Recuerda que ya te hemos contado los primeros pasos de la férrea voluntad de Richelieu, así como el estreno de Richelieu como político en los Estados Generales.
Tras el primer acuerdo, las negociaciones entre la monarquía francesa que pretende ser moderna y los nobles que pretenden seguir siendo antiguos continúan. Loudun no está lejos de Coussay, donde se encuentra el obispo de Luçon. Sin embargo, los hechos son que Richelieu no fue en momento alguno consultado por ninguna de las partes. Es un tiempo en el que se produce por su parte una incansable labor epistolar, en la que se chiva a París de todos y cada uno de los latrocinios cometidos por las gentes de Condé en su zona, e insinúa, una vez y otra, y otra, y otra, que él sería muy útil en las conversaciones que se llevan a cabo.
Tras el primer acuerdo, las negociaciones entre la monarquía francesa que pretende ser moderna y los nobles que pretenden seguir siendo antiguos continúan. Loudun no está lejos de Coussay, donde se encuentra el obispo de Luçon. Sin embargo, los hechos son que Richelieu no fue en momento alguno consultado por ninguna de las partes. Es un tiempo en el que se produce por su parte una incansable labor epistolar, en la que se chiva a París de todos y cada uno de los latrocinios cometidos por las gentes de Condé en su zona, e insinúa, una vez y otra, y otra, y otra, que él sería muy útil en las conversaciones que se llevan a cabo.
Finalmente, no puede más, y en abril
de 1615 se instala en París, sabiendo que no ha de faltar mucho para el regreso de la Corte (de hecho, la reina regente estará en París el 11 de mayo, precediendo en algunos días al niño). Para cuando
la paz de Loudun se firme (3 de mayo), él ya no estará en la zona.
El acuerdo de Loudun retiró, cuando
menos nominalmente, del gobierno de Francia o de algunas de sus
regiones de gobernantes no queridos por Condé y los suyos. Condé,
por su parte, recibió Berry (territorio en el que se encastillará, manteniendo el discurso de que en París no hay quien viva y, por lo tanto, absteniéndose de gobernar), la fortaleza de Bourges, un millón
y medio de libras, la dirección del Consejo Real y la posesión del
sello (aunque estas dos últimas prerrogativas, como acabamos de decir, no las ejercerá por decisión propia). En otras palabras, María de Medicis trataba de meter a la
zorra en el gallinero.
A partir de mediados de mayo, con la
reina en París y Richelieu establecido en la tal vez premonitoria
calle de las malas palabras (rue des Mauvaises Paroles), ambos se
verán con mucha frecuencia. En realidad, María de Medicis cada vez
lo necesitará más, porque las cosas con el pueblo francés, y muy
particularmente con el de París, se ponen cada vez peor por la mala
prensa de Concini. Por las calles de la capital se da por cierto que
la mujer del italiano es judía y bruja; de la pobre señora se
hablarán dislates como menos de dos siglos después pasará con
María Antonieta. Las personas más notables de la camarilla de la
Medicis no pueden salir a la calle sin sufrir auténticos escraches
del pueblo.
En la Corte, para colmo, las cosas
empeoran cuando Luis XIII tambien elige a un favorito en la persona
de Charles, marqués de Albert y duque de Luynes, a quien solemos
conocer como Luynes a secas. Luis XIII es un jovenzuelo al que sólo
le interesa la caza (sustitúyase esto último por el surf, o los
videojuegos, y se verá que las cosas han sido siempre más o menos
como son ahora) y desarrolla pronto una dependencia tan profunda
hacia este francés meridional al que, se dice, presta más atención
que a Ana de Austria, su mujer. Siempre están juntos, hasta altas
horas de la noche. Todo el Louvre se pregunta cuáles son los planes
de Luynes, pero éste, astutamente, afecta no saber nada de política
ni sentirse interesado por ella.
En este estado de cosas, María de
Medicis se encontraba con un problema grave, puesto que tampoco tenía
fuerza para montar en la Corte un verdadero partido contra el valido
del rey. Esto es así porque, en realidad, desde Loudun, en Francia
hay dos Cortes distintas: la de París y la de Berry, donde se
encuentra Condé, quien obstinadamente se empeña en no pisar París.
Esta obstinación será la que le aporte a Richelieu su primera
oportunidad real de actuar en alta política.
En efecto, la reina regente acaba
pensando en el obispo de Luçon para realizar la discreta misión de
contactar con Condé, e intentar convencerlo de trasladarse a París.
