¿Pensábais que se me había olvidado? Pues no. Hay mucha tela que cortar en esto del pistolerismo barcelonés; y es quizá por eso que hay que tomárselo con calma, intercalando otras historias. No obstante, no me olvido de mi compromiso con vosotros, y velay que lo cumpliré hasta el final.
De momento, quiero recordaros que, en diferentes puntos de este blog, podéis encontrar los cuatro capítulos anteriores de esta serie, que he llamado sucesivamente:
La huelga de la Canadiense
Brabo Portillo y Pau Sabater
The last chance
Auge y caída del barón de König
Y ahora vamos con la quinta pasadilla.
Habíamos dejado nuestra historia en junio de 1920 con un nuevo gobernador civil de Barcelona nombrado, el funcionario de Aduanas Federico de Carlos y Bas, que se trajo a la capital de Cataluña un zurrón lleno de buenas intenciones. Bas, en realidad, quería la cuadratura del círculo. Pretendía que los problemas obreros se resolviesen creando órganos de discusión entre obreros y empresarios; pero, al mismo tiempo, pretendía tener contentos a los burgueses manteniendo la suspensión de libertades.
En cualquier caso, el periodo de Bas no tuvo por principal problema los conflictos de los obreros con los patronos, sino los de los obreros entre sí. Coincidiendo con el cambio de gobernador civil, se inició la guerra propiamente dicha entre la CNT y el Sindicato Libre, guerra cuya sangre anega los años del pistolerismo.
El 6 de julio de aquel año, un tal Joan Purcet, dirigente del Libre, cocinero de un afamado restaurante barcelonés llamado Royal, regresaba a casa cuando a unas manzanas de llegar unos pistoleros anarquistas lo esperaron y le dejaron la chaqueta hecha unos zorros, y a él muerto dentro. Dos días más tarde, los del Libre respondían en la céntrica plaza de Urquinaona, donde dispararon una salva de balas contra el dirigente cenetista Vicens Roig. El día 21, una asamblea de trabajadores en la empresa Soler y Doménech, donde tenían que discutir la jornada laboral, acabó a tiros entre los partidarios de un sindicato y de otro. Antes de terminar el mes otro activista del Libre, Joan Casanovas, fue asesinado.
El 4 de agosto, en Valencia, la CNT perpetró una de sus típicas salvajadas, que tanto hicieron por hacerla evolucionar mediante el siempre irritante método de dar un paso hacia delante y tres para detrás. En la ciudad del Turia se había refugiado el conde de Salvatierra después de haber fracasado, como también hemos visto, como gobernador de la plaza barcelonesa. La verdad es que Salvatierra había recibido toneladas de cartas amenazadoras y tenía miedo, pero con el tiempo y al ver que no era atacado se fue confiando. El 4 de agosto, cuando como fruto de aquella confianza había decidido irse a San Sebastián a pasar la canícula, alquiló un coche en el que iba con su mujer y su cuñada cuando dos pistoleros anarquistas, que finalmente lo habían localizado, dispararon contra todos ellos. Mataron en el acto la marquesa de Tejares, la cuñada; y el conde murió en el hospital al día siguiente.
Hasta el día de la muerte del conde, buena parte de la burguesía española había considerado el problema del pistolerismo como una cosa entre catalanes, lejana, lejana. Sin embargo, aquel atentado cambió totalmente las cosas e hizo ver a los todos que aquél era un problema de dimensión nacional. Por si fuera poco, el día 23 se produjo otro hecho que avalaba la españolización del conflicto catalán: el asesinato de José Yarza, arquitecto municipal, en Zaragoza. Como principal consecuencia, las clases patronales se presentaron a ver al presidente, Eduardo Dato, y le dijeron que o enculaba a los sindicatos o ya podía ir pensando en dimitir. Como a Dato le pasaba lo que a todo político, es decir que no entendía el significado del verbo dimitir, la represión a los sindicatos se endureció, impulsando a la CNT a buscar protección mediante la alianza con la UGT. El 3 de septiembre, en la Casa del Pueblo de la calle Piamonte de Madrid, se firmó aquel acuerdo en el que muchos quisieron ver la fusión futura de los dos sindicatos; hecho este tan poco probable que ni siquiera a día de hoy ha llegado.
Un análisis superficial lleva fácilmente a la conclusión de que la convergencia sindical es fácil. O aquella lo era. UGT y CNT eran sindicatos prácticamente complementarios desde un punto de vista geográfico y sectorial, lo cual quiere decir que donde uno dominaba el otro no estaba; ambos eran, más que mayoritarios, absolutistas en sus dominios. Por lo tanto, la unión aparece ante muchos observadores como algo lógico. Pero ése es, ya lo he dicho, un análisis epidérmico. En primer lugar, la ideología marxista y la anarquista se parecen como un perrito pequinés y un chimpancé; ambos son animales terrestres, vale; pero el primero sería mal acompañante de Tarzán y el segundo lo sería de las señoras que pasean por nuestros parques. Hubo sus intentos de acercamiento, con viaje a Moscú incluido de algunos representantes cenetistas, e incluso conversiones claras, como las de Andreu Nin o Joaquín Maurín, ambos anarcosindicalistas en sus inicios que acaban siendo marxistas de libro. Pero son las excepciones que confirman la regla.
En la confluencia entre CNT y UGT había, además, otro gran problema. La UGT era una organización fuertemente centralizada, basada en la labor de dirigentes que obtenían las directrices de asambleas a diversos niveles; mientras que la CNT era un movimiento puramente asambleario, en el cual la base acababa por decidirlo todo, y en el que, además, se tendía a no obligar a nadie a hacer algo que no quisiera hacer. Así pues, Seguí podía firmar lo que le viniese en gana; si, días después, la asamblea de la CNT de Sevilla decidía que ni de coña, entonces la CNT de Sevilla no iría a convergencia alguna, dijera lo que dijera el papelito firmado por Seguí, pues a ellos esas cosas no les vinculaban en lo absoluto.
Y un tercer problema. Ambos sindicatos, en el fondo, estaban luchando por la hegemonía en la clase obrera. Cuando dos empresas luchan por un mercado, son amigos sólo de boquilla. Las escasas ganas de amigarse quedarían bien patentes unos pocos meses después, tras el golpe de 1923, cuando la UGT pactó con la dictadura de Primo de Rivera, consiguió seguir teniendo existencia legal en medio de aquel régimen y se dedicó a impulsar en todo lo posible el debilitamiento de la CNT. Este comportamiento abrió heridas entre los anarcosindicalistas que explican algunas de las burradas que luego harían durante la República.
