El merdé navarro
El enfrentamiento fraternal
Se vende finca catalana por 300.000 escudos de oro
El día que los catalanes dieron vivas a la Castilla salvadora
El lazo morado (o Cataluña es Castilla)
A tocar fados con la cobla
Los motivos de un casorio
On recolte ce que l'on seme
Perpiñán, o el francés en estado puro
La guerra civil
El expediente nazarí
Las promesas postreras del rey francés
La celada de Ana de Beaujeu
El rey pusilánime y su sueño italiano
Operación Chistorra
España como consecuencia
Aquella decisión no hizo sino enmerdar las cosas todavía más. La inmensa mayoría de los navarros consideraba que Carlos era su rey, aunque formalmente sólo fuese una especie de virrey. El Príncipe de Viana se estaba convirtiendo en una especie de Isabel Díaz Ayuso para el rey navarroaragonés.
En el fondo de todo el problema residía el desprecio, yo diría que olímpico, que sentía Juan de Aragón por su primer hijo. El Príncipe de Viana era una persona muy cortada según el patrón de su madre; era un chaval melancólico, poco robusto sin llegar a ser enclenque, muy religioso y que, en realidad, cuando se sentía bien era cuando estaba rodeado de buenos libros. No era el tipo de príncipe que Juan habría deseado tener por hijo. Esto ya era un problema; pero lo era más cuando, con los años, Juan se fue dando cuenta de que el tipo de hijo que él ambicionaba: un tanto cachoburro pero, a la vez, inteligente, taimado, bastante falto de escrúpulos, hábil en la política y ejecutivo en la guerra, lo tenía delante: era su segundo hijo, Fernando. Conforme Fernando se fue haciendo mayor, ganando en robustez, adquiriendo gusto por atravesar con su espada a enemigos de paja y, sobre todo, sintonizando con la personalidad maniobrera de su padre, a Juan le fue pesando cada vez más haber engendrado al otro, que sólo era capaz de pagar una buena suma de dinero por un manuscrito o un bello camafeo.
Los navarros, ya lo he dicho, estaban mayoritariamente con Carlos por fidelidad dinástica. Pero eso no quiere decir, necesariamente, que no hubiese en el reino quien entendiese que la conveniencia era de apoyar a un rey más asertivo como su padre. Lionel, hermano de Carlos el Noble, y el mariscal Felipe de Navarra, eran de este parecer. Felipe puso al lado de Carlos a una de las familias más importantes de Navarra, los Peralta; lo cual ocasionó, casi inmediatamente, que sus enemigos acérrimos, los Beaumont, se hiciesen del otro bando. Los principales Beaumont eran el condestable Luis de Beaumont; el portaestandarte Carlos; y, finalmente, Juan, el prior de la Orden de Jerusalén en Navarra. Los Beaumont, de claras veleidades francesas, estaban estrechamente emparentados con la importante casa francesa de los Evreux, que siempre tenía Navarra en el radar.
Tenemos, pues, un enfrentamiento entre padre e hijo; y también, un enfrentamiento entre montescos y capuletos. ¿Podría pasar algo peor? Pues sí, pues la Ley de Murphy nos dice que en toda situación jodida, siempre existe la posibilidad de que llegue un puto francés y la joda más.
Porque los Foix no habían renunciado a la presa navarra ni de coña. Hacía décadas que habían acariciado la corona; pero no habían olvidado el tacto.
Gastón IV, conde de Foix, hijo de Juan I, el que se había casado con Juana y luego había intentado hacerlo con su hermana, desposó a Leonor, una de las hijas de Blanca de Navarra y Juan de Peñafiel y, por lo tanto, hermana del Príncipe de Viana.
En la quinta década del siglo, yo cuando menos doy por hecho que Juan de Aragón ya ha consolidado su pensamiento:
Mi hijo Carlos es un nenaza. Fernando, en cambio, sí que es un vividor follador, un auténtico león.
Están pasando cosas en el mundo. La península ibérica debe decidir si quiere ser pelota de ping-pong o prefiere ser raqueta. Pero, para ser raqueta, tiene que ser más poderosa.
Pero para ser más poderosa tiene que estar más unida.
Así las cosas, yo voy a labrar la unidad de Aragón y Navarra. Y Fernando labrará la de Aragón y de Castilla.
Todo esto, en beneficio suyo, de su familia; no de España. Por eso Fernando de Aragón, muñidor de la unión dinástica, intentará romperla cuando, ya viudo, vea que el plan originalmente trazado: que Aragón se beneficie de Castilla, se va convirtiendo en exactamente lo contrario. Y por eso se casará con Germania de Foix para, por lo menos, conservar la corona aragonesa.
La unidad de España, pues, se labra en un renglón torcido, que es el beneficio personal de dos tipos, padre e hijo, extremadamente hábiles y ambiciosos.
