Dado que en estas horas se ha puesto un poco de moda, he pensado en recuperar para vosotros una serie que publiqué hace ocho años en el blog dedicada a la vida de Lluis Companys. No está, la verdad, muy adaptada a los tiempos que corren, porque apenas dice cosas sobre el golpe de Estado de 1934, que es lo que ahora se usa más para las analogías, y más sobre el momento en el que yo creo que don Luis se jugó su papel en la Historia: la guerra civil. Pero, bueno, para el que desee un acercamiento a la personalidad de este hombre, tal vez le sirva.
A ello, pues.
Lluis Companys es una de esas figuras
históricas cuyo juicio es casi imposible. Al igual que otras personas, y ahora
mismo me acuerdo del chileno Salvador Allende, su final, fusilado con los pies
descalzos en los fosos de Montjuïch, condiciona cualquier valoración. Companys
es un mártir de la Historia, y eso tiene sus consecuencias.
Otro hecho importante es que la
historiografía obviamente más interesada en la figura de Companys, la catalana,
es paradójicamente la peor dotada para juzgarlo equilibradamente. Para muchos
catalanes, detectar y reconocer errores en Companys equivale a pedirle a la
grada culé que admita que Puyol cometió penalty claro sobre Cristiano Ronaldo y
que, cinco minutos después, Messi marcó con la mano.
El tercer elemento es el trauma del
franquismo, es decir, esa pavloviana reacción del español medio, tendente a
rechazar todo lo que Franco apoyó y aceptar acríticamente todo lo que negó.
Puesto que Companys fue fusilado por Franco y lo que simbolizaba, es decir la
autonomía de Cataluña, fue sumido en una larga noche de piedra, en estos
tiempos memoriohistóricos de guerracivilismo retórico (afortunadamente, sólo
retórico), Companys se convierte en una de esas figuras cuyo público se divide
netamente en: absolutamente partidarios, absolutamente no partidarios, y
mediopensionistas ajenos al problema.
En estas notas te contaré lo que sé de la
vida y de la muerte de este hombre, del que en lo político tengo una opinión
bastante pobre, casi tan pobre como rica es mi opinión sobre él como persona.
Porque no hay que olvidar que fue un amor, el amor a su hijo, el que puso a
Companys frente al pelotón de fusilamiento. Y eso, a mi modo de ver, multiplica
su dimensión humana.
El 16 de julio de 1936, muy poco tiempo
después del asesinato de José Calvo Sotelo, todo el mundo en España, y en
Cataluña, esperaba un golpe de Estado militar de corte derechista. Aunque con
posterioridad intentó negarlo, ese día Lluis Companys, presidente de la
Generalitat, sucesor del líder carismático de la Esquerra Françesc Maciá,
celebra una reunión con Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso, Juan García
Oliver y Diego Abad de Santillán; el gotha anarquista, pues. Dos años
antes, Companys ha creído en la posibilidad de una rebelión por estrictos
motivos nacionalistas; rebelión en la que llegó a proclamar la República
catalana. Pero en octubre de 1934, las escasas fuerzas militares puestas en
juego por el general Batet bastaron para dispersar a los escamots del
Estat Catalá y los pocos ciutadans que se animaron a luchar por la independencia
de facto de su nación. De ese fracaso, que supuso la suspensión de la
autonomía de Cataluña y la cárcel para el propio Companys, éste aprendió que en
la Cataluña que le tocó vivir no se podía hacer nada en modo revolucionario sin
el concurso de la CNT y la FAI. Consecuentemente, se acercó a los anarquistas.
Y los anarquistas se lo comieron por las patas.
Éste es, a mi modo de ver, el principal
defecto de Lluis Companys, que siempre operó como obstáculo insalvable para que
él pudiese ser un líder político de valía histórica. Companys era un
pusilánime, un componedor, probablemente como consecuencia de su hombría de
bien. Lo que le pasaba era que no era un hijoputa. Fuera como fuere, el 16 de
julio de 1936, mientras la destrucción y la muerte llamaban a las puertas de la
Historia de Cataluña, hubiera hecho falta que al frente de esa colectividad se
encontrase un hombre con más decisión, más criterio, y pulso más firme, que
Lluis Companys.
Los anarquistas pidieron armas. Companys
se las negó. Pero les aseguró que, pasara lo que pasara, irían juntos. El
propio Abad de Santillán dejó escrito que, aquel día, el president de la Generalitat se puso en manos de la FAI.
Que Companys no era sus socios de la
CNT-FAI es evidente. Lluis Companys i Jover, barón de Jover dimisionario
(renunció a la calidad noble por considerarla incompatible con sus ideas),
apodado «El Pajarito» por su angulosa cara de gorrión a punto de contar un
chiste, gustaba de llevar traje cruzado, corbata y pañuelo a juego asomando del
bolsillo. Así se presentaba en todo acto político y así se presentó en los
fosos de Montjuïch a su encuentro con la muerte. Era un hombre, además,
equilibrado y probablemente enemigo de la violencia en lo personal. A decir de
algunos testigos de la época, por ejemplo, tras el fracaso definitivo del golpe
de Estado en Barcelona, hizo todo lo posible por salvar al general Goded,
cabecilla de la rebelión en Barcelona; le estaba hondamente agradecido por su
gesto de haber hablado por la radio conminando a los militares a rendirse, una
vez que lo supo todo perdido.
El jefe del alzamiento en Barcelona no fue
el único que probablemente se salvó gracias a la actuación o la anuencia de
Companys. Según Ángel Ossorio (aunque hay que entender que eran muy amigos, así
pues es una fuente muy partidaria), políticos catalanes de derechas como
Abadal, Ventosa i Calvell, Puig i Cadafalch, amén de «muchos industriales, los
altos dignatarios del clero e innumerables curas» salvaron la vida gracias a la
intervención directa de los consellers Gassol y España, bajo la
inspiración de su presidente. Un hecho bastante claro es que Companys siempre
facilitó los intercambios de presos.
Goded, sin embargo, no se salvó. En
Cataluña, una vez que terminó el golpe, y tras el episodio nunca
suficientemente aclarado de los 30.000 fusiles que había en el cuartel de Sant
Andreu y que se apropiaron los anarquistas (fusiles que, según los comunistas,
jamás aparecieron por el frente), en Cataluña, digo, y en Barcelona en
particular, mandaban los del pañuelo rojinegro. Con ellos se reunió Companys el
20 de julio. En esta reunión, pronuncia un discurso cuando menos formalmente
intolerable en un president de la
Generalitat, que lo es por los votos de los catalanes: «Habéis vencido y todo
está en vuestro poder; si no me necesitáis o no que queréis como presidente de
Cataluña, decídmelo ahora, que yo pasaré a ser un soldado más en la lucha
contra el fascismo». Estas líneas, aún declamadas bajo el ardor revolucionario
del momento, son la mejor expresión de dos hechos palmarios: el primero, que la
Cataluña posgolpe de Estado era una región ocupada por los anarquistas, los
cuales ejercían de una forma más o menos taimada el poder total; y dos, que
Lluis Companys les sirvió de fachada para que cuando menos en apariencia esto
no pareciese ser así.
El mismo día 20 de julio en que pronuncia
las palabras escritas antes, Companys le niega a su propio gobierno autorización
para reforzar la vigilancia del cuartel de Sant Andreu, donde todavía siguen
los 30.000 fusiles, con el resultado de que sea asaltado por los anarquistas.
