El tema es éste: cuando en la Historia hay opciones triunfantes, a menudo se obvia que fueron chapuceramente organizadas y que, de hecho, hubo un momento el que tuvieron tantas o más papeletas para fracasar que para triunfar. Algo así le ocurrió a la sublevación militar de julio de 1936 en España.
Vamos con las explicaciones.
Pocas veces se habrá dado que un grupo de militares den un golpe de estado y asuman desde antes de darlo que bastantes cosas saldrán mal. Eso sucedió en España en el verano de 1936.
El autor intelectual del plan golpista fue el General Emilio Mola. Para Mola, igual que para todos los militares golpistas decimonónicos, la clave de un pronunciamiento exitoso era adueñarse de Madrid. No obstante, Mola era consciente de que el golpe apenas tenía posibilidades de triunfar en Madrid. En su primer plan, Madrid habría de ser tomada por columnas procedentes de las divisiones quinta (Zaragoza), sexta (Burgos) y séptima (Valladolid), donde se esperaba que el golpe triunfase sin problemas. La tercera división (Valencia) dividiría sus esfuerzos entre Madrid y Cataluña. En la cuarta división (Barcelona), se dudaba mucho del éxito y las divisiones primera (Madrid) y segunda (Sevilla) se daban por perdidas. En borradores posteriores, Mola otorgó mayor protagonismo a las tropas de África, después de haber comprobado que las fuerzas peninsulares eran menos fuertes de lo esperado y que no podía dar por descontada su adhesión al alzamiento.
Madrid era capital por muchos motivos. Lógicamente, porque ahí estaba el gobierno y ahí estaban los grandes servicios del Estado. Pero, sobre todo, y teniendo en cuenta de que los grandes responsables públicos siempre encuentran protección o posibilidad de escape, Madrid era importante por sus reservas de oro, que ambas partes reputaban suficientes para poder financiar un esfuerzo bélico incluso dilatado en el tiempo (es decir, que durase incluso los tres años que duró). Los hechos demostraron que el hecho de que la República fuese capaz de retener las reservas de oro del Banco de España le dio una ventaja financiera aplastante. Que la supiera administrar, es otra historia.
En todo caso, tenemos un general que asume que el objetivo clave, Madrid, no podrá ser tomado inmediatamente y que posiblemente dos objetivos importantes, Barcelona y Sevilla, tampoco lo serán (se podría decir, por lo tanto, que Mola diseñó un golpe de Estado de ciudades de tamaño medio). Además, confía en la intervención de las tropas africanas, cuyo traslado a la Península depende de que los rebeldes se hagan con el control de la Flota. También en muchas divisiones, consciente de que los altos mandos son pro-gubernamentales, confía en la iniciativa de los oficiales subalternos para que arrebaten el mando a sus superiores y se hagan con el control de la situación. Para colmo de despropósitos, el plan casi parece dar por descontado que el Gobierno republicano no reaccionará y dejará que las columnas golpistas avancen sobre la capital y la tomen.
No es de extrañar que un plan con tantos agujeros no acabase de suscitar entusiasmos ni entre los enemigos más furibundos del Frente Popular. El primero de julio el propio General Mola dejaba entrever en un Informe Reservado la posibilidad de abandonar la conspiración que, de todas formas, sufrió diversos aplazamientos. No sólo es que algunos de los militares conjurados se mostrasen tibios, sino que hasta los principales elementos de la trama civil, carlistas y falangistas, no se ponían de acuerdo en temas tan poco relevantes para el triunfo del golpe como el de la futura bandera. Es prácticamente seguro que el golpe, cuya preparación se estaba dilatando tanto, no se habría llegado a ejecutar sin el revulsivo que supuso el asesinato de Calvo Sotelo. Más aún: en los precisos momentos en que Calvo Sotelo era asesinado, los desencuentros entre los conspiradores y los tradicionalistas carlistas eran tan agudos que las dudas sobre que éstos se fuesen a sumar a la rebelión eran sólidas.
La muerte de Calvo Sotelo supuso la pérdida de confianza en el Estado de Derecho y en la factibilidad de las soluciones pacíficas para la mayoría de la derecha y enfrentó a Mola a la posibilidad de que falangistas y carlistas se alzaran por su cuenta sin aguardar al Ejército. Pero su valor fundamental fue convencer a los tibiamente golpistas de que, en realidad, lo más peligroso era no hacer nada. España se había convertido en un país en el que menos de una decena de guardias de asalto, carabineros y guardias civiles cabreados podían detener impunemente a un diputado en Cortes y pegarle un tiro en la nuca. Todo aquél que sospechaba su eventual detención u hostigamiento por el régimen de izquierdas se hizo, con muy escasas excepciones, golpista a marchas forzadas.