En 1450, probablemente barruntándose ya que algún día será rey de Aragón, el rey navarro Juan decide aprovechar los siempre existentes conflictos y malentendidos con su hijo para hacer que la situación haga crisis, y lo cesa como su lugarteniente; lo cual, hemos de recordarlo, a los ojos de muchos navarros significa dejarlos sin rey. El resultado de una situación así es la guerra civil, una guerra de ocho años.
En 1458, la guerra terminó con la expulsión de Carlos. Juan se ha apoyado en la otra pieza del tablero: Gastón de Foix, al que había atraído a su bando al nombrarlo lugarteniente en Navarra. Juntos, estaban muy por encima de Carlos, quien acabó huyendo a Sicilia, implorando la protección de su tío, Alfonso el Magnánimo.
Nada más llegar a Sicilia, en todo caso, el Magnánimo la roscó. Así las cosas, el conde de Peñafiel y rey de Navarra fue nombrado rey de Aragón.
Pero, ojo: recordad la costumbre ancestral de que el rey de Aragón no reinaría por sí en Cataluña sino a través de su lugarteniente, que habría de ser su heredero primogénito. Y, ¿quién era ése? ¿Fernando? ¡Ñeeeec! Fallo: era Carlos, el Príncipe de Viana. Juan de Aragón, que había echado a su hijo de Navarra y perseguido hasta Sicilia, tuvo que ponerle piso al lado del Camp Nou, y colgarle el collar de Puchimón. Vaya movida, ¿eh?
Bueno, en realidad, el piso no se lo puso; pero Carlos lo reclamó. Y se encontró con que, rápidamente, los catalanes, siempre celosos de sus prerrogativas, se colocaban como un solo hombre detrás de él. Así pues, Juan tuvo que decir que sí. El 28 de marzo de 1460, a la hora de la siesta, don Carlos entraba en Barcelona.
Todo fue un paripé. Juan de Aragón, es cuando menos mi idea, tenía para entonces ya en la cabeza la idea de su proyecto centrípeto, centrado en su segundo hijo Fernando. La candidatura de su primogénito a la lugarteniencia de Cataluña fue ardorosamente defendida por los catalanes en lo que suponía de conservación del concepto básico de que Cataluña, si bien estaba bajo la corona de Aragón, no podía ser gobernada por el rey de Aragón: el germen de un estatus especial, cuasiindependiente. Y eso no era lo que iba a ocurrir bajo su reinado.
Juan fingió reconciliarse con su hijo. Lo llamó a Igualada, donde estaba él, y luego residió varias semanas con él en Barcelona. El Príncipe de Viana no demostró necesidad alguna de seguir siéndolo; aparentemente, cambió la corona de Navarra por el virreinato catalán encantado de la vida. Sin embargo, pronto habría de verse que todo era una farsa.
El 2 de diciembre de aquel año de 1460, el Príncipe se desplazó a Lérida, convocado por su padre. Él pensaba ir a un encuentro de trantrán, pero no fue así. Allí, fue acusado de estar conspirando con el rey castellano, Enrique IV, en una conspiración que incluiría el matrimonio del propio Carlos con la hermana del rey, Isabelinchi. Lo cargaron de cadenas y lo llevaron al castillo de Azón.
Décadas después, cuando el rey de España encarcele a su propio hijo Carlos, el tema no será menos escandaloso de lo que fue aquella detención; en puridad, la del Príncipe de Viana lo fue más, pues el infante don Carlos nunca tuvo detrás de sí designios políticos de ninguna naturaleza; pero la detención de la persona que era primogénito del rey de Aragón, heredero legítimo del solar navarro y lugarteniente de Cataluña, puso nerviosa a mucha gente.
La Generalidad catalana se dirigió al rey para reclamar la libertad de su hijo. Ante el silencio real, la Diputación se declaró en sesión permanente en su palacio, el 28 de enero de 1461. Cuando menos formalmente, la reacción popular no era contra el rey, sino contra presuntos consejeros que lo estarían llevando por el mal camino.
La reacción fue de tal calibre que Juan se dio cuenta de que tenía que andarse con cuidado. Carlos fue liberado de su prisión y enviado de nuevo a Barcelona, donde tanto las instituciones como el propio pueblo catalán se apresuraron a acogerlo y protegerlo.
Aquello, sin embargo, era sólo una tregua. El rey aragonés había decidido que, respecto de los catalanes y su soberanismo, hasta aquí había llegado la partida. ¡Prou! Sí, chavales. Nos pongamos como nos pongamos, no fueron los castellanos españolazos los que le cortaron los dedos de los pies a una Cataluña que pudiera haber evolucionado como unidad política única.
Juan el aragonés comenzó un acercamiento táctico con Gastón IV, su yerno, quien por la lógica de su posición familiar esperaba ser designado lugarteniente del rey en Navarra.
