Éstas son todas las tomas de esta serie. Los enlaces irán apareciendo conforme se publiquen.
Esa chica de escuela católica
La pareja se encuentra
Matrimonio y maternidad
Divorcio y radicalidad
Los últimos pasos
Hagamos que el capitalismo financie su propia destrucción
El traslado al Oeste
Bajo mínimos
El rescate
La escalada
Kaiserlautern
Las bombas de Heidelberg
La caída
Sabihondos y suicidas
Sartre echa un vistazo
Estocolmo
El juicio
Mogadiscio
Epílogo: queridos siperos
Andreas, que para eso sí que era
hábil, robó un coche. Con el vehículo ya tuvieron movilidad y, poco después,
encontraron una fuente de dinero. Encontraron a una escritora alemana que les
dio todas las facilidades; de hecho, parece ser que llegó a ser muy amiga de
Gudrun. A pesar de que, para entonces, en Alemania eran comunes los carteles de
“Se Busca” con sus rostros, el grupo condujo hasta su país de origen,
concretamente a Stuttgart, donde contactaron con el padre de Gudrun quien, como
ya los he dicho, desde luego no era un proterrorista, pero sí tenía posiciones
de cierta comprensión hacia las ideas de su hija.
Papá Ensslin le imploró a su hija
que se entregase y cumpliese el resto de la sentencia que le quedaba. Sin embargo,
la hija se negó; como consecuencia de esa diferencia, los proscritos se
quedaron sólo un día con los Ensslin. Se quedaron un tiempo en Stuttgart,
puesto que la ciudad, en pleno Carnaval, les ofrecía un entorno muy apreciable
para poder moverse; pero, al fin y al cabo, acabaron regresando a Berlín.
El traslado a Berlín tenía bastante
lógica. Buscaban la solidaridad y la ayuda de Horst Mahler, quien había creado
en la ciudad un colectivo de abogados socialistas al borde de la ley. Manfred
Grashof, un ex Kommune, por ejemplo, estaba aprendiendo a falsificar documentos
(que es una habilitad que se aprende en segundo de Derecho, claro). E incluso
algún que otro ex comunero, como Dieter Kunzelman, hacía sus pinitos fabricando
explosivos. También estaba ya con ellos Ulrike Meinhof.
De hecho, Mahler, Meinhof y la
asistente del abogado, Monika Berberich, fueron el principal comité de
recepción de los proscritos, además de otros conspicuos miembros del grupo de
Mahler, como Peter Homann, Renate Wolff o Peter Urbach.
En Berlín, aun y a pesar de ser
una persona buscada por la policía, Andreas Baader recuperó su vieja costumbre
de conducir como si el mundo entero fuese una pista de Fórmula 1; pudo hacerlo
gracias a que Astrid Proll tenía un coche de su propiedad, que le prestó. Fruto
de esta actitud tan poco profesional en un criminal, le acabó pasando que un
policía lo detuvo. Inicialmente, no pasó nada; el policía comprobó la
documentación y lo dejó ir. Pero, en realidad, se había coscado de la cara del
conductor, que le sonaba. Así pues, fue a la Corte criminal a informarse, y fue
allí donde se dio cuenta de que había parado a Andreas Baader. La noticia
provocó que toda la policía alemana, la Schupo, la Bepo, la Kripo y la Popo, se
lanzase a la búsqueda de Baader en Berlín. Era el 2 de abril.
Aquel día 2 por la tarde, Horst
Mahler llamó a uno de sus acólitos, Peter Urbach. Urbach era un empleado de
factoría que ya le había resultado enormemente útil al abogado (aunque, en
realidad, era un agente de inteligencia berlinés que, de hecho, acabó
recibiendo una identidad nueva y yéndose a vivir a California). El encuentro no
tenía que ver con la persecución contra Baader, de la que obviamente nada sabían
en ese momento, sino de la discusión sobre cómo podrían conseguir armas. En la
reunión estaba Mahler y, además, el propio Baader, Ulrike Meinhof y otros
activistas. Urbach les dijo que estaba seguro de que había un alijo de armas
enterrado en un cementerio del barrio de Rudow, cerca del Muro. Yo creo que,
dado el resultado del tema pues las armas, como veremos, no aparecieron, Urbach trató de engañarlos y mantenerlos ocupados.
El caso es que el grupo se fue al
cementerio en dos coches. Mahler y Renate Wolff se quedaron en la entrada del
camposanto para vigilar, mientras que el resto entró y fue al lugar señalado
por Urbach para cavar. No encontraron nada, pero aun así no se desanimaron y
quedaron para la medianoche siguiente.
