Pedro Liarte nos escribe preguntándonos si podemos recomendar algún libro de Historia Contemporánea de España. No he acordado este post con Inasequible, así que lo que viene detrás son apreciaciones meramente mías.
Quiero dejar clara una cosa por adelantado. Mi visión de la historiografía está muy lejos de ser la misma que tengo de cualquier ciencia. En el caso de la literatura científica, supongo que no tiene mucho sentido tratar de aprender física leyendo libros de física de hace cien años, porque el científico es un conocimiento sedimentario; uno se apoya sobre otro y, apoyándose, lo supera.
Hay muchas personas, y yo he sido una de ellas durante mucho tiempo, que piensan que con la Historia pasa lo mismo. Y, en parte, es así. Por ejemplo: en tiempos de Howard Carter (el descubridor de la tumba de ese faraón de medio pelo llamado Tuthank Amon), para conocer la distribución de una tumba real egipcia no había más huevos que abrirle los sellos y entrar en ella. Sin embargo, si hoy se descubriese una tumba faraónica intacta, esto no sería estrictamente necesario. Dependiendo de cómo estuviese hecha la tumba, se podrían introducir microcámaras, usar rayos x o historias de ésas, lo que permitiría observar un entorno funerario con escasa o inexistente contaminación de modernidad. Incluso podría estudiarse la tumba sin abrirla jamás. Con las mismas, hoy se podría, cuando menos en teoría, fijar el origen genealógico de una momia mediante análisis de ADN que ayer por la tarde no existían.
Hay porciones de la Historia, por lo tanto, que ganan con el tiempo. Porciones de la Historia en las que tiene su sentido decir: si el libro 1 es del 2006 y el libro 2 es del 2005, entonces el libro 1 tiende a ser mejor que el 2. Pero no es el caso de aquello por lo que nos pregunta Pedro, es decir la Historia moderna.
Hay elementos de la Historia moderna sobre los que disponemos de un caudal de documentación tan enorme que los estudios que se han hecho sobre ellos pocos años después de producidos los hechos no adolecen en modo alguno de incompletitud. O sea: si un hipotético historiador hubiese querido hacer un estudio sistemático de la Inquisición Española en, digamos, 1670, no habría tenido acceso a la documentación que pudo tener un Henry Kamen para escribir su libro, porque en aquel entonces la Inquisición todavía tenía poder para ocultar sus procesos. Sin embargo, las personas que escribieron sobre la Alemania de Hitler en los años cincuenta y sesenta, apenas diez o quince años después de producidos los hechos disponían, por mor de los procesos de Nuremberg y otras iniciativas, de un caudal de documentación muy parecido al que tenemos hoy en día.
Por esto, honradamente le recomiendo a una persona que se quiera acercar a la lectura de aspectos de la Historia, en este caso, de España, que no olvide a los clásicos. Porque son clásicos por algo y porque los estudios modernos, no por modernos son mejores.
Hecha esta digresión, voy con dos o tres recomendaciones.
Personalmente, creo que para alguien que esté dispuesto a leerse varios cientos de páginas que le barnicen su conocimiento sobre la Historia reciente de España debe leer el libro de Raymond Carr, España 1808-1975, editado por Ariel. Es un libro denso y bastante largo, pero el lector puede saltarse partes. Ya que Carr trata de hacer una descripción total de la Historia de España, toca todas las teclas, es decir los hechos políticos, los económicos, los sociales, o los culturales. El lector puede, por lo tanto, saltarse aquellas partes que, por alguna razón, no le interesen. Es un excelente libro de lectura y, posteriormente a ésta, se vuelve a él muchas veces para consultar detalles.
De los historiadores españoles mi preferido es Jaume Vicens Vives. Aparte de la larga escuela de historiografía que creó (en buena parte nucleada en la editorial que lleva sus apellidos), su Aproximación a la Historia de España me parece un libro de lectura muy interesante y fresca, aunque ya tenga 55 años. El punto de vista de Vicens fue una Historia muy ligada a los hechos económicos y sociales.