Así pues, Richelieu parte para Bourges, se va a ver a Condé, y lo
alicata de promesas melosas. Tantas, tantas, que, en realidad, le
ofrece ser el regente de hecho de la nación, con total control sobre
el Consejo Real que nominalmente dirige, y sin oposiciones. Funciona.
Alimentada su vanidad, Condé acepta regresar a la capital a dirigir
los destinos del país. En realidad, es mucho más que eso. Con ese
lenguaje de medias palabras en el que Richelieu se convertirá en un
consumado maestro, el obispo ha dejado caer la idea de que, si Condé
sabe jugar bien sus cartas, en realidad dejará de ser regente de
hecho, para pasar a serlo de derecho. Dicho de otra forma: la
insinuación señala la posibilidad de que, algún día, el llamado
príncipe pueda ser llamado rey, o padre de rey. Hasta ese punto
llega la ambición de María de Medicis por establecer un cortafuegos
que frene la ascensión de Luynes. Sin embargo, como ya hemos dicho
de Loudun, en realidad esto no supone otra cosa que meter a la zorra
en el gallinero. Todo esto acabará creando un enorme conflicto
cortesano. Justo lo que Richelieu necesita.
Como demostración clara
de que la jugada de María de Medicis no podía ser más torpe,
Condé, a su vuelta a París, apenas se toma unas semanas para
convertirse en la gran esperanza del partido anti-Concini. Vanidoso y
un tanto pollas, el príncipe no esconde a quien se lo pregunta que
tiene una muy baja opinión del joven rey, y que lo mejor que le
podría pasar a Francia es que él lo sustituyese. Concini, por su
parte, comienza a recibir informes muy fidedignos que hablan de
planes para asesinarlo, y empieza a pensar en huir de Francia con su
mujer. María de Medicis está de los nervios. Pregunta a sus
cercanos, y sus cercanos, entre ellos Richelieu, le insisten en que la
situación sólo tiene una forma de enderezarse, que es el arresto de
Condé. El príncipe, a quien no le falta gente que le comunique
estas ideas, se pavonea entre carcajadas y suele decir: la bête
est trop grosse; la pieza es
demasiado grande. Obviamente, se refiere a él.
Pero
yerra en el diagnóstico. La reina regente está demasiado
desesperada como para dar pasos atrás. Y así, el 1 de septiembre de
1616, en el momento en que Condé llega al Consejo Real, se encuentra
allí a Pons de Lauzières-Thémines, quien por esta acción será
ese mismo día nombrado mariscal de Thémines. El señor Pons, acompañado de
una fuerte escolta, lo arresta en el Louvre, para trasladarlo poco
después a la Bastilla.
Lo
que sigue es un espectáculo que se ha producido muchas veces en la
Historia. En cuestión de horas, conforme la noticia se va conociendo
en las casas y mansiones de París, la oposición a la reina regente
se disuelve. Quienes hasta ese mismo día se paseaban por los
pasillos del Louvre en actitud chulesca, con esa media sonrisa de los
chulos de putas en la cara, ahora se presentan en el mismo escenario
para presentarle todos sus respetos a la Medicis y soltarle toda
clase de requiebros. La gente de la calle, sin embargo, no lo tiene
tan claro, y arrasa el domicilio particular de Concini; pero ésta,
en realidad, es la única acción violenta que se produce en una
ciudad que está acostumbrada a arder por las pasiones políticas.
Las horas posteriores al arresto de Condé en París son una de las mejores demostraciones que se pueden encontrar en Europa de que eso que damos en llamar Edad Moderna se ha instalado plenamente en Francia. El conflicto entre Condé y María de Medicis no es sino el conflicto entre una nobleza que pretende mantener un statu quo nacional que data de la disolución del imperio carolingio y una monarquía, digamos, moderna, centralizadora, poderosa y aglutinante. María de Medicis es, a su manera, la primera jacobina de la Historia de Francia, por defender un estado de cosas en el que la nobleza ocupa un lugar preeminente en la sociedad e incluso en el poder; pero mediando una sujección sin ambages a la corona. Cien, doscientos o trescientos años antes del arresto del príncipe de Condé, los señores vasallos del príncipe habrían respondido levantando un ejército que habría rodeado París y le habría enseñado a la regente quién la tiene más gorda. En el siglo XVII, sin embargo, los nobles han perdido buena parte de esa capacidad, y por eso el arresto de Condé estará muy lejos de provocar una guerra civil. Eso sí: el gran problema de Francia, en las próximas décadas, es el cierre en falso de la cuestión religiosa. La pelea de los nobles contra la corona no tardará mucho en travestirse de polémica religiosa; una polémica que el Edicto de nantes había cerrado en falso.
