El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia
Juan de Aragón, noticioso de los movimientos orquestales en la oscuridad de los franceses, realizó el primer gesto, fundamental, de mandar a su hijo a Barcelona a estudiar el BUP y, acto seguido, para tratar de apaciguar al tigre parisino, le envió una embajada presidida por Carles d'Oms (el de bon dia tot Oms).
Charlie era señor de Corbera y, lo que es más importante, era gobernador del Rosellón y procurador general de los condados del Rosellón y de la Cerdaña, lo que le hacía administrador allí de los bienes de la corona. Fue enviado a París a cumplimentar al nuevo rey de Francia, trabajarle un poco el ego, que eso nunca está de más con un francés y, finalmente, para asegurarse el statu quo que se había mantenido con su padre Carlos VII. D'Oms, por otra parte, contaba con el apoyo de Gastón IV quien, como sabemos, estaba en muy buenos tratos con el rey aragonés, a la espera de que le cayese la pedrea de la gobernación navarra.
Luis XI que, la verdad, es uno de los reyes más inteligentes que nunca han ocupado las instituciones en Francia, tan pródigas en reyes infatuados, con mucho frufrufrú pero más bien poco ñiquiñiqui, vio la jugada bien clara desde el primer momento. Se reconoció rápidamente que Juan se había ganado a Cataluña y, por lo tanto, desistió de convertirse en el Capitán América de unos catalanes que, como digo, tal vez en ese momento no estaban para superhéroes. Por otro lado, el astuto rey francés apreció la posibilidad de generar cash flow a base de colaborar con el rey de Aragón; y, como suele pasar con los políticos inteligentes que apenas practican deportes ideológicos, se dio cuenta de que era por ahí por donde debía transitar. La oportunidad de dar por culo ya llegaría pues, la verdad, un francés viene a ser como Mohamed Salah: si no le viene la oportunidad, al final se la fabrica él solo.
Representantes de todos estos poderes quedaron para tomarse un bocata chistorra en el castillo de Olite. Allí, de febrero a abril de 1462, se negoció todo lo negociable. El 12 de abril se firmó el tratado de Olite. Francia, Aragón y la Casa de Foix acordaban el futuro de la Casa de Navarra. Las tres partes en litigio acordaron cagarse y mearse encima de Blanca de Navarra, la hija mayor del Príncipe de Viana, lógica heredera de sus derechos navarros; y se los entregaron a su hermana menor, Leonor, condesa de Foix (y es que llamarse Leonor siempre ha sido buena cosa para medrar en temas reales). Eso sí, Leonor sería reina de Navarra cuando dejase de serlo quien se había subido al machito, o sea Juan de Aragón. Estas previsiones hacían rey de Navarra a cámara lenta al hijo de Leonor, Gastón, vizconde de Castelbón, quien, por mor del pacto, tomó para sí la denominación de Príncipe de Viana.
¿Por qué la desposesión de Blanca? Pues porque había sido la mujer del rey castellano, Enrique IV (recuérdese que el fracaso técnico de este matrimonio hizo crecer la fama de El Impotente). Ni el rey francés quería que Castilla sentase sus reales en Navarra, pues era bastante consciente de que, si era así, en unas décadas París no tocaría pito allí; y tampoco era una idea que le hiciese pandán a Juan de Aragón, que lo que quería es que aquello, como todo, le perteneciese a su hijo Fernando, el proyecto de jordi. Leonor, que como todos los jugadores de los tableros reales de aquella época era una hija de puta, se apresuró a ordenarle a su hermana mayor que se encerrase en un convento; pero antes de irse allí, Blanca hizo cesión de sus derechos a su antiguo marido. Es posible que hubiera venganza; murió poco después, en circunstancias nunca aclaradas que hacen pensar que, tal vez, su hermana terminó la tarea llevándosela por delante.
Quien no quedó muy contento en Olite fue el rey francés. La Casa de Foix había sacado todo lo que podía sacar, pero París no tenía tajada que mostrar. Así pues, Luis XI forzó una entrevista con Juan II en Osserain, en la raya de Béarn. Allí, el 3 de mayo, y en circunstancias harto diferentes para Juan que las de Olite como ahora veremos, se acabaron por firmar dos documentos. Uno se conoce como tratado de Sauveterre, y el otro como Obligación General.
El tratado de Sauveterre es un acuerdo de amistad y alianza entre Aragón y Francia. Ambas partes se juramentaban para socorrerse en caso de ser agredida la otra. Sin embargo, se establecían excepciones. Ambas partes quedaban liberadas de socorro si el agresor era el Papa. Francia se liberaba de ayudar si el agresor era el rey de Castilla, el rey Renato de Nápoles o su hijo Juan de Calabria; mientras que Aragón se dispensaba de ayudar si el agresor era el rey de Nápoles (o sea, de nuevo Renato), el de Portugal o el duque de Milán. La cita de Renato por ambas partes viene a consolidar el hecho de que el rey francés no podía participar en una eventual guerra contra un monarca que era el jefe de la casa de Anjou; pero, al mismo tiempo, se venía como a reconocer indirectamente el derecho aragonés, por así decirlo, a guerrear en el teatro napolitano.