¿Que si he leído libros sobre la guerra civil? Sí, los he leído. Pero considero que el buen libro, completo y equilibrado, sobre la guerra, aún no se ha escrito. El libro de Hugh Thomas fue un loable intento, y es lectura recomendable porque su autor, además, sabe escribir con agilidad. No obstante, la mayoría de los libros descriptivos de la guerra suelen responder a una estudiada selección de fuentes. Dado que sobre la guerra se ha publicado tanto, es perfectamente posible escribir un libro sobre la guerra civil que lleve un apéndice bibliográfico de cien o doscientas referencias, y no moverse ni un ápice de un punto de vista concreto, sea éste profranquista, marxista, ácrata o mediopensionista. Y es lo que hace buena parte de los autores que he leído.
Quizá, a quien quiera empezar, le recomendaría que se hiciese con las memorias de Julián Zugazagoitia, Guerra y vicisitudes de los españoles. Yo tengo la edición hecha en París en 1940 pero, según el ISBN, está editada por Tusquets en el 2001. Todo el mundo o casi todo el mundo está de acuerdo en que son unas memorias muy equilibradas, y además os servirán para tener una pintura general de la guerra civil.
Sobre aspectos concretos de la Historia moderna de España hay libros interesantísimos. Sobre Falange, por ejemplo, hay un libro de Sheelagh Elwood, Prietas las filas (Grijalbo), que a mí me parece muy interesante; en los últimos tiempos un historiador catalán, Joan María Thomas, está haciendo aportaciones también muy valiosas. En el otro lado del espectro, sobre el comunismo hay un libro muy interesante, Grandeza y miseria del Partido Comunista de España, obra de Gregorio Morán, pero por delante os digo que es un libro bastante raro y difícil de conseguir. Los admiradores de Riego no debéis perderos los trabajos de Alberto Gil Novales sobre el trienio liberal, es decir el comienzo de la lucha interna en España por la democracia. Otro historiador interesante es Carlos Seco Serrano, especialmente los libros escritos, alguno de ellos en colaboración con Javier Tusell, sobre el reinado de Alfonso XIII (o sea, la fase final de la Restauración).
Con la II República española pasa un poco como con la guerra civil. Como dice precisamente Seco en su introducción a un librazo de Tusell (Las elecciones del Frente Popular, editada por Cuadernos para el Diálogo; una obra fundamental para la sociología de la República), la República es un hecho histórico en que las dos posiciones del historiador molestan. Si vivió aquellos años, malo; si no los vivió, también malo. En el primero de los casos, el historiador tiende a tener visiones muy parciales y partidistas; en el segundo, el historiador, en la medida que se deja influir por ese sectarismo de base, tiende a tener visiones completamente distorsionadas. Honradamente, creo que con los tiempos republicanos no hay más narices que leerse trabajos históricos con mucho sentido crítico, pero combinarlos con la lectura de testimonios directos, procurando, en todo caso, equilibrarlos. Aquí falta, también la realización de una obra comprensible y comprensiva que, a mi modo de ver, debería partir de la base metodológica de plantear el proceso que trae el franquismo como un proceso iniciado, como muy tarde, en 1909. La literatura más moderna sobre la república, basada en el moísmo (libros pro-Moa y libros anti-Moa), a mí me sirve de más bien poco.
viernes, marzo 30, 2007
miércoles, marzo 28, 2007
¿Para qué están las hemerotecas?
Supongo que alguno de los lectores de este blog que resida en España o vea el canal internacional de TVE habrá visto, en la noche del martes 27 de marzo, la entrevista del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, con 100 ciudadanos españoles, elegidos no sé muy bien cómo por alguna empresa demoscópica. Es la primera vez que se ha hecho en España este experimento modelo «ciudadanos de a pie entrevistando a político».
Por lo que he visto esta mañana, y ya me podía imaginar ayer al verlo, un de los detalles más famosos del programa es y será el del café. Un señor de 50 años, de Pamplona, se le quejó al presidente de lo mucho que le había jorobado la llegada del euro. Como quiera que el presidente contestó con vaguedades (un error por su parte; debería aprender que las respuestas deben ser proporcionales a la pregunta), el ciudadano, ni corto ni perezoso, volvió a coger el micrófono, se quejó de cómo habían subido los precios y, a bocajarro, le preguntó al presidente si sabe lo que cuesta un café hoy en España.