A la noche siguiente, salieron Baader
en el coche de Astrid Proll, con Peter
Homann a su lado y Renate detrás; mientras que Mahler iba en el coche de Urbach
con él. Al rato, cuando los dos coches, muy juntos, iban conduciendo por el
suburbio de Neukölln, un coche de la policía se colocó detrás del Vokswagen de
Urbach y comenzó a seguirlos. Mahler se puso nervioso, pero Urbach siguió
conduciendo como si tal cosa, para no parecer sospechoso. Pero, de repente,
otro coche policial se cruzó delante del Mercedes que conducía Baader, que iba
delante. Los policías salieron y le pidieron a Baader la documentación. Baader
sacó un pasaporte a nombre de Peter Chotjewitz. La verdad, yo nunca he
entendido muy bien, y no he encontrado ninguna lectura que me lo explicara, por
qué aquellos activistas habían decidido hacerle a Baader un pasaporte falso a
nombre de una persona relativamente conocida en Berlín, pues Peter Chotjewitz
fue un prolífico escritor alemán que, en aquel entonces, estaba casi en lo
mejor de su producción. El pasaporte tenía correctamente anotados los datos de
los hijos (reales) del Chotjewitz legal; así pues, el policía, simplemente, le
preguntó a Baader cómo se llaman “sus” hijos. Andreas, lógicamente, no supo
responder. Así las cosas, la policía registró el coche, en el que encontró
sendas copias de los carnés de conducir de Horst Mahler y de su mujer. Así
pues, arrestaron a Baader, Homann y Renate delante de sus otros dos compañeros,
quienes dieron vuelta con el coche y se marcharon de allí.
Aunque sea difícil de creer, a la
mañana siguiente la policía tenía a Baader en un calabozo, pero todavía no
sabía que era Baader. Al parecer, nadie en aquella comisaría se había fijado
bien en los carteles que colgaban de sus propias paredes. Supongo que sólo era
cuestión de tiempo que acabasen por averiguarlo, pero Mahler les puso las cosas
fáciles, pues aquella misma mañana, asumiendo que lo habían reconocido, llamó
para exigir que le informasen de adónde lo habían llevado.
La policía se apresuró a llevarse
a Baader a la prisión de Tegel, donde se multiplicaron las visitas por parte de
Mahler y otros del grupo, Monika Berberich y Ulrike Meinhof. Incluso lo visitó
Gudrun con identidad falsa (la doctora Gretel Weitemeier).
Andreas no llevaba bien la
prisión, como no llevó bien ninguno de sus confinamientos. Es por eso que el
grupo, probablemente desde el mismo principio, pensó en diseñar un prison break. Y no
le fue difícil. En ese momento, aunque hubiese huido, el delito de Baader no
era el peor del mundo. Y estaba, sobre todo, la política general del sistema penitenciario
alemán, de todos los sistemas penitenciarios occidentales en general, siempre
trufada de oportunidades para la reinserción.
Monika Berberich presentó una
petición ante la administración de la prisión de Tegel en beneficio de Andreas
Baader. Recordando el proyecto en el que había participado para la reinserción
de jóvenes en extrema vulnerabilidad, informó que de Baader quería escribir un
libro sobre la materia. La prisión dio su permiso para el proyecto. Pero,
claro, que fuese a escribir el libro venía a suponer que tenía que realizar una labor de documentación y, tal y como argumentó la asistente de Baader, el mejor
lugar para poder tener acceso a dicha documentación el Instituto Alemán de
Cuestiones Sociales, situado en un tranquilo barrio berlinés, Dahlem. Se
propuso que Ulrike Meinhof, experimentada escritora ya con una trayectoria a
sus espaldas, estuviese con él para echarle una mano. Ahí habría de nacer el embroque Baader-Meinhof que, una vez santificado por la Prensa, acabó dando nombre a toda esta movida.
A los miembros del Instituto
Alemán de Cuestiones Sociales, aquella propuesta les pareció estupenda. Ellos
mismos estaban hondamente comprometidos con la rehabilitación de personas
desfavorecidas, y que Baader quisiera realizar un trabajo sobre su labor en esa
materia les parecía estupendo (el detalle que de fuese un incendiario,
aparentemente, no les importó; por otra parte, la pasión de los incendiarios alemanes por las cuestiones sociales es legendaria).
Por lo tanto, se acordó que,
empezando el jueves, 14 de mayo, Andreas Baader comenzaría a tener sesiones de
estudio en la biblioteca del Instituto en Dahlem.
