Recuerda que ya te hemos contado los primeros pasos de la férrea voluntad de Richelieu, así como el estreno de Richelieu como político en los Estados Generales. Luego le hemos visto ascender a secretario de Estado.
Durante
el tiempo como secretario de Estado, que para Richelieu será como
una especie de beca en la alta política, el sacerdote urdirá poco a
poco la que va a ser su estrategia de poder fundamental. Lo que hace
grande a Richelieu, sobre todo en comparación con la mayoría de los
hombres de gobierno españoles de su época, es la clarividencia con
que tomó conciencia de que en política no cabe ser sectario ni
apasionado, sino pragmático. Al revés de lo que ocurrirá en
aquellos momentos en el gobierno de España, cegado por su misión
católica, la política francesa bajo Richelieu cambiará para
siempre, de la mano de lo que podríamos denominar su doble
estrategia: por un lado, combatir en el interior a la nobleza, lo
cual equivaldrá, conforme ésta se apoye en los protestantes, a
defender a muerte la religión católica; mientras que en el
exterior, puesto que el mayor de los intereses de Francia es
presentar oposición a la muy católica casa de Austria, esa misma
Francia que no da un paso atrás en la creencia de puertas adentro
será capaz, como veramos, de aliarse con quien haga falta.
Para
Richelieu, no existe otra cosa más que Francia, lo cual quiere decir
la institución monárquica. Es un regalista moderno para su tiempo,
porque en su tiempo todavía hay muchas personas que creen en la
prevalencia de la nobleza y en la mera consideración del rey como un
primus inter pares. El rey, sin embargo, bajo Richelieu va a
convertirse en un primus, sin más; así pues, es el obispo de
Luçon, después cardenal, quien sienta las bases de un Luis XIV,
como las sienta del jacobinismo centralizador, por mucho que éste
niegue esa monarquía en la que él cree.
Francés
porque monárquico, monárquico porque francés, Richelieu tiene dos
grandes enemigos: la nobleza francesa, y Madrid.
La
llegada de Richelieu al gobierno, desde luego, no se puede decir que
coincida con un periodo de tranquilidad. El arresto de Condé le ha
cortado una cabeza a la hidra, pero en modo alguno ha acabado con
ella. La nobleza de sangre gala, los pares de Francia, forman una
lista muy larga de seres muy ambiciosos. Con Condé en la Bastilla,
todo lo que pasará es que el partido noble dejará sietio para el
duque de Nevers, el de Bouillon, o de Mayenne, de Vendôme. Lejos de
quedarse quietos, muchos de estos nobles levantan ejércitos para
oponerse al poder real. Carlos, duque de Nevers, se fortifica en sus
plazas fuertes y se hace con el control de Sainte Menehould. El resto
de la nobleza hace pandán con el arriscado duque. En enero de 1617,
todos estos nobles levantiscos son declarados por el rey como
criminales. El día 18 de ese mes, Richelieu firma un manifiesto que
es una verdadera declaración de guerra a la nobleza. «Quién no
ve», escribe, «que el único medio que le queda en este momento a
Su Majestad para apaciguar las muchas rebeliones que se producen en
sus reinos, es castigar severamente a quienes las alimentan. Si la
dulzura que hasta el momento ha exhibido Su Majestad no sirve sino
para endurecerlos, si el olvido de sus faltas no servirá nada más
que para que ellos olviden sus deberes, si su bondad no ha servido
para más que para que ellos se sientan más impelidos hacia el mal
camino, y que la ingratitud sea la única moneda con que le paguen;
si las amenazas son incapaces de contenerlos, si, en fin, no hay
consideración que les devuelve a sus deberes, si, además, ellos
continúan que parezca por sus acciones que no tienen otro objetivo
que acabar con la autoridad de Su Majestad, desmembrar y romper el
Estado, acantonarse en sus tierras para allí imponer la tiranía; en
ese caso, Su Majestad, tocado de los sentimientos de un verdadero
padre pero animado por el coraje de un gran rey, se ocupará, por
mucho que le duela, de sacar a esos hombres de sus estados y castigar
su rebelión».
[Richelieu,
ésta es la verdad, no era demasiado amigo del punto y seguido.]
El
secretario de Estado se ocupa de organizar tres ejércitos que envía
contra los rebeldes: en Champagne, en el Nivernais y en la
Ille-de-France. Al frente de las tres armadas coloca al duque de
Guisa, el mariscal de Montigny y el conde de Auvernia,
respectivamente.
Los
nobles no tienen medios en sus feudos para responder a estas fuerzas.
Pero existe un peligro: que hagan un llamamiento a la Alemania
protestante para que les ayude. Pero es aquí, como ya he insinuado
algunos párrafos más arriba, donde Richelieu introduce en la
política europea una verdadera novedad: el pragmatismo de las
alianzas. Rápidamente, envía embajadores a los Países Bajos, a
Inglaterra, a Suiza y a Alemania. Además, en un movimiento genial,
el obispo elige para esta misión a Henri de Schomberg, conde de
Nanteuil-le-Haudouin y de Durtal. Schomberg es un estrecho
colaborador de Richelieu... pero es protestante; algo casi impensable
en la Corte española.