El presidente, tras dudarlo unos segundos, sentenció: 80 céntimos.
Hoy es el cachondeo de todas las cafeterías. La gente no quiere pagar más que 80 céntimos por los cafés, cuando es un hecho que valen un euro, o más; pero aducen, claro, que lo que dice el presidente, va a misa. Como le dijo al presidente el navarro: «ese precio que usted ha dicho es de los tiempos del abuelo Patxi».l
Pues bien: ¿cero para el presidente? No. Quien piense que una persona que es secretario general del principal partido de la oposición desde hace como diez años, y presidente del gobierno desde hace tres, haya tenido en los últimos diez años que echar la mano al bolsillo una sola vez para pagar un café, quien piense eso, digo, es que está tonto.
El cero es para sus asesores. Porque venían avisados.
Hace ya muchos años, tantos que no he conseguido encontrar evidencias en internet de lo que voy a contar, Jacques Chirac, entonces alcalde de París y aspirante a llegar donde llegó (a la Presidencia de la República) fue entrevistado creo que en una emisora de radio. La gente llamaba y preguntaba al señor alcalde. Y hubo un tipo que se limitó a preguntarle: señor Chirac, ¿podría decirme cuánto vale un billete de metro?
Chirac fue incapaz de dar una cifra. No lo sabía, y eso fue un problema de imagen para él, porque un alcalde de París que no sabe lo que cuesta moverse por París queda como un elitista soberbio.
Desde aquel día, todos los políticos bien asesorados que se presentan ante auditorios no profesionales (colegios, encuentros con corporaciones, tertulias electorales en los mercados, etc.) suelen llevar en la cabeza una batería de precios que les preparan sus asesores. Desde la anécdota Chirac, obligación número uno a la hora de preparar a un político que dice aquello de dejad que los votantes se acerquen a mí es conseguir que no le pillen en un renuncio. Y es relativamente fácil, porque nadie le va a preguntar a un político cuánto vale un billete de avión en clase turista de Madrid a Pekín con escala en Frankfurt (pregunta que se asemeja a la de la velocidad de la golondrina africana de Los caballeros de la Tabla Cuadrada); si cae la pregunta será sobre el precio de un café, o de un menú del día, o de un metrobus, o de un piso.
Ya sé que la Historia se considera disciplina inútil. Pero a veces resulta, más que útil, vital.
Lo dicho: cero zapatero para los asesores de patatero.
Por lo que he visto esta mañana, y ya me podía imaginar ayer al verlo, un de los detalles más famosos del programa es y será el del café. Un señor de 50 años, de Pamplona, se le quejó al presidente de lo mucho que le había jorobado la llegada del euro. Como quiera que el presidente contestó con vaguedades (un error por su parte; debería aprender que las respuestas deben ser proporcionales a la pregunta), el ciudadano, ni corto ni perezoso, volvió a coger el micrófono, se quejó de cómo habían subido los precios y, a bocajarro, le preguntó al presidente si sabe lo que cuesta un café hoy en España.
El presidente, tras dudarlo unos segundos, sentenció: 80 céntimos.
Hoy es el cachondeo de todas las cafeterías. La gente no quiere pagar más que 80 céntimos por los cafés, cuando es un hecho que valen un euro, o más; pero aducen, claro, que lo que dice el presidente, va a misa. Como le dijo al presidente el navarro: «ese precio que usted ha dicho es de los tiempos del abuelo Patxi».l
Pues bien: ¿cero para el presidente? No. Quien piense que una persona que es secretario general del principal partido de la oposición desde hace como diez años, y presidente del gobierno desde hace tres, haya tenido en los últimos diez años que echar la mano al bolsillo una sola vez para pagar un café, quien piense eso, digo, es que está tonto.
El cero es para sus asesores. Porque venían avisados.
