El sabelianismo
Samosatenses, fotinianos, patripasianos
Arrio
Más Arrio
Semiarrianos, anomoeanos, aecianos, eunomianos y acacianos
Eudoxianos, apolinarianos y pneumatomachi
Arrio, según escribieron sus oponentes, comenzó a difundir sus canciones levemente eróticas, pero cargadas de sentido teológico, entre marineros y mineros. Gente de baja estofa, pues. Pero no fueron los únicos que le siguieron. Los obispos Teodoto de Laodicea y Patrófilo de Escitópolis se apuntaron a su arrianismo. De hecho, Arrio salió a hombros de un sínodo de obispos bitinios. Arrio, por lo demás, trataba de convencer a quien le escuchaba de que sus diferencias con Alejandro de Alejandría eran meramente de matiz; defendiendo estas ideas fue como consiguió ser aceptado en muchas iglesias.
Todo era estrategia, probablemente. Arrio y su gente estaban
atizando la hoguera alejandrina al mismo tiempo. Alejandría, una de las grandes
metrópolis de aquella Europa, era una ciudad que bullía de intelectuales y
especuladores. Arrio y los suyos sabían que, si Alejandro soñaba con apagar el
fuero arriano en Palestina, en realidad lo más probable era que su propia sede
se incendiase antes. Y así fue, de hecho. Hoy por hoy es muy difícil de
imaginarlo, pero en las postrimerías del primer tercio del siglo IV, discutir
sobre la naturaleza divina de Jesús de Nazaret se convirtió en la discusión más
común en las cenas de cuñados alejandrinos. Los arrianos, además, reclamaban su
libertad, incluso en los tribunales, acorralando a la Iglesia oficial, dirigida
por Alejandro y su entonces diácono Atanasio.
Alejandro, sin embargo, no cejaba en su empeño. Redactó un
corpus doctrinal para el que consiguió la firma de los obispos de Egipto, la
Tebaida, Libia, Pentapolis, Capadocia, Licia, Pamfilia, la Asia Proconsular, e
incluso algunos sirios. Además, le escribió una larga carta al patriarca
Alejandro de Constantinopla; carta que, probablemente, fue la que provocó la
intervención del emperador Constantino.
Constantino acababa de vencer a Licinio, convirtiéndose en
dueño y señor del Imperio oriental. Le interesaba que sus nuevos territorios no
le diesen mucho por culo; así pues, le escribió una carta a Alejandro y a
Arrio, en la que venía a decir que los separaban temas de mero matiz
(obviamente, a Constantino todas aquellas cosas sobre las personas y las
sustancias le parecían conachadas). Envió al sacerdote en quien más confiaba,
el obispo Osio de Córdoba, a Alejandría, para entregar la carta en persona. Una
vez en la ciudad egipcia, Osio organizó una asamblea de prelados, que, por así
decirlo, se declaró incapaz de resolver la cuestión; fue el resultado de
aquella asamblea lo que movió a Osio a recomendarle al emperador la
convocatoria de un concilio. El resultado es lo que conocemos como concilio de
Nicea. Allí se encontraron: los atanasianos u ortodoxos; los arrianos; los
arrianizantes o eusebianos; los más o menos indiferentes, casi todos ellos
proclives a ponerse del lado de Atanasio.
En los inicios, el concilio albergó debates más o menos
privados en los cuales Arrio, Eusebio de Nicomedia, Maris y Theognis, los
principales portavoces arrianos, se enfrentaron a los atanasianos. Sin embargo,
este carácter semiprivado de la discusión se acabó en cuanto el concilio se
planteó la fabricación de un Credo. Arrio ofreció una fórmula, en realidad
desarrollada por Eusebio de Cesarea, en la cual al Hijo se le dedicaban
diversos apelativos de gran honor, pero en un lenguaje genérico y oscuro que evitase
definirlo como Dios él mismo. Pero no fue suficiente.
La cuestión estaba sobre la mesa o, más bien, sobre el
altar: ¿Es el Hijo Dios en el mismo sentido que el Padre aunque sin ser visto
como algo separado de Él; o es una creación del Padre? O, dicho de una manera:
¿adoramos en el Hijo a la misma sustancia, la misma esencia indivisible que
adoramos en el Padre; o adoramos una sustancia que tuvo un inicio, es decir,
que fue creada en algún momento del tiempo por el Padre? Obviamente, para los
arrianos, el Hijo fue creado (y para negarlo es por lo que el Credo niceno
reza: engendrado y no creado); para
los atanasianos u ortodoxos, el Hijo es Dios Padre.
Para los católicos, el gran problema residía en decir que el
Hijo era el Padre, igual de Dios que Dios mismo, aunque sin ser visto como algo separado de él. Es decir, su
problema era huir del Diteísmo o Triteísmo. Para eso fue para lo que Osio sacó
a pasear el concepto de Homoousion;
personas distintas, pero la misma sustancia. El mismo tipo de misterio que se
produce en la Eucaristía, ya que en la misma el vino que usa el cura se
convierte en la sangre de Cristo, pero obviamente sigue siendo vino. Eso es así
porque sangre y vino son sustancias diferentes, pero en ese momento comparten
la misma esencia (o al menos eso es lo que dice en el libro de instrucciones).
