Atenta la compañía con:
Anthony Babington y María, reina de los escoceses
Juicio y ejecución
Esos tocapelotas llamados presbiterianosJuicio y ejecución
Edmund Grindal murió en 1583, dejando lógicamente su sede vacante. Contra los consejos de Burghley, la reina decidió promocionar a John Whitgift, que era ya obispo de Worcester. Debía de tener mucha confianza en él, porque apenas tres años después ya tenía sitial en el Consejo Privado de la reina. Whitgift era un furibundo antipresbiteriano; había escrito libelos contra los presbiterianos en los que los había apelado de cosas terribles, entre ellas de no tener fidelidad a la Corona (en lo que acertaba, como veremos pronto). Burghley no era partidario de un nombramiento como el suyo porque consideraba que generaría un enfrentamiento potencial innecesario; pero la reina no era de esa opinión y, además, aprovechó que Leicester estaba en las Provincias Unidas y que, por lo tanto, su principal consejero no podía apelar al apoyo sempiterno del favorito.
El
Torquemada de aquella limpieza étnica fue John Aylmer, obispo y
asociado de Whitgift, quien ya venía encarcelando presbiterianos y
ahora se hizo ayudar por un inquisidor eficiente: Richard Bancroft. A
todo aquél que tenía un papel mínimamente preponderante en la vida
religiosa o social de Inglaterra y que el nuevo arzo de Canterbury
consideraba desviado de la línea adecuada, Aylmer lo llevaba a
juicio. Burghley se quejó, por cierto, de que los interrogatorios
armados por Bancroft eran incluso más exigentes que los que
practicaba la Inquisición española.
La
campaña de Whitgift provocó la huida masiva de presbiterianos a
Escocia. Allí, el rey Jacobo, que odiaba a Bancroft por razones
personales, los acogió sin problemas, lo que provocó las demandas
de Isabel para que se los devolviese. Jacobo, sin embargo, le hizo un
Puigdemont a la reina.
Los
presbiterianos, por su parte, se demostraron a sí mismos como
aquello de lo que se les acusaba, esto es, como un movimiento
clandestino que no tenía miedo de poner en solfa al poder.
Desarrollaron una imprenta portátil, que llevaban de un sitio a otro
para no ser descubiertos, desde la que editaron varios libelos contra
el titular de la sede canterburiana. El autor de aquellos folletos
era siempre un tal Martin Marprelate, pero se da por cierto que hubo
de haber varias decenas de dedos detrás de todas aquellas letras.
Los que hoy conocemos como Marprelate tracts eran abiertamente
irreverentes, usaban en lenguaje de la calle y no dejaban títere con
cabeza; incluso muchos devotos calvinistas amantes del orden se
escandalizaban leyéndolos. Una de las cosas más divertidas de estos
papeles es que usaban un recurso muy propio de la prensa satírica:
la invención sarcástica del lenguaje. Por ejemplo, en lugar del
gerundio catechizing, catequizando, escribían catekissing,
una curiosa insinuación de la pederastia de los pastores. Asimismo,
en lugar de vicar, vicario, escribían fykcker, que se
pronuncia muy parecido y viene a ser algo así como follador, aunque
mal escrito (yo lo traduciría como fhoyador).
Los
liberos prestiberianos solían incluir incontables alabanzas hacia
Thomas Cartwright, su gran autor intelectual. Profesor en Cambridge,
Cartwright había dado una serie de clases sobre religión en 1570 en
las que abogó por el estricto sometimiento de la Iglesia a la
disciplina descrita en los Hechos de los Apóstoles; Whitgift, que
entonces era vicedecano de la universidad, lo expulsó. Fue peor el
remedio que la enfermedad, pues el teólogo en paro se fue a Ginebra,
donde enseñó junto a Beza, con lo que ya se volvió más
presbiteriano que nunca. Luego enseñó en la Iglesia anglicana de
Amberes, otro foco presbiteriano. Regresado a Inglaterra en 1585,
Aylmer se apresuró a meterlo en la trena, pero Burghley se las
arregló para sacarlo. Leicester, para protegerlo, lo nombró maestro
de un hospital de su propiedad en Warwick.