Hace ya muchos años, tantos que no he conseguido encontrar evidencias en internet de lo que voy a contar, Jacques Chirac, entonces alcalde de París y aspirante a llegar donde llegó (a la Presidencia de la República) fue entrevistado creo que en una emisora de radio. La gente llamaba y preguntaba al señor alcalde. Y hubo un tipo que se limitó a preguntarle: señor Chirac, ¿podría decirme cuánto vale un billete de metro?
Chirac fue incapaz de dar una cifra. No lo sabía, y eso fue un problema de imagen para él, porque un alcalde de París que no sabe lo que cuesta moverse por París queda como un elitista soberbio.
Desde aquel día, todos los políticos bien asesorados que se presentan ante auditorios no profesionales (colegios, encuentros con corporaciones, tertulias electorales en los mercados, etc.) suelen llevar en la cabeza una batería de precios que les preparan sus asesores. Desde la anécdota Chirac, obligación número uno a la hora de preparar a un político que dice aquello de dejad que los votantes se acerquen a mí es conseguir que no le pillen en un renuncio. Y es relativamente fácil, porque nadie le va a preguntar a un político cuánto vale un billete de avión en clase turista de Madrid a Pekín con escala en Frankfurt (pregunta que se asemeja a la de la velocidad de la golondrina africana de Los caballeros de la Tabla Cuadrada); si cae la pregunta será sobre el precio de un café, o de un menú del día, o de un metrobus, o de un piso.
Ya sé que la Historia se considera disciplina inútil. Pero a veces resulta, más que útil, vital.
Lo dicho: cero zapatero para los asesores de patatero.
lunes, marzo 26, 2007
Los sucesos de Cullera
Comenzar agosto y pararse España ha sido así de toda la vida de Dios. Sin embargo, el 1 de agosto de 1911, hace pues ahora noventa y pico años, no fue tan tranquilo. Vivía entonces España uno de esos gobiernos desgraciados, relativamente comunes en nuestra Historia, incapaces de contentar a nadie: el gobierno del liberal José Canalejas. Ya sabemos cómo termina esta historia pues, algunos meses más tarde de lo que ahora relato, Canalejas sería muerto de un disparo a quemarropa en la madrileña Puerta del Sol. En parte, las incógnitas sobre la muerte de este primer ministro parten del hecho de que son varios, por lo menos dos, los bandos interesados en su muerte; pues Canalejas jodió por igual a derechas y a izquierdas. Teóricamente subido al poder para hacer una política anticonservadora, en parte la hizo con sus medidas anticlericales (o secularizantes, en nuestro punto de vista actual); pero también se dio cuenta, muy pronto, de que cuando se está en el poder es imposible entenderse con organizaciones obreras, algunas muy radicales, como los anarquistas y buena parte de los socialistas. En esos mismos meses que ahora se relatan había nacido la CNT (Confederación Nacional del Trabajo, anarcosindicalista) y la UGT (Unión General de Trabajadores, socialista) estaba ya bastante implantada.
Fue un caso extraño porque las izquierdas (o sea, marxistas y republicanos) habían dejado vivir en relativa tranquilidad al anterior gobierno conservador de Antonio Maura y, cuando llegaron «los suyos», se cebaron con ellos. Es extraño, pero no imposible. En un pasado más cercano, encontramos que con ningún presidente del gobierno se llevó peor Nicolás Redondo padre cuando era secretario general de UGT que con… Felipe González.
Entre la actitud de aquella izquierda y la que le puso la proa a González con su reforma de las pensiones hay una diferencia; una diferencia que, no me cansaré de repetirlo, se empeñan en no ver quienes quieren oír en el presente los tambores de guerra civil: la acción revolucionaria. La respuesta de las izquierdas a un gobierno liberal que no les daba todo lo que querían no fue combatirlo en el Parlamento, sino en la calle. Agosto de 1911 fue el aperitivo.
En la noche del 1 al 2, se produjo un motín en una fragata llamada Numancia, surta en Tánger con funciones de guardacostas. Fue una acción revolucionaria que actuaba en el mismo centro del orden constitucional, es decir las fuerzas del orden. Así pues, el gobierno no flaqueó. El día 9 (eso sí que era justicia rápida), cinco tripulantes de la fragata fueron juzgados y condenados a muerte. Cuatro de ellos fueron indultados pero el quinto, el fogonero Antonio Sánchez Moya, fue fusilado.