El nuevo Credo fue presentado a los obispos para que lo
firmasen. Como en una asamblea de Podemos, la mayoría lo firmó sin rechistar, y
allí siguen. Eusebio de Cesarea lo aceptó después de muchas dudas con la coña
del homoousion, que no terminaba de
convencerlo. Eusebio de Nicomedia y Theognias lo firmaron también, pero no sin
antes quitarle un anexo que llevaba con anatemas sobre Arrio. Al final, los
únicos relapsos fueron el propio Arrio, Segundo y Theonas. Los tres fueron excomulgados.
Tras Nicea, la Iglesia quedó en paz, aunque, en realidad,
bajo lo que estaba era la bota de Constantino. Poco tiempo después de la
asamblea, murió Alejandro, y fue sustituido por Atanasio. En el año 328, en
todo caso, los problemas regresaron.
No podemos saber con exactitud en qué medida. Pero sí
sabemos, por los hechos, que el tema del arrianismo se convirtió pronto en un
tema político. Como ya os he explicado muchas veces, la clave del éxito de la
Iglesia constantiniana reside en su riqueza; en su capacidad de allegar
recursos para favorecer a emperadores y gobernadores que los necesitaban.
Parece claro que, de formas que nos son muy difíciles de adverar, Arrio y los
suyos consiguieron mantenerse en algunos territorios dominando las cristiandades
locales; y sólo era cuestión de tiempo que Constantino, que al fin y al cabo lo
que había hecho en Nicea era apoyar a quien creía era la vertiente mayoritaria
de la Iglesia y, consiguientemente, aquélla a la que debía apoyar para seguir
recibiendo pasta; sólo era cuestión de tiempo, digo, que Constantino se diese
cuenta de que los arrianos no eran ningunos mismundis. Al parecer su hermana
Constancia no fue ajena a este tema; pero el caso es que los arrianos fueron
sorpresivamente invitados a expresar sus ideas y teorías.
Los arrianos, en un gesto muy político, formularon su fe en
unos términos muy moderados, que consideran al Hijo, Palabra de Dios, engendrado por el Padre antes de todos los tiempos.
Arrio, pues, fue llamado a la metrópoli en el 330; y, desde entonces, los
arrianos comenzaron una estrategia clara de ocupación de obispados clave.
Eustacio, obispo de Antioquía, fue acusado de herejía y de
otros crímenes en una imputación fake (y
no es que lo diga yo; es que el principal testigo acabaría por confesar que se
lo había inventado todo; fue un poco como el bulo del culo); lo que provocó que
un sínodo arriano lo depusiera, con el apoyo de Constantino. Después el atacado
fue el mismísimo Atanasio. El obispo de Alejandría se negó a acudir a un
concilio organizado por Eusebio en Cesarea; pero Eusebio organizó otro al año
siguiente en Tiro, y ya no se pudo negar de nuevo. Atanasio se libró de las
acusaciones; pero más tarde, cuando se marchó a Constantinopla para departir
con el emperador, los arrianos le montaron un Hermano de Ayuso en su propia
casa, o sea, Alejandría, con lo que fue depuesto sin haber siquiera podido
regresar. En la capital, Constantino se sintió partidario de apoyarlo; pero,
entonces, Atanasio fue acusado de haber parado la entrega gratuita de alimento
a sacerdotes, viudas y mujeres vírgenes en Alejandría, y Constantino, de buena
o mala gana, lo exilió a Trieste (336). Aquel mismo año, Constantino iba a
decretar el regreso a la comunión de Arrio en Constantinopla. Pero Arrio murió
el día antes, mientras estaba cagando, en un suceso nunca totalmente aclarado
que, en mi opinión, hace pareja con la
muerte del Papa Albino Luciani, Juan Pablo I, como uno de los dos grandes
misterios de la Iglesia. Bastante más misterioso de la transubstanciación, de
hecho.
Constantino la roscó en el 337, con lo que el poder se
dividió entre sus tres hijos: Constantino, Constancio y Constante. La situación
no muy definida en La Moncloa hizo que los temas en la Iglesia se
tranquilizasen; así pues, al año siguiente, 338, Atanasio regresó a su sede
alejandrina. Sin embargo, esta vuelta no desanimó a los arrianos, quienes
tenían un campeón en un tal Pisto; adujeron un tecnicismo para argumentar que
el regreso de Atanasio había sido irregular. Un concilio de padres egipcios declaró
la total inocencia de Atanasio (aunque, claro, esto lo sabemos porque nos lo
cuenta el propio Atanasio). En el año 341, sin embargo, los eusebianos de
Antioquía aprovecharon la consagración de la iglesia de Constantino en la
ciudad para montar un concilio, en el que aprobaron un canon ladino, según el
cual un obispo depuesto no podía volver a ser obispo. En ese mismo concilio se
llegaron a usar tres textos distintos para el Credo, ninguno de ellos basado en
la homoousion de Osio. Los eusebianos
nombraron un obispo para Alejandría en la persona de Gregorio de Capadocia;
Gregorio se llegó a Alejandría repartiendo hostias, y no precisamente
consagradas, entre los ortodoxos. Atanasio, por su parte, huyó a Roma, donde
fue muy bien recibido por el obispo local, es decir el pre-Francisquito Julio.
