miércoles, noviembre 20, 2019

Partos (10: la altivez de Craso, la inteligencia de Orodes, la doblez de Abgaro y Publio el tonto'l'culo)

Otras partes sobre los partos

Los súbditos de Seleuco
Tirídates y Artabano
Fraates y su hermano
Mitrídates
El ocaso de la Siria seléucida
Y los escitas dijeron: you will not give, I'll take
Roma entra en la ecuación
El vuelo indiferente de Sanatroeces
Craso

Cuando Craso comenzó a planificar su segunda campaña contra los partos, se encontró con que su margen de actuación era menor del que había sido en el año anterior. Algo que afectaba, fundamentalmente, a la cuestión crucial que ya he descrito de por dónde avanzar. Artavasdes, el rey armenio, le había invitado a realizar su avance por Armenia, e incluso le había prometido que, de hacerlo así, el propio rey añadiría tropas a las romanas que incrementarían la acometividad del ejército invasor. Craso, sin embargo, ya no podía olvidar que, en el primer año de acciones militares, había realizado acciones y conquistas en la Mesopotamia occidental, acciones en las cuales había tomado poblaciones en las que había dejado destacamentos romanos (algunos de los cuales fueron atacados por Orodes, y cabe cuestionarse si lo hizo precisamente para hacerle pensar como pensó); y, consecuentemente, ahora tenía la obligación de apoyarlos. En corto, eso quería decir que tendría que avanzar por Mesopotamia y no por Armenia.


Así las cosas, Craso cruzó el Éufrates por segunda vez, y prácticamente por el mismo sitio. Aun habiendo tomado la decisión que ya había tomado, el general romano todavía tenía elementos de decisión a su disposición. Sus generales preferían que siguiese la línea del gran río, siguiendo pues un camino que sería venturoso desde el punto de vista logístico pues el río proveía de forraje y alimento. Esta ruta era conocida en la época como de los Diez Mil, aparentemente porque fue la que tomó esta expedición famosa. La otra alternativa era la, por así decirlo, alejandrina, pues había sido adoptada por el muy variado general macedonio cuando marchó contra Darío; pasaba por el monte Masio, Edesa, Nisibis y Nínive. Tampoco era una ruta mal dotada de recursos y, al contar con un montón de colinas, era perfecta para ver llegar a los partos. Estas dos alternativas eran, por así decirlo, la extrema derecha y la extrema izquierda; entre medio, había otras rutas más disponibles.

La decisión que tomó Craso fue una decisión muy romana; no en lo que concierne a la ruta finalmente adoptada, sino a la forma en que se reflexionaron las cosas. Con ya muy pocas décadas pendientes antes del cambio de era, convertida en una República protoimperial colonialista e invasora, Roma se había acostumbrado a ganar. Una vez le escuché decir en la televisión a un tenista español de mis tiempos juveniles que era bastante desesperante jugar contra Mats Vilander (un campeón sueco), porque cada vez que le ganabas un punto le notabas en la mirada que se la sudaba todo. Decía el español: se nota que está pensando, da igual, ganaré el próximo punto, y el set, y el partido. Ésta es, más o menos, la filosofía que, para los tiempos de Craso, había adoptado el ejército romano. Ellos siempre ganaban; estaban más civilizados y militarmente organizados que los pueblos zarrapastrosos y sudorosos con los que se enfrentaban; de hecho, habían llegado a considerar, una vez domeñados lo griegos, que todo el mundo era zarrapastroso y tribal.

Consecuentemente, Craso cometió dos errores de soberbia a la hora de planificar su avance hacia Partia: uno, considerar que Roma era imbatible a campo abierto, lo cual suponía que ni se había informado sobre los antecedentes de sus enemigos, ni en realidad le importaba demasiado si sabían montar a caballo u organizarse por cohortes, o qué. El segundo error fue estar pobremente informado sobre las technicalities geográficas de la planicie mesopotámica que iba a cruzar; los romanos, ya se sabe, no necesitan saber mucho sobre el terreno que van a pisar porque, como Vilander, ganarían de todas formas el próximo punto, el próximo set, y el partido.

Craso estaba además fuertemente influido por los famosérrimos relatos ya en su época sobre el avance de Alejandro, que le hacía pensar que tirar para delante en aquel territorio llevándose por delante a los tuercebotas que se presentasen tenía que estar chupado.