A partir de ahí, se montó la mundial.
La provincia de Cádiz paró casi totalmente. El día 27 hubo una manifestación bastante violenta en Barcelona, seguida de un mitin libertario en el que habló un seudolíder ácrata, Cristóbal Litrán, miembro de la Escuela Moderna de Francisco Ferrer, el mártir de la Semana Trágica de Barcelona. Con todo, España estaba a medio gas. La cosa esperó hasta septiembre pero, una vez pasado el verano, estalló. Especialmente en Bilbao.
A principios de mes, se declararon en huelga los carreteros (o sea, los camioneros de la época). Se le fueron uniendo gremios hasta que el personal de Altos Hornos de Vizcaya decidió unirse. El 11 de septiembre se declaró huelga general en toda la cuenca.
El Gobierno declaró el estado de guerra y llegó a militarizar a algunos obreros (la llamada Ley del Brazalete). Se suspendieron las garantías constitucionales. Incluso Pablo Iglesias subió al mismo Bilbao por ver de amansar las cosas. Lejos de eso, la huelga se extendió, en los días siguientes, a Asturias, Zaragoza, Málaga, La Coruña, Santander, Sevilla, Huelva, Gijón, Ferrol y Barcelona. El 18 de septiembre, la UGT declara la huelga general en todo el país.
En este ambiente de huelga generalizada ocurrieron los sucesos de Cullera, que dan título a este post.
El 18 de septiembre, llegan a Valencia noticias de los hechos más caóticos en diversas poblaciones de la provincia. El juez de instrucción de Sueca, López de Rueda, se desplaza a Cullera para instruir un sumario sobre los hechos. Antes de entrar en el pueblo, el juez y sus acompañantes fueron rodeados por diversas turbas, que reclamaban la libertad para quienes ya habían sido presos. Según las crónicas de la época el juez, con un par, les hizo frente con un revólver… pero sin la guardia civil, porque ésta estaba concentrada en Valencia capital. De esta guisa, más propia de Gary Cooper que de un funcionario de Justicia, entró en el pueblo, mientras cada vez se juntaba más gente y las mujeres gritaban: «¡Matarlo, arrastrarlo!»
Aún temerosos del revólver del juez, los amotinados estaban cada vez más cerca y, finalmente, uno de ellos sacó la navaja y le asestó una puñalada al escribiente del juez, a la altura de la clavícula pero por la espalda. El juez cargó con su funcionario y comenzó a buscar una casa donde refugiarse; sólo una, la residencia del juez municipal, le abrió la puerta.
Una vez que dejó allí al escribiente, el juez López de Rueda se dirigió al edificio del Ayuntamiento de Cullera, desde cuyo balcón trató de hablar al pueblo para tranquilizarlo. Pero no lo consiguió, pues sus palabras fueron acalladas por las pedradas y los insultos.
Tarde se percató el juez de lo inútil de su gestión. Se parapetó dentro del Ayuntamiento pero, para cuando hizo eso, las turbas ya estaban intentando tirar la puerta del edificio a hachazos.
La escena era lo suficientemente violenta como para que todo el mundo mínimamente relacionado con la autoridad sintiese miedo de su integridad física. Eso le pasó al alguacil del Ayuntamiento cullerense, un hombre ya viejo el cual, viendo ya perdidos a quienes se quedasen en el edificio del Consistorio, resolvió huir corriendo hacia el río cercano, el Júcar. En su persecución, los amotinados le hieren de un balazo, pero el alguacil, aún así, sigue corriendo y se tira al río. Pero avanza poco, y sus perseguidores pronto le rodean en la orilla.
El alguacil ruega por su vida.
Lo matan a palos, a pedradas, lo cosen a puñaladas.
Son las dos de la tarde. El juez, preso en el Ayuntamiento, decide apostar una última carta por su vida. La avalancha de amotinados está a punto de romper la puerta. Él espera a mitad de la escalera, con el revólver en la mano.
Suena un tiro.
