Atenta la compañía con:
Para cuando se presentó la ocasión de trabajar para los holandeses, Robert Dudley, conde de Leicester, llevaba ya más de veinte años siendo una especie de campeón protestante. Se podría pensar que el hecho de ser, como era, el favorito de la reina inglesa le ayudaba en el objetivo de liderar a los holandeses; pero era exactamente al contrario.
Como ya se ha
dicho, ciertamente si hubo un hombre en la vida de Isabel a quien
ésta amó sincera y apasionadamente, ése fue Dudley. La reina bebía
los vientos por aquel hombre, bastante bien parecido para los cánones
de la época, y eso hacía que le costase prescindir de él.
En 1550, Dudley
pegó un braguetazo casándose como Amy Robsart, la hija de un rico
terrateniente de Norfolk. El hecho de que estuviera casado no fue
óbice para que mantuviera una relación casi constante con la reina,
a la que por otra parte conocía desde la niñez. Desde el momento en
que Isabel fue reina (1559), el matrimonio de Dudley se convirtió en
una farsa total. Visitaba a su mujer apenas una vez al año, y
mientras estaba con ella, por orden de su amante, sólo vestía de
negro y rechazaba todo comercio carnal. En Londres, por aquel
entonces, todo el mundo daba por hecho que Dudley estaba esperando
que su mujer se muriese para ser consorte.
Ciertas o falsas
esas noticias, lo que sí lo es, es que en la primera tarde del
domingo 8 de septiembre de 1560, Amy Robsart fue encontrada muerta,
extrañamente desnucada. La versión oficial fue que se cayó ella
sola bajando una escalera de caracol en Cumnor Place, Oxford. La
gente, sin embargo, dictó otra sentencia; y siguió dictándola
cuando el forense dictaminó que todo había sido un accidente. Lo
cierto es que, del jurado que absolvió a Dudley, el portavoz,
Richard Smith, había sido sirviente de la reina; otro era amigo
personal de Dudley; y con otros dos había almorzado en privado con
un amigo suyo, Thomas Blount.
A pesar de aquel
escándalo, que se desarrolló delante de los ingleses con una
publicidad que ya habrían deseado poder obviar tanto la reina como
su amante, Dudley seguía creyendo que podían casarse sin problemas.
Pero Isabel había cambiado de opinión. La reina llegó a la
conclusión de que las cosas habían llegado a un punto en el que su
relación con Dudley era incompatible con la conservación del trono.
De todas formas,
también hay indicios de que, sin necesidad del escándalo provocado
por la extraña muerte de lady Robsart, Isabel estaba empezando a
maquinar que lo mejor para ella, en cualquier caso, era permanecer
soltera. No debe extrañar nada ese sentimiento en una mujer cuya
madre, al fin y al cabo, había terminado ejecutada en medio de
graves acusaciones de adulterio. Con ser la historia de Ana Bolena
bastante fuerte, no hay que olvidar, pues de hecho influyó más en
el ánimo de Isabel, la generada por su madrastra, Catherine Parr.
Pocas semanas
después de la muerte de Enrique VIII, Catherine Parr se casó con el
ambicioso macho alfa Thomas Seymour, que era el verdadero amor de su
vida. Seymour, quien como ya he insinuado era probablemente eso que
hoy llamamos un depredador sexual, solía visitar a la jovencita
Isabel en su cama muchas mañanas antes de que se levantara y, nos
dicen las crónicas, la palmeaba en las nalgas con toda confianza. Un
día, en el jardín regio, Parr y Seymour jugaban con Isabel a
perseguirse cuando, en un movimiento extraño, Seymour rompió el
vestido de Isabel. Es probable que aquel suceso, a la vez, marcase el
paso a la pubertad de la futura reina, que se estaba produciendo
entonces, y le dejase una profunda huella desde el punto de vista de
eso que llamamos la opinión pública. Porque la anécdota, que horas
después conocía todo Londres, provocó muchas y diversas noticias
de escándalos sexuales en la Corte que acabaron obligando a la joven
Isabel a negar taxativamente que se hubiese quedado embarazada de
Seymour.
La boda de Isabel
de Inglaterra comenzó a diseñarse en 1535, cuando ella era un bebé
de año y medio. Ana y Jorge Bolena, éste hermano de aquélla,
querían unirla a Carlos, duque de Angulema y tercer hijo de
Francisco I de Francia. A partir de ahí, durante su vida, surgieron
proyectos para casarla con Felipe II de España, o Eric XIV de
Suecia, hasta llegar a la candidatura de la que ya hemos hablado,
protagonizada por Francisco de Anjou. Una “unión” que, sin
embargo, tenía poco de sentimental: Enrique III, el rey francés, le
había dejado bien claro a Isabel por carta que, en caso de ser
Inglaterra agredida por España, no esperase ayuda de Francia a menos
que ella se casara con Francisco.
