Comienza el juicio
Otro traidor entre nosotros
Cualquier cosa menos un nuevo juicio
Zola
El principio del fin
Por la República
Fuese como fuese que se había conseguido la carta, no estaba timbrada. Eso es: o bien Schwartzkoppen la había escrito y la había roto; o bien alguien la había sacado del buzón. Esto, con el tiempo, le daría problemas a Picquart, puesto que muchas personas llegarían a decir que aquel telegrama era totalmente falso.
Picquart, en todo caso, solicitó informes sobre Esterhazy.
Todos coincidieron en señalar que era un buscavidas. Encargó que se lo
vigilara, pero parece ser que el comandante Henry advirtió a Esterhazy, por lo
que éste se ocupó de no hacer ni decir nada sospechoso. Picquart, además,
recibió un informe de la embajada francesa en Berlín, en el que se decía que un
alemán llamado Cuers, que se había convertido en informador de los franceses,
les había dicho que en París había un oficial entre cuarenta y cincuenta años
que le estaba pasando información a Alemania. Lo último que había llegado por
su mano a Berlín habían sido los apuntes de un curso de tiro; Picquart comprobó
que, efectivamente, Esterhazy se había interesado especialmente por hacerse con
un ejemplar. Con todos estos elementos, Picquard se decidió a comunicar sus
cuitas al ministro de la Guerra, general Jean-Baptiste Billot; y a su propio jefe
en el Estado Mayor, Boisdeffre. El ministro acababa de recibir una carta de
Esterhazy, solicitando un puesto en el Ministerio, y se la entregó al
investigador.
Nada más ver la carta que Billot le había dado, Picquart
saltó: “¡Ésta es la escritura del memorando!” Fotografió las cartas y, con las
imágenes, se fue a ver a Paty de Clam y a Bertillon. El primero dijo, sin duda
alguna, que aquella carta era de Mateo Dreyfus. Bertillon dijo que la letra de
la carta era, sin duda, la del memorando. Picquard, probablemente hasta los
cojones de aquel puto gordo que llevaba jugando con los militares dos años, le
tiró una piedra al cabolo informándole de que aquella carta era muy reciente;
tan reciente que no podía haber sido escrita por Dreyfus. Muy tranquilo,
Bertillon concluyó: “entonces, los judíos han sido capaces de encontrar a otro
que imite su letra”.
Aquellos hechos hicieron de Picquard un hombre
crecientemente mosqueado con el escándalo Dreyfus. Pidió el famoso informe
secreto con los documentos de última hora que lo habían condenado. Descubrió
que el general Mercier había ordenado que los documentos del sobre fuesen
dispersados pero, quién sabe por qué, el comandante Henry no había cumplido la
orden. Observó los documentos a la luz de las nuevas cosas que sabía y,
después, redactó un informe para el general Boisdeffre. En ese momento, además,
el caso Dreyfus volvía a estar en la Prensa a causa de un falso rumor según el
cual el militar se habría fugado de la Isla del Diablo. Picquard le rogó al
general Gouse, segundo del Estado Mayor, que iniciase un proceso contra
Esterhazy y la revisión del de Dreyfus. Gouse, sin embargo, le contestó que eso
no era una opción. En la condena del judío habían intervenido muchos generales
de alcurnia, y no era posible decir ahora que el juicio había sido defectuoso.
El teniente coronel Picquard retrucó que la familia del Dreyfus podría acabar
sabiéndolo todo; a lo que Gouse respondió que sólo si él se iba de la lengua.
La justicia francesa.
El ya teniente coronel Picquart se encontró rápidamente con
la pared del Estado Mayor en su intención de abrir el caso Esterhazy y revisar
el caso Dreyfus. Sus jefes se mostraron escépticos sobre la culpabilidad de
Esterhazy, al tiempo que dejaron muy claro que la revisión de la cosa juzgada
no era posible, porque en aquel juicio habían declarado contra el acusado
muchos generales cuyo honor quedaría comprometido, y porque la oficialidad del
Estado Mayor no soportaría que a Dreyfus ahora se le declarase inocente.
Picquart, sin embargo, no propugnaba lo que propugnaba sólo
porque creyese, que ahora lo creía, que Dreyfus era inocente. Lo hacía porque
temía que todo aquello terminase en un escándalo. La fórmula que el general
Gouse encontraba tan sencilla: quedarse callados, no terminaba de convencerle.
