Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Juicio y ejecución
Devereaux estaba para entonces en contacto regular con Enrique IV. En realidad, llevaba trabajándose este contacto desde antes que las tropas inglesas de ayuda cruzasen el Canal. Asimismo, también cortejó al señor de Beauvoir-la-Nocle, Jean de la Fin, embajador francés en la Corte inglesa. Una vez trabajados los apoyos franceses, comenzó a presionar a la propia reina para que le dejase ir a pelear a Francia. En noviembre de 1590 un noble francés, el vizconde Turenne, que estaba al frente de la cámara del rey, recaló en Londres tras un tour por Europa Central para alquilar mercenarios. En ese momento, Essex redobló sus esfuerzos para ser considerado como un soldado eficaz para la causa. Probablemente había pensado que el día de la celebración del reinado de Isabel sería el mejor teatro para sus intenciones, y es por eso que apareció ante ella ricamente enjaezado con una armadura engastada de perlas. No le sirvió todo lo que pensaba.
Aquel
día, según las crónicas, la volubilidad de la reina, o tal vez su
calculada indiferencia hacia lo que no quería valorar en público,
se dirigió no hacia Devereaux, sino hacia Aletheia, ahijada suya e
hija de lord Talbot y Mary Cavendish. Essex, hay que decirlo, había
gastado un fortunón en toda su parafernalia como posible comandante
de las tropas británicas en Francia; sin ir más lejos, alojar a
cuerpo de rey a Turenne le había obligado incluso a vender tierras
que llevaban más de un siglo en poder de su familia. Isabel, sin
embargo, le pagó haciéndole cucamonas a una niña de seis años y cruzando apenas un par de miradas furtivas con él.
La cosa
es que, según todos los indicios, pocas jornadas antes del Accession
Day, Isabel había sido informada del matrimonio secreto de Essex. Se
enteró de puta casualidad por un comentario que le hicieron sobre
otra cosa y que afectaba a Frances Walsingham, a la cual se refirió
su interlocutor como condesa de Essex.
Cuando
Essex supo que la reina sabía, trató de enderezar la cosa jurándole
a Isabel que su mujer viviría con su madre, muy lejos de Londres. El
tema funcionó, cuando menos parcialmente, pues la reina pareció
recuperar algo de su proclividad hacia su compañero de cartas.
En todo
caso, el tema de Essex era también el tema de Francia, y éste es un
asunto en el que Isabel tenía que pensar mucho. Con las Provincias
Unidas ya tenía sobrada experiencia de las consecuencias que traía
aliarse con la causa protestante continental, y no todas eran buenas.
Alguna, de hecho, era muy mala. Aunque los holandeses no son los
franceses y por lo tanto ayudando a Enrique apenas se corría peligro
de que el comandante inglés fuese promovido a la jefatura política
(como ocurrió con Leicester en Holanda), el asunto no dejaba de
presentar molestas aristas. Pero, por otra parte, Inglaterra, como
potencia obrante en el teatro europeo, no podía permanecer
totalmente ajena a los hechos, ni perder la oportunidad de apostar
para ganar nada menos que a Francia para la causa anticatólica.
Estuvo la reina meses discutiendo y leyendo informes hasta que, por fin, decidió que
tendría que dar un paso adelante y enviar ayuda militar a Francia.
Llamó a su seno a De la Fin y le informó de que Londres apoyaría
una acción lo más relámpago posible que sirviera para derrotar a
la Liga y sacar a los españoles de Francia. Sin embargo, ni ella ni
sus consejeros eran tontos y sabían que el diseño de una acción
relámpago era poco menos que imposible, y que la mayoría de las
apuestas apuntaban a que Inglaterra acabaría enfangada
(literalmente) en un conflicto de años.
Para
evitar o cuando menos minimizar los efectos negativos de ello, Isabel
decidió que el apoyo que prestarían las tropas inglesas era el de
lo que hoy llamaríamos un ejército de reserva, invocable para el
campo de batalla sólo en casos excepcionales y de gran necesidad. La
reina de Inglaterra no podía olvidar, además, que los objetivos de
Enrique el Chistorras y de ella misma no eran exactamente los mismos.
Al francés lo que le importaba era París, y, estratégicamente
hablando, a los ingleses lo que más les interesaba era
cortocircuitar los planes militares de los españoles en la costa y,
consecuente, mantener impoluto su control sobre el Canal. Por eso se
empeñó en dejarle claro al embajador que su principal objetivo era
liberar Normandía del yugo de los Guisa.
En abril
de 1591, Isabel echó mano del fogoso (y ambicioso) sir John Norris,
y lo envió a la Bretaña francesa con 3.000 soldados, a echar una
mano. Prueba de que no quería una implicación muy fuerte es que la
mitad de esa tropa eran holandeses. De ese total de soldados, una
compañía de 600 fue separada, colocada bajo el mando de sir Roger
Williams, y utilizada para asistir a Enrique en cualquier situación.