Poco después de haber cruzado el Éufrates, en el campamento romano se presentó el ladino Abgaro, rey de Osroene quien, como sabemos, había tenido tratos con los partos. Le contó al orgulloso romano que Orodes y los suyos no tenían ninguna intención de presentar batalla a los orgullosos y poderosos romanos y que, de hecho, estaban huyendo en masa hacia el este, hacia Hircania y Escitia, llevándose con ellos el tesoro real y dejando apenas una guardia con la única misión de entorpecer en lo posible el avance de Craso. Ante estas noticias, Craso decidió seguir el río y atravesar Mesopotamia para enfrentarse lo antes posible con ese destacamento de retaguardia parta para, después, caer sobre las masas que huían con sus posesiones; una serie de ataques en las que esperaba obtener espolios suficientes como para volver a Roma colmado de botines de guerra. Con posterioridad a todo aquello habría relatos en Roma sobre que si hubo generales, como Casio Longino, que le dijeron a Craso que sus planes eran demasiado abiertos, demasiado arriesgados; pero a mí eso no me parece sino la oportunista reclamación de quien habla del pasado conociendo el presente. Más cierto parece que el conjunto de tribunos del general, todos ellos imbuidos del mismo sobradismo romano de los cojones, lo siguieron como un solo hombre.

Cuando le llegaran a Orodes los primeros mensajes de espías informándole de la marcha de las decisiones de su enemigo, probablemente esbozó una sonrisa aleve modelo Burt Lancaster. Como ya he dicho, obviamente sin conocimiento de los romanos, había llegado a acuerdos con el rey de Osroene y con el sheik de los árabes escenitas. Además, él sí que había hecho un análisis considerablemente meticuloso de la campaña en compañía de sus generales (algo que es probable que Casio considerase imposible entre unos putos bárbaros asiáticos) y había llegado a la conclusión de que lo mejor para el éxito de su bando era dividir su ejército. Dado que consideraba que Artavasdes acabaría entrando en Partia por las zonas montañosas fronterizas con Armenia, él, Orodes, lideraría el ejército que se enfrentaría a él en este teatro; lo cual suponía que tenía que dejar el tema de los romanos a su surena, su mejor general. Orodes sí que había estudiado a los romanos y sabía que su infantería era su gran fuerza y que, por lo tanto, su arma de menor jaez era la caballería. Los armenios, sin embargo, eran notables soldados a caballo, como lo eran en general todos los combatientes del área de Oriente Medio, de los que los partos eran una parte (chiste fácil); y por eso era crucial que en la campaña se impidiese la confluencia entre armenios y romanos.

La totalidad de las fuerzas que Orodes cedió a su mejor general para que se enfrentasen a los romanos eran fuerzas a caballo. El ejército parto, como todos los ejércitos mínimamente organizados, comprendía normalmente cuatro o cinco infantes por cada caballero; pero aquella situación era especial, no tanto por los romanos, como por las elevadas necesidades de infantería que requería la sub-campaña contra los armenios.

Debo explicaros en este punto, por lo demás, que la caballería parta incluía varios tipos, entre los cuales se encontraba, de forma muy especial, la caballería pesada. A estas unidades eran destinadas los caballos más tochos y fuertes, que iban a la batalla casi completamente cubiertos por una armadura. Sus jinetes también llevaban armaduras y casco. Su arma ofensiva era una lanza larga. La caballería pesada de los partos podía ser usada tanto para acometer contra una línea enemiga como para servir de pared contra las acometidas del contrario. Y, lo más importante: esa lanza larga era mucho, mucho más letal que la lanza ligera que llevaban los caballeros romanos.

La fuerza de caballería con que contó el general parto era lo suficientemente fuerte y numerosa como para que los estrategas no apostasen por quedarse en Seleucia esperando a los romanos, sino que decidieron ir a por ellos. Para entonces, Abgaro, que había estado jugando a dos barajas, había terminado por decidirse por los romanos aparentemente. Craso, la verdad, cayó en su red como un puto maula. El rey de Osroene, desplegando en sus entrevistas con los romanos un habitual rosario de improperios, deudas del pasado y humillaciones varias contra los partos, consiguió que los generales latinos le concediesen el privilegio de ir con su caballería en la vanguardia de la formación y realizar partidas de reconocimiento; lo cual le sirvió a Abgaro para contactar fácilmente con los partos y coscarles cómo iba la movida en cada momento. Abgaro, por lo tanto, no sólo tuvo puntualmente informado al surena parto de las horas a las que Craso iba a cagar o se cortaba los pelillos de la nariz, sino que varias veces le recomendó a los romanos diversas rutas de movimiento para el ejército que eran, en realidad, las que le convenían al enemigo. Fue, poco a poco, llevando a Craso al campo abierto donde le quería Orodes.

Unos tres o cuatro días después de haber dejado atrás el Éufrates, los exploradores de Craso le trajeron las primeras noticias de los partos. Se los habían encontrado avanzando cerca del río Belik, aparentemente sin grandes prevenciones. Casualmente, pocos días antes de este avistamiento, Abgaro había pretextado un servicio que tenía que hacer a las tropas romanas para ausentarse de su avance; por lo que, en realidad, se encontraba en disposición de unirse a sus verdaderos aliados.

