Comienza el juicio
Otro traidor entre nosotros
Cualquier cosa menos un nuevo juicio
Zola
El principio del fin
Por la República
El Figaro publicó un artículo en el que hablaba de
Esterhazy sin citarlo. Otros periódicos entraron al trapo, y se montó la
tangana. Finalmente, acabó ocurriendo que, entre especulación y especulación,
algún periodista torpe, o sea periodista a secas, acabó por escribir el nombre
de un oficial que nada tenía que ver con todo aquello. Todo este espectáculo
acabó sirviéndole a Mateo Dreyfus como acicate final para hacer lo que venía
pensando en hacer de tiempo atrás. Así pues, publicó una carta abierta en los
periódicos en la que acusaba directamente al conde Walsin Esterhazy de ser el
verdadero autor de las traiciones por las que había sido condenado su hermano
Alfred.
Aquello provocó una gran, pero desigual, guerra de Prensa;
desigual, porque todos los grandes diarios se colocaron del lado de Esterhazy,
y la familia Dreyfus sólo encontró eco en el entonces modesto Figaro y
otros periódicos radicales con poca tirada. En el bando de los dreyfusistas
había de todo; desde personas que directamente creían en la inocencia del
capitán, hasta los que, como Clemenceau, se limitaban a pedir una repetición
del juicio, por considerar que había sido demasiado sucio. Por otra parte, la
gran opinión pública francesa lo único que veía ahí era un intento de los
ocultos ricos judíos de siempre (toda etapa histórica tiene su Soros) tratando
de salvar a uno de los suyos a costa del prestigio del glorioso Ejército
francés. En un primer momento, las fuerzas de izquierdas no se inmiscuyeron en
el asunto, por considerar que era un conflicto entre burgueses; con el tiempo,
sin embargo, acabaron por darse cuenta de que allí había un filón de crítica
hacia la forma que tenían las clases conservadoras de hacer las cosas.
Esterhazy, ya os he dicho que convencido de que el apoyo del
Ejército nunca se le regatearía, exigió que se le abriese juicio. El Estado
Mayor, un poco mosqueado, le encargó dicho juicio al general Georges-Gabriel de
Pellieux. Sabía lo que hacía. De Pellieux era un antidreyfusista convencido.
Para él, el juicio contra el capitán había sido limpio y perfecto, así pues no
había nada que discutir.
Los partidarios del inquilino de la Isla del Diablo, sin
embargo, no se arredraron. Louis Leblois, abogado de Dreyfus, su hermano y el
senador Scheurer-Kestner aportaron cartas de Esterhazy que venían a demostrar
que la letra del famoso memorando era la suya. Picquart fue llamado desde Túnez
para ir a París y contar su investigación y las conclusiones a las que había
llegado. Los comandantes Lauth y Henry, así como el archivero Grevelin,
intervinieron para opinar que el famoso petit bleu estaba falsificado;
y, de hecho, para sostener su teoría se apoyaron en algunas raspaduras que
tenía en el área de la dirección, raspaduras que, en realidad, habían sido
hechas por el Estado Mayor para desacreditar el documento.
Finalmente, habló Esterhazy. Declaró que él no había escrito
el memorando; que quien lo había escrito había calcado su letra para
hacerle aparecer como culpable. Refirió una historia rocambolesca, según la
cual un tal capitán Joseph Brô le había escrito tres años antes para pedirle
una información escrita sobre la batalla de Eupatoria, en la guerra de Crimea,
en la que había participado el padre de Esterhazy. Éste dijo haber enviado esa
información pero, tiempo después, cuando le preguntó a Brô qué se había hecho
del escrito, el capitán le dijo que nunca había recibido nada. Dijo que el
escrito él lo había enviado a casa de un amigo de Brô, que vivía en el mismo
edificio que el suegro de Alfred Dreyfus; de donde concluyó que el capitán se
había hecho con el informe para copiar la letra.
Era un relato sin tino. Pero tenía su lógica desde el punto
de vista de quien lo inventó, que no fue Esterhazy, sino el Estado Mayor.
Durante su juicio, Dreyfus había hecho alusión a un capitán Brô cuando habló de
militares que tenían una letra parecida a la suya.
Así iba yendo el juicio, hasta que se produjo una novedad
inesperada. Un día, Scheurer-Kestner se presentó en la sala con una carta de
una conocida suya, una tal señora Boulaney, en la que ésta le venía a decir que
en su casa tenía cartas de Esterhazy. Se verificó un registro y, efectivamente,
apareció un abultado paquete de cartas. En ellas, el que se presentaba como un
patriota destilaba un odio eterno hacia Francia. Entre otras cosas, decía:
“estoy convencido de que este pueblo no vale ni lo que vale el cartucho que ha
de matarlo”. O: “No haría daño a un perro, pero con gusto mataría a cien mil
franceses”.