En una de las piernas del juez, estalla una rosa roja. Le han dado. Los amotinados no son tontos y no han querido exponerse a que el juez muriese matando.
Su señoría retrocede, reptando. Llega a un salón de la planta alta donde se encuentra el secretario del Ayuntamiento y un niño. Juez y actuario resuelven que no pueden dejar morir al infante. Le obligan a esconderse debajo de un diván, y, luego, el juez se dirige a la puerta, la abre, y allí mismo recibe la muerte, como el alguacil, a hostias, a puñaladas, a golpes, a patadas, a pedradas, a hachazos. Arrastran el cadáver escaleras abajo. Cuando fue recuperado, su estado era tal que fue imposible hacerle la autopsia.
Dentro del salón queda el secretario. Rodeado de amotinados, los mira, tembloroso, y murmura:
‑Me entrego a vosotros, no me hagáis daño. Soy un pobre que no hizo nada más que cumplir con su deber. Perdonadme la vida.
Silencio. Parece que el indulto llegará. Hasta que da un paso adelante el líder de los amotinados, otro más de los grandes nombres de ese anarcosindicalismo primario y rural que algunos (pocos, cierto es) quieren ver tan heroico. Es el Chato de Cuqueta y lleva una piedra en la mano. De un gesto se la estampa en la cara al funcionario, vaciándole un ojo. El hombre cae, y en la caída ya le están abriendo decenas de heridas en la piel.
Hubo 22 procesados por estos hechos. Un mes después, el 25 de octubre, ya estaban denunciando malos tratos en la cárcel, acusación de la que se hicieron eco los diputados republicanos Lerroux, Azzati y Barral. Una comisión nombrada por el Parlamento, presidida por un catedrático valenciano de apellido Machi, dictaminó la inexistencia de malos tratos. Lo cual no paró las denuncias en la prensa de izquierdas.
Siete de los participantes en estos sucesos fueron condenados a muerte. Siete. Seis fueron inmediatamente indultados. Sólo quedó el Chato de Cuqueta. Pero éste también sería finalmente indultado y, sinceramente, desconozco qué fue de él.
Cuando uno lee historias y reseñas, alcanza a leer, a veces, descripciones de los sucesos de Cullera. Pero nadie, jamás, las asume. Nadie, jamás, dice: «los míos hicieron esto». Los sucesos de Cullera, población que hoy es un bellísimo pueblo turístico en el que no pocos madrileños moran sus noches agosteñas, no los quiere recordar nadie, menos aún reivindicarlos. Y eso no está bien (me refiero a olvidarlos). Por muchas razones pero, sobre todo, por una fundamental: recordar los sucesos de Cullera nos ayuda a entender que los españoles tenemos, o tuvimos que no sé, un punto en el que nada, absolutamente nada, nos paraba. En el que no había autoridad que mereciese respeto ni argumento que pudiera ser escuchado. Hecho éste que tiene su contraargumento, a mi modo de ver, y es éste: no hay injusticia social, no hay bandera, no hay idea; no hay nación ni misión ni himno ni protesta tan valiosa que valga el tembloroso pánico de un niño, bajo un diván, llorando, meándose, pidiendo por su vida y viendo morir, por una rendija, a sus seres queridos, como cerdos en día de San Martín.
No he conseguido encontrar en la prensa de la época referencias a ese niño. No sé si se salvó; si el Cuqueta le vio, le creo capaz de apiolárselo. Viviera o muriera, en su memoria he querido escribir estas líneas.
Nunca mais, por supuesto.
Fue un caso extraño porque las izquierdas (o sea, marxistas y republicanos) habían dejado vivir en relativa tranquilidad al anterior gobierno conservador de Antonio Maura y, cuando llegaron «los suyos», se cebaron con ellos. Es extraño, pero no imposible. En un pasado más cercano, encontramos que con ningún presidente del gobierno se llevó peor Nicolás Redondo padre cuando era secretario general de UGT que con… Felipe González.