Los tribunos le aconsejaron a Craso que acampase cerca del río y se tomase la cosa con tranquilidad. Pero ése no era el espíritu que tenía el general. Poco tiempo antes lo había alcanzado su hijo Publio, quien venía con un refuerzo de caballería gala (que, por cierto, era un regalo de Julio). El chavalote, joven y fogoso, quería ir a las hostias cuanto antes, y contagió al padre que, de todas formas, ávido como estaba de gloria militar, tampoco necesitó mucho para que lo convenciesen.

El general parto, por su parte, escogió para acampar una zona de colinas boscosas, buscando claramente que a los romanos les fuera difícil precisar la magnitud de sus fuerzas. Tanto fue así que, según las crónicas, ordenó a sus soldados que tapasen sus armas con ropas y pieles, de forma que el reflejo del sol no las delatase.

Cuando sonaron los tambores de guerra, Craso formó a sus tropas en un cuadrado, con la infantería en el medio y la caballería protegiendo toda la línea y sus flancos. El general parto, por su parte, se planteó la estrategia fundamental de romper esa formación, razón por la cual colocó a sus arqueros a una distancia de tiro y comenzó a asolar la formación romana con una serie constante de flechas. Los romanos, en esa situación, trataron de cargar, pero probablemente fue en ese momento cuando aprendieron que nunca hay que pensar que un enemigo, por bárbaro que parezca, es poca cosa. Lo de que los partos tuviesen arqueros y flechas que lanzar no era algo que pudiera sorprender a nadie; pero lo que sí fue, cuando menos en mi opinión, inesperado para los orgullosos romanos, fue que cuando se aplicaron a avanzar hacia el ejército enemigo propiamente dicho, confiando en su capacidad de penetrarlo, no lo consiguieran. En efecto, la caballería de los partos tenía armas más eficientes que las romanas, y sus combatientes estaban, además, más motivados. Los generales romanos lo intentaron, pero no lo consiguieron y, pasado un tiempo, hubieron de trasladar la orden de retroceder.

El retroceso de los romanos no fue en modo alguno desordenado. Roma sabía guerrear, así pues conocía las devastadoras consecuencias de las reacciones tipo maricón el último. Sin embargo, aunque la infantería supo mantener la compostura en su retirada, lo que dejo claro ésta es que ya no se libraría de la lluvia de proyectiles que, en consecuencia, continuó de forma desesperante. Tantas veces como los romanos trataron de acercarse al aliento de su enemigo (que es la forma de impedir a los arqueros hacer su trabajo), tantas veces fracasó; el ejército parto siempre guardaba con ellos la prudente distancia que le permitía putearlos.

En ese punto, la esperanza del orgulloso ejército romano era ya, literalmente, que su enemigo se quedase sin flechas que lanzar. Pero, no obstante, sus exploradores acabaron por descubrir que eso no iba a ser así. Una prueba para mí irrefutable de que, gracias sobre todo a las artes de Abgaro, partos y romanos se habían encontrado exactamente cuándo y dónde Orodes había decidido que ocurriese, fue que los arqueros partos disfrutaban de un sistema plenamente operativo de mensajeros que les suplían de nuevas flechas, que en algún lugar cercano debían de estar acopiadas. Así pues, cuando para los romanos fue evidente que sólo la lejana llegada de la oscuridad los liberaría del asedio de las flechas partas, Craso se dio cuenta de que tenía que tomar una medida desesperada. Así pues, ordenó a Publio, que defendía un flanco romano con riesgo de ser superado por los partos, que tomase las tropas que considerase necesarias, y cargase.

Publito, todo hay que decirlo, se encontró encantado con el mensaje. Probablemente, estaba convencido de que los romanos ganaban las batallas por gracia divina y, por lo tanto, para él esa orden significaba, simplemente, que su padre le cedía la gloria. Escogió a sus caballeros galos, unos 1.000, a los que unió 500 caballeros más, 500 arqueros y 4.000 infantes. Con ellos, ordenó un rápido avance hacia las unidades más cercanas de los partos.

Los asiáticos retrocedieron; y lo hicieron, además, en un cierto aparente desorden. Buscaban lo que obtuvieron: que el soplapollas de Publio Craso creyese que se habían hecho caquita y estaban huyendo. Que las condiciones de la batalla hasta el momento no aportasen ni un solo argumento en defensa de ese presunto miedo no parece que le importase mucho; como digo, mi teoría es que era bastante lerdo. Publio cargó con una alegría total, distanciándose cada vez más de los romanos pero sin lograr llegar del todo adonde estaban los partos. Por fin, cuando éstos juzgaron que ya estaba demasiado lejos, repentinamente detuvieron su retroceso, sacaron de su culo (o sea, de su retraguardia) a la caballería pesada, la hicieron avanzar en forma de U y, pronto, consiguieron meter a Publio y sus romanos en eso que en mucha literatura militar se llama un pocket.

Sic transit gloria Romae.

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