Todo eso eran las
negociaciones oficiales y diplomáticas, todas fracasadas en algún
momento. En la realidad, quien se sentía más cerca que nadie de
llegar a ser rey consorte era Dudley, quien incluso se atrevió, en
1575, a hacer pintar un retrato suyo junto a la reina, que colgó de
una de las paredes principales de su castillo de Kenilworth para que
todo el mundo lo viese. Isabel le decía a los embajadores y personas
importantes que su relación con Leicester era la de una hermana con
un hermano, pero no por ello evitó que durante buena parte de su
reinado se dijese que sus vacaciones estivales no tenían otro
objetivo que alumbrar los embarazos que le provocaba su amante; un
rumor nunca confirmado que, sin embargo, en la Europa católica se
daba por cierto.
A todo esto hay que
añadir que Dudley, a pesar de esta relación tan especial, nunca se
privó de tener sus propios affaires. En 1571, inició un
romance con la viuda de Douglas Howard, lady Sheffield, que era medio
prima de Isabel. En septiembre de 1578, Leicester terminó esta
relación para casarse con uno de los pibones del entorno real,
también pariente de Isabel. Se llamaba Lettice Knollys. Era la hija
más joven de sir Francis Knollys y Katherine Carey, lo cual la
convertía en sobrina nieta de Ana Bolena. Cuando Isabel se enteró
de la boda decidió inicialmente hacer como que no sabía, pero
finalmente estalló en rabia contra los novios, especialmente ella.
Hay que tener en cuenta, además, que Leicester tenía un enemigo
cerril entonces en la persona de Jean de Simier, chambelán del duque
de Anjou, quien fue enviado a Londres en los momentos en que Isabel
parecía querer negociar el matrimonio entre ambos, y que pronto
aprendió que Dudley le ponía todos los palos en las ruedas que
podía a aquel proyecto en el Consejo Privado de la reina. La
respuesta de Simier fue fibrilarle a Isabel historias sin fin sobre
los escándalos sexuales de Dudley, entre ellos que también se había
casado con lady Sheffield y que, en consecuencia, era reo de bigamia.
Robert, el hijo del
conde de Leicester y Lettice Knollys, nació en 1581 y apenas vivió
tres años. Pero tan poco tiempo bastó para construir el escándalo.
En 1583 Dudley, probablemente sintiéndose muy seguro, decidió
llevarse a su mujer y a su hijo a su casa de Londres, en Temple Bar,
muy cerca del Strand. A partir de ese momento, fue ya imposible negar
la realidad de aquel matrimonio. Leicester incluso se daba el pote de
invitar a su casa al embajador Castelnau. Entre la reina y Leicester
comenzaron a producirse episodios ciclotímicos en los que la caída
en desgracia venía a verse seguida por tiempos de dulzura y amor
entre ambos.
Así las cosas, en
1585 no estaba nada claro que Isabel fuese a permitir que Leicester
se fuese a Holanda. Al fin y al cabo llovía sobre mojado, puesto que
23 años antes ya le había impedido unirse a la expedición inglesa
que atacó el puesto de Le Hàvre para ayudar a los hugonotes
franceses. No sólo no le dejó irse, sino que le dio el mando de la
expedición a su hermano pequeño, Ambrose Dudley, conde de Warwick.
El principal
tratado de ayuda con los holandeses fue firmado en agosto, pero esta
vez Leicester realmente pensaba que obtendría el mando de las
tropas. De hecho, comenzó a reclutar tropas en sus posesiones de las
West Midlands y Gales del norte y, para reducir la presión de la
olla, sacó a Lettice de Londres y la encerró en Kenilworth.
Aquel detalle fue
un grave error. Mediante aquellas vacaciones, Leicester intentaba
sacar a su mujer del centro de la observación durante seis semanas.
Pero el lugar estuvo muy mal escogido. Kenilworth era una posesión
de Dudley, pero había sido adquirido y restaurado con dinero de la
reina, que había pasado allí momentos muy relajantes, por así
decirlo. El hecho de que ahora quien fuese a disfrutar de aquello
fuese la rival encendió la ira de una mujer, por otra parte,
propendente a la envidia como Isabel de Inglaterra.