No obstante esta política más legalista, dirigida sobre todo por Salvador Seguí, la vertiente pistolera de los anarquistas siguió currando. Josep Saleta, conocido como El Nano, se apioló el 8 de septiembre a un dirigente del Sindicato Libre, José Román, y dejó gravemente herido a otro, Josep Villalta. El día 10 fue asesinado otro activista del Libre, Bruno Llorens, de una forma además bastante cruel, pues como sólo le hirieron los disparos lo mataron a hostias. Éste es el punto en el que el Libre decide responder al hierro con hierro.
El día 12 por la noche, alguien que según todos los indicios era Inocencio Feced, un activista fácilmente sobornable, hizo estallar una bomba en la sala Pompeya del Paralelo barcelonés, en aquel entonces la principal artería de la noche condal. La propia bomba y la estampida descontrolada de clientes y cocottes provocaron seis muertos y dieciocho heridos. La bomba del Pompeya es uno de esos misterios de la Historia de España que, al menos con mi nivel de información, permanece ignoto. Mucha gente, apoyada en el hecho de que Feced era un pistolero a sueldo, piensa que fue un acto pagado por empresarios que buscaban de esta manera que Dato no tuviese más remedio que ir a por las organizaciones obreras. Otros piensan que fueron los propios activistas obreros. Tanto la CNT como el Sindicato Libre afirmaron no tener ninguna relación con los hechos; sin olvidarse, por supuesto, de afirmar que el otro era quien lo había hecho.
En cualquier caso, el Sindicato Libre tenía paraguas, habiéndose convertido ya en el apoyo de los patronos en el mundo laboral. La CNT era la que tenía un problema de cojones. Pero es que los cojones son dos, así pues el problema se dobló. A los anarcosindicalistas les crecieron los enanos cuando los obreros, en las diversas asambleas que se fueron celebrando, fueron decidiendo que iba a converger con la UGT su puta madre.
¿Podían ir las cosas peor? Podían. El 7 de octubre, el Libre comienza su carrera matarife con el asesinato de los anarcosindicalistas Françesc Capistrón y Victoriano Abarca.
El mes de octubre fue un mes muy duro para los anarcosindicalistas posibilistas liderados por Seguí. Como acabamos de ver, las cosas estaban jodidas, pero el Noi del Sucre tenía mucha fuerza de voluntad. A pesar de que las asambleas iban en contra de la convergencia con la UGT, Seguí y los suyos supieron aprovechar muy bien un conflicto que duraba ya nada menos que siete meses, el de las minas de Río Tinto en Huelva, para vender las bondades de la convergencia sindical. Una vez conseguido esto, incluso consiguió el apoyo suficiente parea poder firmar, el 1 de noviembre, la aceptación cenetista de las comisiones mixtas que proponía el gobernador Bas. No obstante, la oferta llegó tarde.
Las agresiones de la CNT a sindicalistas del Libre y a empresarios y el atentado del Pompeya, quienquiera que fuese su autor intelectual, habían colocado ya a los patronos en una posición muy radical y, al tiempo, muy fuerte. El mismo día que Seguí le comunicó a Bas la aceptación de las mixtas, el gobernador le informó de que sería prontamente cesado. La verdad es que había razones para ello. Por muy buenos oficios que desplegase el funcionario de Aduanas, lo cierto es que en sus poco más de cuatro meses de mandato, se habían producido en Barcelona del orden de 70 atentados. Eran ya tan habituales que su producción ni siquiera alteraba el ritmo de vida de la ciudad. Los obreros tardaron un montón en aceptar las ofertas pacificadoras y, mientras tanto, mataron tanto y con tanta dedicación que, en realidad, cercenaron toda posibilidad de acuerdo.
Si a eso unimos que la estrategia de los patronos fue típicamente catalana, es decir se basó en la publicación de una especie de manifiesto aseverando que Dato no les hacía ni puto caso porque Madrid intentaba aplastar a Cataluña y bla, bla, bla (que es un discurso que lo mismo vale para un roto antiobrerista que para un descosido hidráulico), lo cierto es que nuestro buen señor Bas tenía menos futuro como gobernador de Barcelona que un paparazzo en el cumpleaños de Cayetano de Alba.
Dice un refrán español: si no querías caldo, ahí tienes dos tazas. Es exactamente lo que le pasó a la CNT. Porque el nombrado por Dato para ocupar el puesto fue el gobernador militar de la ciudad, Severiano Martínez Anido. Dos apellidos que han quedado ligados en la Historia a la represión de la clase obrera.
En esta historia que torpemente vamos desgranando, vamos de culo, cuesta abajo, y sin frenos.
viernes, junio 06, 2008
jueves, junio 05, 2008
Hablando de economía
Hoy es día de autobombo.
Yo sé que lo normal en muchas personas es que no lean. Y las que leen, suelen leer una sola cosa. El mundo está lleno de lectores de best sellers, o de novela negra, o de novela histórica, o de química inorgánica, o de mecánica de fluidos. A mí, sin embargo, el día que nací me debió de cagar un palomo (cosa que no me extrañaría, pues prácticamente nací en la calle), porque soy un lector multiafición. La Historia es, desde luego, mi lectura preferida. Pero tengo otras. Gracias a algunas de esas aficiones colaterales es por lo que he descubierto los mejores blogs de la internet española, tales como Wonkapistas (sociología) o Historias de la ciencia (para sacar el alumno de ciencias que llevas dentro).
Una de estas cosas sobre la que me gusta leer y reflexionar es la economía. Los atentos visitantes habituales de este blog sabéis que alguna vez hemos hablado de economía, por ejemplo aquí o aquí. Sin embargo, no han dejado de ser incursiones colaterales.
Como, inmodestamente, pienso que en materia de economía hay muchas cosas que decir, tomé hace unos días la decisión de intraescindirme. De esta manera nació Oikonomia, un blog específico sobre la materia, y en el que ayer coloqué mi primer post. Ha nacido, pues, el blog independiente, dependiente de Historias de España.
Sospecho que en esta aventura no me acompañará Tiburcio. Es hecho sabido por casi todos los biólogos que los elefantes no están bien dotados para los conceptos financieros. La teoría con más visos de ser cierta se basa en el hecho de que todo ser que se inicia en el mundo de las matemáticas sencillas, que son las que hacen falta para echar cuentas, comienza utilizando técnicas muy rudimentarias, entre las cuales se cuenta contar con los dedos. Si os fijáis con atención en las patas de los elefantes, descubriréis que tienen todos los dedos pegaos, motivo por el cual es imposible utilizarlos para contar.
A ello hay que unir que el budismo no es un terreno propio para la reflexión económica. La economía es la ciencia de gestionar recursos finitos, y el budismo más bien trata de alcanzar conceptos relacionados con la infinitud.
La razón de que esté solo en este nuevo divertimento hará que su renovación sea más lenta. Si bien trato de mantener cierta disciplina en esta ventanita y tener un ritmo más o menos regular de apariciones, en el caso de Oikonomia no me lo voy ni a plantear. Escribiré cuando crea que tengo algo que decir, o me apetezca decirlo.