Por lo tanto, la ayuda incondicional que Isabel le daba al rey
francés era la quinta parte del total de una ayuda que, por otra
parte, tampoco era como para tirar cohetes.
Poco
tiempo después de enviar las tropas, Enrique tomó Chartres, e
Isabel le envió una carta en la que le urgía para que se dirigiese
a Rouen antes de que Parma pudiera llegar ahí; como se ve, su
obsesión era asegurar Normandía porque, literalmente, un escenario
en el que Enrique recuperase París y la corona francesa indiscutida,
pero en la que los católicos conservasen puestos en Normandía, no
digamos en la costa, no le servía de nada.
Para
convencer a Enrique de que hiciera lo que ella quería, le ofreció
3.400 soldados más y pasta para pagar dos meses de soldada.
La
consecuencia de todo ello es que en Londres se comenzó a hablar de
“la expedición de Rouen”, lo cual hizo que Essex entrase en modo
excitado. Él tenía que liderar esas tropas. Lord Willoughby, el
exitoso militar que había abierto la lata de Dieppe, estaba viejo y
achacoso y, la verdad, cuando Essex fue a verle y le insinuó su
candidatura no hizo sino abrazarla, pues probablemente hubiera
preferido introducirse un melón de Villaconejos por el orto antes de
volver a liderar otra expedición y tener que vivir en el campo,
siempre mojado, siempre alerta, durmiendo a salto de mata.
Para
Isabel, sin embargo, la decisión no era tan fácil. Ella sabía que
su estrecho entourage de gobierno estaba hecho, como todos, de
un delicado equilibrio entre figuras básicamente proclives a sacarse
los ojos entre ellas (el famoso ¡cuerpo a tierra, que vienen los
nuestros!, de Romanones); y temía que darle el mando a Essex en
la expedición fuese a desequilibrar ese frágil juego de contrapesos
(algo que, por otra parte, era exactamente lo que buscaba Essex). Muy
en concreto, la reina tenía claro que, a la vuelta de una misión
tan importante, para ella no sería posible mantener a Essex fuera de
su Consejo Privado, y eso suponía meter un gato más en una gatera
que ya estaba bastante revolucionada. Se dice, pero no está claro
que sea cierto, que Essex llegó a permanecer más de dos horas de
rodillas pidiéndole la prez del mando a su reina hasta que esta,
finalmente, cedió. Lo más probable es que fuesen Burghley y Hatton
quienes la convencieran.
El 25 de
junio, por fin, Isabel accedió a nombrar a Essex teniente general de
las tropas inglesas en Francia. Aunque puso una condición. Algún
tiempo antes, el desconocido espía español y embajador inglés en
París sir Edward Stafford había sido sustituido en el puesto por
sir Henry Unton, un hombre de Hatton, a quien se le fijó, como
misión principal, ser el consejero de Essex. Unton debería revisar
cada decisión de Essex y elaborar informes sistemáticos que debería
enviar a Burghley. Como misión principal, el nuevo embajador inglés
debería cerciorarse de que las tropas inglesas eran desplegadas
detrás de los hugonotes franceses y, muy particularmente, que
Devereaux no se embarcaba ni dejaba embarcar en acciones heroicas de
gran riesgo. Para asistirlo en su labor, Unton contaría con sir
Thomas Leighton, un curtido militar que hablaba francés.
La
reina, de hecho, dejó claro en sus instrucciones a Essex que venía
obligado a consultárselo todo a Leighton. Bajo ninguna
circunstancia, dejó claro, Essex tomaría decisiones por sí mismo.
Además, le escribió una carta al propio Enrique en la que le decía
que el teniente general de sus tropas le podría prestar grandes
servicios, pero siempre y cuando se le vigilase bien en sus
decisiones.
Dejemos
a Essex camino de Francia y centrémonos, por un momento, en el
hombre extraordinariamente viejo (71 años, que se dice pronto) que
sonrió de medio lado cuando recibió la noticia de la partida. El
hombre que más había hecho por la candidatura de Essex, esto es,
por llevarse bien con él y ganarlo para su partido: Burghley.
El
sempiterno gobernante del día a día de la Inglaterra isabelina, el
arriesgado muñidor de la celada que había llevado a la tumba a
María, reina de los escoceses, se sentía mayor; muy viejo. En
realidad, su agenda del momento más se definía por los largos
periodos que pasaba en casa sufriendo de gota que por sus actos de
gobierno. Burghley no era eso que hoy llamamos un tecnócrata, esto
es, un hombre que sabe que está ahí por sí mismo y que, por lo
tanto, cuando se marche deberá dejar su sitio a otro como él. Él
era un hombre parte tecnócrata parte noble, y por eso tenía la
ambición de dejarle, cuando menos, parte del chiringuito a su hijo
Robert. Por eso apoyó las ambiciones de Devereaux en Francia; para
ganar un sólido apoyo en su favor.
