La huelga de la Canadiense
Brabo Portillo y Pau Sabater
The last chance
Auge y caída del barón de König
Mal rollito
Martínez Anido y la Ley de Fugas
Decíamos ayer...
Una masacre fallida y un viaje a Moscú
La explosión de la calle Toledo
El fin de nada
La debilidad de Anido y el atraco del Poble Nou
Atentado a Martínez Anido
La nemesis de Martínez Anido y los planes del Noi
Han mort el Noi del Sucre
La violencia se impone poco a poco
¡Prou!
Coda: el golpe que "nadie" apoyó
La nueva-vieja estrategia del anarquismo catalán, esto es patadón p’alante y si hay que dar hostias, se dan, fue lógicamente liderada por el grupo de la calle Toledo que, en ese momento, era, con mucho, el que mayor capacidad terrorista tenía y el que también tenía las cosas más claras. Obsesionados con la idea de que la burguesía era una hidra de muy pocas cabezas que, por lo tanto, podía ser descabezada con la capacidad que tenían de atentar, en dicha calle se hizo una lista de las personalidades que se iban a cargar, en la que estaban incluso ex ministros como Juan de la Cierva, una de sus bestias negras desde la Semana Trágica. Sabedores de que La Cierva iba a visitar Barcelona, fabricaron una bomba y la llevaron a Can Vidiella, en Falset, con la instrucción de ser colocada en la vía del tren en la que llegase el ex ministro.
Quien juega con fuego, sin embargo, siempre puede salir
escaldado. El día 2 de mayo de aquel 1921, Roser Benavent decretó la salida del
trabajo adelantada en su taller de modista. Una vez que todas las chicas se
hubieron marchado a sus casas, dejó entrar a un grupo de activistas de los del
grupo de fabricantes de bombas, para que se pusieran a hacerlas en la
trastienda. Sin embargo, hubo un momento en que los materiales que estaba
usando Roser se le incendiaron en las manos. Hubo una explosión que le impactó
en el rostro, y sus ropas ardieron. En la lógica desesperación, Roser comenzó a
correr, con lo que no hizo más que extender el fuego por un taller pequeño que,
en ese momento, estaba lleno de explosivos. Hubo una deflagración fortísima
que, de hecho, casi hizo desaparecer el cuarto piso del número 10 de la calle.
Mientras llegaban los bomberos, aquellos de los terroristas
que no habían ardido vivos ya trataron de escapar. Uno de los que escaparon fue
Viçenç Salses padre, que logró ser atendido de sus quemaduras en una farmacia y
luego se refugió en casa de una hija. Roser Segarra se presentó en el
dispensario donde, dada la gravedad de sus quemaduras, resolvieron
hospitalizarla; pero tuvieron que detenerla para que no se escapase. Josefa
Crespo llegó hasta una farmacia, donde se desmayó. Quizá el más listo de todos
fue Juan Elías Saturnino, puesto que, en lugar de huir hacia abajo, huyó hacia
arriba, en la azotea saltó a la casa de al lado, y luego bajó tranquilamente
las escaleras hasta la calle (en los términos de The Godfather II, se hizo un Robert de Niro). La Policía y los bomberos, por su parte,
recogieron en el lugar a varios de ellos, entre ellos Roser Benavent, muy
grave; y Joan Baptista Acher, El Poeta,
a quien la explosión había arrancado una mano.
En la noche, el tema estaba ya en manos de los policías de
la Brigada Especial. A los bomberos no se les habían escapado los muchos
indicios de que aquel incendio no había sido fortuito y, además, encontraron
documentación sospechosa muy rápidamente. Así pues, apenas unas horas después
el FBI (so to speak) estaba ya
esperando en el Hospital Clínico para interrogar a los ingresados. Con algunos,
sin embargo, no pudo. Esa misma noche, Roser Benavent exhaló su último suspiro
y dos colegas suyos, Joan Baptista Cucha y Joan Abau, lo harían muy pronto y
sin haber despertado. En las horas siguientes, además, Roser Segarra consiguió
evadirse del hospital, donde estaba custodiada. Va a ser cierto eso que nos
enseñan las películas USA de que en toda comisaría del mundo hay siempre un
subnormal que es al que le encargan que se ponga delante de la puerta donde
convalece el detenido o protegido.