Entre la actitud de aquella izquierda y la que le puso la proa a González con su reforma de las pensiones hay una diferencia; una diferencia que, no me cansaré de repetirlo, se empeñan en no ver quienes quieren oír en el presente los tambores de guerra civil: la acción revolucionaria. La respuesta de las izquierdas a un gobierno liberal que no les daba todo lo que querían no fue combatirlo en el Parlamento, sino en la calle. Agosto de 1911 fue el aperitivo.
En la noche del 1 al 2, se produjo un motín en una fragata llamada Numancia, surta en Tánger con funciones de guardacostas. Fue una acción revolucionaria que actuaba en el mismo centro del orden constitucional, es decir las fuerzas del orden. Así pues, el gobierno no flaqueó. El día 9 (eso sí que era justicia rápida), cinco tripulantes de la fragata fueron juzgados y condenados a muerte. Cuatro de ellos fueron indultados pero el quinto, el fogonero Antonio Sánchez Moya, fue fusilado.
A partir de ahí, se montó la mundial.
La provincia de Cádiz paró casi totalmente. El día 27 hubo una manifestación bastante violenta en Barcelona, seguida de un mitin libertario en el que habló un seudolíder ácrata, Cristóbal Litrán, miembro de la Escuela Moderna de Francisco Ferrer, el mártir de la Semana Trágica de Barcelona. Con todo, España estaba a medio gas. La cosa esperó hasta septiembre pero, una vez pasado el verano, estalló. Especialmente en Bilbao.
A principios de mes, se declararon en huelga los carreteros (o sea, los camioneros de la época). Se le fueron uniendo gremios hasta que el personal de Altos Hornos de Vizcaya decidió unirse. El 11 de septiembre se declaró huelga general en toda la cuenca.
El Gobierno declaró el estado de guerra y llegó a militarizar a algunos obreros (la llamada Ley del Brazalete). Se suspendieron las garantías constitucionales. Incluso Pablo Iglesias subió al mismo Bilbao por ver de amansar las cosas. Lejos de eso, la huelga se extendió, en los días siguientes, a Asturias, Zaragoza, Málaga, La Coruña, Santander, Sevilla, Huelva, Gijón, Ferrol y Barcelona. El 18 de septiembre, la UGT declara la huelga general en todo el país.
En este ambiente de huelga generalizada ocurrieron los sucesos de Cullera, que dan título a este post.
El 18 de septiembre, llegan a Valencia noticias de los hechos más caóticos en diversas poblaciones de la provincia. El juez de instrucción de Sueca, López de Rueda, se desplaza a Cullera para instruir un sumario sobre los hechos. Antes de entrar en el pueblo, el juez y sus acompañantes fueron rodeados por diversas turbas, que reclamaban la libertad para quienes ya habían sido presos. Según las crónicas de la época el juez, con un par, les hizo frente con un revólver… pero sin la guardia civil, porque ésta estaba concentrada en Valencia capital. De esta guisa, más propia de Gary Cooper que de un funcionario de Justicia, entró en el pueblo, mientras cada vez se juntaba más gente y las mujeres gritaban: «¡Matarlo, arrastrarlo!»
Aún temerosos del revólver del juez, los amotinados estaban cada vez más cerca y, finalmente, uno de ellos sacó la navaja y le asestó una puñalada al escribiente del juez, a la altura de la clavícula pero por la espalda. El juez cargó con su funcionario y comenzó a buscar una casa donde refugiarse; sólo una, la residencia del juez municipal, le abrió la puerta.
Una vez que dejó allí al escribiente, el juez López de Rueda se dirigió al edificio del Ayuntamiento de Cullera, desde cuyo balcón trató de hablar al pueblo para tranquilizarlo. Pero no lo consiguió, pues sus palabras fueron acalladas por las pedradas y los insultos.
Tarde se percató el juez de lo inútil de su gestión. Se parapetó dentro del Ayuntamiento pero, para cuando hizo eso, las turbas ya estaban intentando tirar la puerta del edificio a hachazos.
La escena era lo suficientemente violenta como para que todo el mundo mínimamente relacionado con la autoridad sintiese miedo de su integridad física. Eso le pasó al alguacil del Ayuntamiento cullerense, un hombre ya viejo el cual, viendo ya perdidos a quienes se quedasen en el edificio del Consistorio, resolvió huir corriendo hacia el río cercano, el Júcar. En su persecución, los amotinados le hieren de un balazo, pero el alguacil, aún así, sigue corriendo y se tira al río. Pero avanza poco, y sus perseguidores pronto le rodean en la orilla.