Hala, fin del anuncio.
Yo sé que lo normal en muchas personas es que no lean. Y las que leen, suelen leer una sola cosa. El mundo está lleno de lectores de best sellers, o de novela negra, o de novela histórica, o de química inorgánica, o de mecánica de fluidos. A mí, sin embargo, el día que nací me debió de cagar un palomo (cosa que no me extrañaría, pues prácticamente nací en la calle), porque soy un lector multiafición. La Historia es, desde luego, mi lectura preferida. Pero tengo otras. Gracias a algunas de esas aficiones colaterales es por lo que he descubierto los mejores blogs de la internet española, tales como Wonkapistas (sociología) o Historias de la ciencia (para sacar el alumno de ciencias que llevas dentro).
Una de estas cosas sobre la que me gusta leer y reflexionar es la economía. Los atentos visitantes habituales de este blog sabéis que alguna vez hemos hablado de economía, por ejemplo aquí o aquí. Sin embargo, no han dejado de ser incursiones colaterales.
Como, inmodestamente, pienso que en materia de economía hay muchas cosas que decir, tomé hace unos días la decisión de intraescindirme. De esta manera nació Oikonomia, un blog específico sobre la materia, y en el que ayer coloqué mi primer post. Ha nacido, pues, el blog independiente, dependiente de Historias de España.
Sospecho que en esta aventura no me acompañará Tiburcio. Es hecho sabido por casi todos los biólogos que los elefantes no están bien dotados para los conceptos financieros. La teoría con más visos de ser cierta se basa en el hecho de que todo ser que se inicia en el mundo de las matemáticas sencillas, que son las que hacen falta para echar cuentas, comienza utilizando técnicas muy rudimentarias, entre las cuales se cuenta contar con los dedos. Si os fijáis con atención en las patas de los elefantes, descubriréis que tienen todos los dedos pegaos, motivo por el cual es imposible utilizarlos para contar.
A ello hay que unir que el budismo no es un terreno propio para la reflexión económica. La economía es la ciencia de gestionar recursos finitos, y el budismo más bien trata de alcanzar conceptos relacionados con la infinitud.
La razón de que esté solo en este nuevo divertimento hará que su renovación sea más lenta. Si bien trato de mantener cierta disciplina en esta ventanita y tener un ritmo más o menos regular de apariciones, en el caso de Oikonomia no me lo voy ni a plantear. Escribiré cuando crea que tengo algo que decir, o me apetezca decirlo.
Hala, fin del anuncio.
domingo, junio 01, 2008
La [sorda] guerra civil monetaria
Este artículo de hoy va de una de las principales carencias que al menos yo creo observar en más de uno y más de dos expertos en la guerra civil española. Porque la GCE tiene un montón de expertos, tantos que prácticamente se puede sostener cualquier ideología sin que nos falte un experto que la sustente. Los expertos en la guerra civil suelen saber de muchas cosas. La mayor parte de las veces, esas cosas que saben giran alrededor de la dinámica de los partidos políticos y las organizaciones sindicales. Mención aparte merecen los expertos militares, absolutamente necesarios a la hora de historiar una guerra, que saben de unidades, armamentos, y esas cosas.
La mayor parte de estos expertos, algunos con miles de páginas escritas, demuestra sin embargo un desconocimiento bastante supino del tema que nos ocupa hoy. Una guerra que se libró dentro de la guerra y que, en una parte nada desdeñable, decidió el signo de su final. A la hora de encontrarle respuestas a la preguntas de por qué Franco ganó la guerra y la República la perdió, se acude a un montón de hipótesis, pero habitualmente no se cita una que a mí, sin embargo, me parece crítica: Franco ganó la guerra, en parte, porque supo ser económicamente más eficiente que la República. O, si lo queremos ver de otra manera, tal vez más exacta, la República fue tremendamente torpe a la hora de pelear en el flanco económico de nuestra guerra.
Según han señalado diversos expertos, tras producirse el golpe de Estado de los nacionales y una vez que la situación experimentó su estabilización, en términos crudos cada uno de los bandos ganaba en una de las dos mitades de la realidad económica. Los que pronto serían franquistas se habían quedado, aproximadamente, con el 70% de la producción agrícola; mientras que la República tenía en sus manos el 80% de la producción industrial. Inmediatamente después de iniciarse la guerra militar, se inició otra, la económica, o mejor deberíamos decir la monetaria, que fue tan cruenta y difícil como la otra y en la que el bando nacional jugó con evidente ventaja. Porque hay otra carencia en muchos juicios de la guerra civil que aquí nos interesa mucho. Se dice habitualmente que la República concitó la mayor parte de la solidaridad internacional. Y es verdad, aunque a medias. Esa solidaridad era la de los intelectuales, los políticos, las organizaciones culturales y sociales. Pero el mundo económico estuvo muy lejos de comulgar con este sentimiento. En los años de la República, los poderes constituidos dejaron que ocurrieran muchas cosas que levantaron el escepticismo respecto de España en las plazas financieras internacionales. Detalles como quemar impunemente iglesias y conventos en mayo del 31, o sacar de las cárceles en febrero del 36 a los líderes de un golpe de Estado revolucionario marxista cuyo último objetivo era implantar la dictadura del proletariado, son cosas que no suenan demasiado bien en los despachos de las personas que viven de hacer negocios.
La República, pues, estaba sometida a duda, y más que lo estuvo cuando, avanzado el golpe de Estado, el gobierno central se mostró incapaz de conseguir hacer efectivo su poder, y en diversas zonas del territorio nacional, Madrid incluido (esto quiere decir: a la vista de los embajadores) quedó bastante claro que en según qué circunstancias mandaba más un comité de sindicalistas de barrio que todo un ministro de la Gobernación.
La República, pues, fue siempre a remolque en el ámbito jurídico-económico, y prueba de ello son indicios como la estudiada equidistancia de la Justicia inglesa cuando Madrid y Burgos pleitearon por la posesión de las oficinas bancarias establecidas en Londres. Aún sabiendo, como sabían, los jueces ingleses que el único gobierno legítimo de España era el republicano, se resistieron a darle la razón, en un pleito que no resolvieron ellos, sino el final de la guerra.
En el ámbito económico hubo guerra. Pero antes de contárosla, quisiera explicaros dos o tres conceptos básicos sobre política monetaria.
La política monetaria es fruto de la modernidad. Los economistas de hace cuatrocientos años pensaban que un país es más próspero cuantas más riquezas atesora. Lo cual no es exactamente cierto. El país más próspero, sabemos hoy, es el que está más equilibrado, especialmente si tiene lo que algunos economistas llaman el triple 5: menos de un 5% (sobre el PIB) de déficit público, menos de un 5% de inflación y menos de un 5% de desempleo. Uno de estos equilibrios básicos son los precios, porque una subida descontrolada de precios se come cualquier riqueza; y si no lo creéis, probad a meter 100.000 euros en un calcetín y, cuando dentro de cincuenta años vuestros nietos os abran la cabeza, entenderéis que yo tenía razón.
