lunes, marzo 23, 2015
Lo que sigue sin haber sido escrito
Qué: El cura y los mandarines. (Historia no oficial del bosque de los letrados). Cultura y política en España, 1962-1996.
Quién: Gregorio Morán.
Dónde: Editorial Akal.
Cuándo: 2014.
Cuánto: 792 páginas.
De todas las historias que alberga la Historia del siglo XX, la de la cultura es una de las más apasionantes. Aunque los artistas y creadores siempre han sido parte del poder, y también de la oposición al mismo, nunca antes como en el siglo pasado han formado una parte tan importante del debate social, y han contribuido a moldear tanto el presente y el futuro. Yo ya sé que quienes hemos atendido un poco en clase estamos acostumbrados a pensar que la mayor influencia del saber en la evolución del mundo se produjo con La Enciclopedia. Pero aquellos hombres postrados ante el Conocimiento, a pesar de haber alumbrado el sistema métrico y otras muchas iniciativas que siguen muy presentes en nuestra civilización, no pueden competir con los obreros de las ingenierías sociales del siglo XX, pues tal cosa han sido, y siguen siendo, ésos a quienes conocemos con la sinécdoque intelectuales.
La historia de la cultura en España está todavía por escribir. Hay algunas aproximaciones parciales que demuestran hasta qué punto es relevante abordarla; alguna de las más relevantes ya la hemos comentado aquí. La cultura, la intelectualidad, fueron, durante los años del franquismo, fundamentales tanto para el régimen como para sus opositores (me refiero a los opositores de verdad; no a los que se han montado, a toro pasado, la película de que lo fueron); y, una vez llegada la Transición, también fueron fundamentales para su construcción y posterior evolución.
De alguna manera, este libro de Gregorio Morán que aquí recensiono ha sido recibido como esta Historia todavía ausente en el mundo de los libros ya escritos. Pero debo decir que, al menos en mi opinión, esto no es verdad. A pesar de haber hecho el autor el loable esfuerzo de escribir (eso quiere decir documentar) casi 800 páginas de material, la sensación final que deja el libro, cuando menos en mi caso, es la que suelen dejar todos los manuscritos de Morán: un conjunto de textos bien documentados, pero mal estructurados. Tengo el recuerdo de haber leído que Mario Vargas Llosa, antes de escribir sus novelas, las estructura en unos papeles que pega en la pared de su habitación de escritura; escribir, entonces, consiste en seguir el sendero que marcan las hojas en la pared. La impresión que dejan todos o casi todos los libros de Morán (con la única excepción, tal vez, de Grandeza y miseria del Partido Comunista de España, libro extrañamente no reeditado) es que su autor jamás ha hecho un ejercicio ni parecido.
Es probable que el autor no haya querido hacer una historia, con sus etapas, su estructura y esas cositas; pero, en ese caso, el esfuerzo pierde valor, y yo no sé si será muy consciente de ello. Además, el estilo de Morán, al que lógicamente él es fiel porque lo peor que puede hacer un autor es traicionar a su estilo, tiene tintes de soberbia que no le ayudan demasiado. Morán idolatra con pasión a los (pocos) personajes sobre los que escribe y a los que admira; y para el resto reserva una impostura despreciativa que en no pocas ocasiones chirría un poco; un poco bastante. Como resultado, pues, los textos de Morán aparecen deslavazados, repletos de datos eso sí pero escasamente coordinados entre ellos, y además trufados de lo que parecen ser pequeñas o grandes venganzas personales. La sensación del conjunto no es mala; pero podría ser mucho mejor de lo que es.