Dentro
de las naturales depuraciones que siguen el arresto, Guillaume du
Vair, que ocupa el importante rango militar de garde des
sceaux, es destituido de su
mando, y sustituido por Claude Mangot, un fiel de Concini. El
nombramiento de Mangot deja libre una secretaría de Estado en el
gobierno de la nación: es el momento de Richelieu. A fuer de ser
precisos, algunos días antes de su nombramiento como secretario de
Estado, el obispo había sido nombrado embajador extraordinario en
España; pero este nuevo cargo es, de lejos, mucho más importante.
Richelieu escribe en sus memorias que, en realidad, él habría
preferido continuar como embajador, pero que es que hay misiones que
no se pueden rechazar por quién te las ofrece. Todo pura farfolla.
Estaba que no meaba, y punto.
Para
llegar donde había llegado Richelieu, en medio de un país, y de una
Corte, fuertemente divididos, con el trasfondo de la cuestión
religiosa además, que es una cosa que los españoles no sabemos
valorar porque no la hemos sufrido; en un lugar así, digo, era
enormemente difícil llegar arriba sin haberse dejado alguna deuda
por ahí perdida. Pero no fue el caso de Richelieu. Él había
llegado al gobierno de la mano de María de Medicis, pero no se puede
decir que lo hubiera hecho enfrentándose con Luynes. Eso sí,
finalmente cometió un error, que fue no tomarse todo lo seriamente
que hubiese debido los sentimientos del joven rey. Es un error, en el
fondo, justificable. Luis XIII sólo era un adolescente, y lo único
que le parecía molar en la vida era salir con sus caballos y sus
perros a matar animales. Sin embargo, como rey tenía una conciencia
de tal. Los historiadores clásicos han incidido muchas veces en la
extremada timidez del monarca. Considerando su dependencia de un
hombre, Luynes, sinceramente creo que hoy por hoy se podría, o
incluso debería, manejar otra explicación. Sea como sea, el caso es
que Luis XIII era un joven retraído pero, contra lo que pudiera
parecer, tenía ideas y eso que se puede denominar un planeamiento
estratégico para Francia. Pero el caso es que Richelieu, en aquel
momento procesal, no juzgó necesario realizar una aproximación
estrecha a su persona. Tiempo tendría de arrepentirse.
El
nombramiento firmado como secretario de Estado le llegó, un 25 de
noviembre de 1616, a un Richelieu en horas bajas a causa del duelo
por la muerte de su madre, que por once días no pudo verlo miembro
del gobierno. Sin embargo, tan pronto se puso Richelieu la capa de
hombre de gobierno que cuando, tres semanas después, se celebren
fuera de París las exequias por la autora de sus días, él no
asistirá. Él ha elegido, y ha elegido la monarquía.
Diría que si en España no hemos sufrido la cuestión religiosa fue tanto por cuestiones geográficas como porque las otras religiones (cátaros y el Islam) no tenían grandes potencias que los protegieran, ¿no?
ResponderBorrarPues yo creo que no es exactamente lo mismo. En primer lugar yo descartaría los reinos musulmanes durante la Reconquista porque no se pueden considerar conflictos internos sino externos. Por otro lado, en mi opinión, los moriscos y judíos se consideraban colectivos "ajenos" a los que se les daba la gracia de vivir en España (hasta que se les retiró la gracia, claro).
BorrarLos cátaros sí que podrían considerarse un problema similar a los hugonotes franceses o cualquier otro de la época, pero fue tan limitada su influencia y número que no afectaron a la personalidad de la nación.
Basta un sondeo rápido para darse cuenta de la enorme diferencia en el grado de conocimiento de las palabras "hugonote" y "cátaro". ¡Y eso que los hugonotes no son de España y los cátaros sí!
Yo diría que, desde el arrianismo, lo que no ha habido en España ha sido herejías. Esto, en gran parte, es consecuencia de que, al haber sido invadidos por los musulmanes, España se ha acostumbrado a ser una nación con las filas muy prietas en materia de creencia.
BorrarTambién es verdad.
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