Las ambiciones de un rey aragonés
Francesco Sforza, ese parvenu
Ferrante I, el príncipe
La conspiración
En marzo de 1455, Nicolás V murió; fue elegido nuevo Papa Alonso Borja, quien para entonces tenía 75 palos. Obviamente, Alfonso se las prometió muy felices. Y el Papa, así, de inicio, no lo decepcionó. Hizo cardenal al tío de Lucrecia d'Alagno, Reinaldo Piscicello, arzobispo de Nápoles; aunque, eso sí, le negó al rey el divorcio de María de Aragón como quería. Para cuando Alfonso murió (junio de 1458), ambos viejos conocidos eran enemigos cainitas. Del alegrón que se llevó Calixto III de ver que su némesis la roscaba, las espichó él también, apenas un mes después.
Ferrante I de Nápoles tomó el testigo de su padre y, al hacerlo, también heredó la pulsión de convertir al reino de Nápoles en el árbitro de la política italiana y hasta europea. Las cosas como son, Nápoles, con las extensiones que tenía en ese momento, la capacidad económica, y los vínculos con una potencia regional como Aragón (potencia que, en esos años, se haría más fuerte al integrarse en el proyecto español), disponía de argumentos sobrados para sustantivar aquellas ambiciones.
El gran paso geopolítico de Ferrante lo dio en el año 1478, cuando se convirtió en el aliado del Papa Sixto IV contra los florentinos. En mayo de aquel año, la Signoria florentina había decretado la ejecución de un grupo de sacerdotes, uno de ellos arzobispo, lo cual iba totalmente en contra del estatuto de los prelados. Sixto había respondido mediante una bula de título autoexplicativo (Iniquitatis filius, hijo de la maldad) en la que excomulgó a Lorenzo de Medici.
Los Francisquitos, cuando se quejan, siempre callan algo. En este caso, Sixto se callaba el pequeño detalle de que los curitas y el curazo ejecutados lo habían sido por participar en el atentado contra los Medici; atentado que, para más inri, se había producido en sagrado, bajo el techo de la catedral florentina.
Aunque algunos guionistas modernos con más intención que respeto por la verdad histórica han querido presentar este tema como un enfrentamiento entre los Medici y los Pazzi, en realidad aquello fue una lucha de varios años entre los Medici y el Papa Sixto, que contemplaba con inquietud la voluntad de la poderosa familia medicea de hacer las cosas a su bola. Como consecuencia, Sixto decidió cambiar el régimen en la Toscana, y le encomendó la movida a su sobrino, Girolamo Riario.
En aquella guerra, Ferrante I contaba con un comandante en jefe, Federigo da Montefeltro. Federigo, como Ferrante, era bastardo. Ya en julio de 1444 había comenzado su carrera de armas asediando Urbino, después de que su medio hermano, el duque Oddantonio da Montefeltro, fuese asesinado con menos de veinte años. Aunque el chaval, por lo que se lee, era un nota de cojones. Entonces Oddantonio tenía 17 años; estaba casado con Isotta d'Este, hija de Niccolò III, y las crónicas nos dicen que se follaba a todo lo que se movía tanto de día como de noche, sin preocuparse de las formas. Se rumoreó que los conspiradores que lo mataron le habían castrado y le habían metido el pene en la boca.
Federigo, como digo, sostenía que era medio hermano de Oddantonio, porque era hijo bastardo de Guidantonio da Montefeltro. Pero eso, la verdad, no estaba nada claro; muchos decían que era hijo de Bernardino degli Ubaldini, jefe de la guardia. Este tipo de dudas fueron aireadas por un noble vecino de Urbino, Sigismondo Malatesta, otro que merecería algunos párrafos que tal vez algún día llegarán.
Malatesta, sin embargo, no era el único enemigo de Federigo. Eugenio IV, el Papa que había santificado el noble estatus de Oddantonio, se negó a repetir la jugada con su supuesto hermano. Como siempre, esto era un riesgo, porque había otros que querían el ducado. Estaba Domenico Malatesta (el hermano de Sigismondo), que estaba casado con Violante da Montefeltro, hermana de Oddantonio. En marzo de 1446, Federigo descubrió, o dijo descubrir, un complot montado por Sigismondo y Violante, con la complicidad de la hermana menor de ésta, Sveva, que todavía vivía en Urbino y se había comprometido a abrir las puertas de la ciudad. Hubo un montón de ejecuciones, aunque no de Sveva, hermana del conde. El conde siguió siendo medio conde, medio nada, hasta que en 1447 fue elegido Papa Nicolás V, quien le confirmó el título, aunque al tiempo le negó el derecho a legar el feudo a sus descendientes.
