jueves, mayo 16, 2024

Stalin-Beria. 2: Las purgas y el Terror (21): Los poderes de Lavrentii

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Beria, pues, estrenó su cargo de director de la policía política soviética (justo cuando terminaron las purgas; una de las maneras de saber que alguien no tiene ni puta idea de Historia de la URSS es observar si te dice eso de que Beria dirigió las purgas de Stalin, cosa que es cierta sólo para Georgia). Había llegado al cargo, como ya hemos visto, en el entorno de una lluvia de críticas por la presunta actuación errónea de la NKVD durante las purgas. Esto supone que lo primero que tenía que hacer Beria era... purgar la NKVD. En efecto, centenares de mandos de la NKVD fueron arrestados y ejecutados.

Beria, obviamente, fue a por los directores más claramente ligados a Yezhov. Milhail Iosifovitch Litvin, el jefe de la NKVD de Leningrado, ya se había suicidado en noviembre de 1938 cuando se dio cuenta de que la estrella de Yezhov estaba apagándose. El jefe policial de Ucrania, Alexander Ivanovitch Uspensky, también fue perseguido, huyó y se refugió en Urales, aunque sería finalmente localizado y acabaría ejecutado ya en 1940. También cayó el antiguo jefe de Beria, Stanislav Redens, el hombre casado con una hermana de la mujer de Stalin. Anna Aliluyeva, de hecho, parece que fue a ver a Beria para salvar a su marido; pero Beria se limitó a recomendarle que hiciera como que nunca habían sido pareja, pues su matrimonio no se había registrado. Asimismo, Beria se apresuró en labrar la desgracia de los Kedrov, padre e hijo, de quienes ya hemos hablado. Un tema que regresaría a su vida en el peor momento.

Como consecuencia de todas estas purgas, obviamente quedaron libres los espacios para la gente de Beria. Merkulov fue nombrado primer viceministro y director de la GUGB o Principal Administración de la Seguridad del Estado de la NKVD. Dekanozov fue colocado al frente del departamento exterior de la GUGB; Kobulov, al frente de su sección de investigaciones especiales; mientras que Milshtein fue colocado al frente de su división de Transportes. Iuvelian Sumbatov-Topuridze fue colocado al frente del departamento económico; Shota Tsereteli, vicedirector del NKVD y jefe del directorio de guardias. Sardean Nadaraia fue nombrado jefe de la guardia personal de Beria. Goglidze pasó a la jefatura de la NKVD de Leningrado. Tsanava fue enviado de jefe a Bielorrusia. Grigory Teofilovitch Karanadze fue enviado a Crimea. Alexei Sadzhaia ocupó la jefatura en Uzbekistán. Amaiak Kobulov, hermano de Bogdan, en Ucrania. Y, finalmente, Milhail Maximovitch Gvishiani fue nombrado jefe de la NKVD en el Extremo Oriente. El mando en Georgia quedó en manos de Abksentii Rapava, con Nikolai Rukhadze de adjunto.

Contrariamente a lo que se suele decir, la relación entre Stalin y Beria nunca fue perfecta. Existen muchos indicios de que el secretario general, a quien siempre le inquietaba la excesiva concentración de poder en manos de cualquiera que no fuese él mismo, le inquietó desde el primer momento que Beria, al contrario que otros jefes de la NKVD antes que él, había logrado tejer una amplia red de clientes y libertos, como acabamos de ver en el párrafo anterior, que le otorgaban un poder personal, bastante autónomo, sobre el cuerpo de funcionarios públicos mejor dotado y más eficiente del comunismo; y que, además, estaba equipado como un ejército. De hecho, en los tiempos de su nombramiento, no sabemos por qué canales volvió a salir el temita de que si Beria había espiado contra los bolcheviques en 1919, cuando tal vez actuó como agente doble. Beria tenía una serie de papeles que apoyaban su inocencia que siempre había guardado a buen recaudo a través de Bagirov y Merkulov. Ahora los desenterró y se fue a hablar personalmente con Stalin en su dacha de Kuntsevo. Aparentemente, el secretario general quedó satisfecho con sus explicaciones.

El principal mandato que tenía Beria, como hemos visto, era limpiar la NKVD; no estrictamente limpiarla de cachoburros, pues los suyos lo eran, y peores; sino limpiarla de testigos de las purgas. El georgiano se aplicó enseguida a la labor, mientras, en paralelo, introducía ciertos elementos de normalización (léase humanización) en el día a día de prisiones y centros del Gulag, que despertó en muchos de sus internos vanas ilusiones de rehabilitación. Lo que sí es cierto es que varios miles de presos esperando juicio fueron liberados sin que el caso siguiese adelante.