El alzamiento comenzó en Melilla en la tarde del 17 de julio, antes de lo esperado. Comandaba Melilla el general Romerales, amigo de Azaña. En la noche del 16, de forma bastante sigilosa, comenzaron el golpe tres tenientes coronel: Seguí, Gazapo y Bartomeu, los tres desde una exigua dependencia militar denominada Comisión de Límites. A media mañana, ante la inquietud de los soldados, les confiesan sus intenciones; la tropa se les une. Aún, sin embargo, la cosa no va muy en serio: a las dos de la tarde, suspenden toda actividad conspirativa para comer, y vuelven todos a las tres de la tarde. No es hasta ese momento cuando se plantean cómo van a tomar la plaza.
Los golpistas son tan chapuceros que con sus esperas han dado tiempo para que un teórico alzado, Álvaro González, le haya ido con el queo a las autoridades. A las cuatro de la tarde, la guardia de asalto acordona el edificio de la Comisión de Límites.
Entre los conjuraros hay un legionario, de apellido Latorre, que se ha escapado virtualmente de su acuartelamiento (en el coche de su jefe) para unirse al movimiento. Ante la situación, llama por teléfono al cercano cuartel de la legión (doscientos metros) y exige al sargento Sousa el traslado de cuanta tropa esté disponible. Eso son veinte legionarios. Al llegar a la Comisión, Latorre les da la orden de carga, y los legionarios echan rodilla en tierra y encañonan a las fuerzas del orden. El teniente Zaro, que comanda a los guardias de asalto, decide no luchar. Es la primera victoria de la rebelión, como pudo ser derrota. En la Comandancia, el general Romerales está reunido con sus mandos, entre ellos el coronel Soláns, jefe secreto de la rebelión. Éste le exige que entregue el mando y el general se niega. Todos echan mano de las pistolas, pero nadie dispara, porque, en el fondo, nadie quiere disparar. Las noticias que llegan de la Comisión de Límites son todo lo que necesita Romerales para someterse. Aún habrá lucha. En la toma del Atalayón caerán los dos primeros muertos de la guerra civil española: el sargento Labasen ben Mohamed y el soldado Mohamed ben Ahmed.
Los sublevados no eran, en cualquier caso, los únicos que tenían el día chapucero. El presidente del gobierno, Santiago Casares Quiroga, recibió a las 10 de la mañana del día 17 un telegrama comunicándole la sublevación de Melilla. Le dio tan poca importancia que se lo guardó en el bolsillo y no recordó que lo llevaba hasta tres horas después, terminado el consejo de ministros, cuando le comentó la novedad al resto del gobierno sin darle importancia.
El alzamiento salió en parte como Mola se esperaba: Burgos, Valladolid y Zaragoza se alzaron sin problemas. En Barcelona fracasó a pesar de los ímprobos esfuerzos del General Goded. En Madrid el alzamiento se produjo con dilaciones y dudas. Su líder, el General Fanjul, cometió el error garrafal de encerrarse en el Cuartel de la Montaña y esperar ayuda. Ésa fue su ratonera. Tal vez si hubiese actuado con rapidez y hubiese ocupado con presteza los edificios del gobierno, habría ganado. No era una apuesta fácil, pero más difícil lo había tenido Queipo de Llano en Sevilla.
Tres de las expectativas de Mola no se cumplieron, dos para su desgracia y una para su fortuna. La primera fue que Valencia no se sublevó. El líder de los sublevados en la región, el General González Carrasco, vaciló cuando se enteró de la derrota de los golpistas en Barcelona. El gobernador militar, el General Martínez Monje, tampoco se decidía. Finalmente varios oficiales de la guardia civil, encabezados por el capitán Manuel Uribarri, empezaron a repartir armas a los obreros y terminaron de decantar la situación a favor de la República. En todo caso, el fracaso de la rebelión en Valencia le debe mucho a una persona inesperada: Luis Lucia. Lucia era el líder de la derecha valenciana y había actuado, en los años de los gobiernos de las derechas, en gran consenso con la CEDA de José María Gil-Robles. Era, por lo tanto, un candidato más a unirse a los sublevados y contaba, en el seno de su derecha valenciana, con elementos capaces de portar armas y defenderse. Producido el alzamiento, sin embargo, Lucia realizó un pronunciamiento claro, neto y sin ambages a favor de la legalidad republicana, lo cual le restó a la rebelión la práctica totalidad de apoyos civiles a que podría haber aspirado.
