IMPORTANTE: Pido perdón a los lectores que siguen esta serie. El día 3 publiqué por un error de dedo el capítulo 8 de esta serie, que además estaba mal numerado como 7. Es la toma titulada: Más Polonia.
Cronológicamente, esta toma va DETRÁS de la que vas a leer ahora, que tenía que ser la 7 original.
O sea, para no liarnos, las toman van así:
No pasaré del Mar Negro
Las cositas de Stalin
Lamentamos las molestias, todas ellas debidas a un error del puto becario (que se escribe todo el blog).
El martes 6 de febrero se programó una visita a Sebastopol por parte de los acompañantes de las delegaciones estadounidense y británica. Entre ellos estaba Anna Eleanor Roosevelt, para entonces Boettiger, hija del presidente de los EEUU. Anna tuvo la ocurrencia, durante la visita, de acercarse a unos niños rusos y regalarles una chocolatina que llevaba. A su regreso a Livadia, la estaba esperando una soldado soviética, de uniforme, quien la informó fríamente de que “los niños de la URSS tienen suficiente alimento” y le devolvió la chocolatina.
A Stalin le ibas a ir tú con huevos Kinder, no te jode...
Cronológicamente, esta toma va DETRÁS de la que vas a leer ahora, que tenía que ser la 7 original.
O sea, para no liarnos, las toman van así:
No pasaré del Mar Negro
Las cositas de Stalin
La toma que estás leyendo aquí.
Lamentamos las molestias, todas ellas debidas a un error del puto becario (que se escribe todo el blog).
El martes 6 de febrero se programó una visita a Sebastopol por parte de los acompañantes de las delegaciones estadounidense y británica. Entre ellos estaba Anna Eleanor Roosevelt, para entonces Boettiger, hija del presidente de los EEUU. Anna tuvo la ocurrencia, durante la visita, de acercarse a unos niños rusos y regalarles una chocolatina que llevaba. A su regreso a Livadia, la estaba esperando una soldado soviética, de uniforme, quien la informó fríamente de que “los niños de la URSS tienen suficiente alimento” y le devolvió la chocolatina.
A Stalin le ibas a ir tú con huevos Kinder, no te jode...
Hecha esta
apreciación previa, la discusión se centró en las medidas a tomar
para evitar el fuego amigo y mejorar la coordinación en la ofensiva.
Antonov propuso, en este sentido, que se respetase una línea de
bombardeo que pasara por Stettin, Berlín y Viena hasta Zagreb,
delimitando los dos campos de tiro. El general Kuter protestó
considerando que era un esquema demasiado rígido, y propuso un
sistema, la verdad, bastante más racional entre aliados: la
designación de oficiales de enlace expertos que coordinasen la
acción de la aviación angloamericana y de las tropas soviéticas de
tierra. La por así llamada solución Antonov, dijeron los
occidentales, podría suponer fácilmente que la aviación aliada
tendría prohibidos importantes objetivos estratégicos, como las
instalaciones petrolíferas de Politz o los centros industriales de
Dresde.
Tras una larga
discusión, obstaculizada por la necesidad de la interpretación, se
llegó a un punto medio: se fijaría una línea delimitadora como
querían los soviéticos, pero al tiempo se preveía la creación de
un contacto entre los altos estados mayores para operaciones de
importancia excepcional; de hecho, se nombró una comisión formada
por Khyudanov, Kuter y Portal, para estudiarlas. Acto seguido, los
soviéticos aceptaron (porque, sí, esto no era posible antes de
Yalta) que bombarderos occidentales que por la noche se quedasen sin
combustible para regresar a su base pudieran aterrizar en aeródromos
controlados por los soviéticos. A continuación, se discutieron los
aspectos técnicos de un plan de coordinación de las acciones
ofensivas. Después, tras unas largas exposiciones de los almirantes
estadounidenses sobre la guerra en el Pacífico, que los soviéticos
escucharon casi displicentemente y ante las que apenas hicieron
preguntas, los militares concluyeron que habían consumido todos los
temas pendientes en sus reuniones, por lo que, en adelante, se
reunirían únicamente si las delegaciones les pedían que lo
hiciesen. Como se puede ver, en Yalta el menor de los problemas era la guerra y quién iba a ganarla.