Hay que reconocer, en todo caso, que no
pocos de los actos de Companys, que vistos hoy en día parecen tan absurdos,
tienen su razón de ser para un nacionalista catalán. La mejor expresión de lo
que significa ser catalán y nacionalista la realizó el inventor de la cosa,
Françesc Cambó, con una frase que se hizo famosa: «¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!».
Como le ocurre casi siempre a todo nacionalista, todo queda supeditado al gran
objetivo nacional. Companys pudo, efectivamente, retirarse, como de alguna
manera he insinuado en los párrafos anteriores. Pero no es que no lo hiciese
por miedo a los anarquistas. No lo hizo, más que probablemente, por miedo a
Madrid.
La historia de Madrid y Barcelona durante
la guerra civil es la historia de un gran desencuentro. Madrid y Barcelona,
ambos interesados en luchar contra Franco, aparecen como un matrimonio mal
avenido. Tan mal avenido que, al final de la guerra, cuando el presidente de
Cataluña y el de España se encuentren apenas a unos centenares de metros de
distancia, en la frontera con Francia, Manuel Azaña todavía se negará a pasar a
Francia en compañía de Companys, por entender que con ese gesto el catalán
podría estar pretendiendo dar la imagen de que ambos son estadistas del mismo
nivel.
Casi todo entre el gobierno de la nación y
el gobierno de Cataluña son recelos y desconfianzas. Cataluña recela de la
voluntad de Madrid de dotar adecuadamente al ejército catalán. Madrid recela de
que Cataluña acepte el principio de que todo lo que haga debe hacerlo en
estricta dependencia del gobierno nacional, y no poco menos que como Estado
independiente. Estos desencuentros cristalizan en hechos tan vergonzosos como el robo por la Generalitat, puro y duro, de los fondos obrantes en la delegación de Hacienda de Barcelona.
Companys no dimitirá nunca por miedo a
Madrid. El momento en el que es posible que lo pensara con más claridad es mayo
de 1937. Un gran amigo de Companys, Ossorio y Gallardo, pasa por Barcelona, le
visita y le intima para que dimita. Companys, de hecho, se lo promete, e
incluso le insinúa el nombre de Lluis Nicolau D'Olwer como su sucesor. Pero,
tal y como le dirá Azaña al propio Ossorio algunos días más tarde, Companys
amaga, pero no da. Las gentes de su círculo estiman que no lo hace porque tiene
miedo de que la respuesta del primer ministro Negrín sea nombrar un gobernador
y mandar la autonomía a freír espárragos. Y eso es algo que un nacionalista
catalán no puede permitir. Y es algo, además, que nos ha de servir para
entender la muy especial, pastueña, relación de Companys con los anarquistas.
El peligro de fagocitación de Cataluña sólo existió desde mayo del 37, es decir
desde que el poder anarquista en Cataluña fue descabalgado. Companys respetaba
a los anarquistas porque estos, paradójicamente, a pesar de no creer en el
soberanismo catalán, que decían cosa de burgueses, eran quienes garantizaban su
vigencia.
El conmilitón de Esquerra Jaume
Miravitlles ha retratado la Cataluña de los inicios de la guerra civil con
estas palabras: «A las cuarenta y ocho horas del estallido, ya no regía el
gobierno de Cataluña. Patrullas armadas anarquistas y socialistas capturan los
cuarteles y la Maestranza. La ciudad era suya. Una auténtica fuerza
revolucionaria, apoyada por la escoria de la sociedad, que infesta todo gran
puerto, dictaba las leyes». El 23 de julio, en un intento por controlar la
cosa, la Generalitat crea las milicias ciudadanas; cuerpo que, sin embargo,
está gobernado por un Comité de Enlace y Dirección que, según reza el artículo
cuarto del decreto de creación, contará con la presencia de «los representantes
de las fuerzas obreras y organizaciones políticas coincidentes en la lucha
contra el fascismo». Así pues, Companys coloca a la zorra para que se vigile a
sí misma.
Hasta el 27 de septiembre, y aun
existiendo formalmente el gobierno de la Generalitat, quien manda en Cataluña
es el Comité de Milicias Antifascistas, dominado por los anarquistas. En dicho
día, el Comité se disuelve, pero casi el mismo tiempo tres cenetistas, Juan P.
Fábregas, Juan J. Domenech y Antonio García Birlán, entran en el gobierno catalán.
Existe la tentación de contar la Historia
de Cataluña en la guerra civil como una sucesión de agresiones más o menos
taimadas por parte del gobierno de la nación hacia el gobierno catalán. Es
tesis muy repetida, por ejemplo, en los libros de recuerdos de las gentes de
Barcelona. Y no les falta razón. Madrid, que nadaba en oro, estuvo con Cataluña
cicatera y desconfiada, por ejemplo a la hora de mandarles aviones, que el
frente catalán necesitaba como el comer butifarra blanca. Pero también debe
tenerse en cuenta que Companys no hizo nada por rebajar esa tensión. A pesar de
ser tan equilibrado en lo personal, su radicalismo político le llevó a
aprovechar cada centímetro para mejorar la autonomía catalana en un momento en
el que coordinación era lo que hacía falta (sin mencionar que tampoco hizo nada
serio por acabar con el impresentable caos ácrata). Sólo así se entiende que en
el gobierno catalán de 1 de agosto (en el que Companys cede el puesto de máximo
responsable a Joan Casanovas; aunque éste, clarividente, le dirá: «No me das
nada, porque nada hay») se nombre nada menos que un conseller de
Defensa, en la persona de Díaz Sandino. Las comunidades autónomas no tienen
ministros de defensa porque la defensa, hoy como en la Constitución del 31,
está reservada al Estado español soberano. Con ese nombramiento, la Generalitat
está sustantivando su voluntad, ya expresada en el 34, de ser una república
libre federada a la república española.
Companys juega en los sucesivos gobiernos
catalanes como un tahúr con media baraja, es decir combinándola según la
circunstancia del momento. En el gobierno de agosto dará entrada al PSUC
(Partit Socialista Unificat de Catalunya; en Cataluña, socialistas y comunistas
soviéticos se habían fusionado). Cuando la CNT proteste, el 5 de agosto habrá
nuevo gobierno del que dimitirán los tres pesuqueros Ruiz Ponseti,
Vidiella y Comorera. El 26 de septiembre Casanovas, que está hasta los pelos de
los anarquistas, dimite y le sustituye Tarradellas. En este nuevo gobierno
entran de nuevo dos ministros del PSUC, pero se compensa dando entrada al
poumista Andreu Nin en Justicia. Que durará apenas dos meses, puesto que el 14
de diciembre es cesado y sustituido por Vidiella, del PSUC.
En todos estos movimientos adivinamos la
yenka de Companys: izquierda, izquierda, derecha, derecha, adelante, detrás,
¡un, dos tres! El lampedusiano Companys lo mueve todo para que nada cambie,
porque necesita de todos: de la CNT, que tiene el poder en las calles, en los
pueblos, en Aragón, donde está imponiendo la colectivización a cristazos; y del
PSUC, porque el PSUC, cada vez más, es la correa de transmisión con el gobierno
de Madrid, poderoso y más capaz, porque tiene el oro. Un historiador tan poco
sospechoso de catalanista o progresista como Ricardo de la Cierva ha dicho de
Companys que era un hombre-puente. En mi opinión, lo que era más era uno de
esos hombres que, según reza el saber popular, cree que podrá engañar a todo el
mundo todo el tiempo.