La Obligación General venía a ser el reconocimiento de una deuda por parte de Aragón, quien se declaraba deudora por 300.000 escudos de oro por la ayuda de Francia. Esta deuda se hacía acompañar de garantía hipotecaria sobre los bienes de la corona aragonesa y, muy particularmente, sobre las rentas reales de la Cerdaña y el Rosellón. Aquí, supongo, ya empezaréis a entender la taimada estrategia del gabacho. A cambio de este dinero, Luis puso a disposición de Aragón 700 lanzas equipadas (la lanza era el platoon de la época, e integraba entre 5 y 7 soldados), acompañadas de arqueros, más gente a pie y piezas de artillería. Estas fuerzas, estipulaban las obligaciones, deberían servir en Cataluña y entrar en combate antes del final del mes de junio de aquel año (dado que el contrato se firmó el 9 de mayo, pues, la entrada en combate debía ser inmediata).
Para asegurar el pago de la deuda, además de pignorarse las rentas de la Cerdaña y el Rosellón, el rey de Francia obtenía el control de los castillos de Perpiñán y Colliure. Una vez que Juan de Aragón controlase totalmente Cataluña, ambos condados deberían ser plenamente entregados al rey francés, “para ser retenidos hasta el pago completo de los 300.000 escudos de oro”.
Obviamente, este acuerdo era una apuesta por parte de Luis XI. El rey francés tenía informes y esas cosas y, a base de estudiarlos, había llegado a la conclusión de que el rey de Aragón nunca sería capaz de abonar la deuda. Una cláusula inteligente (francesamente inteligente, quiero decir) de la Obligación establecía que la transferencia de rentas de la Cerdaña y el Rosellón nunca reduciría el principal de la deuda; Luis quería que Juan le debiese siempre aquella cantidad o, por lo menos, se la debiese durante el tiempo suficiente como para que la dominación francesa de ambos condados se hubiera convertido en algo ya indiscutible.
Por lo que se refiere a la parte aragonesa, Juan había negociado aquel pacto porque cada día era más consciente de que en Cataluña iba a haber hostias, y no precisamente consagradas.
Antes os he dicho que los catalanes se habían quedado encantados con que les designasen un gobernante de diez años, porque concluyeron que, en ese caso, se gobernarían a sí mismos. Pero, claro, ahí pecaron de inocencia (como otras muchas veces en su Historia; asombra ver, la verdad, la cantidad de veces que, en la Historia de Cataluña, personas principales de la misma toman decisiones o realizan análisis de una simpleza digna de Los Lunnis). Si Cataluña iba a ser gobernada por un niño, obviamente debería nombrarse un regente. Y ése fue regenta: su madre, la castellana Juana Enríquez.
El nombramiento de Juana cayó entre los catalanes como butifarra picante en estómago ulcerado. Juana Enríquez, a ojos de los catalanes, era la mala mujer que había envenenado a su hijastro el Príncipe de Viana. Y era castellana. No hacía falta ser de Omnium Medieval para odiarla.
Voilà. Los catalanes estaban ya, formalmente, gobernados por una reina castellana. Su llegada y su proclamación, a la que no se le pudo poner un pero pues era totalmente legal, disparó la nostalgia de los jordis por el Príncipe de Viana. Al revés de lo que ocurría en otros rincones de Europa, donde tantas rebeliones populares tenían una base meramente campesina, en Barcelona, y éste es otro hecho diferencial que se mantiene hasta el día de hoy, en realidad era la burguesía urbana la que empujaba más. Esto hacía los hechos especialmente temibles para Juana Enríquez, consciente de que aquellos tipos tenían pasta y, por lo tanto, le podían hacer la guerra. Así las cosas, envió agentes propios a los campos catalanes, a charlar con los payeses de remensa, los siervos campesinos, tratando de agitarlos contra los señores que, según estos relatos, se estarían aprovechando de ellos. Lógicamente, esto, a las clases acomodadas catalanas y muy particularmente barcelonesas, les sentó más bien mal. Se mascaba la DUI.
A Juana Enríquez, la Generalidad comenzó a hacerle un desplante tras otro. La cosa era como esas movidas que hay hoy cuando el rey va a Barcelona, pero a lo puto bestia y, además, teniendo en cuenta que la agraviada, por mucho que pudiera apetecerle, no se podía mover de Barcelona. Básicamente, el gobierno catalán comenzó a gobernar sin consultarle a su reina de facto. Ésta, por otra parte, trataba de reaccionar de forma lo más tenue posible, pues era consciente de que su marido no tenía primos de Zumosol suficientes como para arrearle a aquellos levantiscos una buena mano de hostias.