La política monetaria consiste en darse cuenta de que la inflación sube porque la gente demanda muchos productos; y demanda muchos productos porque tiene pasta para pagarlos. Así pues, si se reduce el stock de pasta disponible, la gente tendrá que comprar menos, la demanda se retraerá, y la inflación se moderará.
Los gobiernos modernos, por lo tanto, miden constantemente la masa monetaria que tiene el personal, en varios escalones que empiezan por las monedas y billetes en circulación pero que siguen en todo aquel activo que sea razonablemente líquido, como puedan ser los depósitos bancarios o las letras del Tesoro. En los tiempos de la guerra civil, no obstante, los instrumentos financieros estaban mucho menos desarrollados que ahora, por lo que lo verdaderamente importante de la ecuación eran los billetes y monedas.
España vivió tres guerras civiles en el siglo XIX. En ninguna de ellas hubo guerra monetaria; ambas dos Españas siguieron usando la misma moneda en todo momento. Eso era así porque hasta comenzado el siglo XX casi no se aprecia circulación de moneda fiduciaria, es decir moneda que no vale por sí misma sino por lo que representa. Hoy en día, todo es moneda fiduciaria; usamos billetes que, valer, valer, lo que se dice valer, intrínsecamente no valen una mierda. Esto, en el siglo XIX, era impensable. En aquella época circulaban monedas de plata y de oro que valían por sí mismas (o sea, valían lo que la plata y el oro de que estaban hechas). En tiempos de la guerra civil, sin embargo, la mayor parte de la circulación era fiduciaria. Y esto fue lo que permitió montar el merdé.
En puridad, hay unos meses en los que no ocurre nada. Pero es un plazo muy breve. Que, no obstante, no está exento de medidas de signo monetario. La principal de ellas fue la limitación de disponibilidad de billetes y monedas. El mismo 19 de julio, domingo, el gobierno de la República establece que los particulares no podrán retirar más de 2.000 pesetas de sus cuentas corrientes en las siguientes 48 horas (en ese momento, todavía se piensa en una solución rápida para el conflicto). Lógicamente, terminado el plazo, y puesto que la guerra no había terminado, fue nuevamente prorrogado, aunque se flexibilizó el movimiento de dinero en el caso de empresas que pretendiesen pagar salarios.
Este «corralito financiero» por razones bélicas fue automáticamente prorrogado varias veces e incluso endurecido a partir del mes de agosto, cuando se prohibió la disposición de más de 1.000 pesetas en los bancos y 250 si eran cuentas de cajas de ahorro. Semanas después, sin embargo, se aprobarían límites más laxos, ante la amenaza de secar el sistema económico. Estas restricciones, con cierta tendencia continuada a la laxitud, especialmente con los comerciantes, fueron prorrogadas hasta diciembre de 1938. A la entrada del 39, parece que ya nadie se preocupaba de prorrogar nada, convencidos como estaban todos de haber perdido la guerra.
Por su parte, en la zona nacional también fueron limitadas las disposiciones de fondos, si bien en este caso el sistema de flexibilizó mucho a partir de junio de 1938, a causa de la marcha de la guerra, favorable para este bando.
En noviembre de 1936, cuando las tropas franquistas quedan frenadas sin poder tomar Madrid como pretendían, ambas partes se dan cuenta de que se enfrentan a una guerra larga. Es cuando propiamente comienza la guerra monetaria. De fecha 12 de noviembre de 1936 es el decreto del Gobierno de Burgos por el cual anuncia que considera ilegales y absolutamente faltos de valor los billetes emitidos por la República con posterioridad al 18 de julio de 1936; medida que es paralela al estampillado por parte del bando franquista de la moneda existente en su lado (o sea: los billetes posteriores al 18 de julio sin la estampilla pasaban a no valer nada en zona nacional) y la creación de la suya propia, lo cual permitía dirimir claramente cuál era la moneda nacional y cuál la republicana. Por cierto, que la casa inglesa a la que se encargó la realización de los billetes, Thomas de la Rue, se negó; y aún una segunda, Bradbury Wilkinson, a pesar de comprometerse en un inicio, se hizo la orejas finalmente; motivo por el cual la moneda fue impresa en Zaragoza (Litografía Portabella) y Leipzig (Giesecke und Devrient).
Este decreto es de extremada importancia. Lo que supuso fue darle un mensaje a todo quisqui, muy sencillo: como yo gane la guerra, ni se te ocurra venir a verme para pedirme que canjee tu puto dinero de los rojos por pesetas de las mías.
Esta medida se complementa con otra, tomada en agosto de 1936, que decretaba la nulidad de las operaciones realizadas con el oro del Banco de España. Obviamente, a los rusos, principales destinatarios de dicho oro vía compraventa de armas, este hecho les importaba un flus; pero, ciertamente, la medida supuso una limitación para la República a la hora de utilizar el oro para otro tipo de operaciones en el exterior.
Todo este movimiento fue notablemente dañino para la República, tanto en el interior, puesto que los particulares, y muy especialmente los comerciantes, comenzaron a atesorar toda la moneda anterior al 18 de julio que encontraban; como en el exterior, donde todo aquél que hacía negocios con la España republicana se lo pensaba dos veces, ante la sospecha de que le estuviesen pagando con papelitos sin valor.
Una de las grandes ventajas que había tenido la República en la disposición de fuerzas resultante tras el golpe de Estado era que en su poder habían quedado absolutamente todas las reservas de oro de España, que en aquel momento era uno de los países con mayores riquezas áureas acumuladas. Como ya hemos visto, el ministro de Hacienda y luego presidente Juan Negrín decidió sacar el oro de España y llevarlo a Moscú, en una decisión, por cierto, que provocó dos dimisiones en el seno del Banco de España, por considerar la decisión ilegal. Yo creo que los dos dimitidos (Martínez Fresneda y Álvarez Guerra) tenían toda la razón. Que el Banco de España tenga oro no quiere decir que el gobierno de la nación pueda disponer libremente de ese oro. De hecho, Zapatero no puede decidir ahora que va a utilizar una partida de oro del Banco de España en comprar chupa-chups. ¿Era una guerra? Ya, pero, ¿acaso había el gobierno declarado el estado de guerra?
De todas formas, Negrín hizo más cosas que trasladar el oro a Moscú y usarlo en comprar armas. Primero decretó que el oro en poder de particulares se depositase en el Banco de España, y luego decretó que dicho oro debía ser vendido obligatoriamente al Estado a un precio puesto por el gobierno. Dichas incautaciones siguieron con la plata, las piedras preciosas, y otras propiedades suntuosas. En el bando nacional se llevó a cabo la misma política, en realidad con más saña, puesto que Franco, al no disponer del llamado oro de Moscú, carecía por completo de metales preciosos para respaldar su moneda. Las necesidades del bando nacional fueron tan acuciantes que llegó, incluso, a incautar a principios de 1938 las escobillas de los dentistas, habitualmente fabricadas con partes de oro.