Por lo que se
refiere a los ministros de Exteriores, se reunieron a mediodía en el
Gran Palacio y almorzaron juntos. Trataron de trabajar un texto de
consenso sobre el futuro de Alemania. El consenso, sin embargo,
encontró una gran dificultad cuando Molotov propuso que la nota
llevase la siguiente frase: con el objeto de garantizar la paz y
la seguridad de Europa, se tomarán las medidas siguientes para el
desmembramiento de Alemania. Anthony Eden consideraba que una
afirmación tan clara suponía un compromiso para las tres potencias
demasiado firme antes de que la cuestión se hubiera analizado con
profundidad. Los ministros, por lo tanto, fueron incapaces de
desarrollar un texto común, por lo que dejaron el tema en manos de
sus jefes.
Sin embargo, sí
que se pusieron rápidamente de acuerdo sobre la nota de prensa
referida a la propia conferencia, que tiene su importancia por
haberse convertido, con el tiempo, en el único documento oficial
publicado durante la celebración de la misma. Su principal
preocupación, y es así como debe ser leído, es presentar una
contraversión a muchos rumores que estaban siendo distribuidos por
los alemanes en aquel momento. Aquí va mi traducción particular:
El Presidente de los Estados Unidos
de América, el Premier de la Unión Soviética y el Primer Ministro
de la Gran Bretaña, acompañados de sus jefes de Estado Mayor, sus
ministros de Exteriores y otros consejeros, se están reuniendo en la
costa del Mar Negro.
Su objetivo es concentrarse en
encontrar la vía para establecer los planes necesarios que consigan
la derrota del enemigo y para implantar, con la ayuda de otros
aliados, las bases sólidas de una paz duradera. Las reuniones han
tenido lugar de forma continua.
La Conferencia ha comenzado con
debates sobre las cuestiones puramente militares. Se ha procedido a
revisar la situación actual y a un intercambio total de
informaciones. Existe un acuerdo total a favor de las operaciones
combinadas en la última fase de la guerra contra la Alemania nazi.
Los Estados Mayores de las tres naciones elaboran actualmente de
forma coordinada los planes detallados.
Los debates sobre los problemas que
plantea el establecimiento de una paz duradera también han comenzado
ya. Estos debates incluirán los proyectos comunes para la ocupación
y el control de Alemania, los problemas económicos y políticos de
la Europa liberada, y las proposiciones para la formación, tan
rápida como posible, de una organización permanente para el
mantenimiento de la paz.
Se publicará un comunicado al final
de la Conferencia.
Como le suele
ocurrir a muchos documentos históricos, este texto es probablemente
más relevante por lo que no dice que por lo que dice. Habla del
concurso de otros aliados, pero no cita expresamente a Francia como
probablemente habrían querido los británicos; habla de la paz
mundial pero no habla de la democracia ni de la libertad de los
pueblos para elegir sus destinos; y habla de la ocupación de
Alemania, pero no de su desmembramiento y tampoco cita el asunto de
las reparaciones de guerra. Es, literalmente, un mínimo común
divisor de las posiciones de las tres potencias sobre la materia.
Aquel día,
Roosevelt y Churchill, junto con algunos miembros de sus
delegaciones, almorzaron juntos. El almuerzo se prolongó hasta las
tres de la tarde y, como quiera que la siguiente sesión se debía
producir a la cuatro, Churchill no tenía tiempo físico de regresar
a villa Vorontsov para hacer la siesta. Así las cosas, dos militares
estadounidenses le prestaron su habitación para que se sobase un
rato.
La reunión
plenaria, efectivamente comenzó un poco después de las cuatro de la
tarde. Tocaba aquel día hablar de la organización de las Naciones
Unidas. Fue Stettinius el encargado de presentar el proyecto
rooseveltiano. Era una exposición bastante pastueña,
pues desde Dumbarton Oaks un montón de aspectos de la realización
del proyecto estaban ya acordados. En realidad, sólo existía ya un
gran punto de fricción con los sovieticos: la aplicación del
derecho de veto.