Suelo tener muy presente una frase que pronunciaba muchas veces mi abuelo, un pastor de una pequeña pedanía segoviana, entre Sepúlveda y Cuéllar, que se murió pensando que los humanos sólo enfermaban de dos cosas: el amarillo y el garrotillo. Este señor, al que con ochenta y pico de años todavía le iluminaba el rostro recordar las bodas en su pueblo en las que así, en plan de coña, a la salida de la iglesia los mozos cogían y uncían a los novios a una yunta para ponerlos a arar el campo, me solía decir: «es la cochina envidia la que mueve el mundo». El mundo, no sé; pero España, desde luego, sí. Por esta razón, le auguro un cierto éxito a este libro (cierto, porque estamos en un país donde no se leen muchos libros de más de 500 páginas donde alguien no se folle a alguien), porque está repleto de maledicencias atrevidas. Como muestra, una de tantas, el juicio sobre Rafael Sánchez Ferlosio: «buena persona, entrañable amigo de copas y parrandas, pero escritor cuyo desarrollo posterior aunaría una relativa ambición con una falta absoluta de recursos». Cosas así encontrará el lector de casi todo el mundo.
Éste es un libro en el que no se salva nadie. No se salvan muchas personas que no merecen la salvación, como los jerarcas culturales del franquismo o los demócratas arrepentidos como Laín Entralgo (quien ya se llevaba un buen sopapo en el libro de Trapiello al que antes me he referido); pero también jerarcas de la nueva cultura como Carlos Barral, al que se apela más o menos de ignorante infatuado, o Camilo José Cela; bien que sobre nuestro Nobel no encontrará en este libro el lector habitual dardos que ya no conozca.
Es una lástima decir, escribir y pensar estas cosas, porque la verdad es que el libro demuestra un conocimiento muy profundo de las cosas sobre las que escribe y, por lo tanto, la capacidad que sin duda tiene su autor de escribir esa Historia que falta. El mayor acierto de la obra de Morán, en mi opinión, es describir con puntillosidad de estenotipista el proceso de alienación de la que podríamos considerar verdadera oposición al franquismo, esto es el exilio, respecto de ésta otra, o mejor éstas otras, que fueron surgiendo con el tardofranquismo. La historia del exilio español, y muy especialmente la de sus intelectuales, resulta desgarradora. Como acertadamente nos recordaba Antonio Calvo Roy a quienes asistimos, en el Ateneo de Madrid, a la presentación de su excelente biografía de Odón de Buen, los exiliados de la guerra civil se fueron todos, o casi todos, convencidos de que regresarían pronto; de que todavía les quedaba una vida por vivir en España. Nadie apostaba por un general Franco tan longevo y estable; pero la producción del tal meconio histórico les obligó a encastillarse en una vida nostálgica en la cual fueron, muchos, engañados (por ejemplo, las cartas de María Lejárraga en la que, inocentemente, relata cómo los editores la estafaban con los derechos de autor de sus manuscritos, son vomitivas) y, todos, apartados. El republicano en el exilio se convirtió pronto en un florero de álbum de fotos (cómo vestía poder pegar una con alguno de ellos), en una persona doblemente extranjera: extranjera en su país de asilo, pero también extranjera en el de origen, que evolucionaba a marchas forzadas dejándolo atrás.
Este proceso, que instila muchas páginas del libro de Morán, está quintaesenciado en el capítulo dedicado a Max Aub, desde mi punto de vista, y con gran diferencia, el mejor de todo el libro. Por otra parte, como digo, la obra tiene momentos y pasajes de una lucidez encomiable. Dice Morán, por ejemplo, de estos doblemente exiliados: «por cada autor olvidado, despreciado o abandonado existe un enjambre de profesionales del birrete y el descaro que vive de ellos en la mayor de las tranquilidades intelectuales». Tan sólo esta frase, de alguna manera, ya le levanta ya el velo a la insoportable levedad de la intelectualidad catedrática española.
La primera mitad, más o menos, del libro, está dedicada al mundo cultural, por llamarlo de alguna manera, del tardofranquismo, y cómo algunos de los intelectuales que luego se dirían de oposición aprendieron a vivir en él. Es la parte con menos ritmo, tal vez porque la realidad que describe tampoco es que sea un cha-cha-cha, precisamente. Sobre los escasos resultados creativos que dio un entorno cultural presidido por el choque de los trenes falangista y católico-tecnócrata, sabemos mucho. No es esa parte de la Historia la que queda por escribir.
