El modesto mequí que tenía the eye of the tiger
Los otros sólo están equivocados
¡Vente p’a Medina, tío!
El Profeta desmiente las apuestas en Badr
Ohod
El Foso
La consolidación
Abu Bakr y los musulmanes catalanes
Osmán, el candidato del establishment
Al fin y a la postre, perro no come perro
¿Es que los hombres pueden arbitrar las decisiones de Dios?
La monarquía omeya
El martirio de Husein bin Alí
Los abásidas
De cómo el poder bagdadí se fue yendo a la mierda
Yo por aquí, tú por Alí
Suníes
Shiíes
Un califato y dos creencias bien diferenciadas
Las tribulaciones de ser un shií duodecimano
Los otros shiíes
Drusos y assasin
La mañana que Hulegu cambió la Historia; o no
El shiismo y la ijtihad
Sha Abbas, la cumbre safavid; y Nadir, el torpe mediador
Otomanos y mughales
Wahabismo
Musulmanes, pero no de la misma manera
La Gran Guerra deja el sudoku musulmán hecho unos zorros
Ibn Saud, el primo de Zumosol islámico
A los beatos se les ponen las cosas de cara
Iraq, Siria, Arabia
Jomeini y el jomeinismo
La guerra Irán-Iraq
Las aureolas de una revolución
El factor talibán
Iraq, ese caos
Presente, y futuro
En efecto, la piedad de Alí, o más bien la de la mayoría de sus tenientes, alguno de los cuales llegó a decirle en Siffin que, si seguía atacando a los sirios, se haría acreedor del destino de Osmán, hizo que ocurriese lo que casi nunca ocurre, y es que el jefe militar que claramente va ganando la batalla aceptase negociar con su enemigo. Para que nos entendamos, lo de Alí en Raqa viene a ser como si Francisco Franco se hubiese sentado a negociar con Negrín en el invierno del 38 por el bien de la unidad entre españoles. Tal vez este símil nos ayude a entender hasta qué punto Alí colocaba los elementos de unidad religiosa por encima de todo lo demás, incluso su interés personal por el poder. Muawiya, ya más tranquilo, propuso que cada una de las partes designase un negociador. Estos dos hombres arbitrarían todos los conflictos existentes, siempre en base a la doctrina del Corán. Por su parte, el gobernador de Siria nominó a Amr bin al-As, el conquistador de Egipto. Alí, por su parte, fue obligado por la vertiente devota de su gente a nominar a alguien situado en un punto medio entre sus posiciones y las del sirio (Abu Musa al-Ashari, el de Kufa). Abu Musa había permanecido neutral durante el enfrentamiento de Alí con el trío de la bencina Talha-Zubair-Aisha; no era, desde luego, un hombre que se batiese el cobre por Alí, por mucho que éste hubiera sido su mentor.
Poco a poco, todo lo que Alí había ganado en el campo de batalla lo fue ganando Muawiya en los despachos, en gestos que el yerno de Mahoma tuvo que aceptar para no enfrentarse con su propia gente. Muawiya, por ejemplo, se negó a que Alí figurase en los acuerdos como “Comandante de los Creyentes”, restricción que Alí hubo de aceptar, no sabemos bien hasta qué punto arrastrando el escroto; pero lo cierto es que venía a suponer desposeerlo de la categoría califal.
Una vez más, lo que está en el centro de la valoración del acuerdo alcanzado es Alí, su actitud y su capacidad de reacción ante los mundanos detalles de todo lo que pasó. Claramente, aquel arbitraje era necesario, porque había porciones de la grey islámica que estaban aprendiendo progresivamente a no soportarse, y era necesario mantener la unidad. Los más religiosos de entre los hombres que estuvieron en aquellas negociaciones, y eso, para mí, incluye a Alí, no tenían otra prioridad que mantener unido al pueblo islamita, conscientes de que permitir su división, bueno, su enfrentamiento cainita, equivalía a escupir en el rostro de Mahoma. La prioridad, pues, fue encontrar un orden de cosas en el que cupieran todos los musulmanes. Esa prioridad, sin embargo, era oro puro para personas, como Muawiya, el cardenal Richelieu de esta historia, para quienes da la impresión que la religión es algo personal que, en el fondo, no tiene nada que ver con la lucha con el poder; porque si en la moral personal hemos de ser sinceros, buena gente y todo eso, en el juego de poder, si lo quieres jugar bien, no te queda otra que ser un hijo de puta, un mentiroso, un traidor, un vendemadres, lo que toque.