Los soviéticos
consideraban que el veto debería poder aplicarse antes de que un
asunto llegase al orden del día de los órganos de Naciones Unidas;
que, por lo tanto, las grandes potencias deberían tener la capacidad
de impedir que la ONU siquiera discutiese tal o cual asunto, evitando
de esta manera que la lupa pública se pudiera colocar sobre dicho
asunto. Estadounidenses y británicos, sin embargo, sostenían que en
una verdadera democracia (pero, claro, qué tipo de argumento era ése
para Stalin...) no se podía impedir la discusión pública de un
asunto. Por lo tanto, consideraban que el veto debía existir, pero
sólo sería invocable tras la reunión, discusión y votación de la
Asamblea. Asimismo, también consideraban que, en los asuntos que
directamente afectasen a alguna de las grandes potencias, ésta
debería perder el derecho de veto. Sin embargo, ya en diciembre
Roosevelt le había escrito una carta a Stalin en la que le había
informado de que estaba dispuesto a considerar el veto como un
derecho permanente.
Stettinius, en una
larga disertación durante la cual Stalin, modestamente vestido de
caqui, no dejó de dibujar lobos con un lápiz rojo, explicó el
proyecto occidental. A su fin, Churchill tomó la palabra para apoyar
dicho proyecto y, tratando de ejemplificar la injusticia de un veto
ex ante, tuvo la elegancia de tirarse un ladrillo a su propio
tejado tomando un ejemplo sacado de su realidad colonial: Hong Kong.
Podría ser, vino a decir, que Gran Bretaña tuviese poder de veto
sobre la decisión de devolverle Hong Kong a los chinos; pero sería
injusto no reconocerle a esos mismos chinos el derecho a explicar sus
tesis sobre la materia.
Stalin respondió
con escepticismo. A mí, vino a decir, si fuese chino, todo lo que me
interesaría es que me devolviesen Hong Kong. No entiendo que las
discusiones sean tan importantes; lo que lo son, son las decisiones.
De hecho, continuó el camarada primer secretario general, no es sólo
China quien querría una decisión en lugar del derecho a hablar; lo
mismo, seguro, le pasa a Egipto respecto del canal de Suez.
Evidentemente, esto
cabreó a Churchill. La consecuencia fue que Roosevelt intentó apaciguar los ánimos; pero no evitó que las dos posiciones sobre el
veto permaneciesen impasibles los ademanes.
El presidente
estadounidense se extendió sobre uno de sus temas preferidos: el
derecho de los países pequeños a la hora de expresar su opinión
sobre asuntos que les afectan. Pero, la verdad, para entonces, si no
estuviese mesmerizado por Harry Hopkins y por su propia personalidad
de millonario que cree entender a los pobres que nunca ha conocido, ya debería haber tenido claro que ese tipo de argumentos a Stalin lo dejaban más
frío que a Chebwacca en casa de Llongueras. De hecho, el jefe
soviético fue mucho más claro que sus dos contertulios a la hora de
centrar el tema: si había habido, no una, sino dos guerras
mundiales, dijo, había sido por los problemas que habían tenido las
grandes potencias a la hora de llegar a acuerdos. Por lo tanto,
opinó, mejor que montar una asamblea donde todos pudieran hablar y
soltar sus meconios, mejor harían las personas sentadas en la mesa
en desarrollar un pacto sólido y duradero entre las grandes
potencias para prevenir un conflicto entre ellas.
Da la sensación,
leyendo aquellas discusiones, que en la mesa había sentadas dos
personas: Stalin y Churchill, que tenían muy claro que, acabada la
segunda guerra mundial, se corría el peligro de que estallase otra
guerra, esta vez entre los ganadores. Pero había un tercero que, en
buena parte, creía que estaba en una merienda de los
Chiripitifláuticos.