La segunda decepción de Mola fue que la Flota se mantuvo fiel a la República. Los oficiales eran golpistas en su casi totalidad, pero los suboficiales y la marinería, no. Como botón de muestra, puede señalarse lo que ocurrió en el destructor Sánchez Barcáiztegui, enviado por el gobierno para bombardear Melilla. Su capitán reunió a la tripulación y les explicó que se había producido un alzamiento y dijo que entrarían en el puerto melillense para unirse a los sublevados. La respuesta fue un silencio sepulcral, seguido del grito: ¡A Cartagena!
La única sorpresa positiva para los sublevados fue la caída de Sevilla, que ya hemos contado.
Por lo que se refiere a Barcelona, su toma era crucial para los sublevados porque Cataluña y el País Vasco eran los dos únicos polos industriales que existían entonces en España y, de los dos, el más diversificado y fuerte era sin ninguna duda Cataluña. Decir Cataluña, desde un punto de vista estratégico, es decir Barcelona y, de hecho, ésta fue la población que los sublevados intentaron tomar.
Sin embargo, hay varios factores que explican este fracaso que, como decimos, fue crucial para la dilatación de la guerra.
El primer factor es que la República no era tonta, y la Generalitat tampoco. La primera situó al frente del ejército catalán a militares fuera de toda duda, como el general Llano de la Encomienda, hasta el punto de haber declarado, en un acto público, que apoyaría antes una revolución comunista que un levantamiento fascista.
El segundo factor es que en Barcelona, al revés de lo que ocurrió en buena parte de España, la guardia civil optó por la República. Esto se debe, probablemente, a la casualidad, o quizá la inteligencia del gobierno Catalán, y más concretamente de su conseller de gobernación (Interior), España, de nombrar a un militar al frente de los servicios de Orden Público de la Generalitat. Federico Escofet era un hombre que profesaba por el presidente Companys una lealtad total (de hecho, fue condenado a muerte, junto con el comandante Pérez Farrás, por secundar la estúpida rebelión anticonstitucional de Companys en los días de la Revolución de Asturias); pero era también un militar de pura cepa, curtido en la guerra de la Marruecos, y sabía hablar el mismo lenguaje que hablaban los guardias civiles. En la hora en que el coronel Escobar hizo desfilar a las compañías de la guardia civil frente a Companys, rindiéndole obediencia, la sublevación en Barcelona quedó herida de muerte.
El tercer factor reside en lo mucho que telegrafiaron los sublevados sus planes. Escofet, quien en el exilio se vió obligado a ganarse la vida vendiendo productos catalanes en una tienda de ultramarinos en Bélgica, escribió un libro muy quejoso en el que reacciona, con prolijidad de datos, contra la idea, que él consideraba falsa, de que fueron las masas populares las que acabaron con el golpe de Estado en Barcelona. Según él, que era el responsable de hacerlo, desde días antes al 18 y 19 de julio, la Generalitat se preparaba para el golpe de Estado y había colocado tropas en el lugar que les pareció más estratégico de la ciudad, en lo que entonces se denominaba Cinco de Oros y hoy es la plaza de Juan Carlos I. Allí emboscaron al regimiento número 3 de caballería que, saliendo del cuartel de Gerona, tiró por la cercana calle de Arzobispo Padre Claret, paseo de García Hernández y calle de Córcega hasta la mentada plaza, donde fueron inesperadamente rechazados, lo que les obligó a refugiarse en el cercano convento de las carmelitas, en lugar de avanzar hacia el centro de la ciudad como tenían previsto.
El cuarto factor tiene que ver con la estrategia en sí. Para entenderlo, hay que olvidarse un poco de la Barcelona actual y recordar que, en aquel entonces, los barrios donde se situaban casi todos los cuarteles (Pedralbes, Hostrafranchs, Poble Nou, Sant Martí y Sant Andreu) estaban donde Cristo perdió el escapulario de latón. Sin embargo, si los pintáis en un mapa (en el libro de Escofet está reproducido, con la Barcelona de aquel momento, con indicación de la ubicación de los cuarteles y las trayectorias de los sublevados) veréis que dichos cuarteles rodean el casco urbano de Barcelona. Así pues, lo que diseñan los sublevados es una operación de cerrojo, en la que:
* Las tropas acuarteladas en Pedralbes toman por la avenida 14 de abril (hoy Diagonal) hasta la plaza de Alcalá Zamora (no estoy seguro, pero creo que hoy es la plaza Françesc Maciá), luego Urgel, Gran Vía de les Corts, y luego por el Paralelo hasta Colón, con una parte que desde la Gran Vía tira para la plaza de Cataluña.