Alí tenía que saber que todo eso estaba pasando. Lo sabía él, y lo sabían varios de sus generales, que querían volver al campo de batalla, conscientes de que era donde se habían hecho fuertes. A partir de aquí, según lo simpático que os caiga Alí, tenéis varias interpretaciones al gusto: o bien fue un pusilánime, un nenaza; o bien fue un devoto musulmán que no quiso sacrificar la unidad de la nación islámica en aras de su poder personal. Sé que la segunda de las opciones, vista desde una cultura, que diría Nietzsche, platónico-cristiana, es difícil de creer. El cristianismo, en efecto, tiene cienes y cienes de válvulas de descompresión que le permiten al mejor de los cristianos ser un cabrón, también o incluso especialmente con otros cristianos, y aun así salvar el bigote. Pero yo creo que es importante entender que eso en el Islam, sobre todo en el Islam primigenio, un Islam que aún no tenía mahdis, ni muftíes, ni imanes ni ayatolás, era mucho más complicado, porque el sentimiento islámico de comunidad de fe es extraordinariamente fuerte, y por eso la religión islámica tiende a ver al erróneo no como alguien que se ha puesto enfrente, no como alguien herético, sino como alguien que está desviado, despistado (así nos ven, de hecho, a los cristianos: gentes que creen lo correcto, pero de forma errónea). Un poco como en la Edad Media se veía a las brujas, o como los gatos ven a sus dueños.
Yo creo que la verdad más probable (porque verdad no hay, cuando menos para mí) es que Alí estuvo un poco entre medias de las dos interpretaciones. En parte, era un tipo, y yo creo que él lo sabía, a quien la misión de liderar a la grey musulmana le venía grande. Le sobraba capacidad de acometida y, desde luego, tenía esa seguridad de quien verdaderamente cree que Alá vela por él. Pero, al tiempo, le faltaba lo que hay que tener para ser, además de pastor de almas, su ministro de Transición Ecológica. El gran problema del Islam, ya lo he dicho antes y creo que lo volveré a escribir en estas notas bastantes más veces, es que nunca ha estado muy fino a la hora de dirimir bien la diferencia entre el liderazgo temporal y el espiritual. Que Alí es una de las mejores noticias que ha tenido el Islam en lo espiritual, no seré yo, desde luego, quien lo niegue. Pero en lo temporal, la verdad, ya la cosa cambia.
El acuerdo, de hecho, se basó fundamentalmente en sugerencias de Muawiya, e hizo bastante evidente la falta de liderazgo político de Alí. Probablemente Alí pensó, como piensan todos los que creen que el mundo responde al plan de un Dios justo, que con el tiempo la sevicia del gobernador de Siria se haría evidente a los ojos de todos. Pero, claro, no fue así.
En todo caso, hay que dejar claro que, bajo el punto de vista de la unidad de los musulmanes, la comprensión de Alí, que a ratos aparece como una inocencia excesiva, tiene lógica. En Siffin los muertos habían sido muchísimos y, veramente, la comunidad musulmana amenazaba con una división profunda. Al fin y al cabo, la comunidad, ahora, se dividía entre un pariente directo del Profeta, devoto y cumplidor de las reglas coránicas; y un descendiente de Abu Subyan, un taliq, un islámico de última hora, sucesor de los que se habían convertido para mantener su momio mequí.