En una carrera alocada por acumular metales preciosos, provocada por las serias dudas que la guerra monetaria de Burgos generaba sobre el papel moneda, la República retiró de la circulación las monedas de plata que aún existían, sustituyéndolas por certificados de plata. Como no se logró parar la acumulación masiva de monedas por los particulares, en diciembre de 1937 el cambio de monedas por certificados se amplió a otras monedas. Se llegaron a emitir simples discos de cartón timbrados.
La República, sin embargo, tenía otro problema además de las serias dudas que sobre el valor de sus monedas y certificados había creado la zona franquista. El segundo problema estaba dentro y se centraba en el cachondeo de emisiones que se produjo en el marco de un país en el que el más tonto, con cien pistolas y unos cuantos militantes, se montaba su chiringuito revolucionario particular en cualquier esquina.
Haría falta un blog entero para hablar de los muchos experimentos vividos, y que son hoy piezas cotizadas de los numismáticos, en forma de dinero emitido por ayuntamientos, comités sindicales y demás. Por no lograr, la República ni siquiera logró la unidad de acción monetaria con las comunidades catalana y vasca, especialmente con esta primera la cual, de la mano de su hombre fuerte económico Josep Tarradellas, fue realmente a lo suyo.
En fecha tan temprana como septiembre de 1936, Cataluña comienza a emitir su propia moneda. A finales de este mismo año, con medidas de clarísimo corte revolucionario, Cataluña dicta medidas como la entrega obligatoria de todas las acciones y divisas en poder de particulares, u otra medida que, por cierto, tomaron todos, es decir republicanos y franquistas, como fue la apertura sistemática de las cajas de seguridad en poder de particulares; práctica que, por cierto, jurídicamente tiene la misma calificación de la violación del domicilio propio. Además, como ya hemos contado, la Generalitat, a finales del 36, se hace con el poder de las delegaciones en Cataluña del Banco de España y del Ministerio de Hacienda, con toda la pasta que contienen.
Entre otras cosas, la Generalitat de Cataluña autorizó a sus ayuntamientos a resolver sus problemas monetarios mediante la emisión de monedas respaldadas por la Generalitat, lo cual aumentó la confusión. Entonces había 1.075 municipios en Cataluña, de los que se ha calculado que 687 emitieron moneda. Pero no sólo ellos. Los estudiosos de la cosa nos informan de que, dado que el problema monetario persistía porque las monedas reales (emitidas antes de la guerra) desaparecían en los calcetines del personal, cuando alguien, fuese ese alguien el zapatero o el deshollinador, tenía que devolver unas perrillas y no tenía con qué, emitía su propio certificado.
El gobierno de la República decretó a finales de 1938 el final de este cachondeo y anunció que todas las emisiones de billetes y vales que no hubiesen sido realizadas por el Tesoro Público o el Banco de España debían retirarse de la circulación, pasando a ser la única moneda del sistema la procedente de una emisión que iba a realizar. Pero esta medida se tomó cuatro meses antes de terminar la guerra; tardísimo, pues. A todas luces, la enorme atomización de las emisiones de moneda impidió a la República presentar un frente único a la pelea monetaria franquista; devolverle la pelota estampillando sus monedas y declarando las nacionales ilegales.
En todo caso, los catalanes le hicieron tanto caso que Franco, cuando tomó Barcelona, se encontró allí una emisión de moneda catalana con valores de 25 a 1.000 pesetas (lo que se dice una emisión completa) que Tarradellas iba a colocar en la calle.
Por su parte, el Gobierno vasco también emitió su propia moneda, consistente en unos talones librados a cargo del Banco de España por los bancos y cajas vascos, que fueron conocidos como los Eliodoros a causa del nombre del consejero de Hacienda que los diseñó, Eliodoro de la Torre. Por haber monedas, hasta la hubo emitida en Aragón por la CNT, que no creía en el dinero, y que emitió unos certificados que, para no ir en pesetas, se medían en grados.
En enero de 1938, la incapacidad del gobierno para detener la sangría de monedas reales, que hizo que en realidad fuesen los famosos certificados de plata los que funcionasen como moneda fraccionaria, alcanzó el paroxismo con una medida desesperada, mediante la cual el gobierno mantenía el privilegio del Banco de España en la emisión de monedas de muy alto valor (100 pesetas) y dejaba en manos del Ministerio de Hacienda la emisión de las que usaba todo dios.
Conforme la guerra se fue definiendo, y muy especialmente después del verano del 37 cuando el Norte, y por lo tanto una de las grandes zonas industriales de España, cayó en manos de Franco, la cotización internacional de la peseta franquista se sostuvo, y la republicana bajó primero y terminó por desplomarse por completo. Ambas zonas tenían realidades bien distintas. La zona franquista se había enfrentado al problema real de no tener nada con que respaldar su moneda mediante una economía de guerra en la que incautó hasta el último grano de oro que vio pasar por allí cerca, aunque, probablemente a causa de la influencia que ante el nuevo gobierno tenían los banqueros y gentes del mundo económico, dicha incautación se hizo permaneciendo lo incautado en los bancos, por lo tanto con una mayor apariencia de legalidad. El gran problema del bando franquista fue ir incorporando a su política monetaria a las zonas republicanas que iba tomando, repletas de personas con papelitos o moneda atesorada. Aunque es difícil de demostrar, algunos autores piensan que lo que hizo Franco fue, en gran medida, vomitar los papelitos de nuevo en la zona republicana, creando una superdisponibilidad de moneda, es decir un crecimiento brutal de la masa monetaria, lo cual creaba una espiral inflacionaria. En otras palabras, Franco, además de enviar la Legión Cóndor a bombardear a la República, envió también a la inflación.
Por su parte, la República pagó los platos rotos de una gestión económica deficiente. Desde que el 17 de julio de 1936 se subleva el ejército en Melilla, el gobierno legítimo español sigue siendo legítimo y sigue siendo español, pero ya es muy poco gobierno. Su capacidad de imponer la autoridad en el sistema económico fue muy baja. No sólo los dos gobiernos autónomos, catalán y vasco, jugaron a la independencia de facto, en un movimiento insolidario que les costó cuarenta años bajo la bota imperial y algún que otro episodio históricamente vergonzante como el Pacto de Santoña; es que una miríada de comités de la UGT, de la CNT, del POUM, del PSOE, de las Juventudes Socialistas, de la caraba en verso, se hizo con el poder efectivo de las relaciones económicas en grandes áreas del país, creando reinos de taifas socioeconómicos que evitaron que la respuesta de la República en la guerra económica fuese fuerte y unitaria.
