Evidentemente, hemos seguido con el relato de la guerra.
Los
comisionados para negociar la independencia por parte americana
fueron Benjamin Franklin, John Jay y John Adams. Los tres fueron
enviados por el Congreso a París en 1782. Su misión no era fácil.
El Congreso quería que toda negociación estuviese adecuadamente
sintonizada con Francia, pero el problema no era Francia, sino
España. Madrid, en efecto, nunca había estado claramente a favor de
la independencia de los Estados Unidos y, sobre todo, se negaba a
aceptar el principio que los enviados americanos consideraban (nunca
mejor dicho) una línea roja, esto es la extensión de la frontera
del nuevo Estado hasta el Mississippi.
Una
vez que Franklin logró apaciguar los ánimos franceses (nuestros
ánimos, la verdad, importaban una mierda), el tratado entre
Inglaterra y su ya ex colonia se firmó en París el 3 de septiembre
de 1783, y ratificado en Filadelfia el 14 de enero del año
siguiente. Gran Bretaña reconocía la independencia americana, y el
nuevo Estado obtenía todo el territorio delimitado al oeste por el
río Mississippi, el paralelo 31 al sur (por debajo, la Florida, que
fue cedida por Londres a Madrid) y los grandes lagos al norte.
Inglaterra reconocía el derecho americano a pescar en Newfoundland,
pero retenía el privilegio de navegación por el Mississippi,
obviamente compartido con los americanos. Los Estados Unidos se
comprometían a no aprobar ninguna ley que impidiese la recuperación
por parte de ciudadanos ingleses de las deudas que otros habían
adquirido con ellos durante la guerra.
Con
la independencia, sin embargo, se hizo patente un problema, los
optimistas querrán decir un reto, que permanecerá, como el bajo
continuo de una orquesta barroca, en toda la vida de los Estados
Unidos, hasta hoy. Ese algo es la relación de los Estados con el
Estado o, como se llamaba en ese momento, el Segundo Congreso
Continental.
Incluso
antes de ganar la guerra, el SCC había recomendado a cuatro de sus
provincias que codificasen de alguna manera su acervo jurídico
mediante las oportunas constituciones, ya que se encontraban
administradas por gobiernos revolucionarios de escasa solidez. Cuando
el Congreso, en julio de 1776, adopta la Declaración de
Independencia, las estructuras de gobierno de las colonias (los royal
chapters)
se convierten, por definición, en órganos írritos (la aliteración
esdrújula mola, si no abusas). En algún caso, la solución buscada
parece sacada del Rincón del Vago. Es el caso de Rhode Island y
Connecticut, que tomaron sus charters,
borraron de los mismos la palabra king,
y a otra cosa.
La
mayor parte de los Estados, por otra parte, sacaron adelante sus
constituciones sin consultar al personal. El sistema más exitoso
(por lo copiado en el futuro) fue el de Massachussets, que encargó
la redacción de la constitución a una convención especial, elegida
para ese solo propósito. Fueron los bostonianos, por lo tanto, los
que sentaron por primera vez el principio de que una constitución no
es cualquier ley y, consecuentemente, tanto su redacción como su
reforma debe realizarse mediante procedimientos especiales y
reforzados.
La
mayoría de los Estados diseñaron sistemas bicamerales, con la
excepción de Pensilvania, que decidió tener sólo una cámara. Otra
característica fue la reducción drástica del poder el gobernador,
palabra que, la verdad, nosotros, para entendernos, haríamos mejor
por traducir como virrey. El viejo gobernador de Su Majestad se
convirtió ahora en una figura que perdía su derecho de veto.
Inicialmente, además, su mandato se redujo a un año, reelegible. La
mayoría de estas constituciones establecían libertades individuales
como la reunión, expresión, creencia...
Cinco
Estados: Pensilvania, Carolina del Norte, Delaware, New Hampshire y
Georgia, establecieron el sufragio universal masculino de
facto,
eso sí con la condición de ser contribuyente. Virginia limitó el
voto a la posesión mínima de 25 acres de tierra. En algunos casos,
como Carolina del Sur, Nueva Jersey o Maryland, las exigencias de
propiedad eran tan altas que, en realidad, sólo los terratenientes
eran elegibles.
Algunas
de estas constituciones estatales denotaban sus propias declaraciones
de independencia; independencia, decían, no sólo de Inglaterra,
sino de cualquier otro. Un poco mosqueados por estas voluntades
individualistas, algunos de los miembros del Congreso trataron de
acelerar los trabajos para la elaboración de una Constitución
federal. En junio de 1776 se nombró una ponencia para ello, que
presentó sus resultados en noviembre.