La Policía es mucho menos idiota que todo eso. La Brigada
Especial introdujo a uno de sus miembros en el hospital, disfrazado de
enfermero. Ese enfermero escogió a varios de los heridos que estaban mejor y
comenzó a empatizar con ellos y sus ideas y a mostrarse colaborador. Bingo. Uno
de los heridos le entregó un mensaje para los compañeros de fuera; o sea: le
entregó una lista de cómplices no fichados. La CNT siempre sostuvo, en todo
caso, que los enfermos fueron incluso torturados en sus propias camas de
hospital.
La caída de la célula de la calle Toledo tuvo el efecto
combinado de animar a sus enemigos del Libre y encabronar a los anarquistas.
Como resultado, en la semana transcurrida desde la explosión, hubo 18 atentados
de ambos signos. Fue en ese entorno cuando se le aplicó la ley de fugas a
Gregori Fabre, El Brasileño, como ya
comentaba yo en la toma final del 2008.
El día 17 de mayo, la Policía decidió cobrar los réditos de
toda la información que había obtenido en el Clínico. Dicho día, fuerzas
policiales perimetraron el espacio del Barrio Chino delimitado por las calles
del Olmo, San Beltrán, Santa Madrona y el Paralelo. Buscaban a varios
cenetistas que vivían allí, aunque dos, Pedro Navarro y Josep Saleta, alias El Nano, consiguieron escapar. Días
después cayó El Negro de Gracia. En todo caso, la acción de la Policía se
producía en el mismo entorno de violencia con que había empezado el mes: en sus
tres últimas semanas, quince atentados.
El golpe policial de la calle Toledo, que en mi opinión era
sólo cuestión de tiempo que se presentase porque es imposible no cometer
errores, cambió la suerte de los terroristas anarquistas en su globalidad. La
información que Arlegui y sus gentes consiguieron acopiar en el Hospital
Clínico y en la documentación que sobrevivió a la deflagración les permitió dar
un salto cualitativo y les permitió, sobre todo, dar ese paso que es siempre
fundamental cuando se investiga a mafias, grupos de crimen organizado y
organizaciones terroristas: reproducir su organigrama. El terrorismo anarquista
no tenía organigrama propiamente dicho; en cada grupo, eran muy pocas las
personas que tenían una visión completa de conjunto, que no compartían con
nadie precisamente para evitar que una detención masiva pusiera el peligro a
aquéllos que no hubiesen sido localizados y detenidos. Sin embargo, la
organización no dejaba por ello de tener una jerarquía, pues siempre que hay
estrategia (y la CNT la tenía, no atentaba al buen tuntún), hay jerarquía.
Consecuentemente, si bien los anarquistas, por mucho que se empeñasen, no
podían descabezar a su enemigo burgués, en realidad su enemigo burgués sí que
podía aspirar a descabezarlos a ellos.
La Policía aprendió dos nombres fundamentales: Ramón Archs y
Pere Vandellós. Aunque no supiesen exactamente qué trato se les daba en la
organización, sí que sabían que ellos eran los cappi di tutti cappi. El Libre, por lo demás, ya quería matar a
Vandellós antes de que la Policía le fibrilase que era la cabeza de la Hidra.
Ambos se convirtieron en clandestinos y nunca dormían dos noches seguidas en el
mismo sitio.
Para el terrorismo anarquista, en esto tal vez tenían razón
los más radicales de sus miembros, ya no había otro camino que, como decía la
ultraizquierda que apoyaba a Salvador Allende, avanzar sin transar. Los puentes
estaban rotos. Muy pronto, todo se convirtió, en la mente de muchos, en una
dicotomía sencilla: o ellos acababan con Martínez Anido, o Martínez Anido
terminaría con ellos. Los púnicos hermanos Álvarez se ofrecieron para matarlo
algún domingo a la salida de misa; porque Martínez Anido, tócate el yeyuno
Rafaela Dominga, todavía iba a misa casi todos los domingos a la misma iglesia, la de Santa Ana,
cerquita de la Plaza de Cataluña. El día señalado, sin embargo, en un rapto de
racionalidad, Anido no se presentó, y los anarquistas se esfumaron, ante el
temor (infundado) de haber sido delatados.
Este temor a las delaciones, en todo caso, estaba
carcomiendo a la organización como un sorgo. Ya nadie se fiaba de nadie, en
realidad. El día 20 de mayo, Feliu Mines mató en plena calle a Ramón Marcos,
que era confidente policial. Días después, un terrorista llamado Pere Bautista,
por todos conocido como Peret, se
convenció de que uno de sus compañeros, Salvador Coll, AKA Mallorca, lo había traicionado. Con engaños, él y otros lo llevaron
a la entonces muy solitaria montaña de Montjuïch, y allí lo ejecutaron. El
pobre Mallorca resultó, sin embargo, no ser una rata. Pero como los anarquistas
no creen en la resurrección de la carne, claro, no pudieron recuperarlo.
