miércoles, febrero 07, 2018

Yalta (7: Polonia)

IMPORTANTE: Pido perdón a los lectores que siguen esta serie. El día 3 publiqué por un error de dedo el capítulo 8 de esta serie, que además estaba mal numerado como 7. Es la toma titulada: Más Polonia.

Cronológicamente, esta toma va DETRÁS de la que vas a leer ahora, que tenía que ser la 7 original.

O sea, para no liarnos, las toman van así:

No pasaré del Mar Negro
Las cositas de Stalin
La toma que estás leyendo aquí.

Lamentamos las molestias, todas ellas debidas a un error del puto becario (que se escribe todo el blog).


El martes 6 de febrero se programó una visita a Sebastopol por parte de los acompañantes de las delegaciones estadounidense y británica. Entre ellos estaba Anna Eleanor Roosevelt, para entonces Boettiger, hija del presidente de los EEUU. Anna tuvo la ocurrencia, durante la visita, de acercarse a unos niños rusos y regalarles una chocolatina que llevaba. A su regreso a Livadia, la estaba esperando una soldado soviética, de uniforme, quien la informó fríamente de que “los niños de la URSS tienen suficiente alimento” y le devolvió la chocolatina.

A Stalin le ibas a ir tú con huevos Kinder, no te jode...
La habitual reunión militar tuvo lugar a las 10 de la mañana, en el edificio de la delegación británica. La reunión, al parecer, tomó un aspecto más técnico que el día anterior, aunque cabe recordar que comenzó con una advertencia general del almirante Kuznetsov, en el sentido de que el camarada primer secretario general del Comité Central del PCUS, o sea Stalin, era también el jefe de Estado Mayor y el comandante de todos los teatros de operaciones; razón por la cual cualquier decisión que se tomase en aquella mesa debería ser confirmada por él.

Hecha esta apreciación previa, la discusión se centró en las medidas a tomar para evitar el fuego amigo y mejorar la coordinación en la ofensiva. Antonov propuso, en este sentido, que se respetase una línea de bombardeo que pasara por Stettin, Berlín y Viena hasta Zagreb, delimitando los dos campos de tiro. El general Kuter protestó considerando que era un esquema demasiado rígido, y propuso un sistema, la verdad, bastante más racional entre aliados: la designación de oficiales de enlace expertos que coordinasen la acción de la aviación angloamericana y de las tropas soviéticas de tierra. La por así llamada solución Antonov, dijeron los occidentales, podría suponer fácilmente que la aviación aliada tendría prohibidos importantes objetivos estratégicos, como las instalaciones petrolíferas de Politz o los centros industriales de Dresde.

Tras una larga discusión, obstaculizada por la necesidad de la interpretación, se llegó a un punto medio: se fijaría una línea delimitadora como querían los soviéticos, pero al tiempo se preveía la creación de un contacto entre los altos estados mayores para operaciones de importancia excepcional; de hecho, se nombró una comisión formada por Khyudanov, Kuter y Portal, para estudiarlas. Acto seguido, los soviéticos aceptaron (porque, sí, esto no era posible antes de Yalta) que bombarderos occidentales que por la noche se quedasen sin combustible para regresar a su base pudieran aterrizar en aeródromos controlados por los soviéticos. A continuación, se discutieron los aspectos técnicos de un plan de coordinación de las acciones ofensivas. Después, tras unas largas exposiciones de los almirantes estadounidenses sobre la guerra en el Pacífico, que los soviéticos escucharon casi displicentemente y ante las que apenas hicieron preguntas, los militares concluyeron que habían consumido todos los temas pendientes en sus reuniones, por lo que, en adelante, se reunirían únicamente si las delegaciones les pedían que lo hiciesen. Como se puede ver, en Yalta el menor de los problemas era la guerra y quién iba a ganarla.

Por lo que se refiere a los ministros de Exteriores, se reunieron a mediodía en el Gran Palacio y almorzaron juntos. Trataron de trabajar un texto de consenso sobre el futuro de Alemania. El consenso, sin embargo, encontró una gran dificultad cuando Molotov propuso que la nota llevase la siguiente frase: con el objeto de garantizar la paz y la seguridad de Europa, se tomarán las medidas siguientes para el desmembramiento de Alemania. Anthony Eden consideraba que una afirmación tan clara suponía un compromiso para las tres potencias demasiado firme antes de que la cuestión se hubiera analizado con profundidad. Los ministros, por lo tanto, fueron incapaces de desarrollar un texto común, por lo que dejaron el tema en manos de sus jefes.