Companys creía que Madrid le había dado a
Cataluña independencia absoluta a causa de la guerra. Así lo dijo en alguna
entrevista periodística que se le hizo en el 36. Y es difícil de saber si esta
apreciación por su parte es un fallo de cálculo, simple estupidez o un discurso
que él sabía hueco, porque lo cierto es que ni Largo Caballero ni Negrín, uno
por marxista de libro y el otro porque eran los marxistas de libro (comunistas)
su principal apoyo, jamás creyeron en la necesidad de otorgar autonomía a
Cataluña o a Euskadi en tiempos de guerra; y por lo que se refiere a Azaña, son
tantos los puntos de sus diarios en los que derrama una absoluta displicencia
hacia las pretensiones catalanistas que bien se podría hablar de tsunami
retórico antinacionalista.
En una de esas entrevistas periodísticas,
apenas un mes después de comenzada la guerra, Companys dijo: «[los catalanes]
cuando todo haya terminado, esperamos retener la mayor libertad que el momento
ha puesto en nuestras manos». Esta frase nos dice algo sobre la lectura
estratégica de Companys. Pensaba en la guerra, pero también pensaba en otra
cosa. Parafraseando a Cambó, quizá pensaba: «¿Victoria? ¿Derrota? ¡Cataluña!»
Para el catalanismo soberanista de la Esquerra, la guerra era triste y jodida;
pero no por eso dejaba de ser una oportunidad para afianzar el autogobierno.
Conforme avanza el verano del 36, las
deudas implícitas en el matrimonio del catalanismo con el anarquismo van
aflorando. La CNT y la FAI son malos compañeros de viaje para cualquiera que
quiera algunas dosis de orden, porque los anarquistas quieren hacer la
revolución; al contrario que los comunistas, que prefieren ganar la guerra
primero, para los anarquistas revolución y guerra con procesos paralelos, tal
vez incluso el mismo proceso. Esto mina, rápidamente, el crédito de la
República en general, y el de Cataluña muy en particular porque en aquel
entonces Barcelona ya era parada y fonda de la mayoría de los foráneos que
recalaban en España. Por eso Companys, en declaraciones a la prensa, llama
inútilmente a la sujeción de toda medida de fuerza a las decisiones del
Tribunal Popular, y amaga con dimitir. Pocos días después, el 17 de septiembre,
hace unas declaraciones a un periódico canadiense que son una defensa cerrada
de los anarquistas, a los que alaba por haber abierto 102 escuelas en los dos
meses de guerra. Ése es Companys: el lunes eres un cabrón, el martes tú
protestas, y el miércoles va y dice que eres un santo. La yenka.
En esos tiempos, mediados de septiembre,
Pasionaria pasa por Barcelona y Companys, que la recibe, le dice que está rodeado
de cobardes, protesta contra la FAI y amenaza con dimitir. Pero, una vez más,
está haciendo lo que el famoso disco de los Kinks: give the people what they
want. Le está diciendo a la sanguínea líder comunista lo que ésta quiere
oír. Ni dos meses después, en un acto económico, pronunciará estas palabras,
bien diferentes: «Yo, Lluis Companys, Presidente de la Generalitat de Cataluña,
estoy aquí no por ser quien era sino porque lo han querido las organizaciones
proletarias. Cuento por tanto con el apoyo de los trabajadores de Catalunya. Si
no lo tuviera, me marcharía (...) Utilizadme, si yo, demócrata y republicano,
puedo aportar un sentido de responsabilidad a la obra de advenimiento de la
clase trabajadora, por el clima social que represento. Utilizadme. Cuando ya no
me necesitéis, exprimido como un limón, arrojadme al arroyo y proseguid vuestro
camino».
Acojonante. Un presidente, que lo es por
los votos de los catalanes, de todos los catalanes, ya sólo se considera
tal por el apoyo de las organizaciones proletarias. Y lo acepta. Y no sólo lo
acepta, sino que asume que está siendo utilizado por éstas hasta que no les sea
útil.
Con la llegada del otoño del 36, sin
embargo, a Companys le llegará un balón de oxígeno. El mismo balón de oxígeno
que alimenta a todo nacionalista periférico: Madrid.
Cataluña y Madrid
comienzan a llevarse mal casi desde el primer momento en que Francisco Largo
Caballero ocupa la jefatura del consejo de ministros nacional. No es que Largo
tuviese una tendencia acusada a comprender el catalanismo y, además, está
intentando ganar una guerra, que no es momento para gollerías. Así las cosas,
rehúsa conceder competencias a Cataluña, incluso las no bélicas, como la
educación; negativa que provocará un importante estallido de Companys frente al
comunista Ilya Ehrenburg. Tarradellas viaja a Madrid para lubricar la cosa;
pero no hay lubricante, puesto que ni Largo ni Prieto le reciben. En vano,
pues, reclama Barcelona hombres y aviones. Incluso algodón, necesario para
seguir funcionando en las fábricas textiles, le falta.
Para Companys, este conflicto será de gran
utilidad, porque servirá para enmascarar el conflicto real que tiene sobre la
mesa de su despacho y en Cataluña entera: al presidente catalán ambas partes
del conflicto obrero, CNT-FAI por un lado y Partido Comunista (PSUC) por el
otro, le exigen, en ocasiones con malos modos, que se ponga de su parte; que
rinda Cataluña a la causa. Companys tiene más querencia a apoyar a los
anarquistas, dada la disposición de éstos de apoyar asimismo a la causa
soberanista de la Esquerra, en la que, como ya escribí, en realidad no creen.
Pero, por otra parte, a Companys le sobra inteligencia para entender que el PC
es, cada vez más, la mano que mece la cuna de la guerra del lado republicano.
Todo esto acabará por estallar, en mayo de 1937; pero pasan meses, casi un año,
durante los cuales al gobierno catalán, el conflicto con Madrid le medio
funciona para dar largas.
El 18 de octubre, el gobierno de Madrid,
también preocupado por el difícil cariz que están tomando las relaciones con
Cataluña, envía al presidente Azaña. Companys lo recibe con ínfulas de jefe de
Estado extranjero. El 6 de agosto, la Generalitat asume unilateralmente la
práctica totalidad de las competencias en materia de Interior. El 15 de
octubre, unos pocos días antes de la llegada de Azaña, Companys se abroga
legalmente el derecho de indulto, propio de los jefes de Estado.
Todo es, como casi siempre, un debate
económico. En los últimos días de agosto, Cataluña solicita de Madrid tres
créditos: 50 millones de pesetas para pagar la guerra; 30 millones de francos
en París para la compra de materias primas; y 100 millones en metálico. Ciego,
el gobierno de Madrid contesta con la exigencia a Cataluña para que realice un
depósito en Madrid superior al crédito pedido, de casi 375 millones de pesetas.
Por supuesto, la Generalitat jamás formalizará dicho depósito; y, de hecho,
este desencuentro es el motivo más que probable de la decisión catalana de
incautarse de los fondos obrantes en la Delegación de Hacienda de Barcelona.
El 21 de octubre, el gobierno catalán crea
su propio departamento de comercio exterior. El 11 de diciembre sanciona la
emisión y uso de moneda propia. El 27, se crea el secretariado de Asuntos
Exteriores, adjunto a la Presidencia.
