El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
En todo caso, a pesar de estas acciones problemáticas, llegado el año 630 se puede decir que ya todo el mundo en La Meca, y muy particularmente su clase alta comerciante, está ya convencido de que El Profeta controla las rutas de las caravanas y que, por lo tanto, es necesario parlamentar con él. Al Abbas y Abu Sufyan, ambos antepasados de las futuras dinastías musulmanas, serán los principales valedores de un acuerdo. El acuerdo que pasa por la conversión y por el control total de la ciudad por parte de Mahoma, quien se apresta a prohibir la venta de vino, de carne muerta, de ídolos, así como de dar dinero a los adivinos.
El dominio musulmán de La Meca venía a exigir, por así decirlo, el de la otra ciudad importante del Heyaz, esto es Taif, por cuanto ésta era la que surtía a la ciudad santa de buena parte de los alimentos que consumía. Por lo tanto, hacer propia La Meca sin tener control sobre Taif suponía exponerse a un permanente riesgo de desabastecimiento, y Mahoma lo sabía. Además, El Profeta le tenía ganas a los takif porque cuando había intentado convertirlos éstos habían pasado de él.
La cuestión de los takif tiene su importancia en la evolución del Islam, y muy particularmente de Mahoma, porque es la primera vez que, a pesar de no estar propiamente formulado el principio, El Profeta echa mano del concepto de guerra santa. Hasta ese momento, las agresiones invasoras de los musulmanes han tenido que ver, sobre todo, con pactos o status quo previamente alcanzados pero no respetados. En el caso de Taif, sin embargo, Mahoma no tenía nada de eso que aducir, y sin embargo atacó. Atacó porque, para él, en el punto de concentración de poder en el que estaba, y al tiempo de necesidad de control de territorios y tribus, era lógico plantear las cosas en términos en los cuales quien no se convirtiese, debería morir o en todo caso ser invadido y tomado por la fuerza.
Imbuido de este nuevo espíritu, Mahoma salió de Medina con un ejército. Los hawazin, un grupo de los takif, tuvieron claro desde el primer momento de qué iba la movida, así pues formaron una tropa con todos los vecinos y tribus amigas.
El encuentro entre ambos ejércitos se produjo en Hunain. Los locales, buenos conocedores del terreno angosto y difícil por el que avanzan los musulmanes, supieron atacarlos donde más les dolía, así pues pronto las cosas se pudieron jodidas para los de Mahoma. Lo que nos dice la tradición islámica es que, efectivamente, los musulmanes huyeron, pero que Alá cambió la suerte de la batalla enviando ejércitos invisibles; un mito, pues, que a quienes tenemos una cultura y tradición cristiana nos recuerda rápidamente a Santiago bajando en Clavijo a matar moros; y a los que tienen cultureta LOGSE les recordará a Viggo Mortensen llegándose a la batalla acompañado por espectros verdes con mala hostia. Algunos análisis más precisos opinan que la primera derrota musulmana se pudo deber a que las tropas de su vanguardia estaban mal protegidas contra las flechas de sus enemigos, excelentes arqueros al parecer; lo cual sería coherente con el hecho de que para Mahoma una de las consecuencias colaterales de la expulsión de los judios mediníes, que eran armeros, fue la escasez de cotas de malla y otros aperos de batalla (y es que todo en esta vida tiene consecuencias).
La tradición musulmana repite en Hunain un milagro oftálmico que Mahoma ya había practicado en Badr: El Profeta lanza un puñado de guijarros al aire, y cada uno de ellos encuentra un ojo de los atacantes. La tradición shií reserva el mérito de la victoria a Alí, puesto que da muerte al portaestandarte de los enemigos. Personalmente, considero que lo más plausible es pensar que la batalla de Hunain se presentó primero muy mal para el bando islámico que, sin embargo, tal vez por utilizar una segunda línea más experta, supo rehacerse y hacerse con la victoria final. Aunque, tras la batalla, los hawazin permanecieron relapsos a la conversión, el gesto de Mahoma de repartir ente los suyos el botín de la batalla les hizo reconsiderar la situación y convertirse. Y no debió de ser una decisión fácil de tomar por parte de Mahoma aceptar el intercambio, pues a sus soldados no les gustó nada quedarse sin ello. Lo que para mí está fuera de toda duda (en la medida que pueden estarlo unos relatos simbólicos como los que nos han llegado) es que, en la cuestión de Taif y sus alrededores, Mahoma hizo uso de la estrategia, esto es de eso que hoy llamamos estímulo positivo para conseguir las conversiones. Un buen ejemplo de ello es Malik ben Auf, él mismo un takif hasta hace cinco minutos opuesto a Mahoma, que ahora lidera la tropa que combate a los últimos insumisos porque El Profeta le ha prometido una recompensa especialmente generosa.