Sin embargo, sí que se pusieron rápidamente de acuerdo sobre la nota de prensa referida a la propia conferencia, que tiene su importancia por haberse convertido, con el tiempo, en el único documento oficial publicado durante la celebración de la misma. Su principal preocupación, y es así como debe ser leído, es presentar una contraversión a muchos rumores que estaban siendo distribuidos por los alemanes en aquel momento. Aquí va mi traducción particular:

El Presidente de los Estados Unidos de América, el Premier de la Unión Soviética y el Primer Ministro de la Gran Bretaña, acompañados de sus jefes de Estado Mayor, sus ministros de Exteriores y otros consejeros, se están reuniendo en la costa del Mar Negro.

Su objetivo es concentrarse en encontrar la vía para establecer los planes necesarios que consigan la derrota del enemigo y para implantar, con la ayuda de otros aliados, las bases sólidas de una paz duradera. Las reuniones han tenido lugar de forma continua.

La Conferencia ha comenzado con debates sobre las cuestiones puramente militares. Se ha procedido a revisar la situación actual y a un intercambio total de informaciones. Existe un acuerdo total a favor de las operaciones combinadas en la última fase de la guerra contra la Alemania nazi. Los Estados Mayores de las tres naciones elaboran actualmente de forma coordinada los planes detallados.

Los debates sobre los problemas que plantea el establecimiento de una paz duradera también han comenzado ya. Estos debates incluirán los proyectos comunes para la ocupación y el control de Alemania, los problemas económicos y políticos de la Europa liberada, y las proposiciones para la formación, tan rápida como posible, de una organización permanente para el mantenimiento de la paz.

Se publicará un comunicado al final de la Conferencia.

Como le suele ocurrir a muchos documentos históricos, este texto es probablemente más relevante por lo que no dice que por lo que dice. Habla del concurso de otros aliados, pero no cita expresamente a Francia como probablemente habrían querido los británicos; habla de la paz mundial pero no habla de la democracia ni de la libertad de los pueblos para elegir sus destinos; y habla de la ocupación de Alemania, pero no de su desmembramiento y tampoco cita el asunto de las reparaciones de guerra. Es, literalmente, un mínimo común divisor de las posiciones de las tres potencias sobre la materia.

Aquel día, Roosevelt y Churchill, junto con algunos miembros de sus delegaciones, almorzaron juntos. El almuerzo se prolongó hasta las tres de la tarde y, como quiera que la siguiente sesión se debía producir a la cuatro, Churchill no tenía tiempo físico de regresar a villa Vorontsov para hacer la siesta. Así las cosas, dos militares estadounidenses le prestaron su habitación para que se sobase un rato.

La reunión plenaria, efectivamente comenzó un poco después de las cuatro de la tarde. Tocaba aquel día hablar de la organización de las Naciones Unidas. Fue Stettinius el encargado de presentar el proyecto rooseveltiano. Era una exposición bastante pastueña, pues desde Dumbarton Oaks un montón de aspectos de la realización del proyecto estaban ya acordados. En realidad, sólo existía ya un gran punto de fricción con los sovieticos: la aplicación del derecho de veto.

Los soviéticos consideraban que el veto debería poder aplicarse antes de que un asunto llegase al orden del día de los órganos de Naciones Unidas; que, por lo tanto, las grandes potencias deberían tener la capacidad de impedir que la ONU siquiera discutiese tal o cual asunto, evitando de esta manera que la lupa pública se pudiera colocar sobre dicho asunto. Estadounidenses y británicos, sin embargo, sostenían que en una verdadera democracia (pero, claro, qué tipo de argumento era ése para Stalin...) no se podía impedir la discusión pública de un asunto. Por lo tanto, consideraban que el veto debía existir, pero sólo sería invocable tras la reunión, discusión y votación de la Asamblea. Asimismo, también consideraban que, en los asuntos que directamente afectasen a alguna de las grandes potencias, ésta debería perder el derecho de veto. Sin embargo, ya en diciembre Roosevelt le había escrito una carta a Stalin en la que le había informado de que estaba dispuesto a considerar el veto como un derecho permanente.

Stettinius, en una larga disertación durante la cual Stalin, modestamente vestido de caqui, no dejó de dibujar lobos con un lápiz rojo, explicó el proyecto occidental. A su fin, Churchill tomó la palabra para apoyar dicho proyecto y, tratando de ejemplificar la injusticia de un veto ex ante, tuvo la elegancia de tirarse un ladrillo a su propio tejado tomando un ejemplo sacado de su realidad colonial: Hong Kong. Podría ser, vino a decir, que Gran Bretaña tuviese poder de veto sobre la decisión de devolverle Hong Kong a los chinos; pero sería injusto no reconocerle a esos mismos chinos el derecho a explicar sus tesis sobre la materia.