Azaña resume este proceso aseverando en su
diario que Cataluña «no ha organizado una fuerza útil, después de oponerse a
que la organizase y mandase el Gobierno de la República». Es posible que al
pígnico intelectual metido a político no le falte razón en esta valoración,
cuando menos en parte. El gobierno catalán, secuestrado por la deriva obrerista
desde el primer minuto en que consiguió repeler el golpe de Estado en su
territorio, ya no pudo admitir la idea de un ejército bajo el mando central de
Madrid; además, como hemos dicho, esta resistencia, que en su origen es en
realidad una resistencia anarquista que no quiere que la revolución sea frenada
por burgueses o marxistas, es también la resistencia de Companys quien, como
buen nacionalista catalán soberanista, comulgaba con la idea de que Cataluña
era un Estado independiente, coligado con el Estado español contra un enemigo
común.
De hecho, acierta Azaña cuando, con
indisimulado recochineo, recuerda en sus escritos que Cataluña, a finales del
36, era ya consciente de que necesitaba un ejército; pero no podía ponerlo en
marcha porque, entre otras cosas, los anarquistas habían quemado los registros
de las cajas de reclutas. «A este paso», concluye el presidente de la República
con su usual retranca y frotando la herida con sal, «si ganamos, el resultado
será que le debamos dinero a Cataluña».
No se puede negar que Companys tuvo claros
deseos de organizar la cosa adecuadamente; pero lo consiguió sólo parcialmente.
Como ya hemos visto, en septiembre del 36 dio un paso importante al disolver el
Comité de Milicias, auténtico gobierno de facto de Cataluña; pero, al devolver
la seguridad pública a las fuerzas de seguridad, decretó la penetración en
éstas de los partidos y sindicatos, con lo que la base del problema seguía ahí.
En octubre comenzó las primeras levas del ejército regular. En noviembre dio el
paso más importante disolviendo cerca de 3.000 (sic) tribunales populares, que
funcionaban a la pata la llana como les daba la gana, y comenzó a luchar contra
toda una red de pequeños virreinatos locales montados por faístas en un montón
de pueblos y villas catalanes. Finalmente, el 7 de diciembre crea el Ejército
de Cataluña, a partir de la movilización de seis quintas (1931 a 1936).
En todo caso, como ya he escrito, en la
Cataluña de Lluis Companys hay una costura que amenaza romperse. Por mucho que
el propio Companys, sus aliados y algún que otro historiador moderno con
peripatéticas visiones del pasado quieran enmascararlo, lo cierto es que la
Historia de la guerra en Cataluña son dos historias: la de la guerra con
Madrid, y la de la guerra de los catalanes obreristas entre ellos. Y esta
segunda es chiquicientas mil veces más importante, y más erosionante, que la
primera.
Ya el 30 de julio del 36, los militantes
de UGT Manuel Séster, Desiderio Trilles y Miguel Moroño mueren asesinados. El
23 de enero de 1937, en el pueblo tarraconense de La Fatarella, se produce uno
de esos hechos del que se habla poco, quizá porque no cuadra demasiado con la
imagen de un bando republicano donde presuntamente faltaba la voluntad
represora de la que el franquista iba sobrado. Ante una movilización de los
campesinos, contrarios a la colectivización, las patrullas de control disparan
sobre los mismos, causando una treintena de muertos.
Lo más importante, sin embargo, es la
violencia intersindical: 17 de febrero de 1937, muerte de un militante de la
CNT. El 26, son acribillados otro cenetista en Manresa y el presidente de las
juventudes anarquistas de Centelles; en Granollers, el mismo día, muere un
guardia de asalto; Companys, personalmente, tendrá que apaciguar horas después
a sus compañeros, que se dirigen a la Generalitat dispuestos a todo. El 28, un
guardia civil muere en Olesa de Montserrat; en su entierro se produce un
tiroteo en el que resulta muerto el obrero Juan Gozalbo.
El 24 de abril, alguien dispara sobre
Rodríguez Salas, comisario de Orden Público. El 25, asesinan a Román Cortada,
miembro del Comité Regional de la UGT. El día 27, probablemente como represalia
por el 24, hombres armados de la Generalitat se desplazan a Puigcerdá y acaban
a tiros con uno de los personajes más nefastos de la guerra civil española: el
«Cojo de Málaga», auténtico virrey anarquista de la población. El 2 de mayo,
muere un faísta.
Todo esto ocurre en la retaguardia. Y más
cosas que no son muertes, y que definen una situación simple y llanamente
intolerable que, sin embargo, Companys permite y ampara.
El 1 de mayo de 1937, en el palacio del
Parlamento catalán, habilitado como residencia del presidente Azaña, éste habla
por teléfono. En un momento de la conversación, una voz irrumpe en la línea:
«No puede usted continuar hablando de estas cosas. Está prohibido». Azaña, que
se ha quedado pijarriba, balbucea: «¿Por quién?» «Por mí», informa, en
respuesta típica de ácrata, el empleado de la Telefónica. La CNT y la FAI han
acumulado, y ejercido, tanto poder en esa Cataluña que sólo formalmente es un
proyecto soberanista de la Esquerra, que hasta se sienten con derecho, y desde
luego tienen el poder, de censurar una conversación telefónica del Presidente
de la República Española.
Es obvio que las cosas no pueden continuar
así. Y no continuarán. Este «no continuarán» es mayo del 37: la consecuencia
lógica de una situación insostenible. Aunque hay quien dice que fue sólo un
conflicto de abastecimientos. Claro que también hay quien dice que los reyes
mayas eran de Alpha Centauri.
Los sucesos de mayo de
1937 merecen por sí solos un post, pero bástenos decir aquí que han sido
interpretados de muchas formas. Hay quien piensa que fue un conflicto
organizado y orquestado, pero sin consenso sobre quién. Pudo ser el conseller
de Interior, Artemi Aiguader, de la Esquerra (es mi teoría); o pudieron ser
los faístas. O pudo ser una puñetera casualidad, como dicen otros. Pudo ser una
batalla final por el poder efectivo en Cataluña o pudo ser, como también se
dice, un conflicto radicado en el problema de abastecimientos que tenía
Barcelona.
Yo sobre el asunto, y en mi estado de
sapiencia o inopia, considero que los sucesos de mayo son un enfrentamiento
perfectamente orquestado. Los comunistas, está bastante claro en las cartas que se
intercambian con Moscú y que se han publicado, están casi desde el primer día
de la guerra preocupados por la charlotada antijerárquica que es el bando
republicano, sin mando efectivo (algo a lo que también colaboraban ellos, dando
órdenes contrarias a las de Prieto), con una milicia popular que sólo con
dificultad se consigue travestir en ejército, y con un régimen de taifas
sindicales obrantes en diferentes puntos del país, notablemente Cataluña y
Aragón. Conscientes de que el asunto de Cataluña es bastante escandaloso y
crítico para ganar la guerra, porque Cataluña es el principal activo productor
con que cuenta la República, los comunistas, solos o en compañía de otros,
resuelven eliminar el virreinato ácrata en el que se ha convertido Cataluña,
pastelito rojinegro cuya guinda es el president Companys, quien a ratos sigue
pensando que lidera un proyecto soberanista de corte burgués, cuando lo que
está haciendo es avalar el puro y simple secuestro de las calles de Barcelona,
de las fábricas, de las vidas de muchas personas, por parte del faísmo
irredento.