Teóricamente, también, Beria desterró la tortura. Pero eso no es verdad. Lo que pasó fue que la tortura dejó de ser indiscriminada, y pasó a ser algo que se aplicaba de forma más selectiva. Stalin y Beria eran conscientes de que el terror, por innecesario, empezaba a ser tóxico. Así pues, siguió habiendo arrestos, pero ya no eran tan comunes. La NKVD, por otra parte, aprovechó el cese de Vyshinski y su sustitución por un hombre menos asertivo, Milhail Pankratov, para controlar este departamento. De hecho, los miembros de la Fiscalía acabaron tan jodidos con aquella intromisión que, en octubre de 1939, le protestaron por carta al secretario del Comité Central Andrei Zhdanov. La queja era, fundamentalmente, que Beria ignoraba sistemáticamente la regla post purgas que se había fijado de que toda detención debería producirse por orden de un fiscal.

Por lo demás, tampoco hay que sacar la conclusión de que la NKVD sólo se encargó de purgarse a sí misma. Cuando Beria llegó a la policía, había varios altos cargos comunistas que estaban ya detenidos y a la espera de juicio por formar parte del “centro militar-fascista”. Hablamos de Kossior, Chubar (a quien, por cierto, Beria le birló la dacha) y Potyshev. Siguiendo instrucciones ya de Beria, todos fueron sometidos a tortura sistemática.

Beria, de hecho, tomó un interés personal en el caso del ex primer secretario del Komsomol, Alexander Vasilievitch Kosarev. Kosarev había cometido la indiscreción en 1936, durante una cena en la que estaba Bagirov, de brindar “por el liderazgo comunista en Transcaucasia, algo que todavía no tenemos”. Así las cosas, Beria decretó el arresto de Kosarev y de su mujer, y puso a Bogdan Kobulov y su adjunto, Lev Leodinovitch (originalmente, Aronovitch) Svartsman, a apretarle las tuercas a otros miembros del Komsomol para aflorar acusaciones contra su otrora jefe.

También actuó Beria en el ámbito del Ejército. Llegó a Moscú justo a tiempo para ocuparse de los interrogatorios del mariscal Blyukher, a quien Svartman mató a hostias. Beria también interrogó a Glafira, la mujer del mariscal, quien acabaría diciendo que su impresión siempre fue que lo hizo por “afición sádica” más que por otra cosa.

En tercer lugar, otro campo de actuación de la NKVD bajo Beria fue la cultura. La NKVD acabó deteniendo al director de teatro Vsevold Emilievitch Meyerhold (también personalmente torturado por Svartman). Meyerhold nunca se recuperó de las palizas y moriría pronto, a principios de 1940. En agosto de 1940, Beria dirigió personalmente el arresto del geneticista Nikolai Ivanovitch Vavilov. A pesar de los esfuerzos de la comunidad científica soviética en su favor y del hecho de que Nino Beria lo conocía personalmente, Vavilov murió en prisión en 1943.

El poder de Beria quedó bastante claro en marzo de 1939, con ocasión del XVIII Congreso del Partido, cuando la NKVD envió 57 delegados propios y ocho mandos policiales fueron elegidos miembros candidatos del Comité Central, además de Beria y Merkulov, ambos nombrados miembros plenos. Beria, además, fue elegido miembro candidato del Politburo, algo que Yezhov nunca había conseguido.

Hay que entender una cosa: cuando Lavrentii Beria accedió a la jefatura de la NKVD fue visto, tanto allende como aquende el Partido, como “el bueno”. Beria llegó a la policía política en un momento en el que las purgas estaban tascando el freno. Vino para encarcelar y enmarronar a los policías venales que llevaban tres años repartiendo hostias como panes; y eso no da mala imagen. De hecho, la extrema brutalidad con que se había desempeñado en Georgia, suponiendo que fuese conocida en Moscú que ya es mucho decir, probablemente hasta le jugó a favor, pues mucha gente pensó que así, por fin, ejercería la justa venganza que el resto no podía. Personalmente, además, Beria tenía una imagen mucho más equilibrada y presentable que el borracho Yezhov.

La cuestión, sin embargo, es que esa indudable respetabilidad pública escondía, probablemente, a un hombre que no sólo era un torturador despiadado, sino que, en lo personal, dejaba muchísimo que desear. El régimen comunista soviético, no me cansaré de decíroslo, era un régimen de vodka y putas. Quienes mandaban en él no lo hacían por el bien de la Humanidad y ni siquiera, en la mayoría de los casos, por el bien del Partido. Lo hacían porque eran mafiosos que estaban dispuestos a conseguir una vida cojonuda para ellos mismos y los suyos a cambio de la desgracia de los demás. En ese entorno, es cierto que el ejercicio inmoderado de los placeres de la vida, tan inmoderado como para llegar a convertirse en la desgracia y el sufrimiento de otros, era una línea relativamente fácil de traspasar.