Roosevelt, de
hecho, se quedó pijarriba tras la intervención de Stalin. La URSS
se estaba, literalmente, cargando su bello sueño. Más aún: Stalin
le arreó un zasca en toda la boca cuando dijo, de seguido, que ni
siquiera había tenido tiempo de abrir el dossier sobre el proyecto
de Naciones Unidas que le había enviado la Casa Blanca el 5 de
diciembre. Teniendo en cuenta que Stalin había dado ya muestras, y
las seguiría dando, de tener un total control sobre los temas que se
sometían a discusión, eso equivalía a confesar que se había
limpiado el orto con las ideas de FDR, que le parecían utópicas.
En ese punto, al
presidente de la conferencia no le quedó otra que dejar el asunto
para más adelante. Claro que, al abandonar el temita de las Naciones
Unidas, no hacía más que pasar al siguiente punto del orden del día
previsto, que era bastante peor.
Polonia.
Roosevelt comenzó
poquito a poquito. Afirmó que el pueblo americano estaba dispuesto a
aceptar la denominada Línea Curzon como frontera oriental de
Polonia. Sería saludable, dijo, que en respuesta a ello la URSS
aceptase dejar dentro de Polonia Lwow y su provincia (y sus
explotaciones petrolíferas). Pero, terminó el hombre más poderoso
del mundo, “esto no es algo en lo que yo insista; me limito a
sugerir”.
Asimismo,
expresó el deseo de que en Polonia hubiese un gobierno
representativo, con el apoyo de todas las grandes potencias.
Más en concreto, apuntó la posibilidad de que se crease un Consejo
Presidencial con todos los jefes de facciones polacas, que formaría
un gobierno con la presencia de los líderes de los cinco grandes
partidos políticos locales. Eso sí, el presidente estadounidense
aclaró que ni conocía a los miembros del gobierno polaco en el
exilio de Londres, ni a los de Lublin.
Churchill
intervino para declararse partidario de que Lwow fuese parte
integrante de la URSS, algo que, tras el esfuerzo bélico, consideró,
a través de su ministro Eden, que era un derecho de los soviéticos.
Sin embargo, situó la cesión de la provincia a favor de los polacos
en el terreno de los gestos de buena voluntad de la URSS, un acto de
magnanimidad que, dijo, estaba seguro que el mundo reconocería como
tal.
Acto
seguido, los británicos recordaron lo obvio: que ellos habían
entrado en la guerra para defender a Polonia y que, en consecuencia,
para ellos era un objetivo fundamental el reconocimiento de una
Polonia libre. Los polacos, dijo Churchill, deben ser jefes de su
propia casa y dueños de su alma. Eso sí, recordó que si bien
Londres había reconocido al gobierno polaco en el exilio, no tenía
ninguna relación estrecha con él. Pero consideraban que se debía
crear un gobierno provisional que diera lugar a unas elecciones
libres y la formación de uno plenamente democrático.
Tras
estas intervenciones, la delegación soviética pidió un receso de
diez minutos para discutir entre ella. Tras dicha pausa, fue
lógicamente Stalin quien tomó la palabra.
Comenzó
el camarada primer secretario general del Comité Central del Partido
Comunista de la Unión Soviética afirmando que, en su opinión, la
cuestión polaca era, al mismo tiempo, una cuestión de honor y una
cuestión de seguridad. De honor, porque era deseo de la URSS acabar
con las viejas polémicas con Polonia. De seguridad, continuó,
porque, como bien demuestra la Historia, Polonia había sido el
corredor que habían utilizado todos los agresores que habían
intentado tomar Moscú. Por dos veces, recordó Stalin, por dos veces
en menos de medio siglo, los alemanes han usado ese corredor. Y es
por eso que el interés de la URSS es que Polonia deje de ser el país
débil que ha sido.
La
URSS, dijo Stalin, quiere una Polonia fuerte, independiente y
democrática (debe recordarse, en este sentido, que uno de los
objetivos del comunismo, precisamente desde Stalin, fue monopolizar
para sí el concepto de lo democrático; cosa que, de hecho, sigue
intentando en aquellas naciones donde todavía existe, como España). La URSS,
dijo, no tenía capacidad para bloquear el corredor; eso es algo que
debería hacer una Polonia fuerte. Por eso la URSS quería un país
independiente y sólido, al revés que los zares, que todo lo que
habían pretendido era absorber el país.