* Las del cuartel de Gerona tiran hacia el Cinco de Oros (plaza de Juan Carlos I).
* Las del cuartel de Tarragona (a unas manzanas de la plaza de España) avanzan hacia dicha plaza aunque envía soldados a otros lugares, como la plaza de la Universidad.
* Las del cuartel de El Prat van hacia Colón.
* Las del cuartel de los Docks (en el puerto, como su nombre indica) tratan, sin conseguirlo, de llegar a al paseo Nacional.
* Las del cuartel del Parque tratan, tarde y mal, de auxiliar a las de los Docks en la avenida Icaria.
Esta estrategia no es mala. Para una ciudad medieval, claro. Este cerrojo tenía más goteras que la salud de un nonagenario. Es como si los conspiradores no se hubiesen dado cuenta del leve detalle de que Barcelona ya no tenía murallas desde unos 80 años antes del golpe de Estado. A todas luces, no contaron con la amplia movilidad que, en una ciudad ya urbanísticamente moderna como era Barcelona en 1936, tendrían las fuerzas oponentes y el propio pueblo armado.
Una prueba anecdótica de lo poco que tuvieron en cuenta la modernidad los conspiradores es que un comando de soldados republicanos logró llegar, en plena lucha, hasta debajo de las barbas de los conspiradores que estaban tomando el edificio de la Telefónica en la plaza de Cataluña. ¿Cómo lo hicieron? Pues por los túneles del metro, donde no encontraron a nadie. A los conspiradores no se les ocurrió pensar que el metro pasaba por debajo de ellos y que convendría vigilarlo.
El único error garrafal que, a mi modo de ver, cometieron las fuerzas republicanas en Barcelona fue pecar de ingenuos respecto de la CNT-FAI. En el cuartel de Sant Andreu se encontraba almacenada buena parte de la fusilería existente en Barcelona, unos 30.000 fusiles según diversas fuentes. Los anarquistas, además de luchar bravamente en toda Barcelona y sobre todo en la plaza de Cataluña (que quedó alfombrada de burros y caballos muertos), se fueron como flechas a Sant Andreu, llegaron antes que el ejército o las fuerzas del orden, y se quedaron con los fusiles. Lo siguiente que hicieron fue secuestrar el poder en Cataluña hasta los sucesos del 37.
El 21 de julio de 1936, un Gobierno normal habría podido dirigirse a la nación y haber declarado que el alzamiento había fracasado y que los sublevados serían aplastados en el curso de las próximas semanas. Y no le habría faltado razón: de las principales capitales, sólo Sevilla estaba en manos de los sublevados y el Ejército de África estaba bloqueado en el Protectorado, sin posibilidades de cruzar a la Península, ya que la Armada permanecía fiel a la República. Desgraciadamente, el 21 de julio de 1936 España ya no tenía un Gobierno normal.
Da para otro post hablar de las grandísimas chapuzas del bando republicano, que permitieron que un golpe que hacía meses que se veía venir y algunos de cuyos principales conspiradores eran conocidos, no fuese abortado.
http://www.toefl.eu
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Excelente exposición
BorrarExcelente exposición. En efecto el golpe de Estado fue una auténtica chapuza, aunque dada la capacidad intelectual de quienes lo llevaron a término no tenemos porque extrañarnos. La tragedia fue que no se pudiera parar y acabara convirtiéndose en una larga guerra civil y en una aún más larga dictadura.
ResponderBorrarEn un país normal, el haber sido derrotados habría hundido en la vergüeza a los militares y habrían depurado a todos militares con aficiones golpistas. El problema es que hablamos de tropas que están acostumbradas a insistir en el error sin emportarles a quien se llevan por delante.
El hecho de que hace ahora un año Mena hiciera determinadas declaraciones es una muestra que algo no funciona en el ejército español, siguen sin entender de que va la democracia.
En realidad, lo que pasó en julio de 1936 fue un doble fracaso. Ni el golpe militar triunfó, ni el Gobierno fue capaz de derrotarlo. El empate, sin embargo, supuso una derrota del Gobierno -que perdía el 40 por ciento del territorio y un porcentaje similar de la población- y una victoria de los sublevados, que de la nada se hacían con una parte del país, suficiente para transformar el pronunciamiento en una guerra. Los rebeldes tenía además las mejores tropas y, sobre todo, fueron capaz de administrar mejor unos recursos que al principio eran claramente inferiores. No es que ganaran la guerra: fundamentalmente la perdió el Gobierno del Frente Popular, al ser incapaz de aprovechas las bazas iniciales con que contaba.
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