Finalmente, los takif fueron a Medina a negociar con Mahoma una extraña y absurda franquicia de tres años, durante los cuales se les permitiría seguir adorando a su dios, al-Lat. Mahoma les dijo que y un huevo, y finalmente se sometieron.
Una vez dueño del Heyaz, Mahoma puede centrar sus ojos en el norte de la península, sobre todo ahora (631) que sospecha que el emperador Heraclio está preparando la invasión de Arabia desde Emesa, hoy Homs.
La marcha no comenzó bien. Para empezar, el siempre veleta ben Ubay, que mandaba un ejército de gran magnitud, volvió a hacer lo mismo que en el pasado y acabó regresándose a Medina. Para seguir, la marcha era dificultosa y con falta de agua. Pero el ejército consigue llegar a Tabuk, a las puertas de la frontera entre Siria y Bizancio. No hubo lucha pues los habitantes habían abandonado el lugar, dejando bienes para el botín. El efecto de esta acción fue inmediato, pues diversas tribus sedentarias de la zona decidieron enviar emisarios a Medina y o bien convertirse o bien aceptar ser tributarios de los musulmanes. Después siguieron las tribus del sur, aunque a Yemen no llegaría la acción del Profeta propiamente dicha.
El Islam triunfó definitivamente en Arabia en el año 632. Si bien en el año anterior Mahoma había aceptado que la peregrinación anual fuese realizada por una mezcolanza de musulmanes y otros creyentes, por aquello de no levantar suspicacias, la del 632 es ya una peregrinación totalmente musulmana, que certifica la victoria definitiva de Alá en la región.
Mahoma regresó de aquella peregrinación sintiéndose enfermo; incluso, se dice, convencido de la mortalidad de su dolencia. Aún así, como Julio César, que murió cuando preparaba una nueva expedición bélica, Mahoma preparaba una nueva incursión hacia la Siria Palestina. Su salud se agravó sin embargo, tal vez por causa del paludismo, para fallecer, como fecha más probable, el 8 de junio del año 632.
Hasta aquí hemos hablado de la vida de Mahoma, y justo es que nos detengamos un poco en el juicio de lo escrito. En primer lugar, creo que un elemento importante, sobre todo a la luz de los hechos presentes, es discutir la presunta brutalidad de Mahoma. Ésta es una cosmovisión a la que estamos muy acostumbrados quienes hemos conocido de alguna manera, desde nuestra literatura hasta pelis como El Cid de Samuel Bronston. Una visión que nos vende a los musulmanes como seres aleves que realizan acciones brutales que nunca se les adscriben a los cristianos; hecho éste que, de una forma connotada, se apunta en el debe de una religión brutal en sí misma, de un profeta sanguinario.
A mí, personalmente, me resulta difícil de creer esta forma de ver las cosas. Es cierto, desde luego, que Jesús fue un humilde carpintero que lo más que hizo fue tirar unos puestos de feria, mientras que Mahoma fue un general con todas las de la ley; un general que, tras las victoria, repartía el botín de lo ganado, mujeres y niños esclavizados incluidos, entre los suyos. Pero, claro, también deberemos tener en cuenta que entre Jesús y Mahoma hay otra pequeña diferencia, y es que el segundo es un personaje histórico, mientras que el primero no lo es. Jesús, todo lo más, es un personaje mítico que, si existió en realidad, muy poco se debió parecer a la versión que, casi un siglo después, ponen por escrito los evangelistas. Mahoma, por mucho que ni el Corán ni los hadith sean crónicas históricas a la procura de la veracidad, es un personaje histórico, un hombre de su época; esa época en la que de la civilización romana apenas quedaban las raspas y todavía no se había activado el interruptor de la Edad Media.