Desde que en noviembre de 1936 Franco tira un torpedo a la línea de flotación del sistema monetario republicano hasta el final de la guerra, éste no dejó de ir con la lengua fuera, tratando de equilibrar y resolver un problema imposible; porque en economía lo que prima siempre son las decisiones de los agentes económicos, de los particulares. Y la materia prima de dichas decisiones es la confianza. No dudo que para ganar las guerras es muy importante convocar congresos de escritores antifascistas y esas cosas; pero más importante aún es generar una confianza en las relaciones económicas que nunca existió del todo en el área republicana; desconfianza que provocó que, cuando los españolitos empezaron a escuchar las emisiones de Radio Nacional desde Burgos avisándoles de que sus pesetas no valían una mierda, tomaron decisiones que, de hecho, tendieron a agravar el problema.
El día que estalló la guerra, la circulación de billetes y monedas en la España que permaneció fiel a la República era de 3.486 millones de pesetas, según las estimaciones; y de 2.000 millones en el área nacional. En septiembre de 1937, momento en el que la guerra monetaria ya estaba básicamente saldada, dicha circulación había aumentado en zona republicana a 10.000 millones, mientras en el área franquista se ha estimado en 2.650 millones. Las diferencias de crecimiento significan también diferencias de inflación, de empobrecimiento real, de deterioro de las expectativas, y de cachondeo monetario.
Hay guerras que se ganan sin pegar un tiro. Son, sin embargo, tan dañosas como las que estamos acostumbrados a ver y a leer en los best seller históricos.
La mayor parte de estos expertos, algunos con miles de páginas escritas, demuestra sin embargo un desconocimiento bastante supino del tema que nos ocupa hoy. Una guerra que se libró dentro de la guerra y que, en una parte nada desdeñable, decidió el signo de su final. A la hora de encontrarle respuestas a la preguntas de por qué Franco ganó la guerra y la República la perdió, se acude a un montón de hipótesis, pero habitualmente no se cita una que a mí, sin embargo, me parece crítica: Franco ganó la guerra, en parte, porque supo ser económicamente más eficiente que la República. O, si lo queremos ver de otra manera, tal vez más exacta, la República fue tremendamente torpe a la hora de pelear en el flanco económico de nuestra guerra.
Según han señalado diversos expertos, tras producirse el golpe de Estado de los nacionales y una vez que la situación experimentó su estabilización, en términos crudos cada uno de los bandos ganaba en una de las dos mitades de la realidad económica. Los que pronto serían franquistas se habían quedado, aproximadamente, con el 70% de la producción agrícola; mientras que la República tenía en sus manos el 80% de la producción industrial. Inmediatamente después de iniciarse la guerra militar, se inició otra, la económica, o mejor deberíamos decir la monetaria, que fue tan cruenta y difícil como la otra y en la que el bando nacional jugó con evidente ventaja. Porque hay otra carencia en muchos juicios de la guerra civil que aquí nos interesa mucho. Se dice habitualmente que la República concitó la mayor parte de la solidaridad internacional. Y es verdad, aunque a medias. Esa solidaridad era la de los intelectuales, los políticos, las organizaciones culturales y sociales. Pero el mundo económico estuvo muy lejos de comulgar con este sentimiento. En los años de la República, los poderes constituidos dejaron que ocurrieran muchas cosas que levantaron el escepticismo respecto de España en las plazas financieras internacionales. Detalles como quemar impunemente iglesias y conventos en mayo del 31, o sacar de las cárceles en febrero del 36 a los líderes de un golpe de Estado revolucionario marxista cuyo último objetivo era implantar la dictadura del proletariado, son cosas que no suenan demasiado bien en los despachos de las personas que viven de hacer negocios.
La República, pues, estaba sometida a duda, y más que lo estuvo cuando, avanzado el golpe de Estado, el gobierno central se mostró incapaz de conseguir hacer efectivo su poder, y en diversas zonas del territorio nacional, Madrid incluido (esto quiere decir: a la vista de los embajadores) quedó bastante claro que en según qué circunstancias mandaba más un comité de sindicalistas de barrio que todo un ministro de la Gobernación.
La República, pues, fue siempre a remolque en el ámbito jurídico-económico, y prueba de ello son indicios como la estudiada equidistancia de la Justicia inglesa cuando Madrid y Burgos pleitearon por la posesión de las oficinas bancarias establecidas en Londres. Aún sabiendo, como sabían, los jueces ingleses que el único gobierno legítimo de España era el republicano, se resistieron a darle la razón, en un pleito que no resolvieron ellos, sino el final de la guerra.
En el ámbito económico hubo guerra. Pero antes de contárosla, quisiera explicaros dos o tres conceptos básicos sobre política monetaria.
La política monetaria es fruto de la modernidad. Los economistas de hace cuatrocientos años pensaban que un país es más próspero cuantas más riquezas atesora. Lo cual no es exactamente cierto. El país más próspero, sabemos hoy, es el que está más equilibrado, especialmente si tiene lo que algunos economistas llaman el triple 5: menos de un 5% (sobre el PIB) de déficit público, menos de un 5% de inflación y menos de un 5% de desempleo. Uno de estos equilibrios básicos son los precios, porque una subida descontrolada de precios se come cualquier riqueza; y si no lo creéis, probad a meter 100.000 euros en un calcetín y, cuando dentro de cincuenta años vuestros nietos os abran la cabeza, entenderéis que yo tenía razón.
La política monetaria consiste en darse cuenta de que la inflación sube porque la gente demanda muchos productos; y demanda muchos productos porque tiene pasta para pagarlos. Así pues, si se reduce el stock de pasta disponible, la gente tendrá que comprar menos, la demanda se retraerá, y la inflación se moderará.
Los gobiernos modernos, por lo tanto, miden constantemente la masa monetaria que tiene el personal, en varios escalones que empiezan por las monedas y billetes en circulación pero que siguen en todo aquel activo que sea razonablemente líquido, como puedan ser los depósitos bancarios o las letras del Tesoro. En los tiempos de la guerra civil, no obstante, los instrumentos financieros estaban mucho menos desarrollados que ahora, por lo que lo verdaderamente importante de la ecuación eran los billetes y monedas.
España vivió tres guerras civiles en el siglo XIX. En ninguna de ellas hubo guerra monetaria; ambas dos Españas siguieron usando la misma moneda en todo momento. Eso era así porque hasta comenzado el siglo XX casi no se aprecia circulación de moneda fiduciaria, es decir moneda que no vale por sí misma sino por lo que representa. Hoy en día, todo es moneda fiduciaria; usamos billetes que, valer, valer, lo que se dice valer, intrínsecamente no valen una mierda. Esto, en el siglo XIX, era impensable. En aquella época circulaban monedas de plata y de oro que valían por sí mismas (o sea, valían lo que la plata y el oro de que estaban hechas). En tiempos de la guerra civil, sin embargo, la mayor parte de la circulación era fiduciaria. Y esto fue lo que permitió montar el merdé.