Aquella
primera constitución, denominada Articles
of Confederation,
establecía que cada Estado elegiría (y pagaría los salarios) de
sus representantes, además de retener el derecho a llamarlos de
vuelta. El voto era por Estado, teniendo cada uno un voto,
independientemente de los representantes que enviase. Las leyes
importantes (orgánicas, en nuestro lenguaje) requerían la mayoría
reforzada de dos tercios de los Estados. El voto de un Estado cuyos
representantes no se pusiesen de acuerdo entre ellos era anulado. Por
último, el único poder ejecutivo previsto era un comité formado un
delegado de cada Estado. Esta constitución, una vez aprobada, sólo
podría ser modificada por unanimidad del Estados.
Eso
sí, la confederación daba poderes importantes al gobierno nacional:
declarar la guerra y la paz, fijar cuotas para las levas,
perfeccionar tratados y alianzas, decidir disputas entre Estados,
admitir nuevos Estados a la Unión, endeudarse, regular los
estándares de moneda así como los pesos y medidas (como estamos
leyendo en el hilo paralelo, esto cayó en la mesa de Thomas
Jefferson), así como establecer estafetas de correos. Sin embargo,
cositas como fijar los impuestos o legislar el comercio quedaban
fuera de su ámbito.
Los
redactores de esta Constitución la hicieron para que fuese aprobada
sin problema por los Estados, por cuanto les hacía fuertes
concesiones. Sin embargo, al conocerse el borrador, Maryland planteó
un problema grave. Este Estado, cuyo territorio estaba ya fijado,
afirmó que se negaría a entrar en la Unión mientras que otros
siete Estados que disponían de eventuales derechos sobre tierras
colonizadas entre el Mississippi y el Pacífico no cediesen dichas
tierras futuras al gobierno federal para que las repartiese. Esta
reclamación fue animosamente apoyada por todas las personas, que
eran muchas, que habían comprado derechos sobre tierras sin
colonizar, sobre todo al Este del Mississippi, y ahora se encontraban
con que esos Estados no les reconocían la transacción. La negativa
duró hasta marzo de 1781, cuando, ante la renuncia de Virginia y
Nueva York a sus derechos, Maryland aceptó firmar, y esta primera
constitución confederal entró en vigor.
Para
el gobierno nacional, la cesión por parte de las colonias de sus
derechos sobre los terrenos al Oeste fue una oportunidad grande. De
esta manera, un gobierno confederal que teóricamente iba a tener un
peso más bien pequeño pasó a ser el gestor directo de tierras. La
frontera era suya, y suyos fueron muchos procesos de construcción de
nuevos Estados. Así ocurrió, por ejemplo, en el territorio entonces
conocido como Territorio del Noroeste, de donde salieron cinco
Estados de lo que hoy se conoce como Mid West.
En
otro punto del continente, en 1791, los hermanos Ethan, Ira y Levy
Allen establecieron el Estado de Vermont en territorios reclamados
por Nueva York y New Hampshire. Bueno, en realidad los Allen lo que
quisieron fue montar allí una república propia y, ante la presión
del Congreso, llegaron incluso a solicitar (sin éxito) el amparo del
Canadá. Algo parecido ocurrió en el suroeste con el Estado de
Kentucky, admitido en la Unión en 1792.
Volviendo
a las tierras del noroeste, el territorio al norte del río Ohio
entre los Apalaches y el Mississippi fue uno de los primeros donde se
dejó sentir la administración directa del Congreso. En 1785 fueron
incorporados a una regulación denominada Land Ordinance, establecida
por un comité del Congreso presidido por Thomas Jefferson. Según
estas estipulaciones, salvo un pequeño territorio retenido por
Connecticut como su reserva del oeste, el resto de la región se
dividiría en poblaciones formadas por 36 secciones de 640 acres cada
una, esto es una milla cuadrada de superficie. Cuatro secciones
quedaban reservadas para el gobierno de los Estados Unidos, mientras
que otra debía ser utilizada para infraestructuras de educación.
Todas las demás secciones serían subastadas en oficinas montadas
con tal efecto en diversas poblaciones. El mínimo a comprar era una
sección, y el precio mínimo un dólar por acre, pagadero en
metálico. El gobierno esperaba que los buenos terrenos se vendiesen
más caros, pero la verdad es que el sistema fracasó, porque sus
condiciones se habían colocado in
between:
demasiado caro para que el tipo normal pudiese comprar, y demasiado
barato como para interesar a los especuladores.
En
1786, con el negocio a la baja y el Congreso un tanto nerviosillo, el
inevitable grupo de especuladores a la búsqueda de administraciones
públicas desesperadas (hoy les llamaríamos fondos buitre) juntó
pasta, realizó una serie de ofertas al gobierno y acabó quedándose
un millón y medio de acres a unos 9 céntimos el acre. Este grupo,
que se hizo llamar The Ohio Company, se dirigió al gobierno para
reclamarle poder efectivo sobre el nuevo territorio para poder organizar la
colonización. El resultado fue la Northwest Ordinance, de 1787; con
mucho, la ley más importante aprobada por los EEUU confederales.