La crueldad con que Mahoma se desplegó no desentona en absoluto con la vigente en el sexto siglo de nuestra era en Bizancio, en el imperio de Occidente, en Persia o en la propia China. Si a lo largo de estas notas hemos visto a Mahoma expulsar a los judíos de Medina y finalmente masacrarlos, tal vez haya que recordar que en tiempos contemporáneos a El Profeta, Sisebuto estaba ya provocando emigraciones masivas de judíos fuera de España, huyendo de la gran dureza de la legislación antihebrea; y que muy pocos años después de la muerte del mequí, Chintila proclamaría por primera vez el principio de que en España sólo debían vivir católicos.
Cabe recordar, además, que lo que sabemos de la relación de Mahoma con los judíos nos habla de unos intentos previos de pacto y acuerdo con ellos, que habrían de fracasar porque los judíos, excelentes negociantes, son extremadamente rígidos en lo que se refiere a abjurar de sus creencias. Pero este estadio previo de intento de aquiescencia, que por cierto el Islam conserva en el concepto de la famosa yihad o guerra santa que, se dice, debe ir precedida de una negociación que trate de resolver el problema sin derramar sangre; este estadio previo de acercamiento y diálogo, digo, es algo que nosotros, por ejemplo, nunca le hemos otorgado a nuestros judíos. Ni siquiera casi mil años después de la vida de Mahoma.
El segundo elemento que creo conviene destacar son las habilidades de Mahoma como estratega. Ya he dicho, al principio de estas notas, que, nos guste o no, en mi opinión Pablo de Tarso y Mahoma son los dos grandes arquitectos de eso que llamamos la civilización mundial; con permiso, eso sí, de los países asiáticos de influencia budista y/o confucionista. Mahoma, de hecho, supera a Pablo como estratega, pues al fin y al cabo éste acabaría muriendo fracasado y de mala manera, mientras que Mahoma, cuando murió, dejaba al conjunto de tribus de una esquina del culo del mundo, a unos tipos que durante siglos no habían sido capaces de superar su estructura tribal atomizada para crear una nación, en el disparadero de la Historia: no habrían de pasar ni cien años de la muerte del Profeta para que dominasen medio mundo. Nada de esto habría sido posible sin el concurso de un jefe militar y religioso que sabía pescar, esto es, cuándo soltar sedal, y cuándo recuperarlo. A Mahoma lo vemos, a lo largo de su vida, acabar con disidencias pasando a los disidentes por la piedra, otras veces pactando para evitar batallas sangrientas, labrando una verdadera guerra de guerrillas que ataque a sus enemigos en la chequera, e incluso aceptando que otros creyentes, por ejemplo cristianos, puedan mantener sus cultos mientras le suelten pasta. Da la sensación de que para cada situación, El Profeta tenía una respuesta; y eso es más de lo que se puede decir de cienes y cienes de reyes, emperadores y caudillos de su época, anteriores y posteriores, que cabalgaron por la Historia a piñón fijo o, como se diría en términos franquistas, impasible el ademán. La materia prima de Mahoma era muy jodida: piénsese en la Libia o el Afganistán presentes. Territorios sin cohesión clara, con importantes divisiones de poder y nivel económico, distribuidos en un dédalo de tribus. Hacer una nación con eso requiere mano dura, sí; pero también tacto y capacidad de negociación.
Nos encontramos, pues, ante uno de los grandes estrategas de la Historia, a pesar de que el desconocimiento general de su época, magra en testimonios ciertos, y los mil velos introducidos por la tradición, impidan que su fama sea más neta.
Me ha gustado tu narración sobre el Profeta del Islam. Respecto a lo último que dices sobre la capacidad que tuvo para unir a las diversas tribus arábigas, me llama la atención que no digas nada sobre la lengua: algunos versículos del Corán insisten sobre el hecho de que se está hablando en árabe y la influencia de esta lengua sobre la mayoría de países musulmanes es indiscutible, mayor incluso que el latín y el griego en la Iglesia Católica.
ResponderBorrarQuizás Mahoma adelantó con siglos de antelación el nacionalismo de base lingüística, ¿o es demasiado aventurado?
No sabría decirte. Tiendo a no estar de acuerdo en lo último. Mahoma no se basa en el nacionalismo, sino en la identidad religiosa. De hecho, cuando menos en mi opinión, eso que llamamos islamismo es, cuando menos en parte, la reacción frente al nacionalismo árabe.
BorrarYo opino que ese proto-islam te da la mano cuando es débil, y cuando es fuerte te pega un collejón. Las suras vistas cronológicamente, son usando tu terminología en plan ricitos de oro cuando son débiles y fascisteitor cuando tienen la sartén por el mango.
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