Ahora que estaba claro que
Andreas iba a escaparse, o cuando menos iba a intentarlo, el grupo necesitaba
armas con mayor urgencia que antes. En aquel momento, en Alemania había dos
tipos de armas que se podían comprar legalmente: pistolas de gas y una especie de
subfusil (por las fotos que he visto; no soy experto en armas), el Landmann
Preetz. Pero aquello era poca cosa.
Así pues, el grupo trató de
contactar con los ambientes criminales, ésos que ya no compran y venden sólo
armas legales. Hicieron el contacto a través de Hans Jürgen Bäcker, un tipo
bastante conocido por los comuneros y farloperos en general. Bäcker prometió
buscarles alguien que pudiera venderles armas pero, para su sorpresa, donde
ellos esperaban encontrarse a algún criminal atracador de bancos, el contacto
que les trajo fue un tipo vinculado al partido neonazi. Así pues, los
socialistas tuvieron una discusión sobre si era ideológicamente adecuado que
ellos le comprasen armas a un nazi; y esa vez, como otras tantas veces que les
ha interesado que sea así, llegaron, elegantemente, a la conclusión de que
teoría y praxis podían caminar por senderos distintos, contrarios incluso, sin
que ellos sufriesen estreñimiento alguno. Pero, vaya, que este tipo de pragmatismo es universal, no patrimonio de la izquierda. En este blog ya hemos contado cómo un Papa, tras probar por primera vez el chocolate a la taza y quedarse prendado de tamaña bebida, se apresuró a decretar que era alimento de Cuaresma.
Así las cosas, Astrid Proll y
otra chica llamada Irene Görgens, una de esas jóvenes desfavorecidas que se
había escapado de su reformatorio y que era muy cercana a Ulrike Meinhof, se
fueron a ver a unos nazis a un bar de Charlotenburgo llamado Die Wolfsschanze, La Guarida del Lobo,
supongo que en homenaje al supuesto cuartel escondido que los nazis decían
tener al final de la segunda guerra mundial.
Tal y como se les había
instruido, en la entrada preguntaron por Horst. Les presentaron a un tal Teddy,
que resultó ser, en realidad, Gunter Voigt. Gunter les vendió una Beretta y 250
cargadores a cambio de mil marcos.
A las ocho de la mañana del
jueves designado por la directiva del Instituto Alemán de Cuestiones Sociales,
Ulrike Meinhof entraba por la puerta del tranquilo edificio. Frau Gertrud
Lorenz, la funcionaria designada para recibirlos, le indicó que, esa mañana, la
sala de lectura principal estaba cerrada al público para que pudieran trabajar
tranquilos. En realidad, nadie le dijo al Instituto que Baader iba a estar
acompañado; pero Ulrike desplegó su sonrisa y su condición de periodista, así
pues se las arregló para hacerles ver que aquello era lo más normal del mundo,
y consiguió que la dejaran pasar a la sala de lectura.
La sala de lectura tenía dos
puertas (ya se sabe: casa con dos puertas, mala es de guardar). Una de ellas estaba en medio de la larga pared justo enfrente de las
ventanas, y daba acceso al amplio salón contiguo. Ésta era una de esas típicas
puertas que hay en los edificios grandes, que probablemente han tenido varios
usos y que, por comodidad, ha dejado de usarse; normalmente, pues, estaba
cerrada. La otra puerta comunicaba con una pequeña habitación, donde había un
pupitre de trabajo para Frau Lorentz. La habitación de la bibliotecaria también
comunicaba con el salón a través de una puerta que, normalmente, estaba
abierta. Enfrente de esta puerta abierta había otra oficina, donde trabajaban
Georg Linke, un bibliotecario, y dos secretarias.
Poco después, llegó un coche de
policía con un inquilino esposado. Andreas Baader había llegado para comenzar
su “investigación”.
La parte de la detención de Baader es uno de esos casos inverosímilres por la conjunción de inverosimilitud y puro absurdo. Le dan un pasaporte falso a nombre de un escritor relativamente conocido, lo pillan porque no conoce el nombre de sus "hijos", y una vez en el calabozo nadie se da cuenta de que es un tipo buscadísimo hasta que su propio abogado mete la pata.
ResponderBorrarEso y la compra de armas a los neonazis resultarían inverosímiles hasta en una comedia de sainete loquísima. ¡Increíble!
En plan pedante: Die Wolfsschanze era el cuartel donde von Stauffenberg intentó montar una mascletá con el Führer.
ResponderBorrarMiércoles... este Andreas era un chico con suerte, sinceramente.
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