Por esta razón, Juan de Aragón se presentó en Osserain dispuesto a firmar lo que hiciera falta. 300.000 escudos y lo que le pidieran. El rey francés tenía lo que él quería y necesitaba: brazos, y armas. Tenía que matar dos pájaros de un tiro: por un lado, obtener tropas suficientes como para poder hacer la guerra en Cataluña; y, por otro, decantar los oficios del lado francés no en el sentido que su hijo ya muerto le había pedido al ahora rey francés, sino a su favor.
Cuando en Barcelona se conocieron los resultados de los movimientos diplomáticos del que era su rey, Juan de Aragón, se quedaron pijarriba. Los catalanes no podían creer el resultado del tratado de Olite, puesto que era un tratado que se había pactado totalmente a espaldas de la constitucionalidad dinástica navarra; se dieron cuenta, pues, de que un tipo que era capaz de firmar aquello, era capaz de firmar cualquier cosa. Semanas después, se enteraron de lo del pacto alcanzado en Béarn y, en ese momento, se dieron cuenta de que ellos eran los siguientes de la lista de Juan. Para colmo, la moneda de cambio de aquella componenda habían sido dos condados que los catalanes consideraban parte de sí. En ese momento, para más inri, se descubrió una conspiración en la ciudad, cuyo miembro más conspicuo era Joan Pallarés, consejero segundo de la ciudad, para entregarla a las tropas aragonesas. Los conspiradores fueron detenidos y ejecutados.
Con todo, si los temas estaban jodidos en Barcelona, donde el discurso público cada vez era más monopolizado por las visiones más radicales, visiones que incluso consideraban que el rey de Aragón no tenía derecho a firmar por sí solo las cláusulas que había firmado, en realidad, donde la situación era peor era, lógicamente, en el Rosellón. Aquel condado se sentía parte de Cataluña y Cataluña lo sentía parte suya. Durante buena parte de las negociaciones de Juan con Luis XI, los rosellonenses habían estado apenas superficialmente informados de lo que pasaba. Pero, claro, cuando el acuerdo se alcanzó, los hechos comenzaron a ser tercos. El rey francés había decidido que, además de alquilarle a Aragón las 700 lanzas prometidas, iniciaría un movimiento claro para tomar el control efectivo de la Cerdaña y el Rosellón; no iba a esperar ni un minuto en hacerlas suyas “provisionalmente”, mientras la corona aragonesa no pudiese devolver el préstamo de 300.000 florines. Por ello, en la zona cercana de Languedoc, hizo sonar los tambores de las levas y ordenó que comenzasen los preparativos de una gran movilización militar. En el Rosellón tuvieron muy claro que todo aquello se hacía para invadirlos.
Hay que decir que, a finales del siglo XV, había cosas que ya no se podían hacer tan fácilmente, y una de esas cosas era comerciar con los territorios. Los amigos de la idea de que el concepto de nación es un concepto moderno que sólo surge con la redacción de las primeras constituciones deberían fijarse un poquito más en este año de 1462. Un año en el que ninguna constitución se había escrito, pero en el que, sin embargo, unos ciudadanos: los catalanes, sintieron claramente la idea de que un rey no es nadie para malbaratar la integridad nacional por defender sus propios intereses. Si doscientos o trescientos años antes los reyes eran, y así se los reconocía, propietarios de fincas llamados países, en el siglo XV eso ya no es así: los reyes se han convertido en sabios administradores de lo que tienen, y no pueden enajenar. Y, si no pueden, es porque los territorios han dejado de ser meras monedas de cambio, predios de un aristócrata que los compra y los vende según le vaya, sino partes integrantes de unidades territoriales caracterizadas por una unidad y una identificación.
Juan II cometió un pecado; no sabemos bien, o por lo menos yo no lo sé, si lo cometió consciente de que lo cometía, o lo cometió porque, en esto, este rey claramente renacentista seguía siendo un gobernante medieval. Pero el hecho es que cometió el pecado de pagar una deuda con una parte del territorio de su corona; parte, para más inri, integrante de un condado con una fuerte identidad propia y evidentes esperanzas de autogobierno. Una parte del territorio de su corona que, como poco, sentía que debía haber sido consultada, para poder haber dicho, bien alto, que con sus ciudadanos no se hacen hipotecas.
¿No lo llamaban nación? Bueno, el mero hecho de que nos fijemos en esa conachada estilística ya nos da una pista del nivel, Mary Lisbeth, de la historiografía actual.
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