En puridad, hay unos meses en los que no ocurre nada. Pero es un plazo muy breve. Que, no obstante, no está exento de medidas de signo monetario. La principal de ellas fue la limitación de disponibilidad de billetes y monedas. El mismo 19 de julio, domingo, el gobierno de la República establece que los particulares no podrán retirar más de 2.000 pesetas de sus cuentas corrientes en las siguientes 48 horas (en ese momento, todavía se piensa en una solución rápida para el conflicto). Lógicamente, terminado el plazo, y puesto que la guerra no había terminado, fue nuevamente prorrogado, aunque se flexibilizó el movimiento de dinero en el caso de empresas que pretendiesen pagar salarios.
Este «corralito financiero» por razones bélicas fue automáticamente prorrogado varias veces e incluso endurecido a partir del mes de agosto, cuando se prohibió la disposición de más de 1.000 pesetas en los bancos y 250 si eran cuentas de cajas de ahorro. Semanas después, sin embargo, se aprobarían límites más laxos, ante la amenaza de secar el sistema económico. Estas restricciones, con cierta tendencia continuada a la laxitud, especialmente con los comerciantes, fueron prorrogadas hasta diciembre de 1938. A la entrada del 39, parece que ya nadie se preocupaba de prorrogar nada, convencidos como estaban todos de haber perdido la guerra.
Por su parte, en la zona nacional también fueron limitadas las disposiciones de fondos, si bien en este caso el sistema de flexibilizó mucho a partir de junio de 1938, a causa de la marcha de la guerra, favorable para este bando.
En noviembre de 1936, cuando las tropas franquistas quedan frenadas sin poder tomar Madrid como pretendían, ambas partes se dan cuenta de que se enfrentan a una guerra larga. Es cuando propiamente comienza la guerra monetaria. De fecha 12 de noviembre de 1936 es el decreto del Gobierno de Burgos por el cual anuncia que considera ilegales y absolutamente faltos de valor los billetes emitidos por la República con posterioridad al 18 de julio de 1936; medida que es paralela al estampillado por parte del bando franquista de la moneda existente en su lado (o sea: los billetes posteriores al 18 de julio sin la estampilla pasaban a no valer nada en zona nacional) y la creación de la suya propia, lo cual permitía dirimir claramente cuál era la moneda nacional y cuál la republicana. Por cierto, que la casa inglesa a la que se encargó la realización de los billetes, Thomas de la Rue, se negó; y aún una segunda, Bradbury Wilkinson, a pesar de comprometerse en un inicio, se hizo la orejas finalmente; motivo por el cual la moneda fue impresa en Zaragoza (Litografía Portabella) y Leipzig (Giesecke und Devrient).
Este decreto es de extremada importancia. Lo que supuso fue darle un mensaje a todo quisqui, muy sencillo: como yo gane la guerra, ni se te ocurra venir a verme para pedirme que canjee tu puto dinero de los rojos por pesetas de las mías.
Esta medida se complementa con otra, tomada en agosto de 1936, que decretaba la nulidad de las operaciones realizadas con el oro del Banco de España. Obviamente, a los rusos, principales destinatarios de dicho oro vía compraventa de armas, este hecho les importaba un flus; pero, ciertamente, la medida supuso una limitación para la República a la hora de utilizar el oro para otro tipo de operaciones en el exterior.
Todo este movimiento fue notablemente dañino para la República, tanto en el interior, puesto que los particulares, y muy especialmente los comerciantes, comenzaron a atesorar toda la moneda anterior al 18 de julio que encontraban; como en el exterior, donde todo aquél que hacía negocios con la España republicana se lo pensaba dos veces, ante la sospecha de que le estuviesen pagando con papelitos sin valor.
Una de las grandes ventajas que había tenido la República en la disposición de fuerzas resultante tras el golpe de Estado era que en su poder habían quedado absolutamente todas las reservas de oro de España, que en aquel momento era uno de los países con mayores riquezas áureas acumuladas. Como ya hemos visto, el ministro de Hacienda y luego presidente Juan Negrín decidió sacar el oro de España y llevarlo a Moscú, en una decisión, por cierto, que provocó dos dimisiones en el seno del Banco de España, por considerar la decisión ilegal. Yo creo que los dos dimitidos (Martínez Fresneda y Álvarez Guerra) tenían toda la razón. Que el Banco de España tenga oro no quiere decir que el gobierno de la nación pueda disponer libremente de ese oro. De hecho, Zapatero no puede decidir ahora que va a utilizar una partida de oro del Banco de España en comprar chupa-chups. ¿Era una guerra? Ya, pero, ¿acaso había el gobierno declarado el estado de guerra?
De todas formas, Negrín hizo más cosas que trasladar el oro a Moscú y usarlo en comprar armas. Primero decretó que el oro en poder de particulares se depositase en el Banco de España, y luego decretó que dicho oro debía ser vendido obligatoriamente al Estado a un precio puesto por el gobierno. Dichas incautaciones siguieron con la plata, las piedras preciosas, y otras propiedades suntuosas. En el bando nacional se llevó a cabo la misma política, en realidad con más saña, puesto que Franco, al no disponer del llamado oro de Moscú, carecía por completo de metales preciosos para respaldar su moneda. Las necesidades del bando nacional fueron tan acuciantes que llegó, incluso, a incautar a principios de 1938 las escobillas de los dentistas, habitualmente fabricadas con partes de oro.
En una carrera alocada por acumular metales preciosos, provocada por las serias dudas que la guerra monetaria de Burgos generaba sobre el papel moneda, la República retiró de la circulación las monedas de plata que aún existían, sustituyéndolas por certificados de plata. Como no se logró parar la acumulación masiva de monedas por los particulares, en diciembre de 1937 el cambio de monedas por certificados se amplió a otras monedas. Se llegaron a emitir simples discos de cartón timbrados.
La República, sin embargo, tenía otro problema además de las serias dudas que sobre el valor de sus monedas y certificados había creado la zona franquista. El segundo problema estaba dentro y se centraba en el cachondeo de emisiones que se produjo en el marco de un país en el que el más tonto, con cien pistolas y unos cuantos militantes, se montaba su chiringuito revolucionario particular en cualquier esquina.
Haría falta un blog entero para hablar de los muchos experimentos vividos, y que son hoy piezas cotizadas de los numismáticos, en forma de dinero emitido por ayuntamientos, comités sindicales y demás. Por no lograr, la República ni siquiera logró la unidad de acción monetaria con las comunidades catalana y vasca, especialmente con esta primera la cual, de la mano de su hombre fuerte económico Josep Tarradellas, fue realmente a lo suyo.