Stalin respondió con escepticismo. A mí, vino a decir, si fuese chino, todo lo que me interesaría es que me devolviesen Hong Kong. No entiendo que las discusiones sean tan importantes; lo que lo son, son las decisiones. De hecho, continuó el camarada primer secretario general, no es sólo China quien querría una decisión en lugar del derecho a hablar; lo mismo, seguro, le pasa a Egipto respecto del canal de Suez.

Evidentemente, esto cabreó a Churchill. La consecuencia fue que Roosevelt intentó apaciguar los ánimos; pero no evitó que las dos posiciones sobre el veto permaneciesen impasibles los ademanes.

El presidente estadounidense se extendió sobre uno de sus temas preferidos: el derecho de los países pequeños a la hora de expresar su opinión sobre asuntos que les afectan. Pero, la verdad, para entonces, si no estuviese mesmerizado por Harry Hopkins y por su propia personalidad de millonario que cree entender a los pobres que nunca ha conocido, ya debería haber tenido claro que ese tipo de argumentos a Stalin lo dejaban más frío que a Chebwacca en casa de Llongueras. De hecho, el jefe soviético fue mucho más claro que sus dos contertulios a la hora de centrar el tema: si había habido, no una, sino dos guerras mundiales, dijo, había sido por los problemas que habían tenido las grandes potencias a la hora de llegar a acuerdos. Por lo tanto, opinó, mejor que montar una asamblea donde todos pudieran hablar y soltar sus meconios, mejor harían las personas sentadas en la mesa en desarrollar un pacto sólido y duradero entre las grandes potencias para prevenir un conflicto entre ellas.

Da la sensación, leyendo aquellas discusiones, que en la mesa había sentadas dos personas: Stalin y Churchill, que tenían muy claro que, acabada la segunda guerra mundial, se corría el peligro de que estallase otra guerra, esta vez entre los ganadores. Pero había un tercero que, en buena parte, creía que estaba en una merienda de los Chiripitifláuticos.

Roosevelt, de hecho, se quedó pijarriba tras la intervención de Stalin. La URSS se estaba, literalmente, cargando su bello sueño. Más aún: Stalin le arreó un zasca en toda la boca cuando dijo, de seguido, que ni siquiera había tenido tiempo de abrir el dossier sobre el proyecto de Naciones Unidas que le había enviado la Casa Blanca el 5 de diciembre. Teniendo en cuenta que Stalin había dado ya muestras, y las seguiría dando, de tener un total control sobre los temas que se sometían a discusión, eso equivalía a confesar que se había limpiado el orto con las ideas de FDR, que le parecían utópicas.

En ese punto, al presidente de la conferencia no le quedó otra que dejar el asunto para más adelante. Claro que, al abandonar el temita de las Naciones Unidas, no hacía más que pasar al siguiente punto del orden del día previsto, que era bastante peor.

Polonia.

Roosevelt comenzó poquito a poquito. Afirmó que el pueblo americano estaba dispuesto a aceptar la denominada Línea Curzon como frontera oriental de Polonia. Sería saludable, dijo, que en respuesta a ello la URSS aceptase dejar dentro de Polonia Lwow y su provincia (y sus explotaciones petrolíferas). Pero, terminó el hombre más poderoso del mundo, “esto no es algo en lo que yo insista; me limito a sugerir”.

Asimismo, expresó el deseo de que en Polonia hubiese un gobierno representativo, con el apoyo de todas las grandes potencias. Más en concreto, apuntó la posibilidad de que se crease un Consejo Presidencial con todos los jefes de facciones polacas, que formaría un gobierno con la presencia de los líderes de los cinco grandes partidos políticos locales. Eso sí, el presidente estadounidense aclaró que ni conocía a los miembros del gobierno polaco en el exilio de Londres, ni a los de Lublin.

Churchill intervino para declararse partidario de que Lwow fuese parte integrante de la URSS, algo que, tras el esfuerzo bélico, consideró, a través de su ministro Eden, que era un derecho de los soviéticos. Sin embargo, situó la cesión de la provincia a favor de los polacos en el terreno de los gestos de buena voluntad de la URSS, un acto de magnanimidad que, dijo, estaba seguro que el mundo reconocería como tal.