La carta se publicó en la Prensa, y fue un escándalo. Tras
un momento inicial de despiste, los antidreyfusistas comenzaron a argumentar
que se trataban de fogosas cartas de juventud. Esterhazy trató de echar más
arena a la hoguera insinuando que las cartas habían sido falsificadas. Clemenceau,
en su recién abierto L’Aurore, bautizó a Esterhazy “el ulano”, y desde
entonces fue así como lo conoció toda Francia.
En medio de todo este escándalo, el general De Pellieux
anunció el fin de su encuesta judicial. Dictaminó, sin sorpresas, que todo lo
que Picquart había elaborado eran insinuaciones e invenciones contra sus
superiores. Recomendó que el instructor compareciese ante un consejo de guerra;
pero también recomendó que lo hiciese Esterhazy, para dejarlo todo clarinete.
Así las cosas, el 4 de diciembre de 1897 se abrió el proceso
contra Esterhazy. En la Asamblea, una proposición no de ley santificando la
condena de Dreyfus se aprobó por 484 votos contra 18.
El juicio contra Esterhazy fue puesto en manos de un
comandante retirado que estaba radicalmente en contra de la revisión del juicio
de Dreyfus: Alexandre Alfred Ravary. Hizo peritar el memorando, y tres peritos
estuvieron de acuerdo en que no era de Esterhazy, sino que su letra estaba
calcada en unos párrafos e imitada en otros. Ravary, en realidad, convirtió el
juicio contra Esterhazy en un juicio contra Picquart, al que acusó de haber
retenido y manipulado el telegrama y de haber alimentado a los revisionistas
con ilusiones e invenciones.
La vista de la causa se fijó para los días 10 y 11 de enero
de 1898. El tribunal lo presidió el general Henri Desiré Charles de Luxer.
Leblois y Demange acudieron como abogados de la mujer y el hermano de Dreyfus,
reclamando ser parte en la causa; provisión que se les denegó.
Esterhazy estuvo optimista y sonriente en su declaración. El
memorando lo había fabricado Dreyfus, utilizando el informe sobre la batalla de
Eupatoria del misterioso capitán Brô. El telegrama era falso; opinó que,
probablemente, fabricado por Picquart.
Mateo Dreyfus presentó cinco peritajes de cinco calígrafos
muy conocidos, que unánimemente coincidían en que el memorando lo había escrito
Esterhazy. Picquart, que hubo de declarar a puerta cerrada y que estaba siendo
linchado a cámara lenta, declaró con valentía, destacando que, o mintieron los
peritos que en 1894 habían dicho que Dreyfus había calcado su propia letra
desfigurándola, o mentían los peritos de 1898, que ahora decían que era a
Esterhazy a quien había calcado.
El 11 de enero, en sus conclusiones, el fiscal abandonó la
acusación contra Esterhazy. El tribunal delibera tres minutos, y se decanta,
claro está, por la absolución. El ya ex acusado es recibido en la calle por una
multitud, sobre todo de militares, que lo vitorea. Al día siguiente, el general
De Pellieux informó a Esterhazy que los peritos habían declarado falsas las
cartas de juventud donde decía aquellas cosas tan feas, y lo invitaba a
querellarse contra los periódicos que las habían publicado. Asimismo, Picquart
fue detenido y conducido al fuerte de Mount Valerien.
Pero éste es el punto en el que entran a jugar los
periodistas. Los verdaderos, buenos, periodistas. L’Aurore, el periódico
dirigido por Georges Clemenceau, era un florilegio de excelentes reporteros:
Lucien Descaves, Camille Mauclair, Charles Longuet (yerno de Carlos Marx),
Gustave Geffroy, Urbain Gohier… Clemenceau había comenzado siendo un escéptico
respecto de la inocencia de Dreyfus. Sin embargo, con el tiempo Bernard Lazare,
muy amigo suyo, y el incansable Scheurer-Kestner, lo fueron arrastrando. Cuando
las cartas de juventud fueron publicadas, el director del periódico se sacudió
sus últimas dudas.
La tradición nos dice que, el día que se produjo el fallo
del tribunal y la absolución, Clemenceau comentó a las personas que iban con
él:
- Esto era de prever. Piczquart debería haber roto ya su
espada [salir del Ejército] para no chocar con la disciplina, y Scheurer-Kestner
debería haber llevado la campaña con más brío.