Y tenía razón.
El periódico L’Eclair terminó por publicar un
artículo hablando del memorando y las piezas del expediente secreto que los
generales le entregaron al tribunal a última hora durante el juicio.
Posteriormente Le Matin puso delante de los ojos de los franceses, por
primera vez en dos años desde la condena, el facsímil del memorando. Esto
supuso liberalizar radicalmente los peritajes del juicio: a partir de aquel
día, cualquier calígrafo del mundo, por no mencionar a cualquier perito aficionado de barra de bar, podía comparar la letra del memorando con la
de las cartas de Dreyfus.
Fue en ese momento, leyendo Le Matin, cuando
Schwartzkoppen, por primera vez, se dio cuenta de lo que había pasado. Hasta
entonces sabía que un militar francés judío había sido condenado por espiar a
favor de Alemania, y que en la embajada habían comprobado que ese condenado no
había tenido relación alguna con ellos. Ahora, sin embargo, el agregado alemán
comprendió que el pivote de la acusación había sido un memorando que él conocía
bien y que, sobre todo, sabía muy bien quién lo había escrito. Obviamente,
pues, fue consciente de que Dreyfus había sido falsamente condenado. Según
escribió en su diario, valoró la posibilidad de contar todo lo que sabía para
evitar la condena de un inocente; sin embargo, lo desechó por temor a las
consecuencias diplomáticas y, además, por tener la sensación, bastante lógica,
de que los franceses no le creerían.
Ante la presión de, cuando menos, una parte de la opinión
pública, Picquart propuso que se encargase un peritaje que comparase la letra
del memorando y la de la carta de Esterhazy. Entonces propuso hacerle una
celada a Esterhazy, llamándole a París (estaba de maniobras) mediante una falsa
carta de Schwartzkoppen. También se le negó. Es más: el famoso expediente
secreto del general Mercier le fue arrebatado, con la disculpa de que lo estaba
desordenando.
En noviembre, sin embargo, un triunfante comandante Henry se
presentó en el Estado Mayor declarando que había conseguido la prueba
definitiva de la culpabilidad de Dreyfus. Entregó los trozos reconstruidos de
una carta robada por la señora Bastian de la papelera de Schwartzkoppen, y que
había sido escrita por el italiano Panizzardi. Decía:
Mi querido amigo: he leído que un diputado va a
interpelar sobre Dreyfus. Si desde Roma piden nuevas explicaciones, yo diré que
nunca he tenido relaciones con ese judío. Si le preguntan a usted, diga lo
mismo, porque es preciso que nadie sepa lo que ha ocurrido con él.
La mujer de Dreyfus, mientras tanto, hizo una petición
formal de revisión de caso, apoyándose en las irregularidades que se describían
en el artículo de L’Eclair. La petición fue rechazada y, poco tiempo
después, un diputado interpeló al gobierno sobre lo que consideraba maniobras
conspiratorias de la familia de Dreyfus. El ministro Billot intervino para
solicitar de la cámara que dejase de discutir el asunto pues, argumentó, no
existía el escándalo Dreyfus. Efectivamente, el parlamento votó la confianza al
gobierno (en efecto: el Parlamento de la nación, democráticamente elegido, votó, en la práctica, por mantener en la cárcel a un inocente; un ejemplo más de de los de la secta Bulén Butá y los que dicen que nadie puede cuestionar el voto parlamentario deberían revisar sus apuntes de Constitucional, si es que alguna vez lo estudiaron).
En ese ambiente, el Estado Mayor llegó a la conclusión de
que lo que tenía que hacer era deshacerse de Picquart. Fue enviado fuera de
París para mejorar su formación y, después, trasladado a Marsella, y de allí a
Túnez. Sin duda alguna, Picquart comenzó a pensar en ese momento que podía
cualquier día tener un accidente tonto que acabase con su vida. Añadió a su
testamento un codicilo cerrado, que debería abrir el vigente presidente de la
República si él moría, en el que detalló todo lo que había descubierto sobre la
traición de Esterhazy.