Cartwright,
en todo caso, no había regresado a Inglaterra para estarse
quietecito. Se convirtió rápidamente en el gran opositor de
Whitgift por medio de folletos escritos. Su principal tesis era que
el gobierno de la Iglesia debía ser plenamente autónomo y no estar
penetrado por el poder civil a través del concepto de Iglesia
nacional de los anglicanos. Asimismo, también sostenía que el
episcopado no era una fundación apostólica. Vemos, pues, que
Cartwright sostenía una posición incluso más radical que la de los
prelados más lejanos del Papa en el todavía cercano concilio de
Trento, pues éstos habían defendido que los obispos, y no los
cardenales, eran los que eran nombrados mediante función apostólica.
Isabel,
lógicamente, se cabreó bastante cuando leyó aquellos libelos que
abogaban por dejarla a ella fuera del gobierno eclesial. Los
presbiterianos, mientras tanto, iban avanzando en el tracto lógico
de sus pensamientos y, así, si le negaban a la Corona la potestad de
tocar pito en una institución divina como era su Iglesia, acabaron
por propugnar la idea de que la propia monarquía no era de
instauración divina. En opinión de los presbiterianos, lo que de
alguna manera los convierte en extraños predecesores del
democratismo, quien sostenía a la Corona era el Parlamento y la
voluntad de la gente. Por lo tanto, siguiendo el razonamiento, los
protestantes fanáticos acababan por sostener que la reina no tenía
un poder absoluto, sino compartido con su Consejo Privado (esto es,
con el gobierno) y el propio Parlamento.
En
septiembre de 1589, Isabel llamó a Hatton a palacio y, en una breve
audiencia, le ordenó que arrestase a Cartwright junto con otros ocho
destacados presbiterianos. Quería juzgarlos por heterodoxia y
sedición ante dos tribunales distintos: el primero eclesiástico, el
segundo civil. Hatton iría al Parlamento a explicar la detención y
en su intervención reconocería que a Isabel le preocupaban mucho
más los presbiterianos que los católicos.
La reina
esperaba un juicio eclesiástico rápido, pero no contaba que no
estaba luchando contra una tibia oposición católica en buena parte
extirpada del país por su padre, sino con una ideología nacida
desde la mismísima religión nacional, y que contaba con innúmeros
adeptos en todos los escalones del Estado. El proceso eclesiástico,
de hecho, se empantanó durante cosa de un año. Los acusados no
fueron llevados frente a la Star Chamber hasta el 10 de mayo de 1591,
para ser juzgados bajo la presidencia de Hatton. El miembro del
Consejo Privado demostró bien claros los temores que tenía hacia el
apoyo a los presbiterianos desde el propio Estado: el día que inició
el juicio, y no por casualidad, Burghley no podía estar presente,
pues debía estar acompañando a la reina en Theobalds. Según las
reglas, un juez que faltare diez días en su lugar dejaba de serlo en
la causa, y esto es precisamente lo que buscaba Hatton.
El
juicio se esperaba fácil y rápido por parte de Hatton. Había
instruido al fiscal de la reina, sir John Popham, para que atacase
desde el principio, conminando a los acusados a definirse sobre la
cuestión de si la reina podía ser Gobernadora Suprema de la Iglesia
anglicana, tal y como había establecido el Parlamento en 1559. Los
acusados contestaron con un constante “no estamos obligados a
contestar”; lo más que hicieron fue reconocer que dicha autoridad
existía según las leyes. En su mente, con seguridad, estaba aquel
otro proceso, entonces ya lejano en el tiempo: del de Tomás Moro.
Moro había sido más radical o, si se quiere, menos estratégico, y
había respondido a una pregunta muy parecida afirmando que era toda
la cristiandad la que tenía que decidir sobre la autoridad religiosa de
Enrique VIII. Ahora, los presbiterianos callaban, más taimados, y se
acercaban más a esa figura que conocemos tanto en España de jurar o
prometer algo, como la Constitución, “por imperativo legal”.