Robert,
su hijo, tenía 28 años, y Burghley ambicionaba para él el puesto
de Walsingham. Estaba casado con una ahijada de la reina, Elisabeth
Brooke, hija de lord y lady Cobham, una familia desde hacía tiempo
estrechamente aliada a Burghley y que tenía acceso al Consejo
Privado de la reina.
La cosa
funcionó. El 2 de agosto de aquel año, inmediatamente después de
abandonar Nonsuch, Isabel admitió a Robert Cecil en su Consejo
Privado.
Los
problemas que le pudieran traer a la reina (y a Inglaterra) las
correrías inglesas por Francia no eran, en todo caso, los únicos
que se le presentaban al Estado. Sabemos por una carta de julio de
1590, un año antes de lo de Francia pues, que Isabel ya estaba
plenamente al tanto de la existencia dentro de Inglaterra de una
secta protestante dentro de los protestantes. Eran personas muy bien
organizadas que se hacían llamar a sí mismas presbiterianos. Entre
otras cosas, los presbiterianos estaban en contra del orden
protestante establecido por la reina, ya que estaban a favor de una
regla radicalmente calvinista. En su opinión, la segunda generación
de calvinistas, esto es la que había sido educada por Theodore Beza,
había traicionado a la primera, y estaba cada día más alejada de
la monarquía deseada por Dios.
Creían
los presbiterianos que la Iglesia debía gobernarse de una forma
seudodemocrática por pastores, doctores y ancianos sabios elegidos
por las propias congregaciones y que, por lo tanto, todos los
ministros de Dios tenían la misma categoría jerárquica. Por lo
tanto, para ellos el carácter que confería el anglicanismo (y
confiere) a la reina como “máxima autoridad de la Iglesia” era
algo que no tenía lógica alguna. Sin embargo, desde 1559 el
denominado Religious Settlement, o constitución religiosa que
regía en Inglaterra, así lo establecía. Tanto la reina como sus
partidarios temían que en el fondo de la oposición presbiteriana,
que originalmente lo era de orden teológico, latiese una oposición
social. Si la reina no es la cabeza de la Iglesia, ¿por qué no
cuestionarse si tal vez no es ni siquiera la cabeza del Estado?
La
Corte, además, sabía bien que el Religious Settlement no había
sido, ni de coña, un documento fácil de hacer adoptar. El
Parlamento lo había estudiado y aprobado a causa de la intensísima
presión de Burghley y sus terminales; y en la Cámara de los Lores
había pasado por tres putos votos. Incluso con el documento vigente,
las cosas habían sido difíciles. Años atrás, cuando algunos
pastores y obispos protestantes de tendencias radicales habían
abogado por una radical iconoclastia, Isabel había implantado
ostensiblemente en su capilla privada, cosa que fue de público
conocimiento, el crucifijo.
El
primero que planteó el problema presbiteriano, más o menos unos
diez años antes de que Isabel decidiese meterle mano, fue Hatton. En
1577, cuando comenzaba su carrera incipiente en la Corte, advirtió
de que Edmund Grindal, que acababa de ser nombrado arzobispo de
Canterbury, era en realidad un radical presbiteriano. El anuncio
tenía su miga, pues teniendo en cuenta el peculiar sistema
espiritual-temporal que había heredado Inglaterra de Enrique VIII,
Grindal había sido nombrado por la propia reina para la gobernación
de la Iglesia anglicana. Grindal, en este sentido, montó unas
lecturas bíblicas periódicas, donde absolutamente todo el mundo era
aceptado en igualdad de condiciones, que venían seguidas de debates
donde era habitual que el personal pusiera a parir a la Iglesia
oficial por los males habituales (excesivo gusto por las riquezas,
distancia respecto de los pobres, etc.)
Rápidamente,
la Corona reputó aquellas reuniones de ilegales. De las críticas a
las mismas fue, precisamente, de donde salió el vocablo puritano,
pronunciado como un insulto (aunque ellos, en ese momento, solían
llamarse más a menudo prophesyings). Por dos veces, Isabel
llamó a Grindal a su cámara y le conminó a dejar de realizar esas
reuniones. Cuando el bravo calvinista se negó, la reina lo expulsó
de su presencia. Grindal, como respuesta, le envió una carta en la
que renovaba su amor y disciplina por la persona de la reina pero, al
tiempo, le recordaba que, aun vestida con ricos ropajes, no dejaba de
ser una mujer más, y le recomendaba que dejase los temas religiosos
para los que verdaderamente sabían de la materia. La carta de
Grindal, de alguna manera, nos puede servir a los ajenos a estas
realidades un poco como catecismo o manifiesto fundacional del
puritanismo, elevado a estos dos conceptos combinados de profesar
fidelidad al orden temporal, pero manteniendo una rebeldía
espiritual dirigida por aquellos pastores que las propias ovejas han
elegido para que les pastoreen. Isabel, a pesar de que Burghley y
Leicester eran partidarios de dejar el tema más o menos como estaba,
acabó suspendiendo al obispo rebelde, y declarando ilegales aquellas
reuniones.
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