Todo comienza, a mi modo de ver, el 4
de marzo. Ese día, los anarquistas protestan por un decreto del conseller Aiguader
por el cual quedan disueltas las patrullas de control, en el marco de una
reorganización (racionalización, más bien), de los servicios de orden público,
que ni son de orden, ni son públicos. La CNT-FAI teme, con lógica, que ése sea
un movimiento para desarmarlos. Y si me quitas el arma, le dice Richard Harris
a Gene Hackman en Sin perdón, la obra maestra de Clint Eastwood, me
dejas a merced de mis enemigos.
La protesta anarquista provocará una
larguísima crisis del gobierno catalán, que tardará un mes en resolverse, y en
la cual se cambiarán mogollón de cosas para que todo siga igual, pues la
relación de fuerzas entre partidos y sindicatos se mantiene; y, lo que es más
importante, Aiguader sigue de conseller de Interior, y Rodríguez Salas
se mantiene como su mamporrero.
Impasible el ademán, los anarquistas
mantienen las patrullas de control, de las que los sociocomunistas se retiran.
El 6 de abril, el gobierno catalán hace una declaración a la prensa en la que,
entre otras cosas, perpetra lo siguiente: «El consejo de la Generalitat, ante
la anormal situación del orden público, no puede continuar sus tareas bajo la
presión, el peligro y el desorden que supone la existencia de grupos que en algunos
lugares de Cataluña tratan de imponerse por la coacción y comprometen la
revolución y la guerra. Por lo tanto, el gobierno suspende su reunión, y espera
que inmediatamente todos aquéllos que no dependen del Consejo de la Generalitat
se retiren de la calle, para disipar de inmediato la inquietud y la alarma en
que ahora vive Cataluña».
Es una nota enternecedora de Companys,
Casanovas, Tarradellas y todos los políticos de Esquerra que formalmente
controlan el gobierno catalán. ¿Los catalanes viven inquietud y alarma ahora,
el 6 de abril de 1937? Y, ¿qué han vivido durante los más de seis meses
anteriores, durante los cuales las patrullas montadas en veloces coches
incautados (no se sabe en base a qué ley) con las palabras CNT y/o FAI y/o POUM
escritas en las portezuelas, han hecho de la ciudad su serrallo particular?
A partir de ahí, la mierda. Como digo,
unos dicen que fue una conspiración montada por los rusos; los comunistas, por
su parte, se defienden aseverando que Von Faupel, embajador alemán en Salamanca,
le habría dicho a Franco que tenía espías en Cataluña que lo montaron todo.
El hecho frío es que el 3 de mayo de 1937,
lunes, a las tres de la tarde, fuerzas de la Generalitat, controladas por el duetto
Aiguader/Rodríguez Salas, intentan tomar la Telefónica, que estaba, si no
ando muy agilipollado (que puede) en la FNAC, o así. Lo hacen para colocar ahí
un comisario del gobierno que controle cositas como la que le había pasado a
Azaña 48 horas antes. Los anarquistas, que controlan una parte del edificio (la
otra la controla la UGT; todo muy edificante), se ponen de canto, y empiezan
las hostias.
A Companys la movida le pilla en
Benicarló, donde ha ido para entrevistarse con Largo. Vuelve a toda leche a
Barcelona y, horas después, se quejará ante Azaña de que Aiguader no compartió
con nadie en el gobierno sus intenciones. Según revela Azaña en su Cuaderno
de la Pobleta, en las confesiones de Companys hay una abracadabrante. Dice
que Tarradellas sí que supo de las intenciones de su responsable de Interior
antes de que llevase a cabo la acción, aunque ya había dado las órdenes. Pero,
dice Azaña que le dijo Companys, le dejó hacer «por el hábito de que cada uno
hiciese lo que se le antojara e incapacidad de mandar». O sea, que el gobierno
catalán se caracterizaba en 1937 porque su gran muñidor, Tarradellas, había
perdido la costumbre de mandar, porque allí todo el mundo hacía lo que le salía
del pingo. Y que viva el Estado de Derecho.
A las nueve de la noche, Tarradellas y
Jaume Miravitlles salen del Palau de la Generalitat en dirección al Palau de
Pedralbes, donde está Azaña, literalmente acojonado. Le ha dicho a Companys por
teléfono que hay anarquistas en los jardines. Companys le ha dicho que no se
preocupe, que no le harán nada, que la Generalitat le garantiza la vida, y
Azaña le ha creído a medias (yo no le habría creído en lo absoluto). Así pues,
para demostrarle dicho poder, van los dos jerifaltes esquerreros al encuentro
de ¿su? presidente. Tardan, a las nueve de la noche, una hora y media. Una hora
y media. Calcúlese el número de barricadas que tuvieron que pasar.
Unas 72 horas después de empezar el baile,
cuando los tiros se oyen por toda Barcelona, Aiguader se traga su orgullo
esquerro-soberanista, y le envía un teletipo al gobierno de Valencia
solicitando refuerzos. Largo Caballero contesta lacónicamente con un mensaje
jodidillo para unos ojos independentistas: «De acuerdo con el Estatuto, el
gobierno (de Madrid) está decidido a encargarse del orden público. Digan si
tienen algo que objetar.» Le responde el propio Companys en un notable
ejercicio de equilibrio en el alambre: «Respecto a orden público, creo deben
cooperar en reforzar disponibilidades consejero seguridad interior. Ante
responsabilidad esto pueda agravarse, el gobierno republicano puede adoptar
disposiciones estime necesarias». O sea: tú qué dices de que vas a mandar en mi
patio, centralista de los cojones; pero, claro, como en mi patio está habiendo
unas hostias como panes, en el caso de que no logre controlarlas, ven a salvarme,
coño.
El miércoles 5, por la tarde, están en
Barcelona los ministros del gobierno central Federica Montseny y Juan García
Oliver, anarquistas, junto con Abad de Santillán, Alfredo Martínez, Pedro
Herrera y Mariano R. Vázquez, todos de su cuerda, y los socialistas Pascual
Tomás, Muñoz y Hernández Zancajo. Los anarquistas echan un órdago: proponen la
creación de un consejo de emergencia a pachas entre la CNT y la UGT. Companys y
Tarradellas se niegan (Companys, por cierto, acaba de enviarle un teletipo a Largo
adivinando que los anarquistas plantearán condiciones duras y advirtiéndole de
que «conviene tenerlo preparado todo»). En medio de la negociación, llaman a
Companys unos mossos d'esquadra para informar de que los anarquistas tienen
retenidos a ocho de sus compañeros en un local sindical. Le intiman a Companys
para que retenga a Abad de Santillán en condición de rehén (sic). Cuando se
entera, Abad se pone como el puma de Baracoa. Agarra un teléfono y llama a un
pequeño destacamento ácrata que hay en Montjuïch, al cargo de unos cañones de
artillería. Les ordena que le llamen cada media hora y que, si no responde él o
alguno de los otros anarquistas allí presentes, bombardeen la Generalitat.
Sic.
Finalmente, gracias sobre todo a la
actitud conciliadora que trae Montseny, se forma un consejo de emergencia,
donde están Carles Martí Feced (ERC), Antoni Sesé (UGT), Valerio Mas (CNT) y
Joaquim Pou, de la Unió de Rabassaires. Pero Sesé nunca llegará a probar las
mieles del cargo. Camino de su toma de posesión, es asesinado. Así está el
tema.