Al-Ashath fue el encargado de leerle a las dos partes el acuerdo alcanzado; era un partisano de Alí. Cuando se leyó el acuerdo, dos combatientes de Alí gritaron “no hay más juicio que el de Alá”, y se lanzaron en solitario contra los combatientes sirios, que hicieron con ellos panaché de islámico. Otro gritó: “¿pueden los hombres arbitrar las cuestiones de Dios?” Estaba dando en todo el centro del problema. ¿Cómo se podía arbitrar entre hombres la decisión sobre quién sería el representante de Alá en la Tierra? ¿Es que eso podía ser cuestión de un tuya-mía? Aquellos combatientes de Alí más profundamente religiosos no podían entender que sus compañeros de aldea hubiesen muerto días antes para acabar en un arbitraje entre humanos. Habían muerto para defender la decisión de Dios, porque así se hacían las cosas en aquel estadio del Islam.
Conforme el ejército de Alí se desmovilizaba y retiraba, la mayoría hacia Kufa pues eran de allí, fue perdiendo efectivos y siendo pasto de la desilusión de unos hombres cada vez más convencidos de que habían trocado el juicio de Alá por un trampantojo diseñado por los hombres. El Corán, como la Biblia, obliga a quien cree en él a imponer lo que es correcto y luchar contra lo que no lo es. Punto pelota. El Corán no permite llegar a un acuerdo situado en algún punto entre lo que debe ser y lo que no debe ser. El Corán no te permite transigir para convertir la Verdad de Dios en la Media Verdad de los Hombres. En su visión, pues, Muawiya y al-As no eran mejores que las tribus politeístas a las que había tenido que combatir El Profeta.
Los hombres que, incluso a pesar de las conminaciones de Alí, decidieron no volver a casa así como así son conocidos en la tradición musulmana como los kharijis o jarijis, que viene a ser como “aquéllos que se marcharon”. El movimiento khariji es el que introduce en el mundo musulmán el concepto de pureza en la Fe y, por lo tanto, comienza a considerar la idea de que pueden existir personas que se digan musulmanes pero que, cuando menos a los ojos de uno de los khariji, no lo sean. Un concepto que, además, les llevó a subvertir el concepto de mando; conscientes de que la pureza en la Fe no la garantiza un determinado origen, rechazaron la idea del liderazgo coraichita de la grey musulmana e, incluso, el liderazgo de sus tradicionales jefes de tribu.
Alí, en todo caso, era consciente de que necesitaba dar pasos para consolidar y mejorar su liderazgo. Por eso, comenzó a reclamar su legitimidad a través del denominado episodio de Ghadir Khumm que, como sabréis todos los que habéis ido de mochileros por Arabia, es un oasis donde una vez paró Mahoma de vuelta a Medina desde La Meca. Era una reclamación adecuada pues, en los tiempos que relato, todavía había ancianos vivos que habían estado aquella tarde-noche en Ghadir Khumm. Aquella noche, El Profeta le había preguntado a la masa de peregrinos si él les era más querido que ellos mismos; a lo que ellos, entusiásticamente, le contestaron que por supuesto. Entonces, tomó la mano de Alí, y le dijo a la gente que su yerno era el patrón de todo aquel musulmán que lo considerase a él mismo su patrón.
Habéis de entender que, en todo caso, según el musulmán al que le preguntéis, el gesto de Ghadir Khumm tiene significaciones varias. Hay creyentes en Alá para los cuales aquello fue una confesión sucesoria sin paliativos (algo que, como sabemos, los musulmanes que sobrevivieron a Mahoma no entendieron así, puesto que se embarcaron en la elección un nuevo líder); mientras que, para otros, es tan sólo una tenue confesión de cariño y dedicación. Lo que es obvio es que Alí, reivindicando la escena, lo que hacía era defender la idea de que todo musulmán que por tal se tuviera tenía que aceptar y defender su mando. Se presentó, pues, como el jefe del pueblo islámico, basándose en el Corán y en la práctica del Profeta, esto es, lo que se conoce como sunna.
Estas apelaciones, sin embargo, no convencieron a los kharijis. Para éstos, los gestos pasados diciendo tú eres Pedro y sobre esta piedra blablablá, tenían poco significado. Para ellos, lo importante de un jefe musulmán es que fuese un buen musulmán; el mejor de todos, de hecho. Para ellos, los dos únicos legítimos sucesores de Mahoma habían sido Abu Bakr y Omar, a los que tenían por puros musulmanes.
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