Militarmente
hablando, tanto Burghley como Walsingham estaban a favor del
otorgamiento del mando a Leicester, y de hecho le escribieron para
consultarle oficialmente sobre su disponibilidad. Sin embargo, cuando
ya todo el papeleo estaba hecho, la reina revocó la orden. Leicester
le escribió una carta plañidera a Walsingham, tras la cual la reina
aceptó su puesto de teniente general de las tropas inglesas. Pero
pronto dio marcha atrás de nuevo. Aquella tensión provocó en
Isabel uno de sus habituales periodos de migrañas, y por una vez su
amante Dudley tuvo la inteligencia de no presionar, como tenía por
costumbre. Fue la reina sola, a base de digerir sus sentimientos, la
que acabó por dejarlo marchar. Así pues, el conde de Leicester
acabó embarcándose en dirección a Vlissingen en Zelanda desde
Harwich, el 9 de diciembre de 1585.
Aunque en los
acuerdos firmados Isabel se había comprometido a poner a disposición
de su teniente general unos 7.500 efectivos, en realidad Leicester
rara vez pudo aspirar a llegar a los 1.500, y eso ya cuando consiguió
reclutar voluntarios en las propias Provincias Unidas. Además, como
ocurría comúnmente en aquel tiempo, el mando superior de la
expedición también tenía un papel como financiador de la misma. De
salida, Leicester se había llevado 400 infantes y 600 soldados de
caballería a los que pagaba él mismo directamente, y una vez en
Holanda tuvo que adquirir mayores deudas personales, la mayor de
ellas un crédito de los comerciantes de la ciudad de Londres en el que hipotecó unas tierras en Gales del norte que ya estaban
hipotecadas a favor de la reina. Obsesionado con sustantivar su papel
como casi rey de los holandeses, Leicester se gastó buena parte de
ese dinero en la enorme pompa con la que se movió por Holanda,
instalando una auténtica Corte en La Haya y, más tarde, en Utrecht.
El 14 de enero de
1586, Leicester cometió uno de sus habituales errores de cálculo, y
decidió aceptar el puesto de gobernador general, el puesto ejecutivo
supremo de la Holanda protestante, algo así como primer ministro. No
creo que haya que ser muy listo para darse cuenta que si el enviado
militar de un monarca acepta ser el primer ministro de un país cuyo
mando está sin definir, lo que se está lanzando es el mensaje de
que dicho monarca acepta implícitamente la corona de dicho reino.
Isabel le había dejado claro a Leicester, tanto en persona como por
escrito, que ella under no circumstances estaba dispuesta a
dar ese paso. Sin embargo, Dudley consideró que el suyo era un paso
necesario para mantener la unión de las Provincias Unidas. Envió a
su adjunto William Davidson a Londres para dar las explicaciones
pertinentes de su decisión.
Leicester, sin
embargo, tenía mala suerte. En 1586, Isabel de Inglaterra estaba
pasando por un momento de su vida en el que empezaba a estar un poco
hasta los ovarios de que sus asesores, hombres todos ellos, se
sintiesen por ello con derecho a hacer un poco lo que les diese la
gana en cada momento; seguros de que, con el tiempo, acabarían
explicándoselo a la loca de su jefa que, al fin y al cabo, por ser
mujer a lo que debía aspirar era a dejarlos hacer. En aquel momento,
y muy probablemente a causa de aquella decisión cuyo rechazo ella
había dejado tan claro, algo dentro de la cabeza de la reina, entre
migraña y migraña, dijo basta.
El 10 de febrero,
la reina envió a otro de los miembros de su Consejo Privado, sir
Thomas Heneage, a Holanda. Era portador de una respuesta categórica
para Leicester. La carta que portaba comenzaba con una frase en la
que la reina se confesaba manipulada por Leicester; y terminaba con
otra en la que le ordenaba obedecer al punto todo lo que Heneage le
ordenase, “considerando que de cualquier otra reacción
responderéis a vuestro mayor riesgo”.
Si eres experto en
la angloparla (la histórica, no la presente) y repasas esa carta,
que ha sido publicada muchas veces, repararás en que en la misma la
reina utiliza un lenguaje común, abierto y directo. El tipo de
lenguaje que no se usaba con personas de alcurnia o importancia.
Había en aquella misiva, por lo tanto, sobrados signos de que Isabel
no sólo había dejado de derretirse ante los deseos de su amante,
sino que le había perdido el respeto. Leicester se sintió
gravemente insultado y, cuando Heneage le dijese que su primera
instrucción era intimarle para renunciar al cargo que acababa de
aceptar, se cabreó más.
En los meses
siguientes, Leicester iría viendo cómo sus aliados holandeses lo
iban abandonando, conscientes de que ya no era Inglaterra entera la
que estaba a sus espaldas. En la primavera de 1586, Isabel utilizó
diversos intermediarios para negociar algún tipo de acuerdo con
Parma; se guardó de informar de ello al comandante de sus tropas en
la zona.
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