Morán sabe mucho más, y es por eso que el libro poco a poco coge tralla, de lo que pasó después. De lo que pasó, por decirlo mal y pronto, cuando llegamos nosotros, porque por supuesto ninguno de nosotros reconoceremos jamás que también fuimos ellos, esto es aquellos tipos envarados e híper formales que aplaudían los discursos del Movimiento. Con enorme sorna, Gregorio Morán nos va soltando materiales (ya que, lo repetiré una vez más, lo que no hace es ofrecernos un relato estructurado) sobre la invención de una alternativa. Nos dice: «en apenas tres años, a partir del 73 o 74, al calor por tanto de las resacas de Chile y Portugal, el país entero se convirtió en un sembrado general de marxistas, a cual más radical.» En un proceso bastante evidente para cualquiera que se pasease por la universidad española antes de que, a mediados de los ochenta si no recuerdo mal, desapareciese la figura del penene (PNN, profesor no numerario), España inventó al seguidor de Marx que no entiende a Marx e incluso, probablemente, ni siquiera lo ha leído; o sea, lo mismo que Cervantes y El Quijote, pero en político. Como nos recuerda el burlesco Morán, eran tiempos de penenes de jersey de cuello alto, perilla y pipa en la boca que hablaban de Herbert Marcuse e incluso lo confundían con el intelectual homónimo de nombre Ludwig. Marcuse, nos recuerda Morán, «fue una auténtica luminaria. Aún no sé de qué.»
Tengo por mí que aquello de lo que Morán acusa a la cultura del posfranquismo es de superficialidad: «Si hay quien escribió y reflexionó abundantemente sobre el Asalto o la Destrucción de la Razón referido a la cultura alemana que lleva al nazismo, nuestro proceso fue inverso, no menos pretencioso y ausente de cualquier profundidad. Superficial hasta extremos que hoy producen rubor - por eso los protagonistas apenas si sí se refieren a sí mismos durante este periodo». Bueno, de superficialidad, y de pesebrismo; porque hay un proceso, conforme la democracia se asienta y construye mayorías sólidas (PSOE, 1982), mayorías que necesitan de apoyos explícitos (referendo sobre la OTAN); un proceso, digo, por el cual lo que hace la política es meter la zarpa en la caja de todos y regar con pasta a la intelectualidad para así comprar voluntades. De esta manera, las opiniones (que no los opinadores) de la primera Transición desaparecen como por arte de magia, y «los protagonistas, con escasas excepciones, darán en apenas un lustro un giro copernicano, no sólo respecto a sus ideas, que también, sino sobre las mismas bases que construían el discurso. De la más aventada de las profecías revolucionarias se pasará en unos años al realismo más chato y seguidista del poder, y hasta de la evocación nostálgica del pasado franquista.»
Morán habla en su libro de la invención de la figura del intelectual orgánico. Sorprende que lo considere una invención, pues, con sólo retirar la palabra orgánico y colocar la palabra «academicista», el fenómeno puede rastrearse hasta en el siglo XVII. En ambos casos, el efecto es el mismo: castrar la condición del creador, que ya no crea, sino que crea para. El tener un objetivo plantado de principio, el ser los intelectuales sofismas en los que lo primero que se escribe es la conclusión, convierte al intelectual en un ser mezquino, pesetero y traidor, que, como nos recuerda Morán en su libro, «es capaz de matar y hacer el elogio de la víctima». «La política de Javier Solana», entonces ministro de Cultura, nos dice Morán, «consistió en comprarlo todo y en crear una red de clientelismo que luego les sería muy útil en las campañas electorales»; convirtiendo con ello la cultura socialista en «una agencia especializada en montajes culturales». Aunque, en mi opinión, se le olvida, tal vez por el marco temporal que se ha marcado, recordarnos en el libro que nunca nadie, en ningún gobierno nacional, en ninguna autonomía, ha hecho el mínimo gesto de modificar este modelo. Ni lo hará, porque este esquema de pesebres con impacto mediático sobrevivirá al bipartidismo, y a la misma democracia si desapareciere.