Esta
ley establecía que el territorio del noroeste sería considerado una
unidad, bajo la administración de un gobernador nombrado por el
Congreso. En el momento en el que 5.000 hombres (no mujeres) se
hubiesen establecido, aquéllos que poseyesen más de 50 acres
elegirían una asamblea, cuya legislación estaría sometida a veto
del gobernador (pero sólo de él). La asamblea podría enviar un
representante sin voto al Congreso. No menos de tres, y no más de
cinco Estados, deberían organizarse en ese territorio. La ley
establecía, o mejor cabe decir que bosquejaba, las fronteras de esos
Estados, y regulaba que, una vez que esos territorios virtuales
alcanzasen los 60.000 habitantes, sería admitido en la Unión en
condiciones de igualdad con los Estados fundadores. La esclavitud
quedaba prohibida en estos territorios.
En
diciembre de 1787 la Ohio Co. envió a los primeros colonos, que
construyeron el pueblo de Marietta en el cruce de los ríos Ohio y
Muskingum. El empresario de Nueva Jersey John Cleves Symmes envió
otro grupo a unas tierras que había comprado; grupo que en 1788
plantó los primeros cimientos de las primeras casas de Cincinnati.
Ocho años después, el terreno colonizado fue la reserva del Oeste
de Connecticut, con un grupo de colonos financiados por Moses
Cleveland; colonos que, a la hora de fundar su capital, junto al lago
Erie, no se comieron la cabeza: le pusieron el nombre del jefe (no,
coño, la ciudad no se llama Moses; se llama Cleveland).
Mientras
esta primera expansión hacia el Oeste comenzaba, el Congreso
confederal trataba de colocar a los Estados Unidos en un buen lugar
en eso que llamamos el concierto internacional. Y había problemas.
Por ejemplo, los ingleses, que por el Tratado de París habían
adquirido un difuso compromiso de abandonar sus posiciones en el
Noroeste, no lo hicieron, porque esperaban el colapso de la nueva
nación, y querían proteger el comercio de pieles del Canadá.
Además, hicieron más cosas, como prohibir a los americanos el
acceso a los grandes lagos, o excitar a los indios contra los
colonos.
Tampoco
funcionó el tratado en lo que se refiere al compromiso de honrar las
deudas de guerra. Por parte americana, esto pasaba por reconocer en
todas las colonias las posesiones y deudas de quienes se habían
decantado por el bando regalista. Y aquí, como ocurrirá muchas
veces en la Historia de los EEUU y sigue ocurriendo, nos encontramos
con un ejemplo más de una regulación que el gobierno de la nación
quiere cumplir, pero los Estados no. A finales del siglo XVIII, los
derechos de los regalistas fueron respetados de la misma forma que
los de los negros en las primeras medidas contra su segregación:
aquellos Estados que quisieron pasar de hacerlo, pasaron, y el Congreso poco
pudo hacer. Así las cosas, Londres se apresuró a declararse
relevado de la obligación de cumplir sus propios compromisos.
Luego
estaba el tema de España. Receptora de la Florida por el tratado
separado de 1783, comenzó muy pronto a establecer fuertes en la
zona, y luego a establecer acuerdos con los indios. La inacción del
Congreso, que no podía hacer nada, le granjeó las primeras
desconfianzas de los Estados sureños.
En
1795 John Jay, secretario de Asuntos Exteriores, trató de alcanzar
un acuerdo comercial con Madrid. En ese momento, nosotros estábamos
jugando una carta muy sucia, tratando de convencer a los nuevos
colonos del Oeste de que se escindiesen de los EEUU, ofreciéndoles a
cambio el uso del Mississippi y de Nueva Orleans. Jay, de hecho, no
le hacía ascos a la idea: él era un yuppi
de
Nueva York, y a él los sucios y medio salvajes colonos occidentales
no le parecían de su misma ralea. Animado con estas ideas, Jay
aceptó pactar con los españoles condiciones comerciales
privilegiadas para los barcos americanos en todos los puertos
españoles, a cambio de renunciar a toda reclamación sobre el
Mississippi en 25 años. Los Estados del noreste, o sea Nueva York y
satélites, contemplaron dicho acuerdo con delicia: excelentes
perspectivas para sus intereses comerciales a cambio de ceder sobre
la navegabilidad de un puto río que estaba donde Cristo perdió la
tarjeta del Carrefour de Pablo Iglesias. Pero el Congreso, consciente
de que el acuerdo era en beneficio de unos pocos, se negó a
ratificarlo; con lo que se ganó la enemiga de los territorios posh.
Cito: La aliteraciónesdrújula mola, si no te pasas". Comoe te lo pasas, JuandeJuan...
ResponderBorrarHOy, en una cafeteria-libreria, he encontrado 1776, de DAvid McCullough, y lo he comprado con motivo de leer esta serie. Alguien lo ha leido? Vale la pena?
ResponderBorrarVale la pena. Y, para más adelante: la última viuda de la Confederación lo cuenta todo (Allan Gurganus)
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