En fecha tan temprana como septiembre de 1936, Cataluña comienza a emitir su propia moneda. A finales de este mismo año, con medidas de clarísimo corte revolucionario, Cataluña dicta medidas como la entrega obligatoria de todas las acciones y divisas en poder de particulares, u otra medida que, por cierto, tomaron todos, es decir republicanos y franquistas, como fue la apertura sistemática de las cajas de seguridad en poder de particulares; práctica que, por cierto, jurídicamente tiene la misma calificación de la violación del domicilio propio. Además, como ya hemos contado, la Generalitat, a finales del 36, se hace con el poder de las delegaciones en Cataluña del Banco de España y del Ministerio de Hacienda, con toda la pasta que contienen.
Entre otras cosas, la Generalitat de Cataluña autorizó a sus ayuntamientos a resolver sus problemas monetarios mediante la emisión de monedas respaldadas por la Generalitat, lo cual aumentó la confusión. Entonces había 1.075 municipios en Cataluña, de los que se ha calculado que 687 emitieron moneda. Pero no sólo ellos. Los estudiosos de la cosa nos informan de que, dado que el problema monetario persistía porque las monedas reales (emitidas antes de la guerra) desaparecían en los calcetines del personal, cuando alguien, fuese ese alguien el zapatero o el deshollinador, tenía que devolver unas perrillas y no tenía con qué, emitía su propio certificado.
El gobierno de la República decretó a finales de 1938 el final de este cachondeo y anunció que todas las emisiones de billetes y vales que no hubiesen sido realizadas por el Tesoro Público o el Banco de España debían retirarse de la circulación, pasando a ser la única moneda del sistema la procedente de una emisión que iba a realizar. Pero esta medida se tomó cuatro meses antes de terminar la guerra; tardísimo, pues. A todas luces, la enorme atomización de las emisiones de moneda impidió a la República presentar un frente único a la pelea monetaria franquista; devolverle la pelota estampillando sus monedas y declarando las nacionales ilegales.
En todo caso, los catalanes le hicieron tanto caso que Franco, cuando tomó Barcelona, se encontró allí una emisión de moneda catalana con valores de 25 a 1.000 pesetas (lo que se dice una emisión completa) que Tarradellas iba a colocar en la calle.
Por su parte, el Gobierno vasco también emitió su propia moneda, consistente en unos talones librados a cargo del Banco de España por los bancos y cajas vascos, que fueron conocidos como los Eliodoros a causa del nombre del consejero de Hacienda que los diseñó, Eliodoro de la Torre. Por haber monedas, hasta la hubo emitida en Aragón por la CNT, que no creía en el dinero, y que emitió unos certificados que, para no ir en pesetas, se medían en grados.
En enero de 1938, la incapacidad del gobierno para detener la sangría de monedas reales, que hizo que en realidad fuesen los famosos certificados de plata los que funcionasen como moneda fraccionaria, alcanzó el paroxismo con una medida desesperada, mediante la cual el gobierno mantenía el privilegio del Banco de España en la emisión de monedas de muy alto valor (100 pesetas) y dejaba en manos del Ministerio de Hacienda la emisión de las que usaba todo dios.
Conforme la guerra se fue definiendo, y muy especialmente después del verano del 37 cuando el Norte, y por lo tanto una de las grandes zonas industriales de España, cayó en manos de Franco, la cotización internacional de la peseta franquista se sostuvo, y la republicana bajó primero y terminó por desplomarse por completo. Ambas zonas tenían realidades bien distintas. La zona franquista se había enfrentado al problema real de no tener nada con que respaldar su moneda mediante una economía de guerra en la que incautó hasta el último grano de oro que vio pasar por allí cerca, aunque, probablemente a causa de la influencia que ante el nuevo gobierno tenían los banqueros y gentes del mundo económico, dicha incautación se hizo permaneciendo lo incautado en los bancos, por lo tanto con una mayor apariencia de legalidad. El gran problema del bando franquista fue ir incorporando a su política monetaria a las zonas republicanas que iba tomando, repletas de personas con papelitos o moneda atesorada. Aunque es difícil de demostrar, algunos autores piensan que lo que hizo Franco fue, en gran medida, vomitar los papelitos de nuevo en la zona republicana, creando una superdisponibilidad de moneda, es decir un crecimiento brutal de la masa monetaria, lo cual creaba una espiral inflacionaria. En otras palabras, Franco, además de enviar la Legión Cóndor a bombardear a la República, envió también a la inflación.
Por su parte, la República pagó los platos rotos de una gestión económica deficiente. Desde que el 17 de julio de 1936 se subleva el ejército en Melilla, el gobierno legítimo español sigue siendo legítimo y sigue siendo español, pero ya es muy poco gobierno. Su capacidad de imponer la autoridad en el sistema económico fue muy baja. No sólo los dos gobiernos autónomos, catalán y vasco, jugaron a la independencia de facto, en un movimiento insolidario que les costó cuarenta años bajo la bota imperial y algún que otro episodio históricamente vergonzante como el Pacto de Santoña; es que una miríada de comités de la UGT, de la CNT, del POUM, del PSOE, de las Juventudes Socialistas, de la caraba en verso, se hizo con el poder efectivo de las relaciones económicas en grandes áreas del país, creando reinos de taifas socioeconómicos que evitaron que la respuesta de la República en la guerra económica fuese fuerte y unitaria.
Desde que en noviembre de 1936 Franco tira un torpedo a la línea de flotación del sistema monetario republicano hasta el final de la guerra, éste no dejó de ir con la lengua fuera, tratando de equilibrar y resolver un problema imposible; porque en economía lo que prima siempre son las decisiones de los agentes económicos, de los particulares. Y la materia prima de dichas decisiones es la confianza. No dudo que para ganar las guerras es muy importante convocar congresos de escritores antifascistas y esas cosas; pero más importante aún es generar una confianza en las relaciones económicas que nunca existió del todo en el área republicana; desconfianza que provocó que, cuando los españolitos empezaron a escuchar las emisiones de Radio Nacional desde Burgos avisándoles de que sus pesetas no valían una mierda, tomaron decisiones que, de hecho, tendieron a agravar el problema.
El día que estalló la guerra, la circulación de billetes y monedas en la España que permaneció fiel a la República era de 3.486 millones de pesetas, según las estimaciones; y de 2.000 millones en el área nacional. En septiembre de 1937, momento en el que la guerra monetaria ya estaba básicamente saldada, dicha circulación había aumentado en zona republicana a 10.000 millones, mientras en el área franquista se ha estimado en 2.650 millones. Las diferencias de crecimiento significan también diferencias de inflación, de empobrecimiento real, de deterioro de las expectativas, y de cachondeo monetario.
Hay guerras que se ganan sin pegar un tiro. Son, sin embargo, tan dañosas como las que estamos acostumbrados a ver y a leer en los best seller históricos.