Émile Zola, que lo escuchaba, le dijo:
- ¿Así que usted cree que sería necesario atacar?
- Sí -. Contestó Clemenceau.
- Pues mañana daremos ese golpe -, contestó Zola.
Al día siguiente, Zola se presentó con su artículo, y lo
leyó a la redacción. Todos estuvieron de acuerdo en que era oro molido, y que
había que publicarlo ya. Eso sí, Clemenceau le dijo a Zola que el título (Carta
al Presidente de la República) era una puta mierda. Zola le preguntó cuál
pondría. Y Clemenceau contestó: “el que usted mismo no ha parado de escribir en
el artículo: Yo Acuso”.
Aquella noche, París se llenó de pasquines que anunciaban la
publicación, al día siguiente, del artículo de Zola. El periódico se empezó a
vocear a las ocho de la mañana. Los lectores se lo quitaban de las manos a los
niños que los vendían.
Citar el artículo es un poco prolijo, porque el texto es
largo. Pero yo creo que tratándose de una de las mejores piezas del periodismo
de opinión de todos los tiempos, merece la pena el trabajo (por mi parte) y la
lectura (por la vuestra):
Tal es la pura verdad, señor Presidente; una espantosa
verdad, que será el oprobio de vuestro gobierno. Sé bien que ningún poder
tenéis en este asunto, que estáis a merced de los que os rodean y de la
Constitución del Estado. Pero, aún así, tenéis un deber que cumplir. Y no es
que yo desespere del tiempo. Lo repito con la seguridad más vehemente: la
verdad está en marcha, y nada la detendrá. Hoy empieza el proceso, porque hoy
la situación es clara: están a un lado los culpables, que no quieren que se
haga la luz, y al otro los amantes de la justicia, que por el cumplimiento de
ésta sacrificarán su vida. Cuando se entierra la verdad, se la hace más fuerte
y se le da un poder tal de explosión que, al estallar, todo lo destruye. Ya se
verá cómo ha de producirse más tarde el tremendo desastre.
Pero esta carta es larga, señor presidente. Voy a
resumir.
Yo acuso al teniente coronel Paty de Clam de haber sido
el obrero diabólico del error judicial, instrumento no más, a mi juicio; y de
haber defendido su obra nefasta durante tres años, con las maquinaciones más
ridículas y culpables.
Yo acuso al general Mercier de haberse hecho cómplice, al
menos por debilidad, de una de las mayores iniquidades de este siglo.
Yo acuso al general Billot de haber poseído las pruebas
irrefutables de la inocencia de Dreyfus, sin dignarse utilizarlas, de culpable
de lesa humanidad y lesa justicia, movido por un fin político y para salvar al
Estado Mayor, comprometido.
Yo acuso al general De Pellieux y al comandante Ravary de
haber instruido un sumario infame, quiero decir, una obra de monstruosa
parcialidad, de la que es monumento imperecedero el informe mezcla de osadía y
necedad del segundo.
Yo acuso a los tres peritos calígrafos: Belhome, Varimard
y Conard, de haber emitido informes mentirosos y fraudulentos, y les tacho de
parciales, a menos que, por examen médico, se me demuestre que están enfermos
de la vista y el juicio.
Yo acuso a las oficinas de Guerra de haber emprendido en
la prensa, especialmente en L’Eclair y L’Echo de Paris, una
campaña abominable para cohonestar sus faltas y extraviar a la opinión pública.
Yo acuso, por último, al primer consejo de guerra de
haber violado el derecho condenando a un acusado por un documento secreto, y
acuso al segundo consejo de guerra de haber procurado justificar por orden
superior esta legalidad, cometiendo a su vez el crimen jurídico de absolver a
un culpable.
Al formular estas acusaciones caigo bajo la sanción de
los artículos 30 y 31 de la Ley de Prensa del 29 de julio de 1881, que castiga
los delitos de difamación; pero estoy dispuesto a arrostrar las consecuencias
de mi acto.
En cuanto a las gentes a quienes acuso, no los conozco ni
les he visto jamás, ni abrigo contra ellos odio o rencor. En mi sentir no son
más entidades, espíritus del mal social. Y mi acto es sólo un medio
revolucionario para apresurar la explosión de la verdad y de la justicia.
Una sola pasión me anima: la de la luz. Y trabajo por la
Humanidad, que tanto padece y tiene derecho a la felicidad. Mi ardiente
protesta es el grito de mi conciencia. ¡Que me lleven al tribunal, y que mi
proceso sea del dominio público!
Eso es lo que yo quiero.
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