El gobierno de Madrid ha enviado dos
destructores, el Lepanto y el Sánchez Barcaiztegui, para proteger
a Azaña. El jueves 6 llegan a Barcelona 80 camiones con 5.000 guardias de
asalto, además de dos compañías motorizadas. Companys ya no puede negarse. El
gobierno de Madrid ha tomado, o retomado, las competencias de Interior en
Barcelona. De hecho, desaparece la consellería de
Defensa, que tan ampulosamente creó Companys para marcar paquetillo de Estado
soberano y tal.
El 26 de junio, en alocución radiada,
Companys perpetra lo que otrosí se dice: «El Orden Público se mantiene asimismo
bajo la responsabilidad del Gobierno Central, que dispone aquí de medios que no
teníamos. Cataluña gestionará la devolución del orden público y, mientras
perdure la actual situación interna, como después y siempre, mantendrá una leal
y abnegada cooperación con el Gobierno de Valencia en la empresa histórica de
vencer al fascismo».
Mucho debió de costarle pronunciar estas
palabras. A pesar de su notable carga de cinismo. Porque el problema del
gobierno catalán no era que no tuviese medios para luchar contra unos hombres
malos que se le pusieron enfrente. El problema es que esos hombres malos habían
sido mimados, amparados, consentidos, alabados y cultivados por el gobierno
catalán. Pues menos de un año antes de que Companys dijera, ante los micrófonos
radiofónicos, que garantizaba una «actitud inflexible contra todos los que se
aparten de las normas dadas por el gobierno», les estaba diciendo a esos mismos
que no aceptaban normas que él les pertenecía, y les instaba a exprimirle como
un limón, y luego tirarlo al váter.
¿Quedó el tema solucionado? Pues, como
reza la serie famosa, los problemas crecen...
Pasa la crisis de mayo,
Companys, que ha asumido las funciones de jefe del Consell de la Generalitat,
forma un gobierno en el que está el catedrático Pere Bosch Gimpera. La
presencia de Bosch genera la oposición cerril de los anarquistas, puesto que no
representa a organización alguna, y provoca un discurso de Companys en el que,
airado, brama: «Soy el Presidente de la Generalitat. He asumido las funciones
de jefe del Consejo. Y ahora se intenta negarme el derecho a escoger mi
gabinete. ¡Prou! ¡Catalanes, basta de esto!» Llama la atención eso de «ahora».
Los faístas no han hecho otra cosa desde que empezó la guerra, y hasta el
penúltimo minuto el mismo Companys que ahora no los soporta aplaudía con las
orejas.
En mayo de 1937 cae Largo Caballero, en
parte, o cuando menos como razón epidérmica principal, por negarse a perseguir
al POUM como reclaman los comunistas. Largo, ya lo he dicho, tenía muy poquito
de autonomista. Pero menos aún tenía su sucesor, Juan Negrín, a quien la
dinámica de la guerra, además, obligará a asentarse en Barcelona en octubre de
ese mismo año.
Con las culpas o dudas de su actuación
anterior a y contemporánea de los sucesos de mayo; con la marcha de la guerra,
que pinta mal; y, finalmente, con la perspectiva del traslado del gobierno de
Madrid a la misma Barcelona, Companys entra en un periodo de fuerte tensión
mental, con episodios de depresiones airadas, que en agosto de ese año le hace
a Prieto decir ante Azaña, que lo anota: «Companys está loco; pero loco de
encerrar en un manicomio». Negrín, por su parte, dice de él que es una persona
sin pensamientos elevados, es decir, sin capacidad de estadista. El presidente
del gobierno de Madrid opina del presidente de Cataluña que es una especie de
paleto simplón.
El fondo del conflicto son las industrias
de guerra. En momento ya tan avanzado para el conflicto como mediados de 1937,
cuando la República está perdiendo o a punto de perder algunas cartas de su
mazo sin las cuales no puede armar una jugada ni medio buena, todavía el
gobierno de España carece de control sobre la industria de guerra más
importante que tiene, que es la catalana. El presidente Azaña, en La Pobleta,
recibe al nacionalista Carles Pi i Sunyer, que llega para explicarle lo mucho
que Madrid está puteando a los catalanes, y le contraataca exhibiendo una idea
que, probablemente, es bastante generalizada entre quienes dirigen la guerra:
Cataluña no está haciendo todo lo que podría hacer por el esfuerzo bélico.
Renace, por lo tanto, la sempiterna desconfianza entre no catalanes y
catalanes, y por las mismas razones que ya ocurriera esto mismo 200 años antes.
En agosto, el gobierno central incauta el
parque de artillería de Barcelona. En septiembre, interviene las industrias de
guerra. La respuesta de Companys es una puñalada de pícaro: sin previo aviso,
suspende el pago de jornales en las industrias, generando un caos que no le
hace ningún favor al bando republicano. Por lo demás, desde ese mes de
septiembre, los actos de negligencia o directamente de sabotaje se multiplican
en las fábricas. A los anarquistas no les ha gustado que les pongan encima una
autoridad que no les comprenda.
Quede claro, no obstante, que al
catalanismo no le faltan argumentos en este terreno. Como la relación entre
Companys y Largo siempre fue difícil, la consecuencia fue el constante desencuentro
en este asunto de las fábricas de guerra, con agravios bastante gordos hacia
Barcelona. Por ejemplo, Cataluña solicitó en su día el traslado a su zona de la
maquinaria y equipos de la fábrica de pólvora de Toledo, a lo que Largo,
displicentemente, se negó; luego Toledo se perdió en manos de Franco, y la
pólvora rellenó los cartuchos del caudillo. Además, le intima Companys a
Prieto, y tiene toda la razón, que si en Murcia se pudo fabricar pólvora
durante la guerra, fue por la generosa cesión de maquinaria que realizó
Cataluña.
Pero también eso que algunos llaman
«españolismo» tiene sus argumentos. En noviembre de 1936 Prieto, entonces
ministro de Marina y Aire, propuso a Companys que el gobierno de Madrid se
comprometiese a comprar toda la producción de las industrias de guerra
catalanas, proveerlas de materias primas y anticipar fondos para pagar los
sueldos si la propia Generalitat le acaeciesen problemas de liquidez; y no
pedían a cambio controlar las industrias (como hicieron en septiembre del 37),
sino coordinarlas. En cristiano: algo tan simple y lógico como que fuesen los
militares los que decidiesen quién iba a producir qué y cuándo. Companys dejó
morir de inanición esa propuesta, y da la impresión de que hay que ser muy
nacionalista para llegar a entender por qué. En febrero de 1937, se firma un
acuerdo de papel mojado, por el cual Cataluña se reserva un cuarto de su
producción bélica a cambio de que el Estado central financie la totalidad de la
industria; pero, posteriormente, se reproducen los episodios de honda
desconfianza mutua, en la que incluso representantes del gobierno central ven
prohibida su entrada a los talleres.
En junio del 37, bajo intensa presión
moscotiva, el POUM es declarado ilegal. Companys protesta, como protesta por la
creciente implicación de los militares directores de la guerra con los
comunistas. Azaña, para quien tampoco los prosoviéticos son plato de gusto, se
despacha en su diario con displicencia: «que Companys finja escandalizarse,
como campeón del Derecho, después de cuanto ha ocurrido en Cataluña bajo su
mando personal, es de un cinismo insufrible». Corona la entrada con una frase
lapidaria, de las de sacar a pasear en una tertulia: «Lo mejor de los políticos
catalanes es no tratarlos».