El alguacil ruega por su vida.
Lo matan a palos, a pedradas, lo cosen a puñaladas.
Son las dos de la tarde. El juez, preso en el Ayuntamiento, decide apostar una última carta por su vida. La avalancha de amotinados está a punto de romper la puerta. Él espera a mitad de la escalera, con el revólver en la mano.
Suena un tiro.
En una de las piernas del juez, estalla una rosa roja. Le han dado. Los amotinados no son tontos y no han querido exponerse a que el juez muriese matando.
Su señoría retrocede, reptando. Llega a un salón de la planta alta donde se encuentra el secretario del Ayuntamiento y un niño. Juez y actuario resuelven que no pueden dejar morir al infante. Le obligan a esconderse debajo de un diván, y, luego, el juez se dirige a la puerta, la abre, y allí mismo recibe la muerte, como el alguacil, a hostias, a puñaladas, a golpes, a patadas, a pedradas, a hachazos. Arrastran el cadáver escaleras abajo. Cuando fue recuperado, su estado era tal que fue imposible hacerle la autopsia.
Dentro del salón queda el secretario. Rodeado de amotinados, los mira, tembloroso, y murmura:
‑Me entrego a vosotros, no me hagáis daño. Soy un pobre que no hizo nada más que cumplir con su deber. Perdonadme la vida.
Silencio. Parece que el indulto llegará. Hasta que da un paso adelante el líder de los amotinados, otro más de los grandes nombres de ese anarcosindicalismo primario y rural que algunos (pocos, cierto es) quieren ver tan heroico. Es el Chato de Cuqueta y lleva una piedra en la mano. De un gesto se la estampa en la cara al funcionario, vaciándole un ojo. El hombre cae, y en la caída ya le están abriendo decenas de heridas en la piel.
Hubo 22 procesados por estos hechos. Un mes después, el 25 de octubre, ya estaban denunciando malos tratos en la cárcel, acusación de la que se hicieron eco los diputados republicanos Lerroux, Azzati y Barral. Una comisión nombrada por el Parlamento, presidida por un catedrático valenciano de apellido Machi, dictaminó la inexistencia de malos tratos. Lo cual no paró las denuncias en la prensa de izquierdas.
Siete de los participantes en estos sucesos fueron condenados a muerte. Siete. Seis fueron inmediatamente indultados. Sólo quedó el Chato de Cuqueta. Pero éste también sería finalmente indultado y, sinceramente, desconozco qué fue de él.
Cuando uno lee historias y reseñas, alcanza a leer, a veces, descripciones de los sucesos de Cullera. Pero nadie, jamás, las asume. Nadie, jamás, dice: «los míos hicieron esto». Los sucesos de Cullera, población que hoy es un bellísimo pueblo turístico en el que no pocos madrileños moran sus noches agosteñas, no los quiere recordar nadie, menos aún reivindicarlos. Y eso no está bien (me refiero a olvidarlos). Por muchas razones pero, sobre todo, por una fundamental: recordar los sucesos de Cullera nos ayuda a entender que los españoles tenemos, o tuvimos que no sé, un punto en el que nada, absolutamente nada, nos paraba. En el que no había autoridad que mereciese respeto ni argumento que pudiera ser escuchado. Hecho éste que tiene su contraargumento, a mi modo de ver, y es éste: no hay injusticia social, no hay bandera, no hay idea; no hay nación ni misión ni himno ni protesta tan valiosa que valga el tembloroso pánico de un niño, bajo un diván, llorando, meándose, pidiendo por su vida y viendo morir, por una rendija, a sus seres queridos, como cerdos en día de San Martín.
No he conseguido encontrar en la prensa de la época referencias a ese niño. No sé si se salvó; si el Cuqueta le vio, le creo capaz de apiolárselo. Viviera o muriera, en su memoria he querido escribir estas líneas.
Nunca mais, por supuesto.