La primera semana de junio salió a atentado diario. En esas
fechas, Salvador Sansench, otro pistolero anarquista, le propuso a Vandellós un
importante golpe de efecto. Matar a Martínez Anido estaba complicado, porque
pasaba la vida rodeado de Kevin Costners; pero si tenía que acudir a un acto
multitudinario (cosa que había dejado de hacer), el panorama cambiaba. Un acto
multitudinario viene a ser como una jugada de fútbol a balón parado cuando eres
inferior o te han expulsado a un jugador: incrementa tus posibilidades, porque
iguala las apuestas de quien ataca y quien defiende.
Sansench le dijo a Vandellós: si el alcalde de Barcelona
muriese, entonces el gobernador civil tendría que presidir el entierro, ¿no? A
los anarquistas, que siempre se han llenado la boca poniendo a parir al
bolchevismo por su punto de vista leninista de que el fin justifica los medios
pero en esto, la verdad, tienden a ser exactamente igual que aquéllos a los que
denuestan; a los anarquistas, digo, les importó una higa que el alcalde de Barcelona
fuese, en realidad, una víctima inocente. Si hay que matarlo, se lo mata; lo
tonto sería matarlo por nada.
Salsench calculó que el atentado debería ser cometido por
tres personas. Josep María Foix, un anarquista de última hora (había sido carlista
poco menos que hasta la tarde anterior) se encargó de la recluta y,
probablemente por esa falta de contacto, sólo fue capaz de acopiar a lo típicos
novatos con la cabeza llena de cormoranes. El atentado se fijó para el 17 de
junio.
A las doce menos cuarto de dicho día, estando los tres
terroristas en la Plaza de Sant Jaume, llegó el coche del alcalde. Sansench se
adelantó y disparó a través de la ventanilla. Uno de los compañeros disparó al
aire para acojonar al personal y hacerlo correr de un sitio a otro. El tercero
era tan gilipollas que no le quitó el seguro al arma e, histérico como estaba,
no supo hacerlo.
Antes de que Enrique Cepero, el chófer del alcalde, lograse
acelerar para quitarse de en medio, Salsench había sido capaz de disparar tres veces.
El alcalde estaba herido, pero no muerto. Lo acompañaron al dispensario, de
donde fue trasladado al hospital; a la salida del dispensario, hubo una pequeña
manifestación de solidaridad con el regidor. Antoni Martínez Domingo era un
hombre respetado en la ciudad como pocos alcaldes de la misma lo han sido;
atentar contra él era como pegarle un tiro a Chanquete: nadie entendía nada.
Los anarquistas, en todo caso, intentaron aprovecharse de la
situación. Se apostaron en las cercanías del hospital, especulando con que
Martínez Anido tal vez visitaría al regidor; pero no lo hizo. La Policía,
además, respondió muy rápido. Aquella tarde-noche sacaron de la cárcel a Evelio
Boal, a quien llevaron a una comisaría. Hicieron lo mismo con Antonio Feliu,
tesorero de la CNT catalana, y José Domínguez, que era un chavalín de la
organización. A los tres les dijeron que estaban libres pero, con el pretexto
de la seguridad, les aconsejaron un itinerario cercano a sus casas. Los
anarquistas lo siguieron y, en un momento cuando ya se habían quedado solos y
libres, fueron agredidos, no se sabe muy bien si por policías o por miembros
del Libre. Domínguez resultó muerto y Boal herido, mientras que Feliu conseguía
huir. Pocos días después, sin embargo, lo encontraron y lo mataron.
Los agresores del párrafo anterior, sin embargo, no se
sentían en modo alguno seguros. El 23 de junio por la noche, Bertrán i Musitu,
jefe del Somatén, circulaba en coche con su hijo cuando reparó en una moto que
les seguía. Acordándose de Dato, paró el vehículo y bajó del mismo pistola en
mano. Sin más dilación, les disparó, con
lo que los motoristas salieron a toda leche. La Guardia Civil, que estaba
cerca, también disparó, pero sólo consiguió herir al hijo, Joan Bertrán i
Güell. Para colmo, luego se averiguó que los dos motoristas eran también
somatenes, que pretendían proteger al coche.
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