Para cuando el poder anarquista de Aragón
es desmantelado, más o menos entre las acciones de Brunete y de Belchite,
Companys es ya como una partícula sometida a dos atracciones distintas, que no
sabe adónde ir. En el mismo día defiende la medida (ante un filocomunista, el doctor
Marcelino Pascua) y la pone a parir (durante una cena pública). El diputado
Manuel Muñoz, que lo visita ese mes de septiembre, lo encuentra preñado de
reproches hacia el gobierno de la República y resuelto, por tropecientas vez, a
dimitir. Pero el 9 de noviembre, el Parlament recusa esta dimisión.
Ese mes de noviembre, Companys se ausenta
un par de semanas de España, para ir a Bélgica a visitar a su hijo en el
manicomio. En la zona franquista, esta visita disparó la Radio Macuto. Se dijo
que lo del hijo era sólo la fachada y que, en realidad, Companys había ido a
negociar una paz aparte para Cataluña que la abatiese ante el franquismo a
cambio del reconocimiento de su estatus. A mi modo de ver, este asunto de las
pretendidas negociaciones de las autonomías (pues Euskadi se llevó lo suyo
también) con las potencias europeas para arreglar, presuntamente, paces
propias, es un asunto no suficientemente estudiado aún. Resulta difícil hacer
aseveraciones ciertas en este terreno a la luz de lo que se sabe. Quizás, es
que tampoco hay demasiado interés por saber más. Es lo que podríamos denominar memoria
histórica eficiente.
1938 es el año de la ofensiva de Franco en
Aragón y del reinicio del terror en Cataluña, sólo que ahora son los comunistas
y su SIM los que van a por los anarquistas y poumistas. Y se aplican con
profesionalismo estalinista: en agosto, un tribunal popular solicita 28 penas
de muerte, ¡y el tribunal impone 58! Tela.
En 1938, a Companys ya todo lo que le
queda es la retórica. Él dice que se le ha arrebatado a Cataluña la industria,
la economía y la justicia; y no miente. Es así y, por eso, sólo le quedan las
pataletas. Las tiene, por ejemplo, con Azaña. Y Negrín. En sus broncas, el
presidente del gobierno amaga con dimitir para dejarle a él el poder, pero sólo
lo hace para acojonarle y, supongo, invitarle a reflexionar sobre qué apoyos
tendría él al frente del gobierno. El 16 de agosto, al calor de la crisis de
gobierno provocada por las dimisiones de Aiguader y Aguirre, un par de
periódicos catalanes anuncian un posible nuevo gobierno presidido por Besteiro,
con Negrín de ministro de cualquier gilipollez sin importancia. En una reacción
inmediata, igual que Franco recibía toneladas de telegramas de adhesión cada
vez que era criticado en el extranjero, Negrín recibe cienes y cienes de
telegramas de todos los mandos habidos y por haber en el Ejército Popular de la
República. Ítem más: los tanques republicanos, rusos, desfilan por el paseo de
Colón de Barcelona, en claro apoyo al presidente del Consejo de Ministros. Esa
mañana, pues, Negrín vino a decir, como Cisneros, éstos son mis poderes. Y el
que crea que la tiene más larga, que intente darme por culo.
Si ets catalá, l'assenyalo el deure! Ésta es la frase serena
pero categórica que pronuncia en la radio Companys en enero del 39, iniciada la
ofensiva franquista sobre la región. Si eres catalán, te señalo tu deber. Pero
Cataluña caerá, como una fila de fichas de dominó; Barcelona, casi sin
resistencia. El 22 de enero, se intima la evacuación de la capital. Poco a
poco, todos van acercándose a los Pirineos. En sus últimas etapas catalanas,
Companys residirá en Darnius, Azaña en La Bajol y Negrín en La Agullana. Ni
siquiera son capaces de dormir todos bajo el mismo topónimo. A esos niveles ha
llegado aquel consenso de hierro que un día se llamó Frente Popular. Cuando
Companys sale de España, lo citan en La Bajol, a las siete de la mañana. Cuando
llega, hace una hora que Azaña se ha ido; el presidente de la República se ha
negado a salir con él, por miedo de que Companys trate de hacer parecer ese
gesto como la huida de dos iguales.
El martirio final de El Pajarito está a
punto de comenzar.
La evacuación de Barcelona fue
problemática para Companys. Los grupos más radicales, que al fin y al cabo eran
los que habían mandado en la zona durante toda la guerra, le reprocharon la
orden de abandonar la ciudad sin lucha, porque tenían la misma ilusión que
tenía el primer ministro Negrín: que, por mal que estuviesen las cosas, llegase
el estallido de la segunda guerra mundial a salvar al bando republicano.
Companys, sin embargo, conocía la verdad. Todos los hombres de 17 a 45 años
estaban movilizados. Las armas de la policía de la ciudad habían tenido que
enviarse al frente. Cataluña, en enero de 1939, estaba en la misma situación
que lo estará Berlín en mayo de 1945. Y Companys no era Hitler; no era ningún
loco mesiánico.
Lo que sí quiso Companys para sí fue el
mismo destino que algunas semanas después tendría el socialista Julián
Besteiro. Con absoluta frialdad, el presidente de Cataluña quería quedarse en
el Palau de la Generalitat, esperando a los franquistas, para que éstos lo
encontrasen en su sitio.
Pero había un factor final que explica
todo su Via Crucis: el amor a su hijo.
De su primer matrimonio, Companys había
tenido dos hijos, uno de los cuales tenía serios problemas mentales. Existen
testimonios de que en no pocas visitas que el padre le hizo, solía tener
estallidos de ira contra él, que el presidente catalán aguantaba con
estoicismo. Lo tuvo internado en Suiza, pero luego lo cambió a un sanatorio en
Bélgica porque el primero no podía pagarlo. Curiosos tiempos aquellos en los
que los políticos, cuando se encontraban con que no podían pagar un manicomio,
buscaban otro más barato en lugar de dedicarse a vender licencias urbanísticas
y otras actividades lucrativas.
Tras salir de España, Companys se radica
en París, en el número 1 del boulevard de la Seine. Allí comenzará a
experimentar la soledad. A los ojos de muchos catalanes y catalanistas
Companys, con su decisión de abandonar Barcelona, es el responsable de la caída
de la región y, por lo tanto, le dan la espalda. Otro que le da la espalda con
displicencia es el sector negrinista, promotor del llamado SERE, es decir el
servicio para asistir a los exiliados, avalado primero y dirigido después por
Negrín, con el que Companys apenas tendrá relación.
La Generalitat de Catalunya se instaló en
el número 25 de la rue Pepinière y allí, en abril de 1940, se formaría el
primer gobierno catalán en el exilio (Pons i Pagés, Pompeu i Fabra, Serra i
Hunter, Rovira i Virgili y Pi i Sunyer).
La segunda semana de junio de 1940, los
alemanes entran en París. Pocos días antes, el primer ministro francés Daladier
ha recomendado a Companys que abandone la ciudad. La propia policía francesa
cierra la sede de la Generalitat en la rue Pepinière. Pero el presidente
catalán tenía razones para no alejarse de París.