A
través de esta lupa, continuó Stalin, las decisiones a tomar
aparecen como bastante simples. Sobre la línea Curzon dijo, mirando
a los ojos a Churchill, que era una línea diseñada por un inglés
(lord Curzon) y un francés (Clemenceau). Los rusos, recordó, no
habían sido consultados y de hecho estaban en pleno desacuerdo con
su diseño.
La
línea Curzon, de hecho, había sido diseñada para salir del paso en
la guerra entre Rusia y Polonia que se produjo al final de la segunda
década del siglo XX. Esta línea, que atraviesa Polonia de norte a
sur casi a la altura de Brest, efectivamente no había sido
consultada con los rusos; de hecho era cierto, como Stalin se
preocupó de recordar en la mesa de Yalta, que Vladimir Lenin había
protestado vivamente por la pérdida de la provincia de Bialystok.
“Nosotros”, dijo Stalin con evidente sorna, “defendemos la
Línea Lenin, y no por eso nos vamos a sentir menos rusos que Curzon
o Clemenceau”.
En su
discurso, el camarada primer secretario general del Comité Central
del PCUS esgrimió ante sus hemos de suponer que asombrados
interlocutores un argumento increíble: la opinión pública rusa. Si
tanto él como Molotov regresaban a Moscú habiendo aceptado la línea
Curzon, digo, el pueblo ruso se les echaría encima, considerando que
se habían plegado a los intereses anglofranceses. El argumento no
deja de ser curioso viniendo de un tipo que enviaba a la gente a
Siberia a morir allí por hacer un inocente comentario sobre Trotsky
en la barbería mientras se cortaba el pelo; la verdad, si la opinión
pública rusa consideraba que Stalin les había vendido en Yalta, era
altamente improbable que se lo hiciese saber.
Campanudamente,
Stalin anunció que prefería mil veces continuar la guerra “hasta
garantizarle a los polacos derechos sobre tierra alemana”, que era
una forma elegante de decir garantizarle a los rusos derechos sobre
tierra polaca; porque la jugada de Stalin en Yalta era que Polonia le cobrase a Prusia lo que la URSS le pensaba quitar. Por lo tanto, concluyó, lo que tenía que hacer la
conferencia era garantizar desde ya el trazado de la frontera
occidental polaca sobre la línea Oder-Niesse, o sea tomando una
parte importante de tierra prusiana.
En
cuanto al gobierno de Polonia, Stalin jugó una de sus cartas más
querida, ésa que dice “mira qué demócrata soy”. Se colocó
frente a la opinión de Churchill, proclive a entregarle el gobierno
a las instituciones en el exilio, y consideró que había que
consultarle a los polacos. “Sé que dicen de mí que soy un
dictador”, continuó, “pero tengo suficiente sentimiento
democrático como para rechazar la idea de que los polacos no sean
consultados”. Una de las grandes habilidades de la Internacional
durante aquellos años fue, sin duda, apropiarse del concepto de
democracia (hasta el punto de apelar al comunismo de “centralismo
democrático” o de convencernos de que todos los integrantes del bando republicano de nuestra guerra civil eran demócratas) y relativizar el concepto de consulta al pueblo o,
si se prefiere, convencer al mundo de que los pueblos tienen más
formas de hablar que mediante las urnas (por ejemplo: llenando plazas
para dar vivas al compañero Fidel).
Manteniendo
su papel de poli bueno, Stalin recordó que, algunas semanas antes,
Stanislaw Mikolajczyk, primer ministro del gobierno polaco de
Londres, Stanislaw Grabski, también miembro de dicho gobierno, y los
integrantes del de Lublin se habían reunido en Moscú y habían
intercambiado puntos de vista. Los polacos de Lublin, continuó
Stalin, no tenían la culpa de que Mikolajczyk hubiera tenido después
que abandonar la primera línea del gobierno de Londres.