La decisión papal, en todo caso, sirvió para consolidar a Federigo da Montefeltro en su feudo de Urbino; lo demás que hizo fue ganarse un puesto como hábil negociador tras la batalla. Evidentemente, su prioridad era alejar Urbino de las garras de Sigismondo. Pero, sobre todas esas cosas, era un auténtico condottiero. Su primera condotta la firmó con Filippo María Visconti cuando sólo tenía 16 años; pero en 1442 cambió de patrón, y se alquiló para Alfonso de Nápoles. Cuatro años después, de nuevo cambió su carrera, empleándose para Francesco Sforza. Como puede verse, las líneas rojas de Federigo da Montefeltro estaban más desleídas que las de Pedro Sánchez.
En 1450, durante unas justas celebrando la toma de Milán por los Sforza, una lanza le impactó en la cara y le saltó un ojo de la cuenca. En 1453 tuvo un ataque de malaria que amenazó la vista de su ojo superviviente; pero finalmente pudo salir adelante.
En 1451, Federigo estaba de nuevo cabalgando con Alfonso de Nápoles, en medio de rumores de la alianza de éste con el emperador para echar a los Sforza de Milán, aduciendo el relato de que Visconti le había dejado su reino al aragonés. Cuando llegó el tratado de Lodi, del que ya hemos hablado, el rey napolitano premió a su general con una sustanciosa renta de 6.000 ducados al año; además, por supuesto, de su compromiso de defender Urbino si era atacado. A partir de ahí, Federigo da Montefeltro ya nunca abandonaría su vinculación con Nápoles.
Ferrante fue aclamado Ferrante I de Nápoles el 27 de junio de 1458. Esta aclamación, como ya sabemos, se produjo en una situación muy compleja, con el Papa Calixto (el antiguo preceptor de Ferrante) negándose a reconocerlo como rey y exigiendo que le devolviesen el pedido. Federigo, para dejarle claro al rey que estaba con él, envió a su propio hijo, Buoconte, a la jura; gesto que le costó caro, puesto que el niño fue afectado por una plaga, y la roscó.
El Papa no era la única amenaza de Ferrante. Los angevinos, sólidamente establecidos en el reino, tenían muchos partidarios. Renato de Anjou acabó por conseguir el lanzamiento de una rebelión de masas, dirigida por Giovanni Antonio Orsini, príncipe de Taranto (recordad que la casa de Taranto era como los duques de Alba de Nápoles) y tío de la mujer de Ferrante, Isabella; y Marino Marzano, príncipe de Rossano y duque de Sessa, casado con la medio hermana de Ferrante, Eleanora. La conspiración, por lo tanto, poco menos que venía de la propia antesala del rey.
Dios aprieta, pero no ahoga. Un mes después de llegar Ferrante al trono, Calixto fue llamado por la Paloma Muda a su coleto. En el cónclave subsiguiente, los napolitanos y sus aliados jugaron bien sus cartas, consiguiendo la nominación de Enea Silvio Piccolomini (Pío II). Pío presentaba la novedad de que era de Siena, y esto quiere decir que llevaba tras de sí a toda una casta menor de señores sieneses, a los que ahora pretendía colocar en las estructuras de poder italianas. Piccolomini inauguró la larga etapa papal en la que la categoría de Francisquito vino a ser una especie de corona seudo hereditaria; o sea, la institución entró en la barrena que se intentó, sin éxito, corregir en Trento.
Pío se colocó del lado de Ferrante en su guerra contra Renato de Anjou y los nobles rebeldes. Nada es gratis cuando hablamos de un Papa, claro. A cambio, su sobrino Antonio Piccolomini fue investido duque de Amalfi, además de prometido a María de Aragón, la hija bastarda de Ferrante. A finales de 1458, Ferrante podía considerar orillado el peligro de ser depuesto. A través de Pío, además, Ferrante consiguió la alianza de Francesco Sforza, que lo necesitaba para convencer al emperador de que lo reconociese como señor de Milán (Ferrante y el emperador eran primos).
Esta combinación de fuerzas, que no olvidemos juntaba dos generales como Federigo da Montefeltro y Francesco Sforza, fue, sin embargo, derrotada por los rebeldes angevinos el 7 de julio de 1460 en Sarno. El rey de Francia, obviamente interesado en el éxito de Renato de Anjou, trató de sobornar al Papa ofreciéndole 70.000 soldados para una cruzada que quería montar; pero, cosa curiosa, el Francisquito dijo que no. La fidelidad papal salvó a Ferrante quien, en agosto de 1462, devolvió, en Troia, la humillación de Sarno. A partir de ese momento Orsini, siendo como han sido siempre los Orsini unos nenazas bastante cobardes, cambió de bando. En julio de 1465, la flota angevina fue derrotada en Ischia. Ferrante se sintió tan seguro de sí mismo que incluso fundó su propia orden de caballería, los Caballeros del Armiño. Lo más importante: consciente de que lo fundamental era consolidar su posición diplomáticamente, este Fernando el Católico que, en algunas cosas, inclusos supera al rey español como epítome del príncipe maquiavélico, comenzó a mover piezas matrimoniales. Ferrante e Isabella tenían seis hijos, cuatro de ellos varones: Alfonso, Eleonora, Federigo, Giovanni, Beatriz y Francesco; por no contar diez hijos bastardos del rey que se criaron en la misma Corte. Ferrante, pues, tenía el salami en oferta.