Tras la caída en desgracia de Beria, ya muerto Stalin, uno de sus guardaespaldas, R. S. Sarsikov, accedió a colaborar con la cúpula soviética que lo denunció y fusiló, y así se elaboró una lista de 39 mujeres con las que su jefe habría tenido relaciones sexuales, no siempre consentidas. Sarsikov juró además que Beria había pulido el sable tanto que había cogido la sífilis (algo que, por cierto, también se especula de Lenin). Otro guardaespaldas llamado Nadaraia, que declaró en el juicio de Beria en 1953, confesó que una de las obligaciones de él y de Sarsikov era patrullar las calles en busca de jovencitas de buen ver, que eran semi secuestradas, semi convencidas de acompañarles a casa de Beria, donde éste las violaba.

Hay que decir que personas que vivieron cerca de Beria, como cargos de la NKVD y, por supuesto, su mujer Nino, siempre negaron estas historias; y, tratándose del régimen comunista, la verdad es que la posibilidad de que todo fuesen acusaciones inventadas no se puede obviar tan fácilmente. Sergo Beria, su hijo, también lo negó, aunque admitió que su padre tenía una amante con la que tuvo otro hijo. Las evidencias, sin embargo, son muchas. Incluso un diplomático estadounidense, Edward Ellis Smith, que sirvió en Moscú después de la guerra, anotó que las escapadas sexuales de Beria eran tema sobradamente conocido en aquel tiempo.

Dentro de los escasos méritos que se le pueden encontrar a Beria, uno de ellos es que cuando menos trató de racionalizar un poco (siempre en beneficio del régimen, claro) la situación del gulag. Hasta que Lavrentii llegó a la NKVD, nadie parecía haberse dado cuenta de que en las prisiones y los campos de concentración soviéticos había gente de valía que había que aprovechar. Esta conciencia se hizo más clara conforme se acercó la guerra. Por ejemplo, Yezhov tenía en el maco desde 1937 al ingeniero aeronáutico Tupolev, que fue transferido a principios de 1939 a una prisión especial en Bolshevo, donde se concentraban los prisioneros de valía, por así decirlo. Estos prisioneros trabajaban para un departamento llamado Oficina Técnica Especial de la NKVD. Tupolev fue sentenciado en 1940 a quince años y apeló a Beria para que le rebajasen la condena; de todas maneras, en cuanto Hitler atacó a la URSS fue liberado. Asimismo, Beria también acabó liberando al físico Lev Davidovitch Landau, dado que el principal físico soviético, Piotr Leodinovitch Kapitsa, se hartó de escribirle a Beria, a Molotov y a Stalin para convencerles de que lo necesitaba.

Beria, por lo demás, también controlaba las prisiones normales, los bomberos, las tropas fronterizas, las tropas ferroviarias, y otros grupos de seguridad más.

En marzo de 1939 se reunió el XVIII Congreso del PCUS. Para entonces dos generaciones de comunistas: los que habían hecho la revolución y los que habían hecho la Guerra Civil y el leninismo, habían desparecido. El PCUS estaba gobernado por una nueva generación.

De los viejos bolcheviques, quedaban, básicamente, aquéllos que habían ayudado a Stalin a acabar con su generación: el propio Stalin, Molotov, Voroshilov, Kalinin, Kaganovitch, Triple A (Andrei Andreyevitch Andreev), Shvernik y Zhdanov. Más allá, quedaron muy pocas aves en el bosque: Rozalia Samoilovna Zemlyachka, una revolucionaria de siempre, fue una de los seis viceprimer ministros del Sovnarkom aquel 1939. K. I Nikolaeva siguió siendo miembra del Comité Central, y Alexandra Milhailovna Kolontai siguió siendo embajadora en Estocolmo. Quedaban también Krupskaya, Gleb Maksimilianovitch Krzhirzhanovsky, amigo de Lenin, Vladimir Dimitrievitch Bonch-Bruevitch, Nikolai Alexandrovitch Semashko, Matvei Konstantinovitch Muranov, o la fiel secretaria de Lenin, Yelena Dimitrievna Stasova. Un manifiesto que apareció en Pravda el 7 de noviembre de 1947, treinta aniversario de la revolución, en el que los supervivientes de la Guardia de Franco recordaban a sus camaradas ya caídos, pudo ser, todavía, firmado por 538 personas. Muchas de ellas, ciertamente, podían decir que habían conocido a Lenin; pero, curiosamente, las que hubiesen conocido a Stalin y trabajado con él eran muchas menos.

El Terror se llevó por delante a comisarios (ministros) de justicia, interior, educación, industria de defensa, industria ligera, madera, comercio interior, salud pública, granjas estatales, transporte de aguas, construcción de bienes de equipo y logística. Vale que la URSS tenía más ministerios que Pedro Sánchez, pero el tema fue relevante. Con cada comisario detenido, solían serlo sus vicecomisarios y la mayoría del personal administrativo por debajo. La inmensa mayoría de los gerentes de las grandes factorías de la URSS fue purgada; como consecuencia, la producción en ese año y el siguiente se hundió.

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