No obstante, como ya he dicho, el proceso está contado sin esquema, sin etapas delimitadas, como a mocosuena. Esta acracia argumental es la que deja el libro tres o cuatro peldaños por debajo de donde da la impresión que habría podido llegar.
Otro error de Morán es, a mi modo de ver, escoger a Jesús Aguirre, el cura del título, como hilo conductor de su relato. Con ser Aguirre todo un epítome del braguetazo que muchos pegaron al convertirse en escritores de gabinete (aunque el braguetazo de Aguirre fue de otra naturaleza), a mi modo de ver quintaesenciar la bobalicona endeblez de la cultura oficial española tras la muerte de Franco en su persona es hacerle un favor. El cura Aguirre, esto todavía hay muchas personas en Madrid que pueden contarlo, fue uno más de tantos presuntos opositores que vivieron de convencer a la gente de que ellos estaban en un peligro que estaban lejos de correr. Aguirre se presentaba en sus misas y anunciaba engoladamente durante sus homilías que iba a pronunciar profundas frases que el público daba en considerar mensajes en clave aunque, en su mayor parte, eran chorradas. Luego consiguió que la grande más grande de España se encoñase con él. Pero escribir una Historia de la cultura española haciéndola pivotar en la figura de Jesús Aguirre es como escribir una Historia del Real Madrid de las copas de Europa y utilizar como hilo conductor la vida de Guti.
Queda, por último, decir algo sobre las famosas once páginas sobre la Real Academia Española de la Lengua que provocaron el exilio del libro de Morán desde su editor común, Planeta (también editor de las obras de la RAE) a Akal. Están más o menos al final del libro y su lectura, la verdad, sorprende por lo inane. Una vez más, Gregorio Morán no nos cuenta nada que no supiésemos ya desde que Camilo José Cela, allá por los años ochenta, dijese en televisión aquello de: «la Academia es como Petrita la del tercero; todo el mundo dice que es muy fea, pero todo el mundo se la quiere tirar.» Que la RAE, una institución que elije a sus miembros y miembras por cooptación, es un club ajado y cerrado donde sólo entran aquéllos a los que el prestigio de estar les dice algo, es cosa sabida desde el siglo, ojo, XIX. Por lo demás, lo que sí es propiamente timbre del momento presente, que es la conversión de la RAE en un negocio, en una máquina de hacer dinero alumbradora de variados diccionarios que ni puta falta que hacen, en un emporio online que comercia con un patrimonio común como es la lengua; de todo esto, digo, Morán no escribe ni pío, tal vez por que no lo sepa, o tal vez porque sepa demasiado.
Los escándalos sobre los que trata son ya viejos. Por ejemplo, hace ya muchos años que Juan Luis Cebrián y Luis María Ansón entraron en la RAE, por colleras; colaboración presuntamente contra natura para la cual Cebrián tuvo que olvidar la malintencionada travesura de Ansón, el cual, dicen las malas lenguas, dio orden en el ABC, cuando el director de El País publicó su primera novela (La rusa) que fuese citado mediante una errata impostada en la que se leía «Juan Luix Cebrián», en alusión a que, en la citada novela, el autor había escrito, varias veces, la extraña palabra clítorix.
En suma, estamos ante un libro interesante, a ratos plúmbeo, que exige del lector asumir el estilo de kick boxer argumental que se gasta su autor, pero no exento de análisis lúcidos. Eso sí, quien espere encontrar en esta obra una meta, debe saber que a lo que más puede aspirar, a mi modo de ver, es a considerarse en la casilla de salida. La historia que El cura y los mandarines pretende contar está, en buena parte, todavía por escribir.
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