En 1455, Nápoles y Milán habían sellado su alianza prometiendo al heredero de la corona napolitana, Alfonso, duque de Calabria y entonces de siete años, con Ippolita, la hija de Sforza, de diez; mientras que Eleanora, de cinco años, fue prometida a Sforza María, el tercer hijo de Francesco, de cuatro años. El segundo de los compromisos no se cumplió, por lo que Eleanora fue casada con el duque de Ferrara, Ercole d'Este. Federigo, por su parte, fue prometido a la hija del duque de Borgoña (aunque este compromiso tampoco se perfeccionó; acabó casándose con Ana de Saboya). Este casamiento se hizo considerando que Ana de Saboya era la hermana de Bona de Saboya, mujer de Galeazzo María, el primogénito de Francesco y consiguientemente heredero de Milán. Como se ve, la principal obsesión era, siempre, evitar el distanciamiento entre Nápoles y Milán, que, ambos lo sabían, dejaba espacio para el resto de poderes italianos, notablemente la Toscana.
Además de consolidarse fuera, Ferrante tenía que consolidarse dentro. La rebelión de sus nobles le había enseñado que tenía demasiados enemigos en su reino; además, el poder feudal en Nápoles era elevadísimo; en algunas comarcas, los señoríos reales simplemente no existían. Así que Ferrante aprovechó los títulos que había embargado de los rebeldes. Federigo, su segundo hijo, recibió el condado de Squillace; luego fue nombrado príncipe de Taranto y,finalmente, príncipe de Altamura cuando se casó con la duquesa (hija del duque anterior, que había perdido su condición por haberse unido a la rebelión). Francesco, su tercer hijo, fue investido duque de Sant'Angelo y más tarde se casó con la heredera del ducado de Venosa. El ducado de Sessa, arrebatado de las manos de Marino Marzano, fue para Antonio Piccolomini, yerno de Ferrante.
Federigo da Montefeltro, por su parte, se había casado en primeras nupcias con Gentile Brancaleoni, quien no le dio hijos y murió en 1457. Tres años después, cuando Federigo tenía 38, se casó de nuevo, con Battista, de 14 años, hija de Alessando Sforza, hermano de Francesco y que, como señor de Pesaro, era su vecino. Poco después de este matrimonio, Pío modificó la decisión de Calixto de no garantizarle la sucesión de sus títulos. En realidad, el tema fue mucho más allá: los Montefeltro firmaron un pacto de hierro con los Piccolomini, para poder acabar con los Malatesta. En los años por venir, hasta cincuenta fortalezas y villas controladas por la familia de Sigismondo acabaron cayendo bajo la espada de Federigo.
El señor de Urbino llegó a su 50 cumpleaños en 1472. Aparentemente lo tenía todo; pero no era así. Todavía no era duque; ni siquiera Pío II le había otorgado ese estatus. Algunos meses antes, agosto de 1471, la muerte de Pío II había provocado la convocatoria de un nuevo cónclave. En dicha asamblea el elegido fue Sixto IV, y lo fue de forma bastante sorprendente para los grandes poderes italianos. Sixto, que había llegado a ser ministro general de los franciscanos y era por ello un hombre con fama de teólogo y generoso, no era un hombre de Curia; y, por eso mismo, nadie había contado con él. Siendo como era ligur, se sospechó de vínculos milaneses que, sin embargo, probablemente o no existieron o no fueron muy estrechos.
Francesco della Rovere se demostró pronto como esa típica persona que pretende evitar los problemas por la vía de decirle a todo el mundo que sí. Muy particularmente, quiso dejarle claro eso de hay un amigo en mí delante de Ferrante I, pues apenas nombrado le otorgó a su hijo Giovanni, entonces de 15 años, la abadía de Montecassino (con su pasta); y eso no fue más que el precedente del capelo cardenalicio (más pasta todavía). Acto seguido, liberó a Nápoles de los tributos que pagaba al Papado e, incluso, se hizo un Sánchez-Puigdemont y decretó la condonación de todas las deudas napolitanas con la Iglesia.