Buscándole
las vueltas a Cartwright, el tribunal le preguntó si la forma de
gobierno establecida en 1559 era coherente con la palabra de Dios, y
si los sacramentos se administraban adecuadamente en Inglaterra. El
acusado se negó a contestar. Finalmente, se le preguntó si los
ritos litúrgicos contenidos en el Book of Common Prayer
anglicano eran tales que prevenían cualquier cisma o separación de
la Iglesia. A eso Cartwright contestó que la decisión de escindirse
nunca sería una decisión particular. En suma, a la hora de juzgar
el gobierno de la Iglesia anglicana, siguió con la matraca de que no
estaba obligado a contestar pues, dijo, en un juicio se pregunta
sobre hechos, no sobre opiniones.
Tres
meses después, el juicio todavía seguía celebrándose, y eso a
pesar de que la Star Chamber no tuvo vacaciones aquel año y siguió
abierta, de forma extraordinaria, durante el verano. Cuando llegó el
otoño, las cosas se pudieron todavía peor para los acusadores
cuando, en octubre, la diabetes comenzó sus últimos ataques contra
el cuerpo de Hatton, quien, de hecho, fallecería en Ely Place el 20
de noviembre de aquel año.
Ahora el
caso estaba en manos de Burghley, el miembro del gobierno de la reina
que más cercano se sentía a los prestiberianos, sobre todo por lo
atractivas que se le hacían sus ideas sobre la soberanía del
Parlamento. Popham era optimista; consideraba que sería posible
arrancarle al tribunal algunas acusaciones, ya que consideraba
probada una conspiración para ganar a la gente a la causa radical.
El
fiscal de la reina, sin embargo, erraba. En las primeras semanas de
1552, la Star Chamber se abatió ante las acusaciones por falta de
pruebas. Poco antes de la muerte de Hatton, sir Christopher Wray,
Chief Justice of England, le había presionado para que
declarase el caso sobreseído, cuando menos hasta que tuviese pruebas
ciertas de una sedición. Wray, que no era en modo alguno un
presbiteriano sino un juez profesional, convenció a muchos de sus
compañeros de tribunal de que no había base para la acusación.
El caso
Cartwright fue mucho más que un suceso judicial: fue una
circunstancia dramática que colocó a la Inglaterra de Enrique VIII
delante de un espejo, con todas sus pústulas bien a la vista. El
gran problema en política, problema que curiosamente es orillado por
los políticos porque todos ellos sin excepción son cortoplacistas,
es que es un terreno en el que no hay acción sin reacción. Un día,
por ejemplo, alguien en un despacho de Langley decide que para putear
a la URSS en Afganistán sería una gran idea financiar y dar boleta
a grupos sunitas radicales; pero a nadie se le ocurre analizar cuál
podría ser la consecuencia de ese movimiento a veinte o treinta años
vista: por ejemplo, que las torres gemelas del World Trade Center
colapsen entre el humo y el fuego. A Enrique VIII y su sucesora
Isabel les pasó lo mismo. Decidieron apostar por la mayoría de edad
geopolítica de Inglaterra por la vía religiosa, haciendo que el
Estado descarrilase de la vía católica. Para hacer eso necesitaron
de la violencia (usaron mucha) y también de la violencia teológica,
señalando las muchas fallas del catolicismo y apostando por ser una
nueva marca protestante. Con ese gesto, los reyes de Inglaterra
lanzaron un proceso que no podían controlar. Le enseñaron a la
gente que los creyentes, ellos solos, son la fuerza más poderosa del
mundo, tan poderosa como para apartarse de la Iglesia; pero, por el
camino, les enseñaron que quien se aparta de una Iglesia también
puede apartarse de un rey, de un Parlamento, de lo que sea.
La
Inglaterra de Enrique VIII, con los años, acabó percatándose de
que podía llegar a ser tan poderosa como para prescindir de Isabel.
Donde no hay más rey que Dios, los reyes dependen de los hombres
para serlo. Quienes diseñaron la revolución anglicana nunca
pensaron que ésta sería una de sus consecuencias, porque sólo
pensaron a diez, veinte años a lo sumo.
Así
fue, así es, y así será hasta el final de los tiempos; porque
destino inmarcesible para el gobernante público es interesarse
únicamente por los pocos o muchos años que dure su vida
pública.
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