El exilio de Atanasio, sin embargo, no fue muy largo. En el
año 349, Constancio lo llamó de nuevo a su sede original. En el ínterin, los
ortodoxos habían hecho grandes progresos, pues habían conseguido, en el 345,
que el concilio de Milán rechazase el Credo Macróstico, un texto semiarriano.
Otro concilio (Sardica, 347) volvió a afirmar la fe niceica. Los prelados
arrianos y semiarrianos, que habían sido convocados a Sardica para reunirse con
Atanasio y llegar a algún acuerdo, decidieron, ante su obvia inferioridad,
desviarse a Filipópolis, donde, impasible el arriano, condenaron a Atanasio de
Alejandría, a Julio de Roma, a los obispos de Córdoba, Trieste y Sardica.
Siguieron dos años de enfrentamientos frontales, que terminaron, sin embargo,
cuando Atanasio, como os he comentado, logró ganarse a Constancio, y prevaleció
en su sede arzobispal (o no).
En el año 350, Dios tiró los dados de nuevo. Constante fue
asesinado, con lo que el poder en el Imperio occidental fue a las manos de
Constancio; y esto revolucionó las aguas de nuevo.
Para entonces, en todo caso, el
arrianismo se había escindido. Una parte de los arrianos habían llevado sus
creencias hasta sus últimas consecuencias. Éstos, que fueron llamados
anomoeanos, sostenían que el Hijo era esencialmente distinto del Padre. Por otra
parte, Eusebio de Cesarea, quien como ya os he contado tenía sus serias dudas
sobre la homoousion, había
desarrollado una matización de la misma, que la mayoría de los autores
consideran arriana aunque en parte supone algo distinto. Su concepto era el de homoiousion; la introducción de esa
vocal parece poca cosa, pero supone cambiar el concepto “distinta naturaleza,
misma esencia”, por el concepto “iguales como en esencia”, pero no en esencia.
El eusebianismo, por lo tanto, trataba de desarrollar una afirmación arriana
(el Hijo no es el Padre) pero salvando los muebles, o cuando menos algunos
muebles, de Nicea. Esto se conoce como una fórmula semiarriana (ya nos
encargaremos del semiarraianismo en profundo).
La otra gran rama arriana (la
primera, como os he dicho, son los anomoeanos o arrianos puros) evolucionó
desde el semiarrianismo eusebiano, pero abandonando el concepto de homoiousion, sustituyéndolo por el de homoion, es decir, “parecido” a secas.
Venían a decir estos arrianos: el Hijo es “como” el Padre, se “parece” al
Padre, pero no es el Padre. Y descartaban meter en la ecuación el concepto de
esencia. Estos segundos arrianos suelen ser conocidos como acacianos, pues
toman su nombre de Acacio de Cesarea, que fue alumno de Eusebio. Personas
distintas, pensamientos distintos, pero un enemigo común: el Credo niceno.
El hecho de que la administración
del Imperio se unificase bajo un solo emperador, como en los viejos tiempos,
supuso un acicate para los arrianos. Nuevas fronteras. Se celebró un concilio
en Arlés, en el 353; y otro en Milán dos años después; además de dos
conferencias en Sirmium en los años 356 y 357. Aunque en citas como Milán, ya
lo hemos dicho, los nicenos fueron respaldados, en algunas de estas ediciones
se atacó a Hilario de Poitiers, al Papa Liberio, y el viejo obispo cordobés
Osio fue encarcelado. En Alejandría, los arrianos levantaron una espiral de
violencia que, una vez más, aconsejó a Atanasio abandonar la ciudad.
En Sirmium se produjo un Credo
homoeano o acaciano; los integrantes de la conferencia trataron de obligar a
Osio, que llevaba un año preso y al que habían dado varias palizas, para que lo
firmase. Osio firmó y fue autorizado a regresar a España; aunque dos años
después, en su lecho de muerte, se desdijo. Liberio, sin sede ni modo de vida,
aceptó firmar un Credo semiarriano,. Así las cosas, en el año 357 el arrianismo
parecía triunfar en occidente.
Al mismo tiempo, en Asia, Cirilo
de Jerusalén había sido depuesto y expulsado de la ciudad mientras que, en
Antioquía, el obispo Eudoxio patrocinaba las prédicas del herético Aecio,
inspirador de los aecianos. Un concilio celebrado en el 358 en Ancira, de clara
inspiración eusebiana, condenó al mismo tiempo la homoousios y la homoion.
Tanto Eudoxio como Aecio fueron invitados a retirarse, lo cual creó un nuevo
cisma en el arrianismo, pues muchos de estos creyentes eran renuentes a la
unificación de las creencias arrianas, todas ellas, al calor de la homoiousion eusebiana.
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