Reconocía,
eso sí, que la situación era puteona. En opinión de Stalin, la
caída del primer ministro de Londres se había debido a su
proclividad a llegar a un acuerdo con Lublin. Tomasz Arciszewski
(erróneamente citado en las actas de Yalta por los traductores como
Artieszewski) y Wladislaw Raczkiewicz (Raskiewycz en las actas) eran
los principales opositores a un acuerdo. Por su parte, entre los
polacos de Lublin, sus principales dirigentes, Boleslaw Bierut y Edward Osobka-Morawski, tampoco
querían ya ningún acuerdo con Londres.
En
medio de este merdé, Stalin consideró que lo lógico era considerar
como gobierno legítimo al que ya estaba en Varsovia (o sea: adiós
Londres, hola Lublin), “que es”, recordó, “un gobierno provisional, pero no
menos provisional que el del general De Gaulle en Francia”. No
podía confiar, dijo, en el gobierno polaco de Londres, pues tenía
pruebas de que trabajaba en contra de los intereses soviéticos en
Polonia.
En el
silencio que se hizo tras el largo discurso de Stalin, Hopkins le
deslizó una nota a Roosevelt. En la misma le decía que, teniendo en
cuenta el humor del que estaba el representante soviético (había
hecho casi todo su discurso con los ojos bajos y voz metálica) y que
eran las siete y cuarto de la tarde, lo mejor era dejar la cuestión
para más adelante. En puridad eso mismo: dejar las cosas para más
adelante, era lo que mejor se le daba a Harry Hopkins.
Churchill,
en cambio, no era de la misma opinión. Tomó la palabra para decir,
con cierto humor flemático inglés, que resultaba obvio que rusos y
británicos se informaban sobre Polonia en fuentes diferentes, pues
la idea de la situación que tenían cada uno era también totalmente
diferente. Dicho esto, añadió, cuando menos él, Winston Churchill,
ni estirando al máximo las fuentes de información más favorables
podía llegar a imaginar que el gobierno de Lublin representase a más
de un tercio de la población polaca; de donde le cabía concluir
que, en el momento que el pueblo polaco pudiera expresar su opinión,
le sería imposible mantenerse en el poder. Una forma elegante de
decirle: “a ver, macho, que yo sé bien cuál es tu sentimiento
democrático de los cojones”.
El
principal miedo de los británicos, continuó, es que tras la caída
de los alemanes, el ejército polaco clandestino entrase en conflicto
con el gobierno de Lublin, lo que reiniciaría el baño de sangre en
un territorio ya muy castigado por la guerra. Estaba completamente de
acuerdo en que todo aquél que atacase o sabotease al Ejército Rojo
debía ser castigado (Stalin había insinuado que esto lo hacían los
polacos de Londres); pero quería dejar claro que el gobierno de la
Gran Bretaña rechazaba de plano la idea de que el gobierno de Lublin
pudiese representar a Polonia.
Antes
de que Stalin pudiera contestar, Roosevelt tomó la palabra y, como
presidente, propuso dejar el tema para la sesión del día siguiente,
y todos los aceptaron.
Los
testimonios de aquel día nos dicen que el Stalin que regresó a sus
aposentos estaba muy serio y claramente enfadado. En lo tocante a
Churchill, una vez que se vió en el comedor del palacio Vorontsov,
tuvo un enorme ataque de ira. Roosevelt, por su parte, cenó con su
familia y algunos de sus consejeros más cercanos. Pero no con
Hopkins, porque éste se había retirado a su propia habitación para
redactar el borrador de una carta del presidente a Stalin.
En
dicha carta, Roosevelt le proponía a Stalin que invitase a acudir a
Yalta, con la firma de los tres grandes, a Bierut y Osobka-Morawski,
además de otros considerados importantes representantes de la
sociedad civil polaca (entre ellos el arzobispo de Cracovia, Adam
Stepan Sapieha); con los que se podría estudiar la forma de
transferir la solidaridad de las potencias al gobierno de Lublin.
Amigos para siempre
means you'll always be my friend
no naino naino naino
naino naino na...
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