En el marco de las relaciones diplomáticas del momento, Juan quiso acercarse a Francia, y firmó el tratado de Valencia con el rey Carlos VII. Este acercamiento entre Aragón y Francia provocó un efecto paralelo, que yo no creo que Juan previese, pero que tiene su lógica: el acercamiento entre Carlos, el Príncipe de Viana, y Luis, el Delfín de Francia, futuro Luis XI. El acercamiento es lógico porque eran vidas paralelas. Ambos herederos, el francés y el aragonés, vivían fuertemente enfrentados con sus padres los reyes, hasta el punto de temer seriamente un envenenamiento o un asesinato violento. Así pues, Carlos y Luis también hablaron de su propio pacto. Intercambiaron regalos y plenipotenciarios y comenzaron a redactar su propio pacto de amistad. Si no se firmó fue porque el 22 de julio de 1461, el rey francés Carlos la roscó.
En realidad, fue como una señal (o eso, o el CNI tuvo algo que ver). El caso es que el 23 de septiembre, era Carlos, el Príncipe de Viana, quien echaba el último suspiro, no sin legar, por así decirlo, el apoyo de sus gentes, sobre todo de los Beaumont, a su otrora amigo, el ahora Luis XI de Francia.
Mucha gente, en aquel momento, creyó que Carlos había muerto como consecuencia de las maquinaciones de su padre y de su madrastra. No sé, la verdad, si eso se ha comprobado alguna vez, usando las ventajas de la ciencia moderna.
Para Juan de Aragón, a la larga, la muerte de su primogénito habría de suponerle una buena y una mala noticia. La buena, obvia, era que, ahora, quedaba franco el camino para quien el rey Juan quería de verdad que fuese su heredero, en realidad su más-que-heredero, es decir su hijo Fernando. Pero también fue mala porque la muerte de Carlos, en las condiciones en que se produjo y con las amistades que tenía, no habría que traer sino el gran problema sempiterno que ha tenido siempre España en su Historia: la intervención francesa.
Los catalanes, por otra parte, procesaron la muerte, a todas luces prematura, de su jefe del Estado in pectore a base de mitificarlo. Comenzaron a multiplicarse los testimonios de personas que, con sólo visitar la tumba del Príncipe de Viana, se curaban de sus enfermedades u obtenían prosperidades inesperadas. Carlos era, repentinamente, un santo hacedor de milagros modelo Carod Rovira, o sea, normalmente perimetrados en los peticionarios jordis.
Juan II tenía que parar esa hemorragia y, consecuentemente, hizo girar las previsiones constitucionales y envió a Barcelona a su otro hijo, Nando. Por aquel entonces, el futuro rey de las dos coronas tenía diez años nada más; pero tenía la lógica ventaja de ser la persona que tenía que ir a gobernar a los catalanes, según las tradiciones de la corona de Aragón. A la Generalidad, además, aquel niñito le veía de coña, puesto que pensaron, lógicamente, que no gobernaría una mierda, así pues los dejaría en paz.
Obtenida en Cataluña la tranquilidad interior, lo lógico es que ocurriera lo que ocurrió: que llegase el francés a dar por culo. A decir verdad, los franceses, en este punto, no engañaron a nadie, pues durante dos siglos habían estado poniendo en solfa las fronteras pactadas en el tratado de Corbeil (1258) por Jimmy the Conqueror y San Luis y que, recordaréis, colocaba la raya de Francia en el paso de Salces. En esencia, los franceses siempre habían creído, y así lo había creído Carlos VII y lo creía su hijo Luis, que el Rosellón debía ser francés. Que eso de Roselló era una conachada. De hecho, el rey Carlos VII, buscándose un tecnicismo algo tenue (la dote no pagada a la abuela de la reina de Francia, Yolanda de Sicilia) había intentado mover aquel avispero.
Lógicamente, puesto que el Príncipe de Viana, legítimo gobernante de Cataluña, había muerto haciendo un llamamiento a los franceses para proteger los derechos de los catalanes, a Luis XI se le presentaba una ocasión de puta madre; ocasión en la que los deseos de los catalanes le importaban un cojón, pues todo lo que quería era recuperar lo que consideraba suyo. Luis llegó a enviar una embajada a Barcelona para ofrecerle a los catalanes protección francesa; pero en ese momento fue cuando se produjo el gesto de Juan de enviar a su hijo Fernando y los catalanes, como os he dicho, prefirieron quedarse con un niño de diez años que creyeron que les dejaría hacer y al que, cuando llegase a la mayoría de edad, esperaban haber convertido en un jordi de tomo y lomo que los defendiese contra su padre.
Cataluña le dijo al francés que prefería quedarse bajo la Casa de Aragón. Y bien que hizo, en mi opinión pues, de haberse decantado por el lado contrario, hoy en día, en los campos de Lérida, se cantaría La Marsellesa, el Barça no tendría nada que hacer contra el PSG y todo dios hablaría la lengua de Voltaire hasta en los excusados.
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