Acto seguido, los británicos recordaron lo obvio: que ellos habían entrado en la guerra para defender a Polonia y que, en consecuencia, para ellos era un objetivo fundamental el reconocimiento de una Polonia libre. Los polacos, dijo Churchill, deben ser jefes de su propia casa y dueños de su alma. Eso sí, recordó que si bien Londres había reconocido al gobierno polaco en el exilio, no tenía ninguna relación estrecha con él. Pero consideraban que se debía crear un gobierno provisional que diera lugar a unas elecciones libres y la formación de uno plenamente democrático.

Tras estas intervenciones, la delegación soviética pidió un receso de diez minutos para discutir entre ella. Tras dicha pausa, fue lógicamente Stalin quien tomó la palabra.

Comenzó el camarada primer secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética afirmando que, en su opinión, la cuestión polaca era, al mismo tiempo, una cuestión de honor y una cuestión de seguridad. De honor, porque era deseo de la URSS acabar con las viejas polémicas con Polonia. De seguridad, continuó, porque, como bien demuestra la Historia, Polonia había sido el corredor que habían utilizado todos los agresores que habían intentado tomar Moscú. Por dos veces, recordó Stalin, por dos veces en menos de medio siglo, los alemanes han usado ese corredor. Y es por eso que el interés de la URSS es que Polonia deje de ser el país débil que ha sido.

La URSS, dijo Stalin, quiere una Polonia fuerte, independiente y democrática (debe recordarse, en este sentido, que uno de los objetivos del comunismo, precisamente desde Stalin, fue monopolizar para sí el concepto de lo democrático; cosa que, de hecho, sigue intentando en aquellas naciones donde todavía existe, como España). La URSS, dijo, no tenía capacidad para bloquear el corredor; eso es algo que debería hacer una Polonia fuerte. Por eso la URSS quería un país independiente y sólido, al revés que los zares, que todo lo que habían pretendido era absorber el país.

A través de esta lupa, continuó Stalin, las decisiones a tomar aparecen como bastante simples. Sobre la línea Curzon dijo, mirando a los ojos a Churchill, que era una línea diseñada por un inglés (lord Curzon) y un francés (Clemenceau). Los rusos, recordó, no habían sido consultados y de hecho estaban en pleno desacuerdo con su diseño.

La línea Curzon, de hecho, había sido diseñada para salir del paso en la guerra entre Rusia y Polonia que se produjo al final de la segunda década del siglo XX. Esta línea, que atraviesa Polonia de norte a sur casi a la altura de Brest, efectivamente no había sido consultada con los rusos; de hecho era cierto, como Stalin se preocupó de recordar en la mesa de Yalta, que Vladimir Lenin había protestado vivamente por la pérdida de la provincia de Bialystok. “Nosotros”, dijo Stalin con evidente sorna, “defendemos la Línea Lenin, y no por eso nos vamos a sentir menos rusos que Curzon o Clemenceau”.

En su discurso, el camarada primer secretario general del Comité Central del PCUS esgrimió ante sus hemos de suponer que asombrados interlocutores un argumento increíble: la opinión pública rusa. Si tanto él como Molotov regresaban a Moscú habiendo aceptado la línea Curzon, digo, el pueblo ruso se les echaría encima, considerando que se habían plegado a los intereses anglofranceses. El argumento no deja de ser curioso viniendo de un tipo que enviaba a la gente a Siberia a morir allí por hacer un inocente comentario sobre Trotsky en la barbería mientras se cortaba el pelo; la verdad, si la opinión pública rusa consideraba que Stalin les había vendido en Yalta, era altamente improbable que se lo hiciese saber.

Campanudamente, Stalin anunció que prefería mil veces continuar la guerra “hasta garantizarle a los polacos derechos sobre tierra alemana”, que era una forma elegante de decir garantizarle a los rusos derechos sobre tierra polaca; porque la jugada de Stalin en Yalta era que Polonia le cobrase a Prusia lo que la URSS le pensaba quitar. Por lo tanto, concluyó, lo que tenía que hacer la conferencia era garantizar desde ya el trazado de la frontera occidental polaca sobre la línea Oder-Niesse, o sea tomando una parte importante de tierra prusiana.

En cuanto al gobierno de Polonia, Stalin jugó una de sus cartas más querida, ésa que dice “mira qué demócrata soy”. Se colocó frente a la opinión de Churchill, proclive a entregarle el gobierno a las instituciones en el exilio, y consideró que había que consultarle a los polacos. “Sé que dicen de mí que soy un dictador”, continuó, “pero tengo suficiente sentimiento democrático como para rechazar la idea de que los polacos no sean consultados”. Una de las grandes habilidades de la Internacional durante aquellos años fue, sin duda, apropiarse del concepto de democracia (hasta el punto de apelar al comunismo de “centralismo democrático” o de convencernos de que todos los integrantes del bando republicano de nuestra guerra civil eran demócratas) y relativizar el concepto de consulta al pueblo o, si se prefiere, convencer al mundo de que los pueblos tienen más formas de hablar que mediante las urnas (por ejemplo: llenando plazas para dar vivas al compañero Fidel).

