que las posiciones en el seno de la Iglesia ya eran irreconciliables) y que no se podía hablar de un concilio más independiente teniendo en cuenta que se celebraba en villa imperial.

Algunas semanas más tarde, el Papa volvió a coquetear con la idea de transferir el concilio a Bolonia y, como detalle anecdótico, rehabilitó las defensas del castillo del Santo Ángel en el que vivía. Le contestó a Fernando que le era muy difícil por su salud llegarse a Trento; que si quería podían quedar en Bolonia. En una carta secreta, le prometía que nombraría cardenales siguiendo el consejo imperial, y que para los obispos se sujetaría a las decretales de Trento.


Ja.

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