Richelieu
hace una apuesta muy fuerte. Y muy arriesgada. Toda Europa sabe que
en la Corte francesa, en la banda de los Concini, todos ellos
rabiosamente católicos, España tiene una influencia importante que,
además, se ha acrecentado con la llegada de Ana de Austria al
Louvre. Todo hace indicar que la entente franco-española ha de ser
la línea evolutiva lógica de Francia; pero Richelieu romperá eso.
En un movimiento que a mí, a veces, me recuerda al famoso gesto de
Annuar-el-Sadat de mandar a tomar por culo a sus hermanos musulmanes
y presentarse en Jerusalén a parlamentar con los judíos, Richelieu
envía a Schomberg a las Cortes protestantes del continente a
decirles, bien claro, que para el Louvre un protestante francés es
mucho más valioso que un católico español.
Schomberg
epata allí donde va. ¡París dice que no le hace ascos a una
alianza antiespañola! Con todo lo que pasó después, parece fácil
de creer; pero en esos mismos momentos, cuando la escenita de
Fuenterrabía, con los reyes español y francés intercambiándose
conejas, está más que fresco en el recuerdo de todos, es una
especie de revolución. «Es necesario», le escribe Richelieu a
Schomberg en las instrucciones escritas que le da, «ofrecerles [a
las casas protestantes] asistencia contra los movimientos que realiza
el rey de España para hacer caer las coronas de Hungría y de
Bohemia, así como la corona imperial, sobre la testa de alguno de
sus infantes.»
Mientras
esto ocurre, lo de Concini cada vez es más descarado. La fortuna del
italiano se acrecienta a la misma velocidad con que lo hace la
indignación de los franceses. El mariscal del Ancla, además, se
vuelve cada vez más temerario. Entre otras cosas, toma como objeto
de sus humillaciones al propio joven rey. Gusta de dejarlo en
evidencia, de putearlo incluso en público, y a veces, como de coña,
se sienta en su trono. La broma tiene su sentido. Tras la victoria
sobre los nobles, es de hecho Concini quien recibirá más
beneficios. Recibe el fuerte de Quillebeuf, que domina la bellísima
Rouen, pero además los gobiernos de Meulan, de Pontoise y de
Corbeil. Con tantas tierras en su poder, Concini alberga la idea de
reinar algún día.
La
creciente temeridad de Concini hace que la alarma interior de
Richelieu comience a sonar. Afortunadamente para él, el obispo se da
cuenta de que tal vez ha sonado la hora de poner distancia entre él
y los amigos de la camarilla de María de Medicis que lo han colocado
en el poder; pues, bien atento a las cosas que se dicen y se comentan
en los largos pasillos del Louvre, Richelieu se da cuenta de que algo
se está fraguando, aunque no sepa a ciencia cierta qué.
Tan
mal lo ve el obispo que toma la decisión de solicitar de la reina
regente permiso para abandonar la secretaría de Estado. Presente
estar superado por los retos del Estado y necesitado de reposo.
Afirma (ésta es una jugada muy propia de los sacerdotes políticos)
que quiere regresar a la paz contemplativa y que su única ambición
terrena es la púrpura cardenalicia.
Es
justo el momento. Luynes ha conseguido encabronar a Luis XIII lo
suficiente como para convencerlo de que debe, y puede, realizar un
golpe de fuerza contra Concini. En realidad, lo único en lo que
discrepan es en el modo de hacerlo. El rey, buen católico con su
punto de piedad, aboga por el arresto; Luynes insiste en que sólo un
asesinato colocará las cosas en su sitio. Finalmente, el 24 de
abril, de buena mañana, el marqués de Vitry busca a Concini por los
pasillos del Louvre y, cuando lo encuentra, lo arresta. Concini
comete un error bastante pollas, pues hace ademán de defenderse; que
es justo lo que están esperando los miembros de la escolta del
parqués para pegarle unos cuantos tiros.
La
verdad es que la escena fue la mejor demostración de que Concini
carecía de apoyos en la cúpula política francesa. Ya hemos hablado
del propio Richelieu, otrora autor de cartas al favorito y a la
regente en las que literalmente se arrastraba delante de ellos; pero
no fue el único de los correveidiles del favorito que, en minutos
tres, hicieron como si no le conociesen de nada. La primera que lo
abandonó, por cierto, fue la propia María de Medicis. Mujer de un
extremado egoísmo, cuando una de sus damas le planteó el problema
de cómo comunicarle a la mujer de Concini que era viuda y había
caído en desgracia, pronunció una frase famosa que es la mejor
expresión del desprecio: J'ai bien d'autres pensées en
tête! Si on ne sait comment le lui dire, qu'on le lui chante!
(tengo otras cosas en la cabeza; si no sabéis cómo decírselo,
cantádselo).
La
mujer de Concini fue finalmente arrestada y el cadáver del favorito
paseado por las calles de París por las turbas.
Richelieu,
sin embargo, ha sido salvado por la campana.
Incluso en Los tres mosqueteros, a propósito del Asedio de La Rochelle, asegura Dumas que el cardenal quería evitar que se produjera una escena parecida a la Noche de San Bartolomé.
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