Para suceder a Picquart al frente de la oficina de Informes,
en el Estado Mayor no se rompieron mucho la cabeza. Mejor no hacer
experimentos. El elegido fue el comandante Henry, que más comprometido con el
caso Dreyfus no se podía haber mostrado. Picquart, en Túnez, comenzó a recibir
cartas y telegramas falsificados que “demostraban” que estaba conspirando para
revisar el caso. Su correspondencia, por lo demás, llegaba abierta. Consciente
de que la situación era muy peligrosa para él, el teniente coronel viajó a
París. Allí buscó a un abogado amigo suyo, llamado Leblanc, y le explicó sus
impresiones sobre el caso, aunque sin enseñarle documentos. Este Leblanc se
puso en contacto con nuestro viejo amigo Scheurer-Kestner. El senador, tras
conocer todos estos extremos, comenzó a dar por culo en el Senado con lo de la
inocencia de su paisano. Tanto el primer ministro, Jules Méline, como el
ministro Billot, le cerraron la puerta a la revisión, argumentando que la cosa
juzgada era la cosa juzgada. Billot, de hecho, aludiendo a la carta de
Panizzardi, le dijo que se había descubierto un documento que sería un “mazazo”
para los defensores de la inocencia.
Los más nerviosos eran los del Estado Mayor. A aquellos
tipos, que el asunto se hiciese viral, por así decirlo, es decir, que superase
el ámbito estrictamente militar, les jodía mucho. En una estrategia de
encastillamiento total, el general Gouse nombró como adjunto a Paty de Clam, e
hizo un nuevo informe que resumía todos los cargos contra Dreyfus y añadía la
famosa carta. Asimismo, le reclamó al capitán Lebrun-Renault que documentase o
confirmase las presuntas confesiones de Dreyfus el día de su degradación.
Lo siguiente que hicieron Gouse, Paty de Clam y Henry fue
tratar de cerrar la hemorragia de Esterhazy. Las informaciones sobre su vida
privada habían dejado claro que el tío era un nota, lo cual en el Estado Mayor
provocaba preocupación. Así que lo colocaron de reemplazo, es decir un poco fuera
de todo, e hicieron que recibiese una carta, firmada por una misteriosa
Esperanza, en la que se le advertía de que podía ser víctima de un complot. Ese
complot era la intención de Picquart de acusarlo. Esterhazy abandonó su
guarnición y se estableció en París, para poder estar cerca de lo que se movía.
El gran problema para Gouse y para el Estado Mayor era que,
en su informe, como he dicho, había incluido la carta que en su día había
falsificado Henry. Los generales sabían que eso se acabaría sabiendo tarde o
temprano.
El capitán Grevelin, que trabajaba en los archivos del
Ministerio de la Guerra, citó a Esterhazy en el parque de Montsouris para
entregarle una carta. El archivero se presentó en el parque disfrazado, con
barba postiza y lentes azules. Allí se presentó también Paty de Clam, asimismo
disfrazado; mientras que Henry esperó en el landó que les había transportado.
Lo que hablaron le dio tanta seguridad a Esterhazy que éste se presentó en la
embajada alemana, ostentoso y alegre, ante Schwartzkoppen, quien poco menos que
le había recomendado que se confundiese con el empedrado de las calles. El
alemán, de hecho, se sintió tan amenazado por la actitud del militar francés,
que no paraba de repetir que el Estado Mayor estaba con él (y no mentía), que
decidió pedir el traslado a Berlín.
Aunque no podemos saberlo, da la impresión de que Paty de
Clam le dijo a Esterhazy en el parque de Montsouris que el apoyo del Ejército
francés era total y lo sería siempre. Sólo así se explica que el militar corrupto
se volviese tan temerario. Se presentó en el Ministerio de la Guerra a exigir
reparaciones para su honor, le escribió tres cartas al presidente de la
República, Félix Fauré, en las que, además, de forma extraña lo amenazaba con
exigir el apoyo del kaiser alemán si los franceses no se lo daban. En una de
estas cartas le contaba al presidente de la República que una extraña mujer de
rostro tapado le había entregado la foto de un documento que obraba en poder
del Ministerio de la Guerra. Ese documento era la famosa carta de “ese canalla
de D.”, y la mujer extraña y misteriosa era, en realidad, Paty de Clam.
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