Consciente de que todos estos gestos ponían nerviosos a los milaneses, Sixto tuvo claro que ahora debía equilibrar la balanza, cosa que hizo con diversas cucamonas, mientras invitaba a los dos grandes poderes italianos a entenderse.
En esencia, sin embargo, el principal objetivo de Della Rovere era el mismo que el del Papa anterior: colocar en la cúpula del poder italiano a su familia. En los primeros meses tras su mandato, concedió el capelo cardenalicio a dos de sus sobrinos: Pietro Riario y Giuliano della Rovere. El primero de ellos, en apenas dos años que vivió (hasta 1474) se gastó 360.000 ducados, un fortunón; lo que demuestra su piedad y humildad franciscanas. En cuanto a Giuliano, futuro Julio II, en cuanto se estableció en Roma como cardenal, tomó públicamente una amante a la que colmaba de regalos.
Sixto tenía tres sobrinos más que no eran sacerdotes; y en su persona se cobró los favores hechos a Ferrante de Nápoles y Gian Galeazzo de Milán. Lionardo della Rovere fue prometido a una de las hijas bastardas del rey napolitano, quien le dio a su nuevo yerno el ducado de Sora; pronto, en 1475, Lionardo falleció sin descendencia, con lo que su ducado pasó a su primo y hermano pequeño del cardenal Giuliano, Giovanni della Rovere. Pietro Riario, mientras tanto, viajó a Milán para colocar allí a su hermano Girolamo Riario. Girolamo, que antes de que su tío fuese PasPas se ganaba la vida vendiendo ultramarinos, y que era el ojito derecho de su tito, fue creado conde de Bosco, un título que pertenecía a Galeazzo María y que éste vendió por 16.000 ducados. Al año siguiente Girolamo, de 30 años, fue prometido a la hija ilegítima de Galeazzo, Caterina, que tenía diez. Girolamo, además de preferido de su tío, se convertiría, de alguna manera, en su sicario, lanzando una de las mayores tragedias de aquel Renacimiento italiano demasiado prolijo en ellas.
Sixto IV tenía una estrecha relación con los Medici de Florencia, que eran sus financiadores. Lorenzo de Medici se autodesignó prácticamente embajador florentino en la coronación del PasPas. Sixto lo recibió en audiencia privada y colmó a la familia Medici de indulgencias plenarias (que buena falta le hacían); e, incluso, le regaló la conocida como Tazza Farnese, una bella pieza arqueológica del siglo II AC que hoy está en el Museo Nacional napolitano.
Lorenzo de Medici tenía unas relaciones manifiestamente perfectibles con Ferrante I, puesto que el rey napolitano había operado de refugio seguro de diversos opositores toscanos. Con quien sí que se llevaba bien era con Federigo da Montefeltro. Federigo era,de hecho, su padrino; pero la cosa es que, además, había permitido que tropas florentinas pasaran por Urbino en varias ocasiones. En 1472, cuando estalló una rebelión anti medicea en Volterra, Lorenzo eligió a Federigo para que comandase sus tropas.
El hecho de que los Medici y el Papa fuesen socios hizo que Lorenzo no sospechase nada malo de la sugerencia de que el cardenal Pietro Riario fuese nombrado arzobispo de Florencia. Sin embargo, desde dos meses antes de dicho nombramiento, el Francisquito estaba afolliscado en silencio con los florentinos. Los Medici habían decidido comprar el feudo de Imola a Galeazzo Maria Sforza por 100.000 ducados; el gesto encabronó en Roma porque Imola era un Estado pontificio (razón por la cual se construyó allí un circuito para que los coches fuesen a toda hostia), y ya se sabe que a la Iglesia no le gusta que la gente haga negocios si ella no percibe su pequeña comisión. Además, la operación suponía extender el poder toscano allende los Apeninos; y ya deberíais saber, a estas alturas, que la política italiana del Renacimiento es un 99% conseguir que nadie consiga suficiente poder como para poder dominar a los demás; porque, en ese caso, tendrá el poder de dominar al papado.
En un movimiento desesperado, el Papa le ofreció 40.000 ducados a Gian Galeazzo a cambio de que su sobrino Girolamo Riario fuese nombrado señor de las tierras de Imola. Pero el PasPas no tenía ese dinero, así pues fue al banco con el móvil en la mano diciendo que sí que quería el préstamo preconcedido del SMS. Lorenzo de Medici, sin embargo, se lo negó. Se sentía obviamente insultado y amenazado por un movimiento papal, que era, además, muy papal: con 40.000 florines buscaba hacer inútil una inversión de 100.000 y, además, pretendía que su gasto fuese financiado por su víctima.
Fue por esta razón por la que Sixto decidió cambiar de bando en Florencia, y comenzó a darle boleta a los Pazzi, que también eran banqueros, y que sí que le prestaron la pasta.
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