Manteniendo su papel de poli bueno, Stalin recordó que, algunas semanas antes, Stanislaw Mikolajczyk, primer ministro del gobierno polaco de Londres, Stanislaw Grabski, también miembro de dicho gobierno, y los integrantes del de Lublin se habían reunido en Moscú y habían intercambiado puntos de vista. Los polacos de Lublin, continuó Stalin, no tenían la culpa de que Mikolajczyk hubiera tenido después que abandonar la primera línea del gobierno de Londres.

Reconocía, eso sí, que la situación era puteona. En opinión de Stalin, la caída del primer ministro de Londres se había debido a su proclividad a llegar a un acuerdo con Lublin. Tomasz Arciszewski (erróneamente citado en las actas de Yalta por los traductores como Artieszewski) y Wladislaw Raczkiewicz (Raskiewycz en las actas) eran los principales opositores a un acuerdo. Por su parte, entre los polacos de Lublin, sus principales dirigentes, Boleslaw Bierut y Edward Osobka-Morawski, tampoco querían ya ningún acuerdo con Londres.

En medio de este merdé, Stalin consideró que lo lógico era considerar como gobierno legítimo al que ya estaba en Varsovia (o sea: adiós Londres, hola Lublin), “que es”, recordó, “un gobierno provisional, pero no menos provisional que el del general De Gaulle en Francia”. No podía confiar, dijo, en el gobierno polaco de Londres, pues tenía pruebas de que trabajaba en contra de los intereses soviéticos en Polonia.

En el silencio que se hizo tras el largo discurso de Stalin, Hopkins le deslizó una nota a Roosevelt. En la misma le decía que, teniendo en cuenta el humor del que estaba el representante soviético (había hecho casi todo su discurso con los ojos bajos y voz metálica) y que eran las siete y cuarto de la tarde, lo mejor era dejar la cuestión para más adelante. En puridad eso mismo: dejar las cosas para más adelante, era lo que mejor se le daba a Harry Hopkins.

Churchill, en cambio, no era de la misma opinión. Tomó la palabra para decir, con cierto humor flemático inglés, que resultaba obvio que rusos y británicos se informaban sobre Polonia en fuentes diferentes, pues la idea de la situación que tenían cada uno era también totalmente diferente. Dicho esto, añadió, cuando menos él, Winston Churchill, ni estirando al máximo las fuentes de información más favorables podía llegar a imaginar que el gobierno de Lublin representase a más de un tercio de la población polaca; de donde le cabía concluir que, en el momento que el pueblo polaco pudiera expresar su opinión, le sería imposible mantenerse en el poder. Una forma elegante de decirle: “a ver, macho, que yo sé bien cuál es tu sentimiento democrático de los cojones”.

El principal miedo de los británicos, continuó, es que tras la caída de los alemanes, el ejército polaco clandestino entrase en conflicto con el gobierno de Lublin, lo que reiniciaría el baño de sangre en un territorio ya muy castigado por la guerra. Estaba completamente de acuerdo en que todo aquél que atacase o sabotease al Ejército Rojo debía ser castigado (Stalin había insinuado que esto lo hacían los polacos de Londres); pero quería dejar claro que el gobierno de la Gran Bretaña rechazaba de plano la idea de que el gobierno de Lublin pudiese representar a Polonia.

Antes de que Stalin pudiera contestar, Roosevelt tomó la palabra y, como presidente, propuso dejar el tema para la sesión del día siguiente, y todos los aceptaron.

Los testimonios de aquel día nos dicen que el Stalin que regresó a sus aposentos estaba muy serio y claramente enfadado. En lo tocante a Churchill, una vez que se vió en el comedor del palacio Vorontsov, tuvo un enorme ataque de ira. Roosevelt, por su parte, cenó con su familia y algunos de sus consejeros más cercanos. Pero no con Hopkins, porque éste se había retirado a su propia habitación para redactar el borrador de una carta del presidente a Stalin.

En dicha carta, Roosevelt le proponía a Stalin que invitase a acudir a Yalta, con la firma de los tres grandes, a Bierut y Osobka-Morawski, además de otros considerados importantes representantes de la sociedad civil polaca (entre ellos el arzobispo de Cracovia, Adam Stepan Sapieha); con los que se podría estudiar la forma de transferir la solidaridad de las potencias al gobierno de Lublin.

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