Tras haber tenido que salir de España,
Companys había traído a su hijo Lluis junior, Lluiset, a un sanatorio cercano a
la capital francesa que le costaba 10.000 francos mensuales. A ultimísima hora,
Companys y su segunda mujer, Carme Ballester, abandonaron París para irse a la
Bretaña norteña, a un pequeño pueblo llamado La Baule-les-Pins. El plan era que
alguien llevase a Lluiset allí.
Al llegar los alemanes, sin embargo, el
director del centro psiquiátrico se acojona y libera a los enfermos mentales,
que se dispersan a la pata la llana. Eso sí, aceptó, en un rapto de altuismo
más que dudoso, hacerse cargo de dos pacientes que, quizá solo por casualidad,
eran los que más pagaban: una princesa rumana y Lluiset Companys. Los metió en
un coche y se los llevó.
En la carretera, sin embargo, esta
expedición se encuentra con un raid alemán, que les obliga a salir del coche y
tirarse a la cuneta. En la confusión, Companys se levanta, echa a andar y se
pierde. Horas después, lo descubrirá un médico del ejército francés que se
retira ante el avance de Hitler. Este hombre se percata de que el muchacho, que
entonces tiene 19 años, no es normal, y se lo lleva. Lluiset Companys
aparecería en un hospital de Limoges, tiempo después de que su padre hubiera
sido fusilado.
Companys espera a su hijo en La Baule.
Pero su hijo nunca llega. Está perdido en la campiña francesa, o en manos de
unos médicos militares en retirada que no pueden saber quién es o dónde está su
padre. El mismo padre que espera, espera, hasta que acaba haciéndose a la idea
de que, vivo o muerto, ha perdido a su hijo. Y es en ese momento cuando siente
todo perdido y ya le da igual.
La Baule está en plena zona alemana. La
mayor parte de los republicanos que están en el área de Francia controlada por
los alemanes huyen hacia el sur, a la llamada Francia libre. Muchos
catalanistas instan a Companys a hacer lo mismo. Pero él, definitivamente, se
niega. “No volveré a huir”, dice; “soy un hombre que siempre ha dado la cara.
Por fuerza abandoné Barcelona tras mi hijo enfermo. También ahora que el
gobierno francés me indicaba la conveniencia de abandonar París. Pero eso se ha
acabado; pase lo que pasé, no me moveré de nuevo”.
Lluis Companys ha tirado la toalla.
El 13 de agosto de 1940, Companys almuerza
y luego, según su costumbre, da un corto paseo para bajar la comida. A la
vuelta a la casa, la mujer que se ocupa de las labores del hogar le dice que
unas personas han estado por allí preguntando por él, y que volverán algún
tiempo después.
La Gestapo.
Companys, al escuchar la noticia, se
sienta en el salón de la casa, toma un libro de la biblioteca de dueño (Vidas
de santos; hasta donde yo sé, ese libro sigue en manos de la familia de Carme
Ballester) y se pone a leer, indolentemente. Apenas unos minutos después, los
alemanes llegan y lo detienen. Los cuatro agentes alemanes registraron la casa
buscando las enormes fortunas que los republicanos se llevaron de España. A
Companys le encontraron 70.000 francos. Si eso es todo lo que se llevó de
España, tenía de corrupto lo mismo que Justin Timberlake de letrista de Los
Chichos.
El 24 de septiembre, la Gestapo traslada a
Companys a Madrid (de hecho, los alemanes le entregan, no en la frontera, sino
en la Puerta del Sol). Luego lo llevan a Barcelona, al castillo de Montjuïch.
Según testimonios de los familiares que consiguieron visitarlo ya en Barcelona,
la gran preocupación de Companys seguía siendo su hijo, a quien estaba
convencido que los alemanes iban a matar en cuanto lo encontrasen. Teniendo en
cuenta el cariño de los nazis por los bipolares, psicóticos, esquizofrénicos y
mongólicos, es como para temerlo, desde luego. Existen algunos testimonios, no
del todo claros, de que Companys pudo ser torturado, así como de la existencia
de un plan para liberarlo, que habría sido descubierto con antelación y del
que, por lo menos, yo no sé quién o quiénes eran los impulsores (EDITO: Gracias
a Cavalls, compañero de prestigioso foro sobre la Guerra Civil Española, he
podido saber que este liberador era, con casi total seguridad, Jaume Fortuny,
quien lo contó en su libro Tornarem a morir? Barcelona, Portic, 1984.)
El juicio militar de Companys duró escasos
20 minutos. Fue acusado de rebelión militar y el fiscal le colgó los 50.000
muertos producidos en Cataluña durante la guerra.
Integraron dicho tribunal: Manuel González
González, general de división, presidente; Manuel Gonzalo Calvo Cornejo,
general de división; José Irigoyen Torres, general de brigada; Federico García
Rivero y Rafael Latorre Rodas, vocales; Enrique de Querol Durán, general de
brigada y fiscal auditor; Ramón de Colubí fue su defensor de oficio; el coronel
Velázquez fue el ponente.
Todos los testimonios indican que Colubí
hizo su trabajo, pero era un trabajo imposible. Por su parte, Companys
intervino para aceptar toda la responsabilidad en lo ocurrido, pedir que no se
castigase a nadie, y afirmar, así lo asevera la sentencia, que no guardaba rencor
a nadie.
Lluis Companys pasó la última noche de su
vida charlando hasta el amanecer con el capellán de la prisión. Se presentó en
el foso descalzo, para morir pisando la tierra catalana. Delante del pelotón de
fusilamiento, declaró: “matáis a un hombre honrado”. Luego dio un viva a
Cataluña, y sonó la descarga.
He dicho, al iniciar esta serie, que Lluis
Companys me merece tanto respeto como persona como no me lo merece como
político. La historia de su muerte es la historia de un martirio personal en el
que todo lo que le importa a su protagonista es la seguridad de su hijo
discapacitado, por encima de la propia; lo cual es enormemente loable y
conforma la figura de un hombre honrado, consigo mismo y con los demás.
Como político, sin embargo, Companys deja mucho
que desear. Es un ejemplo de cómo un nacionalista puede llegar a sufrir serios
problemas de miopía estratégica. Todo, o casi todo, lo que hizo y no hizo
Companys desde el 19 de julio de 1936 tuvo como objetivo defender el estatus de
Cataluña. Por seguir manteniendo en objetivo mayor de una autonomía
semifederal, casi independiente (que no otra cosa fueron Cataluña y Euskadi
durante la guerra civil, para desgracia de una República a la que mejor le
habría ido con un esfuerzo bélico unificado y coordinado), Companys se alió con
quien hizo falta. Ya en 1934 se dejó llevar por los cantos de sirena de
sospechosísimos elementos del Estat Catalá. En 1936, de nuevo, se echó en
brazos del faísmo radical, de consenso imposible, avalando con su presencia y
sus pecados de omisión una Cataluña revolucionaria que dejó una honda huella
entre esa sociedad catalana, que también la hubo y bien nutrida, que recibió a
los franquistas en Barcelona aplaudiendo hasta con los tobillos. Luego, cuando
los comunistas se impusieron a los faístas, ya se puso más de canto porque
Negrín se lo quería quitar de en medio; pero para entonces, la verdad, ya daba
igual.
Que Companys amaba a Cataluña no merece
duda. Lo que ya es